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Las yemas granates despuntando bajo la corteza de los cerezos.

Este relato fue publicado en el blog en diciembre de 2018. Os invito a redescubrirlo

    

      — ¿Ha tenido buen viaje, señor Zander?

      —Un vuelo sin incidencias, gracias. Lo complicado fue llegar hasta aquí. Resulta difícil orientarse con tanta numeración americana, inglesa, china… Encontrar el edificio ha sido  una odisea y luego está el lio de las plantas; el cuarto piso se convierte en el tercero, el tercero en el cuarto. Si no hubiera sido por un vecino, aún estaría dando vueltas buscando su apartamento.

     —Hong Kong es una ciudad caótica, señor Zander. La mejor del mundo si lo que buscas es esconderte o pasar desapercibido.

     Ikari Izumi (no es su verdadero nombre)  me sonríe enmarcada por el contraluz de la ventana. A su espalda, el azul plomizo del atardecer flota suspendido sobre el puente de Kowloon. Viste un pantalón negro y jersey del mismo color de cuello vuelto. Lleva el cabello recogido, de  manera que parece descuidada, en un moño. Es menuda y frágil como una porcelana. Esa es la impresión que da a primera vista.

     —Siéntese señor Zander. ¿Le apetece un té, algo más fuerte quizás…?

     —Un té está bien, gracias.

     —Con su permiso yo tomaré un poco de whisky. No suelo beber, pero creo que me vendrá bien un trago.

      Me arrepiento en el acto. Debería haber pedido un  whisky también.

      El 6 de julio de 2018, fue ejecutado en la horca Shoko Asahara, líder de la secta Aum Shinrikyo, “La Verdad Suprema”.  Asahara fue el máximo responsable de los ataques con gas sarín perpetrados en el metro de Tokio, en marzo de 1995, que costaron la vida de 13 personas y causaron diversas lesiones, algunas irreversibles, a otras 6.300. He volado a Hong Kong desde Estocolmo para escribir un artículo para mi periódico sobre las experiencias de alguien que estuvo en Aum en aquella época. No ha sido fácil contactar con Ikari Izumi y mucho menos convencerla para que hable. Ahora estoy aquí, sentado en su salón, aguardando que vuelva con un té de la cocina y poder empezar, al fin, la entrevista.

      Ikari Izumi regresa portando una bandeja con las bebidas, se sienta y me mira. Espera.

     — ¿Le importa que grabe?— le digo.

     —No,  hágalo. Pero le ruego que en ningún caso mencione mi nombre. Escriba solo lo que le cuente y por favor, no me juzgue. Prometo contarle toda mi verdad.  ¿Me invita a un cigarrillo? Hace años que no fumo. Ya ve usted, hace ya años de todo.

     Le doy un cigarrillo. La llama del mechero hace que sus ojos refuljan incandescentes, como si fueran dos ascuas. Da una honda calada y  una cortina densa se interpone entre los dos cuando expulsa el humo.

     —Cuando usted quiera—. Me dice—Estoy preparada…

     Hábleme de su familia. ¿Cómo fue su infancia?

     No conocí a mi padre y de mi madre apenas conservo un vago recuerdo. Me abandonó, a los cinco años, en un orfanato católico del barrio de Meguro. Allí me crié. Jamás he vuelto a saber nada de ella. Fui una niña traumatizada y resentida, señor Zander. Mis primeros años no fueron  fáciles y el orfanato tampoco ayudó. Recuerdo que pasé temporadas con diferentes familias de acogida. Algo debía fallar en mí porque siempre acababan devolviéndome. Veía como los niños más pequeños se iban de la mano con sus padres adoptivos y yo seguía allí,  repudiada como si fuera tóxica. Eso me marcó profundamente. Al final, fueron las monjas las que se ocuparon de mi educación. No sabe cuánto llegué a odiar aquel sitio. El sentimiento de rechazo me creó un denso poso de resentimiento. Odiaba el olor a lejía de mis manos, la limpieza obsesiva, la opresión silenciosa y carcelaria de aquellas paredes. Era un ambiente casi militar, frio y disciplinado. Para algunas monjas los niños éramos incordios que las desviábamos de su verdadera vocación. Guardaban todo el amor, toda su piedad para ese Dios suyo. El día que me escapé, mi corazón era como una pasa reseca. Tenía dieciséis años, Tokio era una jungla y  yo estaba sola. ¿Sabe usted lo que es eso?

     ¿Debió ser muy duro  enfrentarse al mundo sola a tan temprana edad? ¿Creía usted en Dios? ¿Era religiosa?

     En aquella época no creía en nada. Me educaron en la fe católica pero no le encontraba el sentido. Mi relación con Jesucristo no había sido buena… Pasé semanas deambulando por los alrededores del mercado de Tsukiji. Algunos vendedores me daban comida y algunos turistas dinero. Dependiendo del grado de generosidad de la gente, dormía bajo techo o  pasaba la noche acurrucada en un banco de la estación de Shimbashi, esperando a que se hiciera de día. No me atrevía a cerrar los ojos. No me atrevía a dormir…  ¿Sabe? Mis ojos han visto cosas que ojalá usted nunca vea.

     ¿Y qué pasó, cómo logró salir de la calle?          

     Un día Mamasan bajó del tren. Cuando me vio acurrucada en el banco, se acercó como un tigre que huele a su presa. «Kohana» me dijo, levantándome la barbilla y obligándome a mirarla. « ¿Qué haces aquí marchitándote?» Me sedujo con su sonrisa y sus palabras amables y me llevó con ella. Mamasan era la propietaria de un negocio en Kabukichu, un pequeño local en una calle estrecha, encima de unos billares y de una casa de apuestas. Lo que hoy llamaríamos un “Maid café”, un café de doncellas, con la peculiaridad de que en las habitaciones traseras se jugaba a algo menos inocente que el Moe Moe Jankan.

    ¿La obligaron  a ejercer la prostitución?

     Estaba abocada a ello. ¿Acaso existía otra salida? Nunca me gustó aquel juego. Me hacía sentir sucia. Si eras buena y obediente, Mamasan era buena contigo, pero más te valía no hacerla enfadar,  porque entonces se convertía en un dragón que echaba fuego por la boca. Con mis compañeras apenas me relacionaba. Solo les interesaban los hombres, la ropa y donde estaban los mejores karaokes… No las entendía. Creían que yo era un bicho raro y me dejaron de lado.

     ¿Cuánto tiempo trabajó para Mamasan? ¿Qué pasó después?

     Estuve allí casi dos años. Intentaba ahorrar todo el dinero que podía porque planeaba estudiar secretariado y convertirme en una buena chica (Risas). Allí conocí al señor Tanaka. Al principio venía a jugar conmigo dos o tres veces al mes. Era una persona  pulcra y educada, nos entendíamos bien. Había enviudado recientemente y tenía un hijo que no le daba más que disgustos. El sexo no le interesaba demasiado, para él era más importante hablar con alguien y desahogarse. El señor Tanaka tenía una librería en Shinjuku y a veces me traía un libro de regalo y me animaba a leerlo. Descubrí que la lectura me ayudaba a evadirme. Las historias me hacían vislumbrar otra realidad, desataban mi imaginación y mi fantasía. Cuando le conté al señor Tanaka mis proyectos, decidió ayudarme y me ofreció un trabajo a tiempo parcial en su negocio. No me lo pensé.

     ¿Sería liberador para usted salir de aquel mundo?

     Sabía que la vida me estaba ofreciendo una oportunidad. El señor Tanaka me ayudó a encontrar un pequeño estudio. Empecé a trabajar en la librería y por las noches iba a una academia. Pasé semanas quitando el polvo de los estantes e intentando ordenar aquel caos de libros. Restituí las bombillas fundidas,  saqué brillo a los suelos… La tienda, limpia e iluminada, resultaba acogedora, prometedora con los libros bien expuestos y ordenados. El señor Tanaka estaba contento. Cada vez entraban más clientes y eso se notaba en la caja al final del día.

      ¿Se adaptó bien a su nueva vida?

      Trabajaba y estudiaba, pero era incapaz de hacer amigos. Había algo, un bloqueo, que me impedía relacionarme con normalidad. No estaba segura de cómo moverme, de la forma de actuar. Pensaba que todos notaban la incomodidad y la rigidez que había en mí.  Era como si todo el mundo estuviera evaluándome constantemente y me encontraran deficiente. Eso me inquietaba mucho. Luego pasó lo del espejo. Fue una experiencia tan vivida, que me sumió en un estado casi depresivo.

     ¿Qué ocurrió con el espejo, señora Izumi?

     Aquel día, me encontraba realmente mal. Sentía que me ahogaba. No era pesar, era como si me faltara algo. Estaba en casa con todas las luces apagadas llorando. Mi llanto era casi una letanía liberadora, como cuando rezaba el rosario con las monjas y, arropada  en el murmullo de las voces, me sumía en una especie de trance. Cuando me miré en el espejo, mis ojos brillaban con una intensidad desconocida. Quedé prisionera de mi imagen. No era yo quien miraba, era la imagen del espejo la que me miraba a mí. Aquellos ojos tenían una profundidad abismal y perversa, como si toda la maldad del mundo se concentrara en ellos. Sentí que perdía contacto con la realidad, que entraba en otra dimensión y me desdoblaba en dos. Fue una experiencia durísima.

     ¿Y qué hizo?

     Me sentía perdida. No sabía quién era. Pasé días en los que simplemente me quedaba mirando la taza de té humeante o las manchas de humedad de la pared. Era incapaz de hacer nada. Dejé de ir a trabajar. No soportaba ver a nadie. Mantenía una lucha emocional tan intensa que me dejaba exhausta.

      ¿No pensó en buscar ayuda médica?

     No creía que estuviera enferma. Desconocía que existían médicos que trataban ese tipo de trastornos. Intenté encontrar respuesta en los libros. En esa época leí  “Más allá de la vida y de la muerte” de Shōkō Asahara. No entendí bien los conceptos. Mi desconocimiento de lo que hablaba era total pero me proporcionó cierto consuelo. Sentí que me identificada con muchas de aquellas cosas que decía.

     ¿Qué pasó después?

      Luego, todo se complicó. El señor Tanaka sufrió un ictus y su hijo se hizo cargo del negocio. Acababa de separarse. En lugar  de entristecerse por el fracaso de su matrimonio, se comportaba como un joven inmaduro. Llegaba tarde a abrir la tienda, la mayoría de las veces venia sin dormir, apestando a alcohol y tabaco, en un estado lamentable. Era grosero y maleducado y tenía una mirada sucia. Me hacía sentir muy incómoda, incluso llegué a temerle.  Luego pensé que sería como los osos. Si notan que tienes miedo atacan pero si haces como que no existen, te dejan en paz. Al final, acabó ignorándome. En realidad lo único que le interesaba era el dinero de la caja.

     La enfermedad del señor Tanaka fue un duro golpe y la aparición de su hijo contribuyó a desestabilizarme más de lo que estaba.

     ¿Le gustan los animales? Veo que es el tercer o cuarto símil que utiliza.

     Me fascinaban los gatos, aunque nunca he tenido la necesidad de tener uno propio.En el orfanato había muchos. Saltaban por la tapia y se escondían entre los parterres y las macetas del patio. Algunos solían restregarse contra mis piernas y dejaban que les acariciase el lomo, que les rascara detrás de las orejas. Eran muy independientes y yo envidiaba ese carácter. Me entendía mejor con ellos que con las personas. Sí, me gustan los animales, señor Zander, son como son. Se guían por el instinto y no le dan más vueltas.

      ¿Y el amor? ¿Pensaba en conocer a alguien, en enamorarse, en formar una familia?

     No sabía lo que era el amor. Pensaba que eso no era para mí. Había visto a las chicas de Mamasan  desquiciadas por culpa de los hombres. Había visto como sufrían y se  peleaban.  Pensé que era el amor lo que las volvía egoístas, estúpidas y crueles. Aquellas chicas estaban sometidas a los deseos de sus novios y yo anhelaba otra cosa. No, el amor no me interesaba hasta que conocí a Takhesi.

      Hábleme de él ¿Cómo le conoció?

     Fue un día frio y nuboso de finales de marzo, en el parque Shinjuku. Lo recuerdo como si fuera hoy. Aquel año la primavera se retrasaba. Había tenido un fuerte encontronazo con el hijo del señor Tanaka y abandonado la tienda llorando. Estaba sentada en un banco, con los ojos hinchados  sin saber qué hacer, cuando  le vi, junto al estanque, observando los peces. Allí parado, con las manos dentro de los bolsillos del gabán, parecía un hermoso pájaro azul (risas) con el cuello largo y la nariz ganchuda. Ahora sé que fueron nuestras Ondas Alfa las que conectaron, como si fueran los dos polos opuestos de un imán. Cuando me miró, sentí como una sacudida, mi corazón se aceleró y, avergonzada, bajé la vista y me sequé las lágrimas con los puños del jersey. Por el rabillo del ojo lo vi acercarse y sentarse a mi lado. «Mira esos cerezos» me dijo. «Fíjate como las yemas granates despuntan bajo la corteza». Sus palabras me trasmitieron paz, me sosegaron. «No estés triste» me dijo,  y me acarició la mejilla húmeda.

      Empezamos a hablar y fue como si le conociera de siempre. Nunca me había pasado nada igual. Takhesi me  dijo que había gente que sufría y enfermaba por culpa de su vida. Dijo que sentir dolor era señal de una espiritualidad inmadura, que en lugar de martirizarme, lo más inteligente, lo más virtuoso, fueron las palabras que utilizó, era ahondar en la realidad que  provocaba ese dolor y estudiar la manera de afrontarlo.

     Comenzamos a vernos. Algunas tardes aparecía por la librería o le encontraba a la salida de la academia esperándome. Paseábamos, hablábamos… Empecé a confiar en él,  podía contarle cualquier cosa sin temor a que se riera de mí, a que me juzgara o pensara que estaba loca.  

    Un día descubrí que me estaba enamorando. Takhesi se había adueñado de mi mente. Pensaba en él a todas horas. A veces me sorprendía la sonrisa bobalicona que me devolvía mi reflejo en el cristal de algún escaparate, pero él me trataba solo como a una amiga, como a una hermana pequeña. El amor me sumió en un estado de ansiedad desconcertante. Era algo nuevo, desconocido… Me costaba contener el torbellino de sensaciones de mi cabeza. Intentaba disimular, convencida como estaba que Takhesi tenía la habilidad de leerme el pensamiento.  Por las tardes, cuando salía de mis clases tenía que reprimirme para no corre hacia él como lo haría un cachorrillo contento. (Risas) 

      El amor me volvió egoísta. Quería más, quería formar parte de la vida de Takhesi. Sentía celos de todo lo que no compartíamos… Takhesi era muy introvertido. Odiaba hablar de sí mismo. Apenas sabía nada de su trabajo, no conocía a sus amigos, ni que hacia cuando no estaba yo. Al principio no preguntaba. Respetaba su decisión. Era como si existieran dos mundos y yo solo habitara en uno de ellos. Pero a veces descubría a Takhesi mirándome y comencé a interpretar sus miradas. Yo también podía leer su mente. Supe que me amaba. Que me amaba de ese manera, pausada y silenciosa, con que aman las personas tímidas. Fui yo la que dio el primer paso.

      ¿Se hicieron amantes?

     Sí, aunque Takhesi se resistía a mantener una relación. Rechazaba cualquier tipo de apego.  Decía que el deseo incontrolable por el sexo, por los objetos, la avidez por la comida, hacía sufrir a las personas. Tenía una peculiar visión de las cosas. Creía que los gobiernos utilizaban a los medios de comunicación para esclavizarnos con sus mensajes subliminales. Que la industria nos envenenaba con los vertidos inoculados en el aire y en los depósitos de agua. Que vivíamos en una sociedad putrefacta que nos anulaba como personas.

     El también había pasado por momentos muy duros…

     ¿Podría hablarme de la relación que mantenía Takhesi con su familia?

     Apenas tenía contacto con ellos. Era el único hijo en una familia de mujeres, una familia rígida,  extremadamente conservadora. El padre siempre había dado por hecho que, a su debido tiempo,  Takhesi se haría cargo de la dirección de la empresa. Pero él no estaba dispuesto a pasarse la  vida en un despacho comprando divisas y comerciando con ellas, cambiándolas una y otra vez, hasta que solo quedara el beneficio puro. Tenía otros planes. Le atraía el mundo de la ciencia y quería dedicarse a la investigación. Su madre nunca le apoyó ni  intentó comprenderle. Era una mujer sumisa que  preparaba la sopa de miso y se afanaba por conseguir matrimonios ventajosos para sus hijas.  Los enfrentamientos con el padre hicieron que  acabara poniendo tierra de por medio. Empezó a estudiar Bioquímica en la Universidad pero nunca llegó a acabar la carrera. En el último año, Takhesi sufrió una crisis de identidad y  una depresión lacerante que le llevaron al borde del suicidio. Pasó años desayunando y cenando Prozac, flotando en una bruma química. Durante ese proceso se sintió  abandonado e incomprendido. Sintió que todos miraron hacia otro lado.  

      ¿Fue en ese momento cuando entró en contacto con Aum?

     Si,  un profesor de la Universidad  le habló de  Shoko Asahara. Creo que  fue a principios de 1992. Empezó a asistir a clases de yoga en un centro de Aum. Aquellas sesiones le ayudaron a reducir el estrés psicológico y aliviaron su dolor. Takhesi creyó que a través de la espiritualidad encontraría respuesta a todas sus preguntas y lograría curarse. Luego se apuntó a las sesiones de Secret Yoga que impartía el propio Asahara.  El líder mostró interés por Takhesi,  por sus estudios y le aconsejó que se hiciera monje. El día que le conocí,  ese era el pensamiento que rondaba por su cabeza. Dudaba, creía que podría ser un fin, pero aún no se sentía preparado.

     ¿Y usted, se sintió usted atraída por esa filosofía?

     Al principio dudaba. Mientras Takhesi pasaba por diversas iniciaciones, me convenció para que asistiera a un centro de Aum. Yo no le veía valor a aquello. Hacía ejercicios de respiración, de meditación, leía los libros y escuchaba cassettes con las enseñanzas de Shoko Asahara y repetía los mantras hasta que se metían en mi cabeza. Poco a poco empecé a notar algunos cambios positivos, a sentirme mejor. Tomé consciencia de lo pasajero que es todo, que nada dura para siempre y del sufrimiento que causa esta transitoriedad.

     ¿Llegó a conocer a Asahara?

     Sí, ocurrió en una clase de Secret Yoga. Fue amable conmigo. Apenas  hablamos pero cuando me miró tuve la sensación de que conocía muchas cosas de mí, y deseé poder confiar en él. Recuerdo que habló del yo, de la necesidad de aislarlo para que no se contamine, de la necesidad de cambiar nuestro karma.  Luego  dijo: «Cerrad los ojos y dejad que vuestro  cerebro se electrice y se limpie.» Ocurrió algo que  transcendió lo físico. Mi resistencia se volvió líquida, sentí que mis miedos y bloqueos se escurrían, como si fueran agua, por entre los tablones del suelo. Algo nuevo y tranquilizador comenzó a brotar en mí.

     ¿Pensaron  en la posibilidad de dedicar su vida a Aum?

    Nunca hicimos los votos. Podíamos desprendernos de todos los apegos pero era imposible renunciar a lo que había entre nosotros. Ese fue el motivo de que no dejáramos  la vida secular y nos hiciéramos monjes.

     Comenzamos a vivir juntos y entonces, en enero de 1993, falleció el padre de Takhesi. Fue algo inesperado porque no estaba enfermo. Simplemente su corazón se paró mientras dormía. El marido de su hermana se hizo cargo de la empresa y le compraron su parte. De repente teníamos mucho dinero. Takhesi abrió una cuenta a nombre de los dos en el Michinoku Bank y depositó una cantidad importante. Luego hizo una donación a Aum, y a pesar de ser laico, Asahara le nombró maestro. Takhesi entró a formar parte de su grupo de confianza, de la élite. Comenzó a trabajar a tiempo completo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Aum.  Estaba feliz, por fin podía dedicarse a la investigación, podía poner su capacidad técnica al servicio de un fin más transcendental.

     ¿Y a usted, de qué manera le afectó todo eso?

     Mi relación con el hijo de señor Tanaka no había hecho más que empeorar.  Takhesi me animó a  dejar el trabajo en la librería y a avanzar en mi aprendizaje. Comencé a frecuentar el Dojo de Aum en el barrio de Setagaya. Era un lugar muy sencillo y espartano. Me sentaba y escuchaba las prédicas y los sermones, y me impregnaba de la fuerza que transmitían. También doblaba y repartía folletos. Me gustaba hacerlo y con ello acumulaba méritos para recibir energía directamente del gurú.

     ¿Es cierto que se usaban drogas como parte de ese aprendizaje? ¿Llegó usted a tomarlas?

     Nunca. Había algunas iniciaciones bastante duras donde sí que se usaban. Creo que era LSD. Alguien que lo había hecho me contó que  dejabas de sentir el cuerpo, solo existía tu mente. Te encontrabas  cara a cara con tu subconsciente más profundo. Te sentías inerte, como debe de sentirse uno cuando se muere. Las iniciados en esa práctica llamaban la atención porque parecían todos enfermos, carecían de expresión, algunos no respondían a estímulos pero se tenía la idea de que mientras uno avanzaba en su espiritualidad ninguna otra cosa importaba.

     Recuerdo que corrieron rumores de que había muerto gente por eso. Pero los rumores en Aum no pasaban de rumores. No había forma de confirmarlos.

     ¿Fue el contacto con la élite lo que transformó a Takahesi?

     A mediados de 1993, los sermones se volvieron más radicales y  violentos. El Budismo Vajrayana es muy diferente a los demás. Entonces solo lo practicaban aquellos que habían conseguido un estadío muy elevado. Con esas prácticas Takhesi empezó a cambiar. Miraba a la gente por encima del hombro, como si fueran seres inferiores y eso no me gustaba y se lo dije. Se le veía muy estresado y nervioso. Apenas comía, su cuerpo empezó a resentirse y  adquirió un aspecto enfermizo. Lo achaqué al trabajo. En Aum la gente trabajaba duro, pero lo hacían sin orden, improvisando sobre la marcha  y la mayoría de lo conseguido no servía para nada. Takhesi  empezó a obsesionarse con la idea del fin del mundo, del Armagedón. Su visión apocalíptica le hacía ver conspiraciones y amenazas por todas partes. La destrucción es el principio con el que opera el universo  y él creía que era necesario destruir para volver a construir la nueva paz, la nueva tierra y que los medios no importaban.

      ¿Y usted, le daba crédito a todo eso?

     Cuando dejas de creer en la realidad que pisas te creas una realidad personal.

Recuerde lo que pasó antes de la llegada del Millenium. La gente estuvo dispuesta a creer en cualquier cosa, en las profecías de Nostre Damus, en un ataque de los Masones, en lo que fuera. Todas las religiones contemplan una visión apocalíptica del fin del mundo. La humanidad cree en ese destino con  un temor inconsciente y secreto. Nos aterra la incerteza del futuro. La idea del fin era uno de los ejes de las enseñanzas de Aum. Pero no, no era nada que me quitara el sueño.

     Sin embargo, Takhesi acabó radicalizándose.

     Sí, lo hizo.  A veces captaba un atisbo de locura en sus  ojos. Estaba obsesionado con la idea de la destrucción. «Después de un apocalipsis, decía, se produce un efecto de purga, de purificación. Si destruyendo a las personas, las elevas, esas personas serán más felices de lo que serían en esta vida.» No fui capaz de calibrar el verdadero alcance de aquellas palabras. Takhesi había dejado de escucharme. Estaba cada vez más preocupada.

     En aquel entonces, trabajaba en el Saytan número 7. Investigaba superconductores, partículas atómicas y demás. Más tarde me enteré que era la planta del gas sarín.

      ¿No llegó a sospechar nada de lo que se estaba preparando?

     Ni se me pasó por la cabeza. Era algo impensable para mí. Desconocía la autentica finalidad del trabajo de Takhesi, aunque lamentablemente no tardaría mucho en enterarme.  

     Cuénteme que pasó

     La noche que ocurrió el accidente en la tercera planta del Saytan número 7, todas las personas que se encontraban allí entraron en pánico. Las máquinas de limpieza Cosmo, que filtraban el aire para proteger de  posibles escapes tóxicos, no funcionaron. Tampoco nadie se acordó de las inyecciones de Sulfato de Atropina que se guardaban para usar al menor síntoma de envenenamiento. Dejaron solo a Takhesi retorciéndose en el suelo y echando espuma por la boca.  Hideo Murai, que era el Ministro de Ciencia y Tecnología, vino a verme y me contó lo ocurrido. Me dijo que Takhesi había completado su ciclo ¿Puede usted creerlo? Me dijo que sería recordado como un héroe, como un heraldo de la nueva era que se avecinaba. Apenas podía dar crédito. Lo miraba y su cara no expresaba nada, ni una ligera emoción. Escondí mi dolor. No le di el gusto de que viera como me derrumbaba. Cuando se fue y me quedé sola, grité. Sentía como si un clavo me atravesara el cerebro con un dolor punzante, como si se desinflara una burbuja y me quedara vacía. La realidad paralela en la que vivía se hizo añicos como la ampolla de gas sarín que se llevó la vida de Takhesi. Los días siguientes los pasé en la cama hecha un ovillo. Me quedé sin lágrimas, no podía probar bocado. Pasaba las horas contemplando el cielo a través del cristal empañado, contemplando el temblor de las hojas.

      Asahara me llamó. Quería verme y fui al Monte Fuji. Me dijo que entendía mi dolor, pero que tenía que trabajar el karma de la renunciación y desprenderme de todos los apegos. En Aum todo se achacaba al karma. Casi me ordenó que dejara la vida secular y me hiciera monja.  En aquel momento deseé abofetearlo. Por primera vez le vi como realmente era y sentí asco. Le dije que me diera tiempo, que me dejara completar mi duelo y que después haría los votos.

     Decidí que tenía que salir de Tokio. Alejarme de todo para poder pensar, así que una mañana cogí el ferry a Okinawa y tomé una habitación en un pequeño hotel frente al mar.

     Pasaba los días  con la mirada perdida en el horizonte sin saber si la puesta de sol señalaba el final o el comienzo de algo. Estaba como en un estado de ensoñación permanente. Los días eran largos y tibios pero yo sentía el tiempo detenido y un vacio helado en mi interior, como si el aire estuviera escarchado de silencio.

     Por las noches, el recuerdo de Takhesi invadía mi memoria. Era algo muy vivido, casi tangible. Podía sentir su presencia en la penumbra y percibir su olor. Entonces deseaba que el tiempo se paralizara, permanecer siempre en ese momento. Pero es imposible detener el tiempo, señor Zander, incluso un reloj parado marca la hora exacta dos veces al día. Una tarde vi que un hombre me observaba. Recordé que lo había visto en un restaurante del puerto. No le presté atención pero al poco volví a encontrármelo y algo en él me inquietó. Supe que me estaba vigilando. Tal vez sea cosa de las Ondas Alfa, pero la gente de Aum podemos reconocernos, es como si estuviéramos marcados por una especie de estigma y aquel hombre era de Aum.

     Entonces, la mañana del 28 de junio, mientras desayunaba en una cafetería escuche en la radio que un grupo terrorista había liberado gas sarín en Matsumoto, en el área de Kaichi Heights, matando a ocho personas. No tuve la menor duda de la autoría de Aum. Eso me aterró y me hizo salir de mi letargo.

     Aquella tarde tomé el ferry y volví a Tokio. Vacié la cuenta del Michinoku Bank  e hice una maleta con lo imprescindible. No quería arrastrar nada conmigo. Saqué un pasaje para Hong Kong y antes de partir  hice una llamada anónima a la policía.

     ¿Tuvo miedo a posibles represalias?

     Mucho miedo. Pensaba que podían estar buscándome para hacerme daño. Intenté pasar desapercibida y no llamar la atención. Pero luego me tranquilicé porque durante un tiempo no volví a saber nada de ellos.  Cuando escuché lo de los atentados en el metro de Tokio y la posterior detención de los miembros de Aum, a pesar de lo terrible que fue todo aquello, me sentí aliviada. 

     ¿Cómo es su vida ahora? ¿Sería muy duro dejarlo todo atrás y volver a empezar en una ciudad desconocida?

     El principio fue durísimo. Más que el miedo, era el dolor lo que se me hacía  insoportable. Ahora ya hace mucho tiempo de todo aquello y he tenido que aprender a vivir. Sigo practicando yoga y trabajando en mi espiritualidad. A veces voy al templo, allí encuentro  la paz y el sosiego que necesito. Eso me ayuda. Aunque le cueste creerlo, no todo era negativo en Aum. Ya no tengo odio, señor Zander. Ahora que Shoko Asahara ha muerto, por fin siento que he finalizado mi duelo. Ya ve, la vida se asemeja a un tablero de parchís. Avanzas a golpe de azar, todo depende de los dados. Si la suerte no está de tu parte, te  comen y te mandan de nuevo a la casilla de salida. 

     La entrevista ha terminado. Ikari Izumi me acompaña hasta la puerta. Al despedimos percibo en la turbiedad de sus ojos los aguijonazos de un el dolor antiguo. Ha caído la noche. La ciudad bulle arropada por las luces de neón. Es como el run run de un enjambre rebosante de vida. Tomo una bocanada de aire y camino despacio en dirección al hotel.  Las últimas palabras de Ikari Izumi aún resuenan en mi cabeza. « Aquel año, las yemas de los cerezos del parque Shinjuku retoñaron en veneno. El paraíso resultó ser una quimera y Asahara, un falso profeta que nos manipuló a todos.» q

 

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La puerta del cielo

Me gusta mirar la luna llena, me gusta pensar que Julie desde algún lugar de ahí arriba me mira. Quizás desde Venus que es el astro que reluce con más intensidad. Quizás desde esas puntas brillantes que son las estrellas, agujeros de luz procedente de otro mundo. Cuando parpadean me imagino que es Julie, que me manda señales. Me gusta pensar que todo lo ocurrido no fue en vano, que agarrada a la cola del cometa Haley Julie alcanzó  las puertas del cielo.

      Julie, cuanto te echo de menos.

     — ¿Crees que existe vida inteligente en el universo?—Me dijo Julie—Yo creo que es evidente que los extraterrestres estuvieron aquí en el comienzo de todo. Hay tantas evidencias Rose. Dejaron tantas huellas de su paso. El problema es que vieron lo que había y fueron demasiado listos como para quedarse.

     Estábamos en la parte trasera de su jardín, tumbadas sobre una toalla tomando el sol. Yo llevaba un biquini color mostaza y  ella un horrible  bañador de florecitas marrones  y lilas. Mientras yo ojeaba el último número de la revista “Vogue”, Julie leía un libro de Arthur C.Clarke. Le encantaba la literatura de ciencia ficción. Sacaba los libros a escondidas de la biblioteca y los forraba con papel para que su padre no viera lo que estaba leyendo, porque su padre no le dejaba leer » porquerías». No le permitía leer según que libros, ni revistas de moda. No le dejaba usar cosméticos, ni ropa atrevida, no le dejaba ir a fiestas ni salir con chicos, ninguna de las cosas que hacíamos las chicas de su edad. Su padre decía que a ella no se le había perdido nada por ahí, que ahí fuera, cuando el diablo no ponía música era porque estaba bailando.

     Era el verano del 96. Acabábamos de terminar el Bachillerato y con el nuevo curso yo iría a la Universidad de San Diego.Dont speak” de No Doubt  sonaba a todo trapo, así,  la madre de Julie no podía escuchar lo que hablábamos desde la cocina.

     —Oh, Rose. ¿Qué voy a hacer cuando te vayas? —Me soltó Julie cambiando de tema—Me voy a quedar tan sola. No sé si podre soportarlo.

     Le sonreí y le cogí la mano. A mí también me entristecía marcharme y dejarla, pero no podía evitar sentir mariposas en el estómago con solo imaginar todo lo que me esperaba, Una vida nueva llena de promesas y posibilidades mientras que Julie se quedaría aquí en el pueblo, en stand bay,  congelada como la imagen de una fotografía. Julie no estaba bien. No era fácil para Julie vivir bajo el fanatismo de su padre,  pero carecía del valor necesario para rebelarse. El Sr. Bellamy  cortaba de cuajo cualquier posibilidad de que Julie escapara a su control y se negaba a que fuera  a la Universidad.  Algo profundo, algo oscuro y fuertemente arraigado la bloqueaba. Julie tenía un aspecto monjil, de chica de otro tiempo. Siempre incomoda y fuera de lugar allá donde iba.  Yo tenía un grupo de amigos, chicos y chicas con los que salía a divertirme  y tenía a Julie,  pero Julie solo me tenía a mí.

     Los Bellamy eran republicanos conservadores y  pertenecían a la Iglesia Baptista Fundamentalista Julie era su única hija. Todos los domingos, los veía, desde la ventana de mi habitación, salir hacía la iglesia. El Sr. Bellamy con su traje gris y su porte severo. La madre de Julie llevaba un sombrerito y el bolso fuertemente agarrado. Siempre comprobaba, antes de llegar al coche, que todo estuviera en su sitio. Se mojaba los dedos y atusaba con su saliva los pelos rebeldes que se escapaban del pasador con el que Julie los llevaba recogidos. Julie miraba entonces hacia mi ventana y arrugaba ligeramente la nariz con un gesto que me recordaba a un hámster.

     Los Bellamy solo tenían trato con la gente de su comunidad y Julie había crecido atrapada en ese mundo. Yo era la única chica no baptista con la que tenía algún tipo de relación a pesar de la oposición de su padre, Yo tenia miedo del Sr. Bellamy, de su mirada que hacía arder todo lo que rozaba.

En la casa de los Bellamy lo que decía el Sr. Bellamy era ley. Lo que decía la Biblia era ley: la Biblia era la única fuente inerrante, e infalible. Era la Palabra de Dios. Los Bellamy negaban cualquier tipo de evolucionismo: estaban en contra del divorció, en contra del aborto y por supuesto de la homosexualidad. El Sr, Bellamy controlaba a su familia con la crueldad de un patriarca  del antiguo testamento. Controlaba a su esposa y controlaba a Julie y les administraba correcciones si consideraba que se habían desviado del camino. Correcciones  significaba pegarles con la correa. Bastaba que el asado no tuviera al punto, bastaba una camisa mal planchada, descubrir un rastro de carmín en los labios de Julie bastaba para desatar su furia. Recuerdo el día que  encontró un tampax usado en la papelera del cuarto de baño. A Julie se le había adelantado la regla en clase y yo le había dado uno que llevaba en el bolso. Pero para el Sr. Bellamy un tampón era algo pecaminoso y lascivo, tanto como uno de esos consoladores a pilas. Castigaba a Julie y a la Sra. Bellamy con su intransigencia. Cuando era pequeña, Julie me contó que corría a encerrarse en su habitación muerta de miedo. Se aplastaba contra la pared con el cuerpo encogido y las manos en las orejas para no oír nada. Yo la imaginaba allí, bajo el crucifijo que colgaba de la pared y se me ponían los pelos de punta. Me habría gustado creer en Dios, para preguntarle porqué permitía aquello.

     Odiaba ver llorar a Julie. Me destrozaba el corazón ver a la Sra., Bellamy hundida y sin energía, siempre ojerosa, con la amargura marcada en la comisura de la boca. Pero la Sra. Bellamy  siempre encontraba un motivo para justificar los ataques de ira y la violencia de su esposo. Era  culpa suya. Eran ellas las que descuidaban sus obligaciones, las que incumplían las normas, la que fallaban a su marido y  por ende a Dios.

     A pesar de eso, la Sra., Bellamy se alegraba de que Julie tuviera una amiga a la que llevar a casa. Nos cubría porque adoraba a Julie y le gustaba verla feliz. Disfrutaba con nuestros gritos, con las risas y el alboroto que formábamos en la habitación mientras escuchábamos música. Nos preparaba limonada y veíamos StarTrek  en la tele con una bolsa de patatas fritas en las rodillas. La casa se llenaba de los sonidos de una casa viva, de una casa normal que se petrificaba  en el momento que escuchábamos el sonido del motor del coche del Sr. Bellamy entrando en el garaje. Entonces, yo salía corriendo por la puerta trasera de la cocina y saltaba los setos del jardín que separaba nuestras casas sin que me viera. Para el padre de Julie, yo era la puerta por la que podía colarse el demonio, una impía que recibiría mi justo castigo el día del juicio final.

     Julie y yo éramos amigas desde el parvulario. Mi madre ayudó a la Sra.Bellamy a traerla  al mundo junto a los macizos de flores de la parte delantera de jardín de los Bellamy. Las contracciones se presentaron tan de repente que no les dio tiempo ni de llegar al coche antes de romper aguas. Mi madre me contó  que me estaba amamantando cuando escuchó los gritos y  alaridos de la Sra. Bellamy y se asomó a ver que ocurría. La ayudó como pudo mientras el Sr. Bellamy  llamaba al servicio de urgencias y mientras esperaba la llegaba de la ambulancia, se puso a rezar y a dar vueltas nervioso, alrededor de los parterres, sin saber qué hacer.

     «Ese hombre es odioso, decía mi madre. Es tóxico. Derrama veneno allá por donde pasa»

     Julie era como una niña grande  sin amigos, una chica que no encajaba. Así la veía yo. Me habría gustado poder ayudarla, pero no sabía cómo. Julie estaba perdida, aplastada por su padre, por la comunidad puritana y rancia de la Iglesia. Estaba tan perdida…

     En septiembre me fui a San Diego. Yo era alegre y vital, una chica, entusiasta y tranquila. Me adapte enseguida a la vida universitaria. Me gustaba todo: las clases, la cafetería, las fiestas y hasta los exámenes. Y me gustaba Dave, el hermano de mi compañera de cuarto Amy Williams. Me gustaba muchísimo Dave Williams. Quizás eso hizo que descuidara durante un tiempo a Julie. Cuando volví a casa, pasado ya  Acción de Gracias y un poco antes de Navidad, la encontré realmente cambiada, una transformación increíble. Su cara era otra. Los músculos faciales estaban tensos y había desaparecido la flaccidez. También el rictus de amargura de la boca, y el ceño preocupado de la frente. Estaba guapa. Incluso su pelo se había vuelto  sedoso y brillante. Su cuerpo parecía tonificado y elástico, como si se hubiera estado machacando en el gimnasio.

     Había empezado a estudiar programación y diseño de páginas web. Julie era de lejos la mejor en Informática de la clase. Ir a una nueva escuela, le había abierto la mente y hecho tomar consciencia de ella misma. Los miedos, me dijo, solo estaban en su cabeza. Ha sido como ir superando un reto día a día. Estoy tan feliz, Rose. No me acabo de creer que esto este pasándome.a mí. Existo y el mundo no deja de mandarme señales para recordarmelo. Están en los libros, en la música que escucho, en las películas… Es una sensación tan increíble… Me gusto, Rose, por primera vez en mi vida me gusto, Me reconozco cuando me miro al espejo y me gusta lo que veo. A veces pienso que me voy a despertar y voy a descubrir que ha sido solo un sueño. Y no podría soportarlo, Rose, no podría.

     Su mente era lúcida y perceptiva. Era Julie, pero era otra Julie. La música, cierta música la sumía en un estado casi de trance, sentía como sus chacras se abrían, vivía una  espiritualidad que nada tenía que ver con la religión sino con la consciencia de ser, con su propia armonía. Julie estaba dentro de una burbuja de pura efervescencia que la había hecho  olvidarse de todas sus heridas. La pregunta era si aquella burbuja sería lo suficiente consistente para resistir.

     Estábamos en mi jardín. Habíamos bebido un poco y la noche era clara y fría. Una luna creciente, casi plena, coronaba nuestras cabezas.  Sonaba un disco de Santana y Julie miraba el cielo arrebujada en su chaqueta de lana.

—Has visto la luna. ¡Fíjate, tiene mi cara!

Yo me reí. —Has bebido demasiado Julie. Estás flipando…

Pero cuando la miré, me di cuenta que lo decía convencida. Lo creía, lo creía de verdad. Veía su rostro dibujado en la orografía de sombras y cráteres de la luna.

     Un escalofrío y la noche se convirtió de repente en un lastre que ahora sé que cargaré sobre mis hombros durante toda mi vida. Sentí miedo, un miedo que en aquel momento no pude identificar.

     —Oh, Julie, —acerté a decir— ten mucho cuidado. El mundo es cruel, la gente es cruel. No permitas que nadie te haga daño.

     —He conocido a alguien, – me dijo ella— pero aún es pronto para que pueda hablar de eso.

     Más tarde, me di cuenta que en ningún momento, durante aquellos días, Julie había mencionado a sus padres ni yo le había preguntado por ellos. Tendría que haberme dado cuenta de que algo no iba bien. En aquel momento no lo supe ver.  

     El día 19 de marzo recibí una carta de Julie.

Querida Rose

      Sé que te va a resultar extraña esta carta y todo  lo que viene a continuación. He decidido contártelo por escrito porque no tengo la fortaleza necesaria para hacerlo cara a cara, pero sobre todo, porque quizás ya no me quede tiempo.

     Una vez leí un libro sobre la vida de Siddhārtha Gautama  Según la tradición sakia, la reina Maya debía dar a luz en el reino de su padre, así que cuando se acercaba el día de la concepción dejó Kapilavastu. Sin embargo estaba dicho que su hijo nacería en un jardín en el camino entre Kapilavastu y Lumbini, bajo un árbol sala, en el plenilunio del mes de mayo. Yo también nací en el mes de mayo, durante el plenilunio en Tauro; nací bajo un magnolio en el jardín de mi casa, Empecé a fantasear con la idea de que, en realidad, yo era la reencarnación de Buda. Pensarás que estoy loca, pero veía  señales, era algo premonitorio. En realidad, lo creía pero no lo creía. Eso me hizo pensar mucho, preguntarme muchas cosas  para las que no tenía respuesta. Pensé que, quizás, nuestro cuerpo era solo una carcasa, una especie de recipiente donde habita nuestra alma en evolución hacia un nivel superior y cuando lo alcanzas, ese cuerpo, esa carcasa ya no es útil y entonces mueres, pero en realidad no mueres, sino que te conviertes en otra cosa, cambias de ciclo hasta que, finalmente, consigues que tu alma se encuentre con su cuerpo definitivo y  entonces eres libre.  Toda mi vida me he sentido mal, Rose Toda mi vida he vivido bajo el yugo de una doctrina en la que no creía, sin saber quién era. Nunca he podido elegir. He estado ciega, Rose. Miraba sin ver, siempre hacía el lugar equivocado. Cuando te marchaste me levantaba con ganas de vomitar por el solo hecho de estar viva. Me sentí tan sola, tan vacía…

     Sentía que me ahogaba. No había espacio en mi para vivir, para soportar el dolor. Necesitaba escapar, abrir una grieta y desprenderme de mi emvoltorio, como lo haría una oruga  cuando se convierte en mariposa Tú ya no estabas, Rose. Te habías ido, había perdido todo lo que me importaba  y no dejaba de doler y no había bálsamo para ese dolor hasta que encontré a Do. Do supo romper mis resistencias y tocar mi yo, Cuando entró en mi vida fue como  abrir una cortina y todo lo que había de mi dejó de tener importancia, gran parte de ese dolor desapareció. Si un ojo te molesta, me dijo Do, sácatelo. Do me enseñó  a ver. Tiene la respuesta para todas mis preguntas. Do me habla y todo lo roto, lo vulnerable y doloroso que hay en mí, se esfuma y desaparece.

     Yo no soy de este mundo, Rose. Pertenezco a otro lugar y es hora de que abandone mí cuerpo- prisión y suba hacía la luz. Somos parte de un experimento fallido. La Tierra, que tenía que ser un paraíso, se ha convertido en  un jardín lleno de maleza que necesita ser reciclado o rectificado Do está ahí,  estamos unidos por una cuerda invisible. Me  liberó de todos mis miedos Está ahí, me observa, me sostiene y me guía. Es real. No una idea o una creencia. El está ahí y somos lo mismo, él me ha hecho ver lo que soy  y eso lo cambia todo,

     He alcanzado la fe para hacer posible mi transformación. Me he despojado de todo lo mundano y ahora, me toca lo más doloroso. Tenemos que despedirnos Rose. Tú has sido la única persona que se ha interesado por mí, por eso no quiero que llores, Rose, ni que te sientas culpable. Dejo mi cuerpo para reemplazarlo por un alma nueva .Soy un rayo de luz, vuelvo a casa. A mi autentica casa. Cuando mires el cielo piensa en mí. Observa el paso del cometa Haley y dime adiós pero no me olvides.

     Llamé a casa de Julie. Se puso su padre al teléfono y me gritó, me dijo que no quería saber nada de mí, que Julie ya no era su hija, que no volviera a llamar. Yo, que nunca había rezado, aquel día, me arrodille y lo hice. Se me ocurrió que si conseguía formular la oración adecuada, tal vez  podría cambiar los acontecimientos que se avecinaban. Pero no fue así.

The San Diego Unión-Tribune  27 de Marzo de 1997

INMOLACIÓN EN CALIFORNIA

Los 39 suicidas de la secta daban culto a Internet y a los  extraterrestres

By Ruth L. McKinnie redactora.

 Eran milenaristas,les apasionaba viajar con sus ordenadores a través del ciberespacio,  y estaban obsesionados por la higiene. Vivían en uno de los rincones más lujosos del planeta: la urbanización Rancho Santa Fe, al norte de San Diego. Eran los adoradores de la Más Alta Fuente, y 39 de ellos fueron hallados muertos en lo que constituye el mayor suicidio colectivo de la historia reciente de EE UU.

Agentes del sheriff de San Diego efectuaron el macabro hallazgo en la tarde  del miércoles.  Una llamada anónima alertó de que se había producido un suicidio masivo.

Parecía que dormían: sus cuerpos estaban apaciblemente acostados en camas plegables y literas y no presentaban la menor señal externa de violencia. Vestían de modo semejante: pantalones, camisas sin cuello y zapatillas de deporte Nike, todo de color negro. Llevaban los rostros y pechos cubiertos con sudarios triangulares de color púrpura. No había sangre, no había marcas en los cadáveres, no había notas explicativas; ni tan siquiera, parafernalia religiosa, a no ser que se considere como tal los equipos informáticos que ocupaban varias habitaciones

 «Ninguno tenía heridas de bala o de cuchillo». Alan Fulmer, sheriff del condado de San Diego ha explicado que el fuerte olor que encontraron sus agentes les hizo pensar en un primer momento que algún gas había provocado las muertes, pero que pronto descubrieron que se trataba de la descomposición de los cadáveres. El forense encargado del caso, el doctor Brian Blackbourne, ha  revelado que la muerte pudo producirse por la ingesta de alcohol mezclado con grandes dosis de  fenobarbital  Según Blackbourne, el suicidio podría haberse cometido en tres etapas: mientras algunos de ellos llevaban muertos tres días, otros presentaban signos de fallecimiento de 24 horas.

 Poco se sabe acerca del grupo y sus componentes. Habían alquilado la casa el pasado octubre por entre 10.000 y 20.000 dólares al mes a Sam Koutchesfahani, un hombre de negocios que, en un caso que no parece tener relación con este suceso, se declaró culpable en 1996 de fraude y evasión de impuestos. Es una residencia de estilo mediterráneo español, con los muros pintados de colores cremosos, techos con tejas rojas y palmeras alrededor. Tiene nueve dormitorios, siete cuartos de baño, una piscina, una pista de tenis y un jardín.

La casa era la base de WWW Higher Source (la Más Alta Fuente del World Wide Web, el principal componente de Internet). En apariencia, Higher Source era un negocio dedicado a diseñar páginas (web sites) para empresas californianas que deseaban estar presentes en Internet. Sus componentes eran programadores de ordenadores.

 Varios clientes de Higher Source han descrito a los ocupantes de la casa como jóvenes con aspecto de pertenecer a una secta, pero buenos negociantes y eficaces profesionalmente. Tom Goodspeed ha contado que WWW Higher Source diseñó un web site para el club de polo de San Diego que él preside. Goodspeed visitó la casa y encontró que sus habitantes eran «gente silenciosa, con cortes de pelo a cepillo y casi uniformados con ropas negras. Tenían un aspecto algo extraño, pero también todo el aire de sentarse delante de un ordenador y saber lo que estaban haciendo. Hicieron un trabajo estupendo para nuestro club».

 Según Goodspeed y otros clientes, los jóvenes parecían obedecer a un hombre de más edad al que se dirigían como padre John o simplemente Do. Un tal hermano Logan parecía el segundo de a bordo. Todos eran muy limpios y austeros. Decían no fumar, no beber alcohol, practicar el celibato y dormir en literas.

 Bill Grivas, un vecino, ha contado que, hace unas semanas, se acercó a la casa para ver si estaba en venta y que escuchó cómo sus ocupantes se calificaban de «monjes». «Me pareció entender», ha dicho Grivas, «que se consideraban ángeles de la informática».

Un hombre de negocios de Beverly Hills ha informado, hace apenas unas horas, que uno de sus empleados, antiguo compañero de los fallecidos, había recibido dos vídeos en los que éstos se despedían y le explicaban sus razones. Unas razones muy inquietantes: el grupo creía llegado el momento de «despojarse» de sus «contenedores» (sus cuerpos) para acudir a una cita con una nave extraterrestre que, aseguraba, está viajando tras la cola del cometa Hale-Bopp.

La página en Internet Heaven`s Gate, la Puerta del Cielo ,bloqueada a ratos por el exceso de gente que se quiere conectar, será sin duda utilizada como «prueba» de que Internet es perjudicial, pero los expertos advierten que esa deducción es injusta. Como declara Karen Coyle, de la organización Usuarios de Ordenador por la Responsabilidad Social, «no se puede culpar a Internet, igual que no se puede culpar al cometa».

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Un año ya, que Candela me dejó

     Hay momentos en la vida en los que tiene lugar un hecho que lo cambia todo, que marca un antes y un después y del que pocas veces somos conscientes cuando se produce. Tengo que remontarme a los acontecimientos del día de mi cuarenta cumpleaños para situar con exactitud el momento en que todo esto se desencadenó.

     Reconozco que no estuvo bien. Candela  no quería. Le dolía la cabeza, como siempre que yo tenía ganas. —Candela es una egoísta que solo piensa en ella. No se da cuenta de que  un hombre necesita desahogarse. El matrimonio es lo que tiene, ¿no?  Te da tus derechos. Los hombres tenemos nuestras necesidades, nos pasamos el día jodidos en el curro, y cuando volvemos a casa, lo único que pedimos es un poco de tranquilidad, un poco de comprensión y de complacencia. Lo último que esperamos es que  tu mujer te mire con cara de perro y te eche una bronca, como si hubieras matado al mismísimo  Jesucristo, solo porque llegas tarde y te huele un poco el aliento a alcohol—. Que era mi cumpleaños joder, que solo me había liado un poco con los colegas, que uno también tiene su corazoncito. No sabéis de que manera me toco los cojones. Y luego, cuando los niños se fueron a la cama y yo me puse un poco cariñoso intentado limar asperezas, me salió con lo de siempre: que no tengo cuerpo, que me duele la cabeza. «Pues si te duele la cabeza tómate una aspirina. Soy tu marido y es tu obligación, le dije, estoy harto de que me ningunees. Es domingo y toca». Me puse en plan grosero, lo reconozco, no estuvo bien, pero ella tenía que entender que estaba pasando una mala racha y poner un poquito de su parte..

     Esa noche, Candela se fue a dormir al sofá y apenas se hizo de día, metió su ropa y la de los niños en una maleta y me dijo que se iba a casa de sus padres. «Que te jodan, cabrón». Me escupió a la cara antes de salir dando un portazo.

     Me tumbé en el sofá y me dije: «Vete a joderla a casa de tus viejos, toca pelotas. Ya volverás. Solo tengo que sentarme y esperar». Me pasé el domingo ganduleando, bebiendo  cerveza y viendo porno en el ordenador sin que nadie viniera a hincharme las narices. La nevera estaba a rebosar de comida. Alitas de pollo barbacoa, ensalada de patatas, tiramisú… Tengo que reconocerlo, Candela en la cocina se lo monta de diez. Me hice un par de pajas. De repente era como cuando estaba soltero: nadie que me contara las cervezas que me bebía, nadie que me dijera que recogiera los calzoncillos  de encima de la cama. «Que te jodan a ti, Candela, que te jodan, que te jodan…».

     Creía que tan solo sería un arrebato. Un forma de chantaje para hacerme pasar por el aro. Eso es lo que suelen hacer las tías, ¿no? En estos tiempos ya no puedes ni llamar “histérica” a tu mujer cuando se enfada, porque se supone que es sexista. «Pues lo siento, Candela, eres una histérica y una amargada y como sigas así vas a acabar convirtiéndote en una maruja depresiva».

     Pero pasaban los días y no llamaba. «Mejor para mí, me decía». Al salir de la oficina no tenía prisa por volver a casa. Nada me impedía quedar con los colegas, irme de copas y acostarme tarde. Cuando acabé con todas las  existencias de la nevera empecé a alimentarme de pizzas y comida preparada. Hidratos de carbono y grasas saturadas. Me dije que tenía que organizarme, tampoco era tan difícil. Hice una lista y me propuse pasar por el Mercadona a la salida del curro. Pero por una cosa o la otra lo dejaba pasar. —No es lo mismo pensar en abstracto que hacerlo con intenciones prácticas—. Llamé un par de veces a Candela y hable con los niños. Ella no quería saber nada de mí.

     Luego, un fin de semana me llamó mi suegra. Si quería ver a los niños, podía recogerlos el sábado y dejarlos el lunes por la mañana en el colegio.  Cuando pasé a buscarlos, en sus caras se notaba  que el plan no les hacía puta gracia. Antes de volver a casa, pasamos por el Condís a comprar algo de comida: pizzas y salchichas, quesitos BabybelDoritos, galletas Oreo y leche, pero no  se ponían de acuerdo con los cereales y empecé a atacarme de los nervios. Me dieron ganas de darle una patada en el culo a la ecuatoriana con  shorts cortitos, que se lo reventaban,  que casi me atropelló con el carro en el pasillo de los congelados. Ni se molestó en disculparse. Para qué.  Vi que un negrata se metía un paquete de jamón ibérico envasado al vacío debajo de la camiseta. El tío se dio cuenta y ni se inmutó. Pensé decírselo a la cajera. Todo lo que roba esta gentuza al final acabamos pagándolo entre todos pero resultó que la cajera era una de esas moras con pañuelo. «Si digo algo, pensé, igual se vuelve en mi contra y acaban tachándome de racista, que entre ellos se protegen». Esta gente nos está invadiendo, acabarán haciéndose los dueños de todo.

      Los niños querían ir a McDonals  y luego se pasaron la tarde en el sofá mirando el móvil. Si les preguntaba cómo lo llevaban me respondían con monosílabos. Apenas me dirigieron la palabra durante el fin de semana. Se lo pasaron enganchados  jugando a Zap Zap,  actualizando sus páginas de Instagram,  mandando mensajes a sus amigos por WhatsApp , cualquier cosa menos dedicarle un momento a su padre. Sin Candela éramos como  extraños.

     El lunes, los dejé a las nueve en la puerta del colegio. Era increíble la mezcla que se formaba a la entrada. Aluciné. Las moras iban en pandilla con sus pañuelos y sus túnicas negras o color marrón caca de perro. Esas tías  se tenían que freír en esos trajes largos, que huelen que apestan, mientras sus maridos se paseaban con chanclas y pantalones cortos por las calles sin dar palo al agua. A las niñitas les colocan el pañuelo con diez años. Los hijos se saltan las clases,  se juntan en los parques a dar rienda suelta a su agresividad y, encima que son ellas las que cargan con el peso de todo, las obligan a llevar pañuelo como muestra de sumisión. Hay que joderse. ¡Son una raza de mierda, no me extraña que no los quieran! Mientras las personas de orden nos la pasamos currando como cabrones, todos esos moros están por ahí, llamándose a gritos y sin doblar el lomo, disfrutando de nuestras becas comedor y acaparando todas las ayudas sociales.

     —Quiero el divorcio—Me soltó Candela  a bocajarro el día que por fin se decidió a llamar. —Lo nuestro se acabó. Los dos sabemos que esto hace mucho tiempo que no funciona. No pienso seguir viviendo contigo, no pienso dormir contigo nunca más. Ya no quiero esa vida de mierda. Te lo pido por los niños, es mejor que cada uno sigamos nuestro camino.

     —Pero… Candela— le dije. — Piénsalo—. Las cosas estaban más jodidas de lo yo pensaba. Esto era más serio que una puta pelea, a Candela se le había ido la pinza— Está bien que últimamente he ido un poco a mi bola, he estado bebiendo demasiado y he tomado unas cuantas decisiones erróneas. Reconozco mi culpa, sé que no he sabido estar a la altura…

     — ¿Unas cuantas decisiones erróneas? Así justificas tú tus resacas…

     —Muy bien, si es eso lo que quieres, hazlo. Mándame los papeles que los firmo. Quédate en casa de tus padres, o dónde quieras, me importa una mierda pero piénsatelo bien, no creas que me voy a quedar aquí, de brazos cruzados esperándote.

     Cuando colgué estaba tan cabreado que echaba humo por las orejas. Si la hubiera tenido delante le habría dado una buena hostia. Un poco de mano dura para que entrara en razón. A las mujeres hay que darles y quitarles para conseguir manejarlas aunque, hoy en día, te tienes que andar con mucha mano izquierda.  Las tías están a la que saltan, a la mínima te ponen una denuncia por malos tratos y te joden la vida.

     «Joder, pensé, me he pasado media vida trabajando como un cabrón para que Candela y los niños tengan de todo con solo  abrir la boca, y ahora resulta que lo nuestro hace años que no funciona, que nuestra vida es una mierda.  «Pues…para mí como si te pudres, que te den…» Estaba harto de trabajar como una mula y que me lo agradecieran a patadas. «Muy bien, voy a demostrarte que no te necesito».

     Me tiré a la calle para que se me aireara el coco. —Es imposible andar por la acera sin tener que cruzarte con  tanta gentuza. Están en todas partes con sus mantas llenas de bolsos Gucci y Carolina Herrera falsificados. Le roban los beneficios  a los comerciantes de bien que pagan sus impuestos. Están en la puerta de las tiendas y a la entrada del metro con sus letreritos, que huelen de lejos a mafia rumana, pidiendo  limosna. Y el Mediterráneo,  vomitando pateras sin parar ahora que ha llegado el buen tiempo. Pero que se piensan, que esto es Jauja. Aquí ya nadie respeta las normas.  Yo soy un tío que cree en el orden y la estabilidad y que sabe que si desaparecen las reglas, todo sucumbe al caos. A veces me dan ganas de agarrar la escopeta de caza de mi viejo y liarme a tiros, como hacen los americanos. Irme a un centro comercial, dispararle a todos y mirar cómo se desangran, como corren a esconderse en los bares y en las tiendas con los pantalones meados. Toda esa gentuza de mierda, allí reunida, creyéndose que son como nosotros, quejándose de que no cobran ni el salario mínimo, pero es que no se dan cuenta que les pagan más de lo que se merecen. Y ahí están,  disfrutando de lo que nosotros hemos conseguido a base de esfuerzo… Me gustaría cargármelos a todos.

     Ya que estaba jodido, ¿porqué no disfrutar? La mejor forma que encontré de poder soportarlo, fue tomándome una copa y luego otra. En lugar de sentirme mal, acabé sintiéndome mal y borracho. Al final me lié y terminé la noche echando la pota en la casa de una calentorra que ni siquiera me ponía.

     Y así un día tras otro. Era mucho más fácil ponerme hasta el culo, apalancarme en una barra con los colegas que volver a mi casa, donde nadie me esperaba, donde los platos se iban amontonando en el fregadero y empezaba a oler a calcetines sucios. Era más fácil  huir hacia adelante que enfrentarme a la realidad estancada en que se estaba  convirtiendo mi vida.

     Empecé a meterme coca. Primero medio gramo, luego uno.  La coca me ayudaba a soportar toda esta mierda sin desmoronarme. Mis colegas empezaron a pasar de mí. « Vas muy heavy, tío, me dijo Paco, mi mejor amigo de la infancia. Búscate a otro. Yo no puedo seguir ese ritmo todas las noches. No quiero tenerlas con Paula» Ahora que había dejado de pertenecer al círculo de los casados, no me cogían el teléfono. También ellos me dejaban. «Iros todos a cargar, que sois unos rancios».

     Me di cuenta de que no me soportaba, que no soportaba casi nada. Fumaba demasiado, comía mal. Mi humor empezaba a dejar  mucho que desear y encima estaba echando barriga. —Eso de que la coca adelgaza es una mentira como una casa—. No me daba cuenta de que en realidad no disfrutaba. El mercado de los cuarentones estaba petado. Todas las tías follables estaban pilladas y bien pilladas, y las disponibles… ¡Puaj! a estas alturas estaba convencido de que las que no habían pillado a los cuarenta era porque venían todas con defecto de fábrica. Iba camino de  convertirme en un tío  deprimente yo también…

     Las cosas se agravaron cuando firmamos el divorcio y tuve que dejarle el piso a Candela y pasarle 600 euros de pensión por los niños. El problema es que me tuve que ir a vivir al apartamento de la playa. Me tenía que levantar dos horas antes para ir al curro y por las noches tenía que conducir dos horas mamado para echarme un rato en la cama. Empecé a meterme una raya para poder levantarme, unas cuantas a lo largo del día para aguantar a mi jefe y a los clientes y por las noches, bueno…por las noches, apenas me tomaba el primer whisky, ya ni las contaba. «Cuando quiera lo dejo, me decía, es solo hasta que supere lo de Candela». Mi cuenta corriente empezó a adelgazar en la misma medida en que yo me engordaba. El problema era que cuando llegaba a casa hecho mierda, en vez de dormir me ponía a llorar y me castigaba mirando su página de Faceebook. Candela estaba preciosa con esos vestiditos veraniegos que nunca le había visto. Su transformación había  sido tan rápida que no encontraba  la palabra que pudiera definirla. Se había cambiado el peinado y teñido el pelo de un rubio luminoso, nada de los tres centímetros de raíz que solía llevar antes. Con lo que le costaba sonreír, ahora era toda dientes blancos en la pantalla del ordenador. Su Faceboock echaba humo. Había fotos con Lorena. —Como odio a esa tía. Es la típica guarra que con la escusa de que es una mujer liberada, mete mierda en todas las parejas—. Candela la odiaba, pero ahora parecía que se habían hecho íntimas. ¿Y quién era un capullo que se parecía a Gerard Butler? Un guaperas sin talento, seguro, uno de esos tíos alérgicos a cualquier tipo de esfuerzo que se aprovecha de las tías.

     Me dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes.

     ¿Qué pensaría ella si me viera en esta situación? A estas alturas el pensamiento de Candela estaría a miles de kilómetros de mi persona. No había más que verla. Pero si me dedicara tan solo un segundo, diría que soy un inmaduro, el mismo niñato que cuando nos conocimos. Que todo lo que me ha estado diciendo estos años se ha cumplido. Era su marido, joder. Las cosas no se hacen de forma unilateral. Tenemos dos hijos en común. ¿Dos hijos…?  Descubrí que habían pasado el fin de semana con el guaperas ese en PortAventura. La cuestión era cómo lograr que los niños se interesaran por mí a estas alturas. Últimamente no los había visto mucho…

     Mientras Candela vendía en Facebook la imagen de una triunfadora, ¡hija de puta!, la mía, en el espejo, se iba deteriorando un poco más cada día. Estaba gordo, la ropa apenas me cabía. Había engordado más de diez kilos en los últimos meses. Tenía la cara abotagada, ojeras por la falta de sueño, la piel de un tono entre amarillento y verdoso y para colmo, no iba a tardar mucho en quedarme calvo. —Me las había pasado fantaseado  con hacerme un trasplante en Turquía cuando llegara el momento, pero ahora no me alcanzaba ni para comprarme un peluquín—. El esófago me ardía. Una ulcera fulminante me estaba destrozando el estómago. Me dije que tenía que cortar de raíz todo pensamiento que empezara por: si hubiera, si estuviera… No quería caer en la complacencia de compadecerme.

     Un día, me desperté tan hecho polvo que me quedé toda la mañana en la cama. El problema es que empecé  a faltar a mis citas y a dejar colgados a mis clientes. El problema dejó de ser un problema y se convirtió en un problemón cuando mi jefe me llamó a su despacho y me dijo que mi volumen de ventas había caído en picado en los últimos meses; que los clientes no dejaban de quejarse de mi falta de seriedad y que, en esas circunstancias, la empresa se veía obligada a prescindir de mis servicios. Estaba despedido y en la puta calle. El problema es que yo trabajaba para ellos como autónomo y ahora no tenía derecho a paro ni a ningún tipo de compensación.

     Pero  lo peor de todo fue que no me importó. Estaba hasta los huevos de vender cartuchos de tinta.

     No tenía trabajo, no tenía dinero, no tenía familia, pero tenía dos piernas y siempre había pisado fuerte. Esto es solo una crisis, pensé. —Los chinos creen que crisis equivale a oportunidad y los chinos son muy listos. No hay más que verlos. Pronto empezaría la celebración el año nuevo chino, el año de la rata, que significa abundancia. Y yo era rata.

     Me abrí un perfil en Linkedin, y esperé convencido de que me lloverían las ofertas, que como mucho, a principios de año tendría trabajo, pero pasaron las navidades y luego los reyes  y no pasaba nada. Para compensar, me metía unas rayas y me tomaba unas cervezas. A estas alturas ya sabía  que meterme y beber no ayudaba, pero sí que ayudaba. Meterme y beber era lo que hacía mientras decidía que hacer. Sabía que me estaba engañando,  así no iba a ningún sitio. Así acabaría chocándome de bruces contra una pared. Mañana lo dejo, mañana…. Era como si el mundo fuera como una planta atrapamoscas, era como si yo fuera una pobre mosca. Cuanto más forcejea, contra más me resistía, más me ahogaba.

     Nunca pensé que Candela me pudiera dejar tan solo al marcharse. Nunca dejes que se ponga el sol sobre una pelea, me decía mi madre, y no le hice caso. Los hombres no estamos hechos para vivir solos.

     Y entonces, lo que tenía que pasar, pasó. Una noche me quedé dormido al volante, me salí de la carretera y empotré el coche contra un pino. Siniestro total. Acabé con un chichón en la cabeza del tamaño de una pelota de tenis y una pierna rota, pero podría haber sido mucho peor. Sin coche, y lesionado, no me quedó otra que recurrir a mi madre. No sabéis la cara que puso cuando le dije si podía quedarme durante una temporada en su casa, solo hasta que vendiera la de la playa y encontrara un curro. La idea no le hizo ni puta gracia pero no le quedó más remedio. Suerte que se iba al pueblo a pasar los meses de verano. Esperaba que a su vuelta, en septiembre, ya tendría arreglados todos mis asuntos.

     Ahora tenía que andar con muleta. Ahora me temblaban las manos y la ulcera me estaba matando.

     El monitor no deja de parpadear: B049.  Mesa 16; L204, Mesa 7. Me está poniendo de los nervios.

     La L204 es la gorda rubia que está sentada a mi lado. Una gorda rubia con unas mayas apretadas y unos muslos repugnantes que va vestida como si fuera una tía buena cuando está hecha una vaca y que al pasar por mi lado me da, con toda la mala leche, en la pierna mala. Elefanta, hija de puta. Veo las estrellas. ¿Cuando me van a llamar estos cabrones? Parece que a los españoles nos dejan para los últimos. Miro a un lado y a otro de la sala de espera de la oficina de Empleo. En los bancos no hay más que  moros con zapatos sucios y sudacas que hablan por el móvil a voz en grito, como si estuvieran ellos solos. «Mantén la calma, me digo, respira hondo» ¿Qué cojones estoy haciendo aquí?

     Cuando por fin me toca, el tío de la mesa me dice que es necesario que actualice mi curriculum. «Hablas inglés, catalán…».  No, joder,  no tengo idiomas pero llevo currando desde los dieciocho ¿Importa? «Es un plus, me dice el muy cabrón removiendo su culo gordo en la silla. El mercado laboral se ha vuelto muy competitivo. Sería bueno que por lo menos tuvieras el nivel C de catalán». ¿El nivel C de catalán? Vete a tomar por el culo, gilipollas, sopla gaitas. Pero quién te has creído que eres. Estás ahí porque cobras de mis impuestos. Capullo. Yo soy quien te paga.

     Salgo de la oficina de empleo con un carnet que debo sellar por internet cada tres meses, un plan de búsqueda activa de empleo y un cabreo de la hostia.  Me cambio de acera para no cruzarme con dos chinos que vienen de frente cargados de paquetes. Lo único que me falta es pillar el coronavirus ese de los cojones.

     En la casa de mi madre me bebo la última cerveza que hay en la nevera. No me queda coca y no localizo a mi camello. Estoy que me subo por las paredes. Y encima es mi cumpleaños. «Un año ya, desde que Candela me dejó».

     A las tres me pongo las noticias de la tele. Ver lo que ocurre en el mundo me consuela. Pasan imágenes de las manifestaciones del 8M por todo el país.  Joder, esas tías son unas feminazis y una panda de bolleras que asustan. Joder, esa tía se parece a Candela. Joder, esa tía que agarra la pancarta y que se parece a Candela, es Candela.  Joder… «Ojalá te contagies, ojalá pilles el coronavirus». No la odio, en el fondo no la odio. La odio en el fondo y en la superficie.

     Ya no puedo caer más bajo, me digo. He tocado fondo, ahora solo me queda que remontar…

      No tengo ni puta idea de lo equivocado que estoy.

Destacado

El día que la Coccinelle volvió a la Argentina

La Pendón pasa por mi departamento. Son casi las siete de la tarde del sábado.

     —¿Sabés qué?—me dice, dejando caer el bolso Louis Vuitton sobre la mesa— la Coccinelle volvió a la Argentina. Recién me enteré en lo de la Úrsula—. La Úrsula pincha silicona a toda la que sea lo suficientemente atrevida para dejarse,  en la trasera de una peluquería de la calle Escudillers. Me fijo entonces en sus pómulos, están tan hinchados que le achinan los ojos. —Contrató como figura exclusiva  con el Canal 7 Buenos Aires. ¿Podés creerlo? ¿Cómo me ves?—me dice,  cambiando de tema y acerca su cara a dos centímetros de mis ojos.

     —Tenés que andáte con cuidado con la silicona. Es adictiva.

     — Y qué no lo es. ¿No creés que me da un toque exótico? ¿Bajás más tarde para la Rambla?

     —Esta noche no, andá vos. Quiero ver el partido Barça-Madrid.

     —Como sos, Ivonne ¡No he visto a un maricón, que le guste más el futbol que a vos! ¡Chau, querida!— La Pendón agarra su bolso y el repiquteo de sus tacones, en como si un caballo se alejara  por el pasillo.  

     Mirna la vieja siempre me decía: « ¡No he visto a un puto mas fanático del futbol que vos!».

     La Coccinelle, Mirna la vieja… De repente deseo escuchar el sonido enlatado de su voz al otro lado del Atlántico, a miles de kilómetros. De repente tengo ganas de llorar, de repente me agarró la nostalgia…

     «Tené cuidado con la Pendón,  ¿Ok? —. Me dijo, Mirna la vieja, en el Aeropuerto de Buenos Aires. —Siempre pensé que es capaz de hacer cosas buenas, pero, si querés que te diga la verdad, nunca me dio pruebas de ello.

     Y aquí estoy, tres años despues, viviendo puerta con puerta con la Pendón en los Apartamentos Lucarno, junto a la Bonanova, en la parte alta  de Barcelona.

     El día que escuché hablar por primera vez de la Coccinelle, yo estaba en el Telo de la Mirna viendo la retrasmisión, en blanco y negro, de la ceremonia de inauguración del “Mundial de la paz” como lo llamó en su discurso de apertura el General Videla.

     El Telo de la Mirna…Ella prefería «Pensión Carroussell”, el nombre que le puso en recuerdo del tiempo que vivió en París pero, cuando alguien se levantaba un cliente, siempre iba a ocuparse al Telo de la Mirna. La Mirna no permitía escándalos en su casa. Manejaba el negocio como un sargento,  pero también era generosa y se preocupaba por todos. La gente de su cuadra la adoraba, a nadie se le hubiera ocurrido botonear a la policía lo que allí pasaba. Mirna la vieja había vivido lo suyo. «La edad es un grado —solía decir —más nos valdría haber nacido viejos antes que niños». Durante una temporada larga vivió en Europa. Había actuado en el Chez Nous de Berlín, el templo del transformismo en Alemania. Trabajó en el alterne en los cabarets de Lugano. «Los suizos manejan mucha plata». Hizo la carrera en el Bois, en París, en Milán, y también en las Ramblas de Barcelona. La Mirna decía que se cansó de chupar pingas y de dar vueltas por el mundo y  volvió  a Buenos Aire porque la nostalgia la estaba matando. «Pero la cagué. No sabés vos cuanto la cagué».

     No era nada fácil la vida en la Argentina. Mientras Videla lanzaba su mensaje, muchas de las personas que colmaban las gradas del Estadio Monumental del River Plate ya eran víctimas del horror. En la plaza de Mayo, a no más de treinta cuadras del allí, las madres daban vueltas con sus pañuelos blancos pidiendo ayuda para encontrar a sus hijos desaparecidos. No sabían,  casi nadie lo sabía aún, que muchos de aquellos  chicos, estaban secuestrados a solo unos cientos de metros del Estadio en la Escuela de Mecánica de la Armada. Yo, que no era más que una beba, ya había tenido algún que otro encontronazo con las Brigadas callejeras. El novio de mi hermana Emilia, Santino, que militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios, llevaba desaparecido desde hacía 6 meses.

     Yo era una loca del Boca, una loca del futbol. Era una loca de la vida. Recién comenzaba a vestirme de mujer, recién comenzaba mi cambio. «También sos vos bien oportuna. Elegiste el peor momento para florecer». La Vieja Mirna me tomó cariño. ¡Era tan pitusa! Tenía las mejillas regordetas y los ojos ribeteados de pestañas largas y curvadas que me daban una expresión aún más infantil. «Sos una muñequita —me decía la Mirna— una poupée». Se convirtió en mi madrina y a mí me gustaba estar con ella y que me contara porque la vieja Mirna había vivido mucho y tenía muchas historias que contar.

     Aquel día, la Mirna abrió su álbum de fotos, con el que iba documentando todos sus cuentos, y me mostró  la mujer más divina que había visto en mi vida. Más divina que mi idolatrada Raquel Welch,  más que Úrsula Andress, más que Brigitte Bardott cuyas imágenes llenaban mis cuadernos de recortes. Mirna había visto una vez a la Coccinelle, en Paris, cuando actuaba con su espectáculo de variedades Cherchez la femme La había esperado a la salida de artistas del teatro y se consiguió una foto con su autógrafo. «Puro glamur, querida, puro misterio.  Sabés que se operó, le hicieron  una concha en Casablanca… Hace años estuvo acá en la Argentina, rodó una película con Graciela Borges, ¿Te imaginás?». Había una foto de Cocinelle posando al lado de  Marlene Dietrich y yo sentí que me faltaba el aire, que me moría. Quería ser como la Coccinelle.

     Fue Mirna la vieja quién me  enseñó a quitarme los pelos de las piernas con un hilo, una técnica que había aprendido de una travestí libanesa que conoció en Berlín. Me enseñó a cuidarme el pelo y a cardarlo para darle volumen. Mirna la vieja me regaló mis primeras pinzas de depilar. «Tenés que arrancar el vello de raíz para que no se encarne. Los pelos encarnados te joden  el cutis.» Me arregló las cejas, me dio trucos para maquillar los ojos y que parecieran más grandes y profundos. Mirna la vieja me enseñó una bocha de cosas que había aprendido a lo largo de su vida. « ¡Acordate Luisita, vos sos una mina autentica, no un maricón que queré parecerlo!».

     Las primeras hormonas me las consiguió Mirna la vieja y cuando me empezaron a brotar los pechitos me dijo: « Ahora, tenés que buscar un nombre de guerra, Luisita. ¿No creés?

     —Ya lo pensé, vieja. Me llamaré Ivonne, como Ivonne de Carlo.

     La Mirna y Horacio me salvaron.

     Fue al Telo de la Mirna donde llevé a Horacio el día que lo levante en los alrededores de la Plaza de la Constitución. Hacía calor aquel día, un calor pegajoso que te chorreaba todo. La gente salía del campo  eufórica  con la victoria del River. Llevaba ya un rato yirando por allí  cuando le vi. Un cruce de miradas y me paré frente a un escaparate  y le observé a través del cristal. Eché a andar a los lavabos de la Estación, pero él me hizo una seña para que me acercara. Tenía pinta de cana, había aprendido a verlos venir, los olía. Estuve a punto de salir rajando y él se dio cuenta.

     —No te preocupés,—me dijo— no tenés nada que temer de mi.— Y me ofreció un cigarrillo. —Tenés que andarte con cuidado. Según qué lugares no conviene, vos sabés que son peligrosos… Pensé que igual te gustaría vení a chupar algo conmigo.

      Horacio resultó ser un tipo copado. En la habitación de la pensión “Carroussell” había un ventilador que apenas conseguía remover aquel  caldo caliente. Yo siempre abría la ventana a pesar del calor. En mi departamento no había ventanas y me gustaba escuchar el ruido de los insectos al chocar contra la mosquitera y los sonidos que subían desde la calle.

     —Qué querés hacer.

     —Y, no sé… Sacáte la ropa.

     Nos tumbamos en la cama, el uno junto al otro sin hacer nada.

     —Estoy hecho percha —me dijo. Yo le agarré la pija, quería ganarme mi plata, pero él me detuvo la mano y me abrazó con fuerza.

     —Esperá… Quedémonos  así nomás.

     Horacio me tiró los galgos. Me cortejó. Yo nunca había tenido un cliente fijo, un protector. Nos veíamos en lo de la Mirna y siempre me traía un regalo. Una remera o un vestido. Un bote de perfume Fidji. «La Mujer es una Isla y  Fidji es su Perfume». Era funcionario del Ministerio de Bienestar social. Estaba casado, tenía hijos pero su mujer no hacía más que joderle la vida. Se sentía solo. «Pero ahora te encontré a vos, Luisita.  Fijáte que todo puede esconder un regalo». Yo era Luisita. Él nunca quiso saber nada de Ivonne.

     El Comando Cóndor incendió un teatro de la Calle Corrientes. Se habían propuesto acabar con todos los maricones travestidos de Argentina. Las cosas se  ponían más feas día a día. Un día me agarraron a las siete de la tarde caminando por la vereda en la peatonal. Dos tipos con lentes negros me  metieron en un carro. La calle estaba llena de gente pero nadie hizo nada. Me llevaron a un baldío  y me molieron a piñazos,  me cortaron el pelo a trasquilones y me dejaron con la cara hecha mierda atada a un árbol.

     Mirna la vieja dijo: «Te cagaron la vida Luisita estos hijos de la reputa, la concha de su putísima madre. Te dejaron que parecés una tiñosa. Sos igualita que la “Raulito”». La Mirna me regaló una de sus pelucas, una peluca platino y yo me veía tan imponente como la Coccinelle.

     Andar por la calle era peligroso, podías acabar preso por maricón. Dejé de tomar el colectivo, me movía en taxi allá donde fuera. Empecé a fantasear con la idea de ir a Europa, tenía que tomármelas lejos.

     —Es mejor para vos y para mí que no nos vean juntos, —le dije un día a Horacio y le conté todos los planes  que había pensado para mi futuro.

     — Cuando soñás, viajás de este mundo al otro que perseguís. En los sueños está lo que sos y lo que serás. No dejés de soñar, Luisita. Contá conmigo para alcanzar tus sueños.

     El 27 de julio de 1979 vi con Horacio el partido de vuelta del Boca contra el Olimpia. El empate a cero les otorgó la victoria a los  paraguayos.

     —Nos cagaron la ilusión de estar contentos un rato estos hijos de puta—dijo Horacio—. Lo único que quería era que ganara la Argentina para ponerme contento, pero ni eso la concha de su madre que mierda hicimos…

     Estaba triste Horacio. Al día siguiente yo tomaba un avión para España. Quizás no volviéramos a vernos nunca más.

     —No más lo que hacemos en presente puede salvarnos. — Horacio saco un fajo de dólares del interior del saco. — Luisita, vos sabés lo importante que sos para mí. Tomá, te vendrá bien mientras conseguís ubicarte. Prometéme que serás feliz.

     La Mirna acudió al Aeropuerto a despedirme. Me dio una tarjeta con las señas y el teléfono de la Pendón, y antes de irme me metió un sobre con plata en el bolso. Con lágrimas en los ojos me dijo: «Luisita, no pensés nunca que sos menos ni tampoco más que nadie.  Tendé la mano siempre que podás. Así te irá bien».

     El partido termina 2-0 a favor del Barça. Apenas me he enterado de lo que ha pasado en el campo. Mi cabeza está lejos, muy lejos. Mañana llamare a Mirna la vieja sin falta, me digo.

     Me doy una ducha rápida y me unto el cuerpo con crema hidratante  perfumada.  Me gusta recrearme en mis pechos, sopesarlos con las manos, me parece mentira que este par de “lolas” de copa 110 sean mías. Me maquillo a consciencia, desenredo los rulos del pelo y lo cepillo ligeramente para no cargarme el ondulado. Luego busco en el armario mi uniforme de guerra para esta noche. Los días que juega el Barça voy a trabajar a los aledaños del campo. Si gana me pongo unos short cortitos y una remera azul grana que he abierto por el delantero y que me ato con una lazada a la cintura. Me pongo las botas de mosquetera, que me matan los pies pero me hacen unos muslos divinos  y una gabardina ligera que me quito y guardo en el bolso cuando llego.

     Lo malo de los días de partido es el quilombo de carros que se monta. Entre tanto carro hay mucho boludo rompe bolas con ganas de joderla. Hay un coche con cuatro chetas dentro que no deja de dar vueltas. Lleva la ventanilla abierta y deja a su paso un olor a porro que marea. No me gustan. Al rato el coche se detiene. El de la ventanilla del copiloto me grita. « ¡Te gusta el futbol, guapa!» Sé que debería picármelas. Mi mano, dentro del bolso busca el spray gas pimienta. Todo sucede tan rápido, que sin darme cuenta ya los tengo encima. «Un travelo que le gusta el futbol, y además Culé!»Un piñazo en la cara, me agarran del pelo que me lo arrancan. «Te vamos a cortar la polla,¡ Maricón».

     El segundo piñazo me manda directamente al piso. Veo que uno agarra una cadena. Los golpes me caen de todos los lados. Cadenazos, patadas. Me hago un cuatro intentando protegerme la cara y  las lolas con los brazos, no quiero que me revienten una prótesis.  Siento el sabor herrumbroso de la sangre en la boca, el sonido de un silbato lejano. Oigo voces y ruido de tacones que se acercan a la carrera. Las puertas del coche se cierran y arranca quemando rueda. Antes de que se me cierren los ojos, antes de que todo se vuelva negro, pienso que la cagué, que otra vez me jodieron bien jodida, Mañana te llamo, Mirna. No sabés como me molieron el cuerpo, vieja, me reventaron la cara a piñazos. Mañana te pego un tubazo, Mirna. Mañana, sin falta te llamo. Mañana, cuando me levante, no más me levanto te llamo…

Destacado

Un vecino silencioso

¿Donde están los buenos alemanes? Estan en las cárceles, caminando cabizbajos por las calles, los buenos alemanes nos escondemos en nuestras casas injustamente victimizados por la culpa. Vivimos con miedo.

I

Una luz amarillenta envuelve a las mujeres que venden su cuerpo en la acera de la Jubiläumsstraße. Ella está apostada a la entrada de un portal, apoyada contra la pared con un vestido de flores amarillas. Es flaca, terriblemente flaca y plana como un chico. Cuando paso a su lado, la luz de un farol incide sobre sus manos pálidas. Veo las venas de sus muñecas y la marca de una cicatriz, una quemadura profunda y rugosa, donde debería estar una serie de números marcados con tinta indeleble. Hay oscuridad en su interior; en sus ojos oscuros e inmóviles, adormecidos por la droga.

     Va a ser ella.

     Con un gesto, sin mediar palabra, me indica que la siga al interior de la portería que huele a humedad y ligeramente a orines. La escalera es oscura y estrecha y en algunos tramos aún se dejan ver viejas heridas de la guerra. Subimos hasta el último piso, hasta un cuarto abuhardillado  junto a la azotea.

     En una mesilla pegada a la cama, una lamparilla encendida tiñe de luz rojiza la habitación. Hay una silla, un armario pequeño y un pie de madera con una palangana y una jarra. Ella me pide el dinero por adelantado. No me mira, no sonríe. Se comporta como una autómata que sigue un protocolo mil veces repetido.

     Despacio, se quita el vestido y las bragas. Las costillas se le trasparentan y también los huesos salientes de las caderas. Se tumba en la cama y se queda quieta: un cuerpo inerte. Su piel es palidísima, tan fina que las venas parecen recorrerla como ríos. Tiene marcas de pinchazos en los brazos, manchas de viejos moratones que se han vuelto de un amarillo verdoso en las piernas y el cuello.

     Me quito los pantalones, estoy terriblemente excitado y  erecto. No le pido que me la chupe. La agarro de los pies y tiro de ella hacia mí. Le doy la vuelta, la pongo de rodillas sobre  la cama y le separo las piernas como si fuera una muñeca. Su sexo se me ofrece descarnado y reseco. La agarro por las caderas y la penetro con  fuerza. Entro y salgo de ella con rabia, con  embestidas violentas y profundas. Ni un ligero sonido sale de su boca. Le doy la vuelta y la vuelvo a penetrar. Quiero que me mire, quiero ver el abismo que hay en sus ojos, pero ella gira la cara. Le tiro del pelo. « ¡Mírame, zorra!». La abofeteo y entonces lo hace. Hay un brillo desafiante en sus ojos. Ha entendido lo que quiero. Vuelvo a pegarle, pongo mis manos en su cuello y aprieto y entonces, ella suelta un gemido y yo me corro.

     Se levanta y echa agua en la palangana. Retira el semen y lava sus partes íntimas con un paño húmedo.

     — ¿Quiero volver a verte?

     —Te costará más caro—me dice.

     No es que sea un sádico pero sé que puedo ser violento. Tan solo las drogas, y el sexo consiguen mantenerme cuerdo durante un tiempo.

II

     Acompaño a la Sra. Gücksmann hasta la puerta cuando veo a Damian sentado en la sala de espera de la consulta. Tiene el sombrero en la mano y golpea el suelo con el pie con un movimiento nervioso. Algo no va bien

     —Lo siento doctor Bauman—Me dice Therese, mi enfermera, señalándole—No tiene cita, pero ha insistido mucho en verle.

     —No te preocupes—le digo— Ya me encargo.

     Le hago pasar al despacho y cuando cierro la puerta me vuelvo hacia el furioso. Estoy enfadado.

     — ¿Qué coño haces aquí, Damian? Sabes que no debes venir. No es prudente…

     —Algo no anda bien, Ernst —me dice jugueteando nervioso con el sombrero—. Me vigilan, creo que me siguen. Te juro que no estoy loco. Anoche había alguien apostado frente a mi casa.

     — ¡Cálmate, Damian! ¿Te ha visto alguien entrar aquí?  ¡Usa la cabeza, joder! No puedes ponernos en peligro a todos. ¡Escúchame! Si es cierto lo que dices, tienes que desaparecer inmediatamente. Aléjate durante un tiempo e Intenta mantener la cabeza fría, ahora más que nunca.  ¿No guardas nada en casa, no? Nada que nos comprometa…

     —No, Ernst.

     — ¿Estás seguro?

     —Seguro.

     —Entonces es mejor que no nos veamos. Vete a la montaña, quítate de en medio Sé cuidadoso. No des ni un paso en falso.

     —Está bien, Ernst. Lo haré.

     —Si tienes que  contactar conmigo, hazlo por el conducto habitual…

     Me preocupa Damian. Se está mostrando como alguien débil y eso puede ser peligroso.

     Hay momentos en que se hace muy dura esta soledad. Es complicado vivir sin vínculos,  aislados  en este nuevo tiempo que se cierra a nuestro alrededor como una jaula. Jamás pude imaginar una vida tan miserable. Siempre con el temor a que te descubran; a que alguien reconozca tu cara en el mercado o en el tranvía. Es insalubre pasar tanto tiempo solo rumiando el pasado con miedo. Aislarnos es la mejor manera de protegernos pero, la falta de contacto puede hacer que enfermes. Al final es inevitable que busques a alguien para no volverte loco.

III

     Durante los días siguientes extremo la precaución. No hay nada extraño, no veo nada que altere mi rutina. Damian debe haberme hecho caso. No he vuelto a saber nada de él.         

     Conforme transcurren los días siento como la ansiedad me corroe. Creo que me he obsesionado con esa sucia judía de la Jubiläumsstraße, con esa pequeña alma que sustenta un cadáver. No puedo quitármela de la cabeza, me levanto y acuesto viendo su cara.

     Está en el portal fumando un cigarrillo. Lleva el mismo vestido amarillo y es como si no se hubiera movido de ahí en todo este tiempo.     

     — ¡Has vuelto! —dice con una voz carente de emoción.

     La  sigo por las mismas escaleras. El mismo cuarto mal ventilado.

     —Te he traído un regalo—Le digo y saco dos ampollas de morfina del bolsillo interior de mi chaqueta— Tendrás que poner tú la jeringa.

     Ella mira con codicia el líquido transparente. Se levanta y de la parte superior del armario saca una caja metálica donde hay todo lo que necesitamos. Lo preparo  Nunca me  pincho en los brazos, busco venas que no estén expuestas a la vista pero hoy me subo la manga de la camisa y me hago un torniquete en el antebrazo con la corbata. Noto como mis venas se hinchan. Introduzco la  aguja y, conforme la morfina se mezcla con mi sangre, un grato calor se expande desde el estomago por todo mi cuerpo. Ella espera impaciente con el brazo extendido. Sus venas son cordones endurecidos. Me cuesta encontrar una que sirva pero cuando lo hago, apuro en ella lo que queda en la jeringuilla.

     — ¡Túmbate!—le digo y la empujo  sobre la cama. Le subo el vestido, le arranco las bragas y un ligero efluvio a amoniaco me sube hasta la nariz. Le abro las piernas y hurgo dentro de ella con los dedos. Primero uno, dos… La penetro con la mano y empujo hasta que todo mi puño entra dentro de su vagina. Ella se retuerce pero no intenta zafarse. Tan solo me mira, esta vez sí, y  en sus ojos puedo ver los estragos de sus pesadillas.  Sabe lo que es el dolor, sé que  está preparada para esto.  Esta vez me corro sin necesidad de tocarme.

     Mientras me limpio,  ella se queda sentada en la cama, con la cabeza gacha, dentro del círculo de luz de la lamparilla. El pelo le cae sobre la cara y veo que tiene arañazos en la espalda. Es como si ese resplandor rojizo le traspasara la piel y la iluminara por dentro.

     —Se que eres uno de ellos—. Me dice.

     — ¿Uno de cuáles?

     —Uno de ellos.

     —Y… ¿Qué pasa si soy uno de ellos?

     —Nada, no pasa nada.

IV

     Durante la noche se sienten sirenas y el viento arrastra un penetrante olor a humo desde el otro lado del rio. El incendio debe ser por la zona donde está la casa de Damian.  Los vecinos salen a la calle y observan el resplandor rojizo que asoma detrás de los arboles, Cierro las ventanas  y corro las cortinas. Soy un vecino silencioso y discreto. Por la noche sueño que hay cazas volando rasos por sobre los tejados y en el humo del incendio se mezcla el olor a gasolina y a cenizas de las bombas. De madrugada me despierta un trueno, al que sigue el golpeteo de la lluvia en la ventana. Aún huele a humo.

     A última hora de la tarde estoy solo en el despacho. Therese hace apenas cinco minutos que se ha marchado cuando suena el timbre de la puerta. Creo que es ella, que ha olvidado algo, pero cuando abro no hay nadie en el rellano, tan solo un sobre en el suelo. Dentro hay una nota garabateada, una nota escueta que dice: Ni olvido ni perdón”.

     ¿Qué es esto? Corro a la ventana y me asomo a la calle y alcanzo a ver a una mujer con gabardina ceñida y un pañuelo en la cabeza que dobla la esquina y desaparece. ¿Qué está pasando?  Una alarma se dispara en mi cabeza.  

     Salgo de la consulta por la puerta de atrás. No hay nadie en el callejón, tan solo un perro flaco  merodea por los contenedores de basura. El eco de mis pasos me acompaña por las calles adoquinadas  hasta la esquina de Strausberger Platz donde hay una cabina telefónica. Llamo a Bernhardt pero nadie me responde. Lo intento con Kaspar y el teléfono suena y suena y aguanto la llamada hasta que me desespero. Algo está pasando, algo no va bien. Ahora cada sombra se convierte en una  amenaza. Miro hacia atrás constantemente, pero no veo a nadie y aún así, tengo la sensación de que me vigilan. Me siento como el cazador que se ha convertido en presa. Al final de mi calle hay un coche negro con las ventanillas tintadas y un aspecto inquietante.

     Cierro la casa a cal y canto. Abro una botella de vino. Un vino tinto con mucho cuerpo, un vino amaderado,  del color rojo oscuro de la sangre. Sintonizo la radio, algo de música que llene este silencio y bebo. El alcohol siempre me aclara las ideas y tengo que pensar. La música se interrumpe con el parte de las ocho.

     «Esta mañana ha sido encontrado el cadáver de un hombre en las inmediaciones de rio Elde.  Una pareja que paseaba por la zona con su perro fue quien  dio la voz de alarma y alertó a la policía. El cuerpo se encontraba  maniatado a un árbol, amordazado y con un tiro en la cabeza..La policía también ha encontrado una nota junto al cadáver con el mensaje “Ni olvido ni perdón”. y el dibujo de una esvástica pintada con su propia sangre. Aunque son muchas las hipótesis que se barajan, de momento no ha transcendido ningún detalle de la investigación, aunque algunas fuentes indican que este  suceso puede tener relación con el incendio de una casa, ayer por la noche, en un barrio de las inmediaciones…

     — ¡Dios mío! Es Damian. Que le han hecho a Damian

     Me recorre un calambrazo de miedo. No debo perder el control, no puedo sucumbir al caos.

     — Si han dado con Damian, si Damian  está muerto, no hay esperanza para mí…

     ¿Cuántas copas llevo bebidas? La botella está casi vacía. El vino no consigue diluir el miedo pero es mayor el resentimiento, el odio que llevo acumulando durante este tiempo. Los fantasmas, los demonios que nacieron con la  derrota siempre han estado ahí fuera, esperando su momento y creo que hoy ha llegado su hora. La suya y la mía..

     Tan solo las noches de nostalgia subo al desván. El tejado tiene goteras y huele a humedad y a meado de rata. Es aquí donde  guardo el traje que encontré a mi vuelta de  Sachsenhausen, el traje negro de Oberleutnant  SS de antes de la guerra. Fui incapaz de desprenderme de él. Está dentro de una funda impermeable, oculto en un sitio donde a nadie se le ocurriría mirar. Los peldaños crujen mientras bajo las escaleras con titubeantes pasos de  borracho. Lo saco de su funda  y lo extiendo con cuidado, sobre la cama. El color negro sombrío y autoritario, en la chapa de la guerrera brilla la Totenkop, la calavera de la SS. Recuerdo el miedo y el respeto que provocábamos en la gente. Solo verlo me envuelve la nostalgia y la emoción me humedece los ojos. Me quito la ropa y comienzo a vestirme ceremoniosamente.

     ¿Qué queda de todo esto? ¿Qué queda de la grandeza del Reich? Aquel mundo desapareció, ya no queda nada. La derrota ha relegado el sueño de nuestro pueblo, de nuestra raza al olvido.  «La banalidad del mal»  Los periódicos, el mundo entero  se llenan la boca con frases como esta. No entienden que el deber nos obligó a hacer cosas que hubiéramos preferido ahorrarnos; que todo fue por un bien común, por un objetivo grandioso que ahora,  la historia se ha encargado de manchar con mentiras. Y mientras el paro y la miseria, asolan esta nueva Alemania yo me pregunto: ¿Donde están los buenos alemanes?   Estan en las cárceles, caminando cabizbajos por las calles, los buenos alemanes nos escondemos  en nuestras casas injustamente victimizados por la culpa. Vivimos  con miedo.

     En el espejo veo la imagen autoritaria y determinante del hombre que un día miró y caminó con seguridad y firmeza hacia una victoria grandiosa.

     De un cajón saco una Walther P38 de nueve mm. Hay 8 cartuchos en el cargador. Siento el frio de las cachas de baquelita en la palma de la mano. No voy a huir. Voy a esperarlos, puedo hacerlo durante todo el tiempo que haga falta. Soy paciente. Abro otra botella de vino y bebo, y mientras espero, rio por dentro.

     De un cajón saco una Walther P38 de nueve mm. Hay 8 cartuchos en el cargador. Siento el frio de las cachas de baquelita en la palma de la mano. No voy a huir. Voy a esperarlos, puedo hacerlo durante todo el tiempo que haga falta. Soy paciente. Abro otra botella de vino y bebo, y mientras espero, rio por dentro.

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Nubes de azufre

       Al principio me gustaba subir a lo alto de la colina. Desde allí, la ciudad se extendía a mis pies como si fuera una  maqueta: casas y calles,  árboles y  grúas. Coches diminutos  circulando sin apenas hacer ruido. Puntos de color se desplazaban  de un lado para otro como hormigas. Hasta donde yo estaba no llegaba el sonido de la ciudad, nada de sirenas ni de cláxones, ningún ruido, tan solo un runrún sordo, como de enjambre. Si levantaba un pie, Yonge Street desaparecía detrás de mi zapatilla y pensaba que podría aplastar las casas si quisiera, como si fuera un gigante, como el monstruo de una de esas viejas películas de terror. Pasaba tanto rato sentado sobre la hierba que la humedad  traspasaba la tela del pantalón y me mojaba el culo y las palmas de las manos se me quedaban frías y manchadas de tierra verdosa.

      A veces el cielo se cubría de amarillentas nubes de azufre que presagiaban tormenta. La luz del atardecer se esfumaba entonces a toda velocidad y la sustituía la oscuridad y el resplandor lejano de las luces de la ciudad. Sentía que también había nubes de azufre en mi cabeza. Me levantaba y me sacudía la culera del pantalón y me quedaba un rato de pie, con las manos en los bolsillos, mientras las sombras emborronaban el contorno de los árboles. No esperaba nada y nadie me esperaba. Siempre era así. Cuando bajaba de la colina me daba cuenta de que todo seguía existiendo. Era yo el que estaba fuera de todo.

      El señor Collingwood nunca me llama por mi nombre. El señor Collingwood  me dice: ¡Eh, tú!  Me dice: ¡Mueve el culo!  Me dice: ¡Eh, tarado! ¡No vales ni uno solo de los peniques que te pago! Si estoy muy cerca, huelo su aliento que apesta como si tuviera un ratón muerto dentro de la boca. El señor Collingwood me dice que me quede en el almacén, que no quiere ver mi sucio culo por la tienda. «Bastante tengo con ver tu cara de mono todos los días, me dice, como para que encima me asustes a los clientes». En la tienda apenas hay clientes, solo gente de paso que compra una vez y ya no vuelve. Nadie compra en un sitio tan deprimente como este. El señor Collingwood dice: ¿Es que no tienes otra ropa? Pareces un puto sin techo. Yo siempre llevo mi camiseta archilavada, mi sudadera con capucha, los mismos tejanos gastados y mis zapatillas negras Converse. No soporto el contacto de la ropa nueva en mi piel. Usó la misma durante años hasta que no queda más remedio que cambiarla.

      No me importa quedarme en el almacén, a pesar de que es un lugar asfixiante y oscuro que  apesta a rancio. No se escucha más sonido que el chasquido de las trampas  para ratones cuando alguno queda atrapado en el cepo y el crujir de las tablas del suelo bajos mis pies. Paso el tiempo barriendo y limpiando el polvo de las estanterías apolilladas, donde se amontonan latas, botellas y cajas polvorientas desde hace años. Por mucho que pase el trapo, por mucho que barra, todo sigue sucio. Prefiero tragar polvo en el almacén a tener que escuchar al señor Collingwood llamarme mono, porque que me llamen mono es algo que odio. Un día se lo dije y se rió en mi cara. « ¡Si hablas como un mono, te mueves como un mono y tienes cara de mono, eres un mono, chaval. Acéptalo! »  Cuando vivía en el centro un chico, uno de los mayores, me llamó mono en el comedor. Todos los de la mesa se empezaron a reír y a hacer ruiditos llevándose las manos a los sobacos.  Cogí el cuchillo de la carne  y de no ser por el profesor Haydn no se que abría ocurrido. Intento controlar los ataques de ira. Antes, cualquier cosa podía desatar una crisis. Bastaba con que un niño me quitara un lápiz, que me pusieran una zancadilla, que se mofaran de mí. A la más mínima podía tirar pupitres y romper armarios hasta que los profesores acababan desalojándome de clase. Luego no  recordaba nada. Ahora he consigo controlarme pero, cuando me enfado mucho, como aquella vez, la vista se me nubla y me quedo ciego. Es literal. Todo se vuelve negro y no veo y dejo de pensar. Entonces soy capaz de cualquier cosa. En el centro, una vez a la semana acudía al despacho de la doctora Colantoni, a terapia. La doctora Colantoni era amable, pero yo sabía que todo lo que dijera  iría a engrosar mi expediente y que tenía que andarme con cuidado para no perjudicarme. Sentada ante su mesa, atestada de carpetas y papeles,  la doctora Colantoni me hacía preguntas complicadas. El ventanal, a su espalda, hacía que el contraluz no me dejara distinguir bien los rasgos de su cara. A veces, la doctora Colantoni me intimidaba, el contacto directo  me asusta. Las personas me intimidan, las chicas me dan miedo. Nunca he estado con una chica, nunca he besado a ninguna ni he estado desnudo con nadie.  La doctora Colantoni, decía que no tenía que sentirme culpable por ser como soy. Decía que mi madre había bebido demasiado durante el embarazo,  y que eso me afectó. Por eso mi aspecto es diferente al de los otros chicos (1).Estuve a punto de decirle que ya sabía que no era culpa mía, pero que a todo el mundo parece importarle una mierda eso, pero me callé.

      Cuando los servicios sociales me llevaron al centro no había cumplido los siete años. Los recuerdos que tengo de aquella época son pocos, pero claros y precisos. Apenas me aguantaba de pie, me arrastraba por el suelo como los bebés con el pañal sucio XXL que mamá  nunca se acordaba de cambiar. No controlaba el pis, tenía el culo escocido  y con heridas en carne viva. Los oídos me supuraban por la otitis y uno de los  tímpanos estaba perforado. Recuerdo el hambre, siempre tenía hambre, y el frio. Lloraba sin parar por el dolor mientras mi madre se pasaba el día en el sofá, rodeada de latas de cerveza vacías y ceniceros colmados de colillas,  viendo Jeopardy!  Bebía hasta que el alcohol acababa por tumbarla. La moqueta del suelo estaba llena de manchas mohosas de cerveza y quemaduras de cigarrillo; las persianas siempre cerradas y las cortinas corridas, las lámparas y las luces apagadas. Era como si viviéramos en una caja. No  existía la luz, tan solo el pálido resplandor del televisor. La basura se acumulaba en nuestra puerta y los vecinos acabaron llamando a la policía. Mamá lo hacía con hombres en su cama. Se quedaba dormida  con el cigarrillo encendido  entre los dedos, con la bata abierta dejando a las vista «su cosa». Era algo monstruoso, una especie de  animal peludo  que  guardaba allí,  entre sus piernas. Por eso las mujeres me intimidan, por eso las chicas me dan miedo.

      Días antes de cumplir los dieciocho años, la doctora Colantoni  me llamó a su despacho. Me dijo que me sentara y me pasó una caja de caramelos por encima de la mesa. Cogí uno y me lo llevé despacio a la boca y lo chupé. Era de fresa acida, recubierto de azúcar. La doctora Colantoni me dijo que afuera me iba a ir bien. «Tengo muchas esperanzas puestas en ti », me dijo. Si hubiera podido elegir, habría preferido quedarme. El centro era mi casa. Pero no se lo dije. Mire la estantería llena de libros del despacho y le pregunte si los había leído todos.

      —Algunos—me dijo

      —Yo no puedo leer durante mucho tiempo—. Dije,  sin mirarla —.No puedo concentrarme. Es como cuando remueves las fichas del dominó. Las letras se mezclan y comienzan a bailar  delante de mis ojos y entonces me mareo.

      Todas las tardes, al acabar la jornada en el almacén, solía apostarme en la esquina de King street, a esperar la salida de las chicas del taller de costura que hay junto a la ferretería Levine. Algunos chicos también esperaban frente a la puerta de salida del personal. Me gustaba el alegre revuelo que se formaba. Imaginaba que era a mí al que sonreían y besaban. Que era conmigo con quien se alejaban cogidas del brazo por la acera. Luego echaba a andar sin rumbo. La capucha de la sudadera me ocultaba la cara y me tapaba los ojos. Con ella en la cabeza me sentía seguro. En el semáforo de Columbus había siempre flores frescas que alguien fijaba con cinta adhesiva y una vela con un protector rojo encendida. Sabía  que tenía que tener cuidado con los coches. No podía pasar la calle sin más. La gente pasaba por mi lado apresurada, siempre con prisa por llegar a casa, por llegar a donde fuera, siempre con prisa. Caminábamos por las mismas aceras, pisábamos las huellas que habían dejado otros. Respirábamos el mismo aire contaminado y veíamos los mismos escaparates, pero, era angustiante  constatar que yo era un extraño, que me quedaba fuera de todo.

      Cuando volvía a casa, al encender la luz,  veía las cucarachas escabullirse corriendo entre las grietas del zócalo. Una mosca solitaria se arrastraba por la pared de la cocina donde  el reloj se había parado en las cinco cuarenta hacía mucho tiempo. Los platos sucios se amontonaban en el fregadero con manchas pardas de comida reseca. Intentaba no pensar en mamá. No tenía fotos, ningún  cuadrado de cartulina que me recordara su cara, nada que diera testimonio de su existencia, de que había sido real. Antes de dormirme comprobaba que todas las ventanas estuvieran bien cerradas y el gas de los fogones cortado. El miedo estaba ahí cuando tomaba un valium y me metía en la cama con la cabeza bajo la manta. A veces me despertaba ardiendo y con el pulso acelerado. Mis sueños eran intensos, reiterativos, obsesivos. Algunos los recordaba, otros no. Tenía miedo de que todo pudiera desmoronarse, de no ser lo suficiente fuerte para soportarlo. Vivir no es fácil.

      El tiempo  fuera del Centro corre muy deprisa. Marzo dio paso a un abril lluvioso y luego a los días cálidos y luminosos de mayo. Los pájaros comenzaron a chillar como locos en los árboles, las mariposas volaban en zigzag entre los parterres llenos de florecillas amarillas y blancas, la hierba era de un verde jugoso y radiante. La naturaleza seguía su ritmo. Tan solo yo permanecía estancado.

      Comencé  a ir al mediodía al parque Stanley. Me sentaba en un banco a comer mi  emparedado del almuerzo mientras observaba a las hormigas recoger las migas que caían al suelo. Ella empezó a venir hace  ya algunas semanas. Pasó por mi lado con un vaso de Starbucks y se sentó dos bancos más allá dejando tras ella  la  suave estela de su perfume. El sol brillaba en su pelo .La observé sacar un sándwich del bolso,  arrancar la corteza dura de los bordes y  tirarla a las palomas que rápidamente se arremolinaron a su alrededor. Todos los días  repetía el mismo ritual sin apenas variaciones. Aparecía con su vaso de Starbucks, compartía su comida con las palomas y luego se marchaba dejándome solo con su olor. Empecé  a esperar cada día el momento del almuerzo con impaciencia. El viernes no vino y me sentí triste y contrariado y también alarmado por si hubiera podido pasarle algo. Me  he pasado el fin de semana pensando en ella, echándola de menos. Desde que apareció en el parque Stanley solo la he mirado a ella en el mundo, y el mundo es ahora ese banco del parque.  Hoy es  lunes, estoy sentado en el banco esperando, nervioso, a que aparezca.  Cuando la veo  acercarse por el sendero, siento que me aflojo. Al pasar a mi lado, levanto  la vista y resulta que me está mirando con lo que parece una sonrisa. « ¿Nunca pasas calor con esa sudadera? » me dice. Y de repente es como si mis pies  se agarraran a la tierra, como si la gravedad tirara de mí también.

(1).La doctora Colantoni hace referencia a los rasgos faciales característicos  de las personas nacidas con SAF. Síndrome alcohólico fetal.

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La mujer del indiano

Este relato es al estilo de aquellos folletines que, por entregas, se publicaban en los periódicos a finales del siglo XIX y principios del XX. Espero que disfrutéis de su lectura.

I

—Afirmo que, esa mujer, es un autentico demonio, lo he visto con mis propios ojos. ¡Ay, Padre Norberto! Yo no soy miedosa y me sé de muchos cuentos que le pondrían  los pelos de punta al más valiente, pero le aseguro que lo que vi me provocó un escalofrío que me subió desde las uñas de los pies hasta los dientes ¡Dios sabe que no miento! Le juro por lo más sagrado que le digo la verdad.

— ¡Cálmese, Doña  Ofelia, cálmese!—. Dijo el cura y, agitando una campanilla, llamó a la criada que apareció al momento, como si hubiera estado apostada detrás de la puerta.

—Prepare una tila para Doña Ofelia y traiga un jerez para mí. Y ahora…— dijo,  volviéndose hacía su visitante—. Tranquilícese y empiece a contármelo todo desde el principio.

«Como usted sabrá, Padre, soy el ama de llaves de la casa de los Rius. Entré a trabajar  cuando el señor volvió de las Américas y se casó con la señorita Eulalia. ¡Qué boda, Padre, en  el pueblo no se recuerda nada igual Todo el mundo asistió al fastuoso banquete que se ofreció en los exóticos jardines  de la casa y como regalo de bodas, el señor Rius, trajo al pueblo la luz eléctrica y financió la construcción de la nueva escuela. Le cuento todo esto porque hace poco que se ha hecho usted cargo de la parroquia y es posible que no esté todavía al tanto de la historia de nuestra comunidad. Mis señores se marcharon de luna de miel a Paris, primera escala del viaje que les llevaría a recorrer toda Europa durante dos meses. Eran felices, sí señor, muy felices. Era difícil encontar a una pareja de enamorados como ellos. Se dejaban ver en el teatro o en los bailes de las fiestas del pueblo siempre juntos y radiantes. El señor Rius acudía todas las tardes al casino, donde tomaba café y participaba de forma activa en la tertulias  mientras fumaba uno de sus olorosos tabacos cubanos.

El anuncio del embarazo, tan deseado por mis señores, no hizo más que agrandar esa dicha. El señor Rius llevaba a la señora como oro en paño, se desvivía por darle todos los caprichos y por satisfacer todos sus deseos.  Pero,.. ¡Ay, Padre! Aquella felicidad estaba condenada a no durar.  En el quinto mes de gestación mi señora sufrió grandes hemorragias y finalmente perdió el hijo que esperaba. ¡Qué drama, Don Norberto, qué desgracia! El doctor dijo que era un milagro que la malograda madre hubiera logrado sobrevivir  y desaconsejó un nuevo embarazo a riesgo de poner en serio peligro su vida.

La perdida de la criatura que tanto ansiaba su corazón, la certeza de que no podría tener más hijos, sumieron a mi señora en una profunda melancolía. Ella, una mujer elegante y hermosa, tan adorable y frágil como una pieza de porcelana china se encerró en su alcoba afligida por el dolor y sin querer ver a nadie. Pasaba los días postrada en cama. Dejó de hablar, apenas probaba alimento y a través de la puerta yo la escuchaba lamentarse. — ¡Dios mío, Llévame también a mí! ¡Ay, Señor, no puedo soportarlo más, no puedo vivir con esta pérdida! Y acababa aquellas súplicas con un llanto callado,  desesperado. Su piel perdió el color y la tersura y adquirió el tono más pálido que he visto en mi vida. Sus ojos se quedaron sin brillo. Estaba tan débil que apenas le llegaban las fuerzas para sujetar la taza de consomé que la obligaba a beber. Ni tan siquiera el señor, que como ya le he dicho, se desvivía por ella, era capaz de sacarla de aquel trance. La casa se llenó de tristeza y todos estábamos compungidos y cada día más preocupados.

El señor Rius acudió a los mejores neurólogos, a curanderos de gran fama, a médiums espiritistas. Incluso recurrió al hipnotismo. Pero ninguno logró dar con el remedio para curar a mi adorable señora. Nadie fue capaz de aliviar el tormento por el que estaba pasando.

El último doctor que la visitó, un afamado frenópata venido expresamente de Barcelona, la sometió a un extenso reconocimiento. Le examinó los esputos  con resultados negativos.        —Cabe descartar la tisis—, le oí decir—.  Tampoco hay ningún tipo de infección. He examinado sus muelas y sus amígdalas, he tomado muestras de sangre pero no encuentro ni un leve indicio alarmante. Su temperatura es normal. Estoy completamente convencido de que la señora no sufre ninguna disfunción orgánica. Sin embargo hay una evidente pérdida de peso asociada a su ausencia de apetito y una palidez progresiva, dolor de cabeza y cansancio extremo. Pero lo que más me preocupa es el estado de ansiedad,  la tensión a la que están sometidos sus nervios. Tal vez sería conveniente que la señora ingresara en un sanatorio. Un lugar de reposo donde se den las condiciones más favorables para la recuperación natural de su enfermedad, donde su  vida cotidiana se enriquezca con diversas terapias y actividades de ocio que tal vez ayuden a sacarla de este pozo profundo donde está hundida.

— ¡No pienso ingresar a mi esposa en ningún manicomio!— Oí gritar a mi señor exaltado.

—No obstante, debe barajar esa posibilidad— dijo el galeno sin amilanarse—.Mientras tanto, le recetaré un excelente compuesto hecho de diferentes drogas que templarán sus nervios y la ayudarán a dormir. Son unas gotas con buen sabor—dijo— y mucho más eficaces que el Cloral.

Bajo los efectos sedantes de las gotas, mi señora empezó a pasar las noches tranquila, sumida en un sueño narcótico. Su aspecto mejoró, incluso parecía de mejor ánimo, pero poco duraron aquellos efectos beneficiosos de la droga. Volvió a  sufrir una nueva recaída que la sumió aún más  en aquella  angustia nerviosa.

Entonces. Padre, empezaron a llegar de Cuba todo tipo de noticias inquietantes. Las revueltas eran cada vez más frecuentes y violentas y los rumores de una posible guerra se empezaban a escuchar en el horizonte. Al señor Rius, no le quedó más remedió que viajar a la isla para liquidar todos sus negocios y propiedades e intentar poner a salvo su dinero.

 Y fue a su regreso, Padre, cuando realmente todo empezó a agravarse. Volvió en compañía de una muchacha. Una mulata, Padre, del color del café con leche.Una hechicera que con su belleza y su descaro está volviendo locos a todos los hombres de la casa. Es la hija de la mujer que con más fidelidad  sirvió a mi señor allá en la isla y a la que en su lecho de muerte juró que se haría cargo de ella y ya ve usted… La señora Eulalia la acogió como a una hija. Incluso, debo reconocerlo, a su lado mejoró su ánimo y empezó a pasear por el jardín, o a bajar a la playa. Por las tardes solían sentarse a la sombra del porche a bordar y yo las oía desde la cocina hablar  de pájaros exóticos y de flores. Y esa muchacha le contaba historias de Cuba, de sus extrañas costumbres y le cantaba canciones de negros. Incluso fueron en compañía del señor a tomar las aguas en el famoso balneario de Vichy.

 Pero mi señora no acababa de recuperar la salud. A veces entraba en un estado de euforia que no me atrevería a calificar de bueno. Días en los que se levantaba muy temprano y hacía airear la casa y a lo largo de la jornada desarrollaba una actividad frenética. En esas ocasiones, su ánimo se volvía irritable, tenía frecuentes ataques de ira y se enfadaba con el servicio con mucha facilidad. Luego, aquella energía, tal como había venido, la abandonaba y volvía a sumirse en el más absoluto abatimiento. Y esa muchacha, Estrella, no se si ya he mencionado su nombre, siempre a su lado, que no la dejaba sola ni a sol ni a sombra. Yo nunca me he fiado de ella y ahora, puedo decirle a ciencia cierta, que ha sido ella la culpable del lento empeoramiento de mi señora. Yo creo, Padre, que esa mujer es víctima de la oscura pasión de la carne, que está dominada por un amor imposible hacia el señor y que ha invocado al demonio para que le preste amparo, para que le ayude a conseguir su objetivo al precio que sea necesario.

Las cosas empezaron a tomar un cariz que ya no era de este mundo. Un día que entré al dormitorio, como todas las mañanas con el desayuno, la señora se aferró a mi mano con tal fuerza, que casi estuvo a punto de hacerme volcar la bandeja. — ¿Ofelia, eres tú?—Estaba crispada y totalmente ida—. Escucha mi corazón, ¿Acaso puedes oírlo? No late, me he quedado sin sangre. No notas ese olor putrefacto, es mi carne en descomposición. ¡Toca, Ofelia, toca! Sientes  los gusanos deslizándose por debajo de mi piel. ¡Estoy muerta, Ofelia! ¿Es que no lo ves? Y tú también estás muerta. Solo somos almas en pena…

¡Ay, Don Norberto! Se me ponen los pelos de punta solo de acordarme. No sabíamos qué hacer. De repente entraba en una especie de letargo,  perdía la orientación y no reconocía a nadie. No reconocía al señor, ni su propia alcoba y todo le parecía extraño y desconocido. Empezó a decir que la vida la había abandonado; que su cuerpo era un cuerpo sin vida, un cuerpo frio y tumefacto, un cuerpo muerto. Algo se había roto dentro de mi señora y estaba empezando a perder el juicio.

En apenas unas semanas, envejeció diez años. Cuando no estaba postrada en la cama, daba vueltas por sus aposentos con los hombros caídos, con la cabeza baja y arrastrando los pies. La tristeza le hundía los ojos y su aspecto era de absoluta desesperación. ¡Ay Padre! Es una mujer desquiciada que piensa que está muerta. Yo pensaba que había perdido la cordura, peo ahora sé que hay algo mucho más terrible, algo maléfico en la enfermedad de mi señora.

El señor, desesperado, partió hace unos dias a Paris en busca de un famoso doctor al que conoció durante su viaje de bodas. Es su única esperanza, la última opción que le queda antes de decidir el ingreso de su esposa en un Manicomio.

Así, padre, nos hemos quedado solas al cuidado de la señora Eulalia y ha sido  entonces, en ausencia del señor, cuando en su alcoba, una habitación encantadora, confortable y bien ventilada  empezó a dejarse sentir un olor penetrante  como a agua de coco. Me di cuenta de que estaban comenzando a suceder cosas extrañas en la casa. Noté que faltaban objetos personales del tocador de la señota. Luego fueron los cuencos y porcelanas de la vajilla que desaparecieron de mi cocina. Y para rematar, el gallo. ¡El gallo más hermoso del corral! Y esa mujer, Padre, deslizándose  por la casa como una sombra. ¡Dios sabe que cosas debían estar pasando por su cabeza!

Decidí vigilarla. Su comportamiento era sospechoso al igual que las visitas frecuentes al invernadero que hay en la otra punta del jardín y que, desde que la señora cayó enferma y abandonó el cuidado de sus flores, ha quedado abandonado y solo se utiliza para guardar trastos y herramientas.

Y en el invernadeo es donde descubrí algo demoniaco. Un altar digno del mismísimo Lucifer. En el centro, padre, había un vaso con lo que parecía agua y un crucifijo dentro. A un lado una especie de hatillo de ramas leñosas cortadas de algún arbusto del jardín y al otro plantas frescas y olorosas como manzanilla o menta. Allí estaban las  soperas y otras piezas sustraídas de la cocina, que ese demonio había llenado con piedras de la playa. Había también un hacha de cortar leña, una muñeca y todas las pertenencias de mi señora esparcidas al rededor de una imagen, Padre.Una imagen de Santa Bárbara,¡Dios me libre!, portando una espada afilada y cubierta con un vestido tan rojo como la sangre que derramó cuando le cortaron de un tajo su cristiana cabeza y velas, Padre, velas por todas partes y cuencos de frutas. Me persigné e imploré la protección de todos los santos porque sentí la presencia del demonio rondándome y me dije que no iba a consentir lo que estaba pasando. Ya le he dicho, Padre, que no soy mujer miedosa y no me dejo amedrentar fácilmente. Me propuse averiguar que estaba ocurriendo y cuáles eran los verdaderos propósitos de esa desalmada. De ese demonio encarnado en un cuerpo de mujer.

Así que permanecí despierta, apostada detrás de la puerta de mi cuarto hasta que sentí como el reloj del vestíbulo daba las doce de la noche. Entonces oí un chasquido sordo y el chirrido de una puerta al cerrarse y al asomarme la vi bajando la escalera alumbrándose con un candil de aceite. Iba descalza y completamente vestida de blanco, que parecía un fantasma o un espectro del otro mundo. Bajé con cautela la escalera y la  seguí a través del jardín, intentando que el ruido de mis pisadas no me delatara, hasta el invernadero. A través de una ventana la vi arrodillarse con los brazos abiertos frente a aquel altar construido al mismísimo diablo. Empezó a canturrear algo, una especie de oración. La suciedad del cristal apenas me permitía distinguir lo que estaba sucediendo en aquella penumbra a la luz de las velas. La vi agarrar el gallo…¡ Ay, Don Norberto, ese gallo, el más hermoso de mi corral! Le rebanó la cabeza de un tajo, vertió luego su sangre en algunos cuencos y también la esparció por el suelo junto con la cabeza y las plumas del  pobre animal. Las velas comenzaron a chisporrotear y  una de mis soperas estalló y saltó por los aires hecha añicos. Cerré los ojos. No podía soportar tanta crueldad.

Cuando los volví a abrir, contemplé  una escena más impresionante aún que las sugeridas por Dante en su visión del mundo subterráneo. Las cosas que sucedieron no se pueden calificar de otra cosa que de  maléficas. Algo pasó junto a mí casi rozándome. Se me puso la piel de gallina y me temblaron de espanto las piernas y los brazos. Algo que no me atrevo a llamar invisible, algo que cortó el aire y atravesó la pared del invernadero y se introdujo  en  el cuerpo de aquella mujer. Algo monstruoso, créame, el mismísimo diablo con las alas  desplegadas y los ojos rojos incandescentes. Las velas comenzaron a humear. Un humo denso y negro lo transformó todo en niebla y yo salí de allí despavorida, incapaz de soportar por más tiempo semejante pesadilla. Al día siguiente, Padre, le aseguro que la piel de esa muchacha brillaba como si se hubiera impregnado de alguna substancia oleaginosa, como si se hubiera prendido con la fogosa substancia del fuego del infierno»

Cuando la señora Ofelia calló, el Padre Norberto se quedó pensativo. Una arruga de preocupación surcaba su frente mientras se  rascaba la barbilla con un dedo.

 — ¿Es usted consciente de la gravedad de lo que me ha contando? Tenemos que actuar inmediatamente, antes que esa sacerdotisa de Satanás consiga su objetivo. Hay que combatir al diablo con sus mismas armas. Ahora váyase a casa y no hable con nadie. Cuide de su señora y no pierda de vista a esa sacrílega. Voy a consultar este asunto con el Obispo de Figueres. Él sabrá lo que nos conviene hacer.

II

El Doctor Clotard, observó que la enferma tenía la nariz afilada de los muertos, la palidez amarillenta y verdosa de los muertos, incluso el pelo y las uñas parecían estar muertos. Bajo la atenta mirada de Estrella, hizo un reconocimiento exhaustivo de la señora Eulalia. Primero le tocó los tobillos y las rodillas con sus dedos expertos y rápidos, después las muñecas y los brazos, y presionó con un pequeño objeto punzante algunas partes del cuerpo sin obtener reacción alguna. Anotó algo en su libreta con gesto concentrado y continuó la exploración por la frente y los párpados, procediendo luego a examinar sus pupilas y a mirarle la garganta, el cuello y el pecho, en busca de alguna alteración cardiaca. Cuando terminó, guardó su fonendoscopio, sonrió a la mulata  y apuntó algo  más con letra rápida en la libreta. Luego salió de la habitación dejando a Estrella sentada junto al lecho, haciendo compañía a la enferma.

El suave sol de la tarde iluminaba el elegante salón de la casa. Era una hermosa mañana de Mayo y una leve brisa mecía las ramas de los magnolios y de las buganvillas que trepaban por la fachada y se dejaban ver a través de las ventanas abiertas.  El señor Rius miró con gravedad al Doctor mientras le invitaba a  tomar asiento en un hermoso butacón de caoba chippendale. Era este un hombre flemático, de mediana edad, cuyos ojos, de un color marrón oscuro, poseían una mirada tan noble como penetrante…. El Doctor escogió meticulosamente un cigarro de la caja de plata que le ofreció Ramón Rius, y luego calibro la consistencia del mismo con los dedos cuidados de manicura. —Un tabaco excelente—exclamó mientras lo olía con delectación.

La señora Ofelia entró cabizbaja portando una bandeja de plata que contenía dos copas de cristal y una botella de excelente brandy. Temblaba ligeramente y estuvo a punto de volcarla al  depositarla en una mesilla de centro.

— ¡Discúlpela!—. Dijo el señor Rius cuando el ama de llaves hubo abandonado el salón—Últimamente  está muy nerviosa, todos lo estamos en estas circunstancias. Desde mi regreso no hace más que persignarse y pasar las cuentas de un rosario que oculta en uno de sus bolsillos.

El doctor Clotard asintió con la cabeza y encendió el  cigarro.

C’est normal, mon chere ami—, dijo y expulsó el humo en forma de volutas— Debe usted contratar una enfermera. Esa encantadora y dulce mademoiselle no está capacitada para lidiar con la enfermedad de su esposa. Debe buscar una mujer de carácter discreto y probada profesionalidad. Es preciso que haga compañía a Madame en todo momento. He observado estos síntomas antes. Traté a una mujer que negaba la existencia de Dios, la del diablo y la suya propia. Desde entonces, algo he avanzado en la investigación de esta rara enfermedad y puedo asegurarle que, si no conseguimos curarla, por lo menos lograremos que mejore notablemente aunque, no quiero engañarle, ça ne sera pas facil. Tenemos un largo camino por delante. La chose importante maintenant, es intentar controlar los brotes. Para ello voy a recetar la administración subcutánea de un compuesto de morfina y escopolamina,  que alternado con el bromuro de potasio  nos ayudará a controlar la excitación y la agitación.Espero con esto obtener una mejoría. Espero poder despejar su mente para que pueda volver a pensar con claridad, conseguir una estabilidad que le permita vivir una vida casi normal.

La señora Ofelia apareció en el salón y anunció  la visita del Padre Norberto. Allí, parada en la puerta, el señor Rius percibió cierto nerviosismo en ella— ¿Ha ocurrido algo Doña Ofelia? Por favor, hágalo pasar.

El cura irrumpió en la habitación acompañado de un hombrecillo enjuto y seco como un palo cuyo rostro exhibía una palidez que parecía de otro mundo.

—Con su permiso, señor Rius y compañía. Le ruego disculpe esta intromisión. Me he permitido venir acompañado del Padre Benedicto, del Obispado de Figueres, porque es urgente y necesario poner orden en esta casa.

—Tranquilícese, Padre y cuénteme que es lo que ocurre. Le ruego que hable con claridad. El Doctor Clotard aquí presente es el médico de la familia y persona de absoluta confianza. Me temo que desconozco a que se refiere.

—Es usted demasiado bueno, señor, demasiado confiado y eso ha propiciado que el mal encuentre terreno fértil en esta casa. Esa muchacha que ha traído de allende los mares, a la que ha ofrecido hospitalidad y confianza, ha cruzado todas las líneas imaginables.  La naturaleza humana, señor Rius, nadie sabe de qué es capaz con tal de  conseguir sus objetivos, pero gracias a Dios, esa mujer a quedado al descubierto. Conocemos de sus sentimientos, de la obsesión enfermiza, de la pasión que la arrastra hacía usted. Esa muchacha, señor Rius ha invocado al maligno en un rito satánico y vendido su alma al diablo para acabar con su esposa y así conseguir sus oscuros deseos. La señora Ofelia, su fiel ama de llaves, ha sido testigo directo de todo lo que le estoy contando. Acudió a mi aterrada, temblando al recordar las imágenes espeluznantes que han visto sus ojos. Agradézcale a ella que hoy estemos aquí. Vamos a poner fin a esta monstruosidad. Vamos a desenmascarar a esa infeliz y a expulsar el mal de esta casa con la ayuda de nuestro señor.

—¡Por favor, Padre, déjese de tanta palabrería! Le ruego que tomen asiento y desembuche. Me está usted asustando.

Mientras el Padre Norberto iba desgranando su historia, el señor Rius comenzó a negar con la cabeza sin dejar de mirar al ama de llaves que estaba pálida como la cera. Observó que en sus  ojos había un gran temor, un velo de autentico pánico.

—Me temo, Padre que la señora Ofelia ha sido víctima de su imaginación y se ha dejado  llevar por supercherías  de las cuales ha hecho a usted participe. Estoy al corriente de todo lo acontecido en esta casa durante mi ausencia y le aseguro que la mano del diablo no tiene nada que ver en ello. Mi pupila, la señorita Estrella me lo ha contado personalmente. Ella, como todos los de esta casa, está terriblemente preocupada por la salud y la paz espiritual de mi esposa y no ha dudado en recurrir a los métodos usados por su gente allá en la isla, que no es otra cosa que la santería.  Todo lo que usted vio, doña Ofelia, fue un sacrificio a Chango. Un sacrificio con la única finalidad de recuperar el ritmo vital y anímico de  mi esposa a través de la sangre de un animal, pues se cree que la sangre es capaz de restaurarlo. Debería haber hablado conmigo antes de correr con sus chismes al Padre Norberto, pero aún así, puedo entender el equívoco y aunque no se me oculta la inquina que siente hacia mi inocente pupila, voy a pensar que se ha dejado llevar por la buena fe y  pensando únicamente en el bienestar de la Señora.

El ama de llaves, bajó la cabeza avergonzada, colorada como un tomate.

 —Ya ve Padre, no hay nada endemoniado en todo esto—.. Dijo el señor Rius —.El doctor Clotard ha  examinado a conciencia a la Señora y cree saber a ciencia cierta cuál es el mal que la aqueja. Una enfermedad rara, cuya sintomatología, tan extraña y peculiar, puede dar lugar a a pensar que la mano del demonio esté rondando por ahí. Se me hiela la sangre al pensar lo que podría hacer su iglesia  con estos enfermos en la Edad Media . Mi esposa cree que está muerta, niega la vida y su propia existencia, tiene ideas delirantes de persecución y de daño pero le aseguro que su origen tiene una explicación científica, nada que ver con exorcismos, posesiones o ritos infernales.  

Perdone-moi, Pere, disculpe la intromisión. Soy yo el que conoce los síntomas y ha hecho el diagnóstico. También poseo un amplio conocimiento  en religiones y ritos ancestrales y puedo afirmar que lo que dice el señor Rius es la verdad. Según la religión afrocubana, cada persona nace con un flujo preestablecido de vida y desarrollo, flujo que puede ser interrumpido por  algún trauma o enfermedad, o por alguna circunstancia adversa. En esos casos se puede intervenir para que la persona pueda sanar y logre recuperar su propio equilibrio.

 —Vuelva a su parroquia Padre, vaya con Dios y quédese tranquilo. Estrella, al igual que la señora Ofelia  y todos los de esta casa no deseamos otra cosa que la pronta recuperación de la Señora. El amor que me profesa esa hermosa niña, es el amor puro de una hija a su padre. Rece por mi esposa. Es lo único que usted puede hacer. Ya ve, esa muchacha, solo ha recurrido a sus creencias para intentar ayudar a mi esposa.

III

Nueve meses después, el señor Rius fumaba uno de sus cigarros en el saloncito donde su esposa y Estrella  pasaban las tardes. Las ramas de manzano crepitaban en la chimenea que desprendía un calor grato y reconfortante. En ese momento, las dos mujeres merendaban un chocolate caliente con picatostes.

Recuperada, aunque aún pálida y con ojeras, comenzaban a borrarse, del rostro de la enferma, las huellas del tormento y la miseria espiritual a la que había estado sometida. Los cuidados recibidos, una dieta adecuada y la administración de los remedios recetados por el Doctor Clotard, le habían devuelto el brillo a sus cabellos y cierta lozanía a su piel y habían ayudado a restituir su anterior belleza,su porte elegante y encantador. Sin embargo, tendría que pasar mucho tiempo para que pudiera considerarse completamente curada. Aún se producían pequeñas recaída aunque cada vez más débiles y distantes en el tiempo.

El señor Rius dio una calada al tabaco y contempló el jardín complacido. Los árboles empezaban a exhibir sus primeros brotes, la naturaleza despertaba del letargo invernal y los días se  alargaban, cada vez más luminosos y cálidos. Expulsó el humo esperanzado, sintiendo que también  sus vidas se renovaban, que la felicidad  se arraigaba de nuevo en la casa.

El Doctor Clotard, tras un tratamiento prolongado y con ayuda de los nuevos avances en el terreno de la psiquiatría,  consiguió finalmente controlar la enfermedad y estabilizar a la paciente, logrando que pudiera disfrutar de una vida casi, casi normal.

El Doctor Clotard dedico todos sus conocimientos a investigar sobre esta extraña y rara patología. La exhaustiva  documentación aportada sobre los diversos caos tratados  le llevaron a describirla con el nombre de «Déliré des Negations«. En nuestros días, sin embargo se la conoce como el  «Sindrome de Clotard».

Pero esa, queridos lectores, es ya otra historia.

Destacado

Oda a la inmortalidad

— Margaret…— Gritó Edward desde el piso de arriba.

—Cariño, tengo que colgar—dijo Margaret en un susurro—Cuídate mucho, mi amor. Sabes que mamá te quiere.

 Apuró el café,  que se le había quedado frio en la taza y subió, con paso cansino, las escaleras.

Edward estaba terminando de vestirse. Margaret observó la torpeza con que intentaba hacerse el nudo de la corbata.

 — ¡Anda, deja que te ayude! 

— ¿Con quién hablabas?— le preguntó Edward.

—Con Amy… —dijo, la vista fija en el nudo y en sus manos, que empezaron a temblar ligeramente.

—No quiero que hables con ella. Dile que no vuelva a llamar— Margaret observó como la nuez prominente de Edward subía y bajaba. — ¿No te habrá pedido dinero?

—Pero, qué dices, Edward. Amy solo quería hablar. Para ella no es fácil está situación.

—Pues es la que se ha buscado. Nadie dijo que la vida lo fuera.

—Amy es nuestra hija, debería preocuparte lo que le ocurre.

— Amy ya no es mi hija, Margaret. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo¡ Dejó de serlo el día que salió por esa puerta — apartó a Margaret con un movimiento brusco y se puso la chaqueta de pana marrón—Amy ha sido para mí una  gran decepción, una  detrás de otra y para rematar sale con esa porquería, esa perversión. ¿Qué esperas que haga, que me ponga a dar saltos de contento?

— Espero que intentes comprenderla. Que te pongas en su lugar—dijo Margaret—. El mundo ha cambiado. Cosas que hace veinte años  nos parecían escandalosas hoy son normales. Por favor Edward no te cierres en banda. ¡ Hazlo por mí!

— ¿Qué quieres que haga, qué quieres que comprenda?  Soy demasiado mayor para cambiar. Me gustaba cómo eran las cosas antes, cuando todo estaba en su sitio… Lo que hace tu hija es anti natura y por favor, no quiero hablar más de esto. Conseguirás que te deteste.

—Ese es el problema— A Margaret le falló la voz pero logró sobreponerse y acabar lo que tenía que decir. — A quien en realidad detestas es a ti mismo y eso hace que detestes a todo el mundo.

Edward salió dando un portazo y la dejó sola. Margaret se quedó allí, indignada frente a la puerta abierta del armario. El espejo de cuerpo entero le devolvió la imagen de una mujer mayor, arrugada y curtida por la vida del campo. El pelo empezaba a volverse canoso; la espalda se encorvaba bajo la bata de franela de cuadros y sus piernas desnudas estaban sombreadas de venas azuladas.

Cuando escuchó el coche alejarse por el camino de tierra, Margaret entró en la habitación de su hija y la recorrió con nostalgia. Al principio, cuando se marchó, solía subir y se sentarse en la cama y exhalaba el  aroma que impregnaba las ropas y las cosas que Amy había dejado atrás. Un aroma que se iba atenuando poco a poco hasta que acabaría extinguiéndose por completo.

En el salón, reparó en que la foto de Amy estaba tumbada boca abajo en la repisa, junto a la de David.  La colocó bien y paseó la mirada por los muebles viejos y anticuados, por  el tapizado desvaído y sucio del sofá. Fuera, la ropa tendida se secaba al sol. Las moscas revoloteaban en el aire que transportaba un ligero olor a estiércol  y a tierra mojada. Se calzó las botas de goma, se puso una chaquetilla,  cogió el cubo y  se dirigió al establo  donde Nelly la recibió con un mugido alegre. Margaret acercó un taburete de madera  al trasero de  la vaca y se frotó las manos para calentarlas antes de comenzar a ordeñar.

Últimamente, sus pensamientos volvían, una y otra vez, al tiempo que pasó en Dublín. La época dorada de su juventud.  El Padre O’Neill  le había conseguido trabajo en una residencia de ancianos  y una habitación compartida, con baño en el pasillo,  en una pensión para muchachas católicas. Margaret quería ganar el dinero para completar su ajuar antes de casarse con Edward.

Durante algún tiempo su compañera de cuarto había sido una chica escocesa llamada Adele.  Era tan nítida la imagen que conservaba de ella en su cabeza… Le parecía  ver sus ojos miopes de un color azul claro,  ojos francos e inteligentes, que miraban con intensidad a través de unas gafas de montura metálica; los dientes, blanquísimos, se los lavaba tres veces al día; el pelo espeso y ondulado de un hermoso tono rojizo. Intentó imaginar cómo sería ahora su vida  en Inverness, desde donde le había llegado su última carta, hacia ya muchos años. Se preguntó cómo sería su casa, si se  habría casado, si tendría hijos…

 Adele había sido su amiga, una amiga verdadera. Había mostrado un interés real por ella;  la había escuchado y proporcionado el apoyo y la protección que necesitaba en aquellos momentos. Era una muchacha divertida y alegre, aunque también algo reservada. A veces le parecía entrever una veladura de tristeza en sus ojos. Intuía  que había vivido mucho para su edad, que  sabía muy bien lo que era la vida. Los chicos, se dio cuenta enseguida,  suspiraban por Adela pero ella no parecía demostrar demasiado interés por los chicos.

Algunas noches se descubría mirándola  mientras se desvestía para acostarse. Examinaba, con una curiosidad casi clínica, cada parte  de su cuerpo a medida que las iba descubriendo: los dedos de los pies; los pies, blancos y delicados; los tobillos finos; los muslos y el estómago plano; la cintura estrecha que imaginaba podía abarcarla  con las dos manos; los pechos generosos coronados por unas aureolas rosa pálido. Adele era desinhibida. Tenía un cuerpo estilizado y hermoso, muy diferente  al de Margaret, de color cetrino, más curtido y voluminoso, un cuerpo que  encontraba vulgar y del que se avergonzaba.

Un día, Adele la había encontrado peleando con el lápiz y el papel, en un  intento de escribir una carta a Edward. Apenas sabía escribir y contaba lo justo. Su padre siempre había considerado la escuela como un desperdicio. Era mejor que trabajara y aprendiera a llevar una casa.

Adele se ofreció a ayudarla y a  partir de ese día, se encargó de escribirle. Al principio Margaret  se había sentido  turbada. Celosa como  era de su intimidad,  recordaba el pudor con el que le dictaba las primeras cartas, y la vergüenza que sintió cuando le enseñó la foto de Edward.

Un día estaban sentadas muy juntas, sus rostros serios y concentrados sobre el papel de escribir. Los cabellos rojos, colgaban en mechones ondulados sobre la frente de Adele. Una especie de vínculo las unía en aquella proximidad. Margaret podía oler el champú herbal de Adele, la calidez que desprendía  su cuerpo junto al suyo. Entonces, Adele había levantado la cabeza y la había mirado con una expresión que no había visto nunca en sus ojos. Antes de que Margaret pudiera decir nada, Adele había acercado su boca a la suya y la había besado. Ella no se movió. Sintió la lengua de Adele intentando abrirse camino en su boca y entonces extendió el brazo y la rechazó.

—No creo que…—Acertó a balbucear

— ¡Oh, perdóname Margaret! — El rostro de Adele se cubrió de rubor. No sabes cuánto lo siento. —Dijo,  avergonzada. —Esto no debería haber ocurrido nunca.

Aquella noche, Margaret había permanecido acostada escuchando la respiración de Adele y la suya propia en la oscuridad. Estaba desconcertada. Aún le parecía sentir el calor de los labios de Adele en los suyos y la tensión acumulada durante el día concentrada en el bajo vientre, Su mano se deslizó entre sus piernas y durante un instante, la aprisionó allí como si quisiera detenerla y luego empezó a moverla, y se acarició pensando en Adele y todo fue muy fácil, y terminó muy rápido.

Una tarde de domingo, habían ido al cine a ver « Esplendor en la hierba». Margaret se había sentido especial comiendo palomitas y viviendo aquella historia de amor imposible como si fuera la suya propia. A veces, con los ojos húmedos, miraba de soslayo  a Adele y veía, reflejadas en su  rostro, las coloridas sombras de la pantalla. Adele que había notado su emoción, le había  cogido la mano y apretado con fuerza y así habían permanecido durante todo la proyección.

Nathalie Wood, estaba tan hermosa, tan elegante con aquel vestido blanco en la escena final. Parecía una novia  y Warren Beatty…  le dolió verlo convertido un sucio granjero lleno de grasa. Pero lo que realmente la dejó sin aliento, lo que la noqueó, fue la imagen de la esposa italiana asomada a la puerta con el vientre hinchado, una mujer vulgar con la que se identificó. Fue algo muy vivido,  un reflejo real  de la vida que le esperaba junto a Edward.

La noche era húmeda cuando salieron del cine. Margaret  se llenó los pulmones de aire y agarro a su amiga del brazo.

— ¿Sabes? Dijo Adele  mientras echaban a andar por la acera casi desierta— Esta era la película favorita de mi madre. Cuando era pequeña me llevo a verla. Recuerdo sentirla sollozar durante toda la proyección. Cuando se encendieron las luces, tenía los ojos irritados y vacuos. «No pasa nada —intentó tranquilizarme—. Soy una tonta, cariño, una tonta y una sentimental». Yo era demasiado pequeña para comprender, para  entender que aquellas lágrimas que disfrazaba de sensiblería eran lágrimas de dolor, de  un dolor que en aquellos momentos era mucho más fuerte que su esperanza. Sabes, mi padre nos abordonó siendo yo una niña. Apenas le recuerdo. Mi madre se negaba a hablarme de él,  me crio sola. No tuvimos una vida fácil…

Entonces había comenzado a recitar, con una voz cargada de emoción, los hermosos versos de la «Oda a la inmortalidad» de William Wordsworth,  los mismos  que Nathalie Wood recitaba para la clase, en un momento particularmente dramático y emotivo de la película.

«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo. (…)

.«El poeta habla del paraíso perdido— dijo mirándola con los ojos brillantes—de la nostalgia del pasado, de lo que pudo ser y no fue. Habla de aceptar que la vida es tomar las cosas como vienen, atesorar la felicidad y los momentos de dicha vividos, porque eso nunca nos podrá ser arrebatado.»

Qué fuerza,  què belleza encerraban aquellos versos, pensó Margaret. Una fuerza, una  belleza que sintió condenadas a desaparecer. Experimentó hacía Adele una especie de gratitud  infinita; el impulso de abrazarla,  de suplicarle  que la salvara. Porque sentía que Adele tenía el poder de transformarla y que sin ella, estaba condenada, como lo estaba aquella mujer de la película  a una vida  gris y descorazonadora.

Pero entonces había caído una gota y otra y luego otra y, en cuestión de segundos, el cielo se había nublado, y la lluvia  llegó con tanta fuerza que corrieron a  resguardarse bajo una marquesina y el momento pasó. Margaret recordaba el agua gotear, como lágrimas, por los cristales de las gafas de Adele  y en aquella confusión se había preguntado qué tipo de sentimiento era aquel, que nombre tenía lo que estaba sintiendo y a su cabeza había acudido la palabra «amor». Y eso la había desconcertado

El sonido de la leche, al salpicar en la paja, le trajo de nuevo a la realidad.

El cubo humeaba cuando salió al patio. El cielo se había cubierto de nubes y un vientecillo frio hacía ondear la ropa de las cuerdas.

Margaret  volvió al pueblo convencida de que aquel era su sitio. Al fin y al cabo solo era una   sencilla chica de campo. Se casó con Edward porque era lo que tenía que hacer, lo que se esperaba de ella. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudiera decir que no. El si ya estaba ahí, esperándola a su regreso.

Le había costado adaptarse a la vida solitaria de la granja, apartada del pueblo, aunque cercana a una de las pocas carreteras que conducían a él. Allí,  Edward se había ido revelando como una persona socialmente hostil, siempre nervioso y propenso al enfado. Si las cosas no se hacían a su manera, si se le llevaba la contraria, enseguida se sentía ofendido. Con tal de evitar problemas, Margaret había acabado plegándose  a sus deseos y convertida en una mujer  obediente y solicita.

No eran un matrimonio feliz. Margaret, que  nunca había demostrado demasiado interés en el sexo, era lo suficientemente intuitiva  para adivinar que el juego amoroso debía consistir en algo más que los movimientos torpes e invasivos de Edward. Sus besos eran rudos y ásperos, cuan diferentes a los delicados labios de Adele. Si alguien le hubiera preguntado qué era un orgasmo, se habría puesto colorada y no habría sabido que contestar. Recordaba el cosquilleo, el placer que experimentó aquella noche que se había tocado con Adele durmiendo en la cama de al lado. Suponía que eso era lo más parecido a un orgasmo, porque con Edward nunca había sentido nada.

En aquel ambiente, solitario y a veces hostil,  habían nacido sus hijos, primero David y dos años más tarde Amy. Durante su infancia no habían conocido más distancia que la que se podía andar a pie. Sabía que para Amy no había sido sencillo todo aquello. Era una chica introvertida, siempre deambulando por ahí manteniendo, al igual que su padre,  las distancias con la gente. Siempre con una navaja en el bolsillo, un cuaderno de dibujo y sus ceras de colores. 

Al terminar la primaria David y Amy  empezaron  el instituto en Ballon.Les habían comprado unas bicicletas para cubrir los 8 km. que debían recorrer cada día. Amy adoró su bicicleta, iba a todas partes con ella, hiciera el tiempo que hiciera. David sin embargo, abandono rápidamente  la rutina de las clases y dejó los estudios, cosa que  no preocupó a Edward en absoluto. Encontró empleo en un taller de reparación de automóviles y se casó con la hija del propietario y ahora era dueño de su propio negocio. Amy en cambio se aferró al instituto como a una llama ardiendo. De repente se la veía feliz. Su aspecto cambió. Empezó a vestir con vaqueros y zapatillas  y un día los sorprendió a todos saliendo del baño con el pelo corto y su hermosa melena, convertida en una coleta de pelo muerto. Edward había montado en cólera. Dijo que parecía un marimacho; que el pelo de una mujer era su gloria y que le prohibía terminantemente  que volviera a cortárselo.

Quizás ese fue el comienzo de todo. Amy, que  se había criado a la sombra de una historia complicada, ahora se sentía parte de algo. Participaba activamente en las funciones de teatro y en la construcción de los decorados para las obras. Y allí encontró su lugar. Cuando acabo el instituto tenía claro que sería escenógrafa.

Ahora se había ido. Vivía en la ciudad con una mujer. Y Edward la culpaba  de todo, Incluso cuestionaba el hecho de que le hubiera dado el pecho durante demasiado tiempo en la infancia. Como si eso tuviera algo que ver con la inclinación sexual de Amy. Margaret se había pasado la vida  cubriendo las necesidades de su marido, pensando que de esa manera beneficiaba y protegía a sus hijos, sobre todo a Amy, pero ahora se daba cuenta de su error. Sentía que le había fallado a Amy, que no había estado a su lado lo suficiente y eso era algo que aún  le escocía y que había hecho  que se sintiera mal  consigo misma, aunque eso no importaba. Sentirse mal se había convertido en su estado natural.

Todo aquello, sin embargo,  había provocado en Margaret una especie de catarsis. Después del terremoto se había sentido fortalecida y extrañamente emocionada. Era  como si un aire purificador, antiséptico, lo hubiera arrasado todo. Ya no le importaba lo que pudiera pensar Edward ni la gente del pueblo con su mentalidad antigua. Allá ellos con sus rancios prejuicios, Ella había visto otro mundo, había vislumbrado otras vidas y se sentía feliz por Amy, feliz de que eso hubiera dejado de bloquearla, feliz  de que pudiera vivirlo con naturalidad, porque durante muchos años había estado muy sola, muy perdida. Margaret había visto en sus ojos un dolor, que allí no tenía salida, ningún resquicio por donde poder escapar y ahora, Amy era feliz. Sus ojos brillaban y su voz sonaba con una fuerza y determinación que antes no tenía.

Cuando Edward volvió del  pueblo, Margaret notó el alcohol en su aliento. Como cada tarde después de comer, se sentaron junto a la chimenea, donde empezaban a amontonarse las cenizas, a ver las noticias de la BBC. Habían comido en silencio, un silencio incomodo que Edward había roto, durante solo un momento, para espetarle a la cara: « Acuérdate de lo que te digo. Amy  fracasará, destrozará su vida, acabará cayéndose a pedazos y tú te quedarás con cara de boba». Ella no contestó, le miró y pensó que era patético, que ambos eran patéticos, dos personas deprimentes.

Margaret sacó la labor y empezó a coser un agujero en los gruesos calcetines de lana de Edward,mientras este dormitaba en el sofá. Eran los calctines que le había regalado Emma, la esposa de David en su último cumpleaños. Notó que Edward olía a sudor y que tenía una mancha reciente en la camisa y pensó en la cara de Emma si lo viera con ese aspecto descuidado y sucio.

Estaba en la parte trasera de la casa peleando con las sabanas y el viento. Recogía la ropa de las cuerdas cuando escucho el ruido del motor de un coche. Margaret entró en la cocina y se acercó a la ventana. Edward y David hablaban en el porche.  «Cada día se parecen más» pensó Margaret. David era una versión joven de su padre. Entre ellos siempre había existido una conexión especial, un círculo de entendimiento del que ella y Amy habían sido excluidas. Últimamente, Edward  representaba ante su hijo el papel de sufrida víctima y había conseguido ponerlo de su parte. Se apartó de la ventana. Imaginaba de qué podían estar hablando y estaba segura que si salía al exterior, ambos callarían y la mirarían como si fuera una intrusa. Pero eso que ya no le importaba.

Por la noche, cada uno se acostó en su lado de la cama. El colchón se venció  hacia el  de Edward cuando esta apagó la luz y le dio la espalda. Permanecieron quietos haciendo creer al otro que dormían mientras, en el exterior, el viento silbaba y agitaba las hojas de los árboles. Estaban tan juntos y a la vez tan lejos el uno del otro…

—No le cortes las alas a tu hija. Déjala vivir, déjala que se equivoque y que aprenda de sus errores.— Dijo Margaret con la mirada perdida en la oscuridad. — Eso es lo que la hará crecer y enriquecerse. No hagas que cargue con tu frustración y con tus prejuicios. Voy a ayudarle, Edward, quiero que lo sepas. Voy a hacer por mi hija todo lo que esté en mis manos. No importa lo que pueda ocurrir, voy a estar siempre ahí, para todo. Y cuando digo todo, es «todo».

Suspiró y cerró los ojos. «Adele…» musitó, embargada por una dulce melancolía. «Lo que pudo ser y no fue… La resignación en la renuncia. Aceptar que la vida es tomar las cosas como vienen, atesorar dentro de nosotros la felicidad y la dicha vivida…»  Como si fuera una plegaria, empezó a recitar mentalmente aquel poema. Ahora, por fin ahora, lo alcanzaba a comprender.

«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.»



Destacado

El polvo y la ceniza

                            “El me derribó en el lodo, Y soy semejante al polvo y la ceniza”.(Job.30:19)

Cuando era pequeño creía literalmente que Dios era tan poderoso, que podía sostener la tierra en la palma de su mano y que la oscuridad de la noche, llegaba cuando se cansaba y se guardaba el mundo en el bolsillo del pantalón.

Mi madre solía contar que, cuando me llevaba en su vientre, una voz le había dicho que yo tendría vocación, que sería sacerdote. Desde que tengo uso de razón me recuerdo leyendo la biblia  y aprendiendo de memoria los versículos que luego mamá me hacía recitar, como si fueran canciones,  delante del Padre M., su consejero espiritual y rector del seminario donde ingresaría al cumplir los doce años y del grupo de beatas que la visitaban todos los jueves por la tarde. «Este niño es un santo»,  decían ellas mientras el Padre M. me revolvía el flequillo con aprobación. Y mi madre siempre respondía lo mismo: Natán será mí ofrenda a Dios.

A mi madre solo le faltó envolverme para regalo el día que me puso bajo la tutela del Padre M. e ingresé en el seminario menor. Dijo que el Padre M. velaría por mi fe y mi vocación y la verdad es que no me importó dejar mi casa. Tan solo lo sentí por mi hermano Benjamín que se quedó solo, sin el referente que era yo en su vida.

No recuerdo como empezó todo, cuando los paseos entre árboles y piedra venerable, los momentos de recogimiento y lectura de la biblia, las  charlas fraternas derivaron en tocamientos y sexo oral. Un día la mano del Padre M., la misma con la que me acariciaba el pelo y me daba palmaditas en la espalda; la misma con la que, en el sacramento de la comunión, me ofrecía el cuerpo de Cristo, se había posado sobre mi muslo y había ido avanzado, de forma casi natural, hasta mis genitales. Cuando eso ocurrió  fue como si de repente todo se quedara congelado. Contuve la respiración y no me atreví ni a mirar. Recuerdo que el estomago se me contrajo y se me secaron los labios pero no dije nada, no opuse resistencia y, mientras su mano se movía,  empecé a sentir  un cálido cosquilleo dentro del cuerpo y noté que «eso» se despertaba. Dejé que el Padre M. me  lo hiciera  con la mano y luego con la boca, y más tarde, yo hice lo mismo cuando él me lo pidió. Y lo hice porque sabía que no podía negarme, porque le quería y  confiaba en él y lo único que deseaba era su amor y su complacencia y también, debo reconocerlo, porque me gustó. 

Ese día empezó mi aprendizaje, la formación de mi carácter para llegar a ser un buen sacerdote. El Padre M. se convirtió en mi pastor y yo en su perro fiel. Decía que lo que hacíamos no era sexo, que era solo una expresión del amor incondicional que nos ataba el uno al otro; una especie de comunión que enriquecía nuestro conocimiento mutuo y nuestra intimidad. «Al amor le sucede lo que al fuego, cuanto más se comparte más se tiene.» Y nuestro amor, se fue convirtiendo con el tiempo en un fuego que quemaba. Un  día hizo que me diera la vuelta y le mostrase mis nalgas desnudas. Las flageló con un látigo corto, de cuerda trenzada, hasta que me ardieron y luego se  puso detrás de mí y empezó a presionar. Aquello me dolía y quise que parara, pero no me hizo caso y siguió empujando y las lágrimas se me saltaron y grité de dolor cuando con una acometida violenta, venció la resistencia de mi esfínter y me penetró. Ese día avanzamos a un nivel superior. Ese día me colocó un cilicio; lo ató alrededor de mi muslo y apretó hasta que los pinchos me mordieron y mi carne comenzó a llorar sangre. «El dolor limpia y purifica. Es el camino para alcanzar un estado de éxtasis, de comunión con Dios. Este dolor voluntario te une a Jesucristo y al sufrimiento que él aceptó para redimirnos del pecado».

Durante los años siguientes, fueron dos las cosas que tuve claras sobre mí mismo: Que yo le pertenecía al Padre M. y que el Padre M. me pertenecía a mí.

Y de repente, un día, el Padre M.  empezó a comportarse de forma extraña, a mostrarse frio y distante conmigo y nuestros encuentros comenzaron a espaciarse de forma repentina. Yo no hacía más que  preguntarme el porqué de esa actitud, qué había hecho yo mal, en que le podía haber fallado, hasta que le descubrí mirando a un chico nuevo y vi como el fuego ardía en su mirada y supe que deseaba a aquel niño. Supe que había encontrado un nuevo cachorro.

Pasé horas apostado en un hueco de la escalera vigilando  la puerta de las habitaciones privadas  del Padre M. hasta, que por fin, les vi salir. La actitud reservada y taciturna del chico y las miradas que intercambiaron en  el pasillo confirmaron todas mis sospechas. Comprendí  que el Padre M me estaba traicionado; que estaba ensuciando todo lo hermoso que existía entre nosotros y eso no estaba bien. Y me sentí mal, terriblemente mal y celoso como una jovencita despechada. Recuerdo que mi cabeza empezó a bullir y me embargó tal sensación de vértigo que  tuve que agarrarme al pasamano de la escalera para no caer mientras  las paredes empezaban a girar a mí alrededor como un tiovivo. Cuando  finalmente conseguí calmarme, corrí al lavabo y me mojé la cara con agua fría y entonces, la puerta de uno de los  excusados se abrió y el nuevo cachorro del padre M. salió  y vi que estaba temblando y que había llorado.

El Padre M. me había rechazado, me había abandonado y elegido a otro. « No voy a lamerme las heridas, me dije. Puedo atacar,  puedo morder…».

Aquella misma noche, me levanté sin hacer ruido y fui  a la habitación común donde dormía mi rival. Eran los celos y el deseo de venganza los que me llevaban hasta allí, pero cuando me acerqué  y aparté las sábanas y me incliné sobre él; cuando me miró con aquellos ojos anegados en sueño, me pareció que era a mi hermano Benjamín a quién veía y tuve un fogonazo de cuando estábamos juntos, de todo lo que nos había unido. Vi en sus ojos el miedo y la debilidad de Benjamín de pequeño, y tuve la misma sensación física de cuando yo había sido su protector, su guardián.

Sentí pena, pena y compasión por aquel niño, porque solo era eso, un pobre niño indefenso; una víctima  inocente del padre M. ¿Y si él era una víctima?  recuerdo que me pregunté, entonces… ¿En qué me convertía eso a mí? ¿Qué era yo en todo eso?

Y resonaron en mi cabeza los versículos de  Corintios 6:9: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones”. Y también Romanos 1:26-27: “Los hombres, por su parte, en vez de tener relaciones sexuales normales con la mujer, ardieron en pasiones unos con otros. Los hombres hicieron cosas vergonzosas con otros hombres y como consecuencia de ese pecado sufrieron dentro de sí el castigo que merecían”.

Mis nervios se tensaron como cuerdas y un escalofrió de pánico me recorrió; era como si los demonios vinieran a buscarme.

Corrí por los pasillos desiertos hasta la capilla, y allí, a la tenue luz de las velas, me arrodillé frente al altar e imploré al Cristo crucificado. Estaba perdiendo pie y no quería caer. Pensaba que si conseguía formular la oración adecuada, lograría encontrar la manera de controlar el caos, porque todo estaba perdiendo su sentido y sentía que mi  vida se desmoronaba. Recuerdo que aspiré el  aire saturado de la capilla. Un olor de incienso y cera quemada, el olor algo corrompido de las flores mustias. Cerré los ojos y recé con toda mi alma esperando una señal, una prueba,  algo que me salvara. Pero no ocurrió nada. Cuando los abrí  seguía todo igual y estaba solo, solo como nunca me había sentido y de repente, como si se me cayera una venda de los ojo, tuve la certeza de que la imagen del Cristo sangrante clavado en la cruz,  no era más que  un trozo de madera tallada, una ilusión. No había nada divino, nada sagrado en aquella representación, más bien burda, del martirio del hijo de Dios. Si su sufrimiento y su muerte tenían que servir para librarnos de nuestros pecados  entonces había sido en vano, una muerte inútil. Pensé en la  lucha eterna entre el bien el mal, entre el cielo y el infierno, y el cielo se me representó como una imagen abstracta, mientras que la forma del mal se tornaba real. Satán era real, lo sentía merodear a mí alrededor,  seduciendo, tentando, corrompiendo las almas de los inocentes.

La verdad se me reveló cruda, casi palpable: solo existía lo tangible, lo que se oye, lo que se ve, lo que se huele y se saborea. Un hombre era solo su cuerpo, un amasijo de carne, huesos y piel en perpetua lucha con su propia naturaleza,  con sus deseos y sus debilidades. Yo no sabía nada de eso, no sabía nada de la maldad real, de la maldad del  padre M. que se me había pegado como si fuera miel y me había convertido en cómplice de mi propio pervertimiento.

Reinaba el caos Me sentía engañado y lleno de ira cuando al día siguiente irrumpí en el despacho del padre M y le vomité todo lo que estaba sintiendo a la cara. Me daba igual lo que pudiera pasar, sentía que tenía que salvar a aquel chico, que quizás salvándole a él me salvaría yo. No podía permitir que el padre M. hiciera con él lo que había hecho conmigo. «Si no le deja en paz, le dije, todo el mundo se va a enterar de lo que está pasando».

El padre M. me miró. Su rostro se  tornó pétreo, inexpresivo, como si lo hubieran  esculpido a cincel. Sus ojos sin embargo, eran de una frialdad que quemaba  y no pude aguantar su mirada. Pero lo que más me fue atemorizo fue el tono tranquilo de su voz, la falta de emoción, el desafecto  con que me dijo:

« ¡Oh, Natán, Natán! ¿Acaso  crees que un corderito puede convertirse en lobo? ¡No se te ocurra amenazarme! Podría aplastarte aquí, ahora mismo, como a una cucaracha. Ten mucho cuidado conmigo, Natán. En la iglesia, el hilo se corta por el lado más fino…»

Salí dando un portazo, el desprecio que sentía avivaba mi rabia y me juré que no volvería a mirarle a los ojos nunca más. No lloré, No me permití sentir pena ni compadecerme. Una idea tomó forma en mi cabeza. Me obligué confinar mis emociones en un lugar profundo para poder pensar con frialdad. No podía permitir que interfirieran en la tarea que me estaba encomendado porque sabía que eso me haría débil y vulnerable.

El padre M bajaba a la piscina todos los días a última hora, cuando el gimnasio estaba ya vacío. Le gustaba nadar pegado a la pared en la zona que hacía pie. La repetición y la costumbre no habían hecho que su estilo mejorara. Se deslizaba con brazadas torpes y pesadas y levantaba  la cabeza para coger aire mientras el agua a su alrededor se movía de tal manera que había momentos en los que rebosaba en el borde y salpicaba las baldosas del suelo. Mi cabeza era una caja de resonancia mientras le observaba sin que me viera. Las palabras que había pronunciado apenas hacía unas horas en su despacho rebotaban  contra las paredes de azulejos y me golpeaban una y otra vez como pelotas de frontón. Le oía resollar como un cerdo  mientras me acercaba con cuidado de no  hacer ruido y me preparaba para saltar por sorpresa sobre él. Confiaba en la ventaja que me suponía que el padre M fuera un pésimo nadador.

Cuando vi la oportunidad salté, le golpeé y empujé bajo el agua. Aproveché la sorpresa para arrastrarlo a la zona profunda. Me sentía fuerte y poderoso. Sentía que los papeles habían cambiado y que, ahora, todo el poder era mío.  Notaba su desconcierto, los movimientos torpes con los que intentaba zafarse pero le agarré con más fuerza y le golpeé con saña y empujé, empujé para que se quedara sin aire y así debilitarlo. El padre M empezó a sacudirse y a tragar agua, se revolvía contra mí intentando escapar pero conseguí colocar su cabeza entre mis rodillas y apretar mientras la aguantaba allí. Temblaba y noté sus espasmos y seguí aguantando hasta que fue perdiendo fuerza y la vida le fue abandonando. Solo cuando se quedó totalmente inmóvil, dejé que volviera flotando a la superficie. Fin y principio. Muerte y resurrección. Me vida adulta, me di cuenta, estaba empezando en ese preciso momento, esa noche.

Todo eso pasó hace ya tanto tiempo que a veces se confunde en mi memoria como si fuera una de esas viejas películas en blanco y negro.

                                                       ********************

En los últimos minutos un gol de R. decanta el partido a nuestro favor. Hemos ganado Algunos padres bajan a felicitar a los chicos y pienso en la imagen lamentable que acaban de dar en las gradas, en los insultos y en toda esa agresividad y violencia contenida. No quiero pensar cómo serían ahora las cosas si hubiéramos perdido el partido.

— ¡Buen trabajo, Chicos!— En los vestuarios choco las palmas y revuelvo el flequillo de alguno de los muchachos  que se felicitan mutuamente y comentan las jugadas mientras se desprenden de los uniformes sudados. Desnudos, los observo ir hacía las duchas entre cantos y risas, totalmente desinhibidos. Algunos, como ese energúmeno de T. hacen ostentación del pene con una especie de narcisismo enfermizo. Los conozco bien a todos. Qué diferencia de los tiempos de mi infancia, me digo, cuando el cuerpo era algo sucio y pecaminoso.

La atmósfera del vestuario  está ahora húmeda y viciada. Aún resuenan las voces de los muchachos cantando bajo las duchas. Los  ecos de sus risas y pisadas se alejan  por el pasillo mientras paseo la mirada por la sala vacía; por las taquillas metálicas y los bancos de madera; por el suelo de cemento salpicado de huellas de agua. Hay un olor espeso. Olor  de jabón, de cuerpos sudados y calcetines sucios. Ese olor se mezcla con mi propia transpiración y hace que me sienta sucio… que mi mente se confunda.

Mi mano comienza a moverse dentro del pantalón de chándal mientras las imágenes de los chicos son flashes que se disparan en mi cerebro. La boca grande de S. que se ríe con el  pelo mojado y húmedo sobre la frente. P. secándose con la toalla. El pelo rubio, oscurecido por el agua, la piel rosada, las nalgas y los glúteos redondos y duros. Los muslos rotundos y fuertes de F., el pene orgulloso y desinhibido coronado por un vello suave y pajizo…

Es un movimiento rápido, el que imprimo a mi mano, un movimiento apresurado, mecánico.  Mi respiración, contenida, se rompe en un gemido y una mueca de dolor contrae mis ojos. Mi boca se abre y exhalo el aire, como si fuera un fuelle, cuando eyaculo dentro del calzoncillo de algodón.  No hay nada hermoso, nada placentero en  este semen derramado. Se trata tan solo de una tregua, de algo que hay que hacer para proteger a los inocentes.

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Lo que ha sido de Elsa

Foto Ouka Leele

Está lloviendo cuando salimos del cine.

Marta mira hacia la calle mojada y luego me señala con un gesto de fastidio sus preciosos zapatos de ante Jimmy Choo de quinientos euros.

—No te preocupes— le digo—. Espera aquí, voy a buscar el coche y te recojo.

 La dejo a cubierto bajo la marquesina del cine. Me subo el cuello del chaquetón y enfilo la Gran Vía en dirección al parking.

La acera está plagada de mendigos empapados, pero yo no los miro. Paso por su lado como si no existieran, como si no fueran personas de este mundo. Al llegar a la esquina de Callao, cuando me dispongo a cruzar, algo atrae mi atención. Es algo magnético, una especie de vibración perturbadora lo que me recorre el cuerpo de arriba abajo, cuando mi mirada se cruza con la de la mujer que se refugia de la lluvia bajo un soportal, junto a la puerta de la cafetería Manila. Una yonqui, me digo, otra sin techo. Esta calada hasta los huesos, y noto el temblor y la fragilidad de su cuerpo bajo la ropa empapada. El pelo se le pega a la cara y enmarca un rostro demacrado y exhausto desde el que me mira con ojos vacios; unos ojos arrasados y carentes de cualquier emoción; unos ojos que reconozco y que me trastornan.

No me detengo. Atravieso la calzada sin esperar a que el semáforo cambie a verde y corro, sin importarme ya la lluvia, en dirección a la Plaza de la Luna. Mis zapatos se hunden en los charcos y rompen los reflejos que la luz de las farolas proyectan en ellos.

Estoy temblando. Mi corazón es un latido grave y profundo; mi pulso, un potente  redoble  en la sien. ¡Dios mío, es Elsa! No puede ser, me digo, es imposible. Pero sé que es ella. Lo he sentido en la sangre, en el rubor que me quema la cara como una vaharada caliente de vergüenza y de culpa ¿Cuántas veces me habré preguntado que habría sido de ella? Algo me atenaza por dentro,  la mordedura de un dolor antiguo.

Y de repente, los recuerdos están ahí, acuden a mi mente como en cascada: Malasaña, la Sala el Sol, el Penta… El amargor de la raya de coca que me acabo de meter en el lavabo. Su cuerpo largo y esbelto, casi sin formas, como  de chico. Los pantalones ajustados dibujando los contornos de unos muslos y un culo perfectos. La camiseta rosa desteñida y la gargantilla con tachuelas que le ciñe  el cuello. El pelo que le azota la cara cuando mueve la cabeza al ritmo de la música. La boca grande,  los labios pintados de un color oscuro, creo que morado y el maquillaje medio corrido de niña mala.  Todo eso me viene a la cabeza: la primera vez que la veo. Su aliento huele a chicle de fresa y a ginebra, dulce y ligeramente agrio. Esa noche la acompaño a su casa, una buhardilla  pequeña y recalentada por la zona de Alonso Martínez. Recorremos el espacio que lleva de la puerta hasta su cama comiéndonos la boca e intentando desembarazarnos de la  ropa de forma torpe y apresurada. Hacemos el amor con una intensidad, con una urgencia hasta entonces desconocidas. Más tarde salimos, a través de una ventana,  al tejado del edificio  y nos quedamos allí, desnudos en la tibieza de la noche, escuchando a China Crisis apenas sin hablar y,  con los primeros acordes de Black Man Ray, ella entra y  vuelve a salir con una cajita de la que saca papel de plata y un mechero y nos  fumamos un chino muy juntos y nos quedamos colgados del reloj de la telefónica que despunta con su dígitos azules por sobre los tejados, y no nos damos cuenta de que nos hemos dormido hasta que nos despierta la luz del sol y el graznido de los pájaros.

Somos tan jóvenes, tan afortunados… Tenemos todo por ganar, apenas nada que perder. Giramos  en una órbita propia  donde todo está permitido. ¿De qué tenemos que preocuparnos? Ponerse hasta el culo es normal.  Puedo permitirme jugar con las drogas, me digo. Asomarme al abismo porque sé que si no me gustan las consecuencias puedo dar marcha atrás y volver al punto de partida, a la casa de mis padres en  Puerta de Hierro, a la seguridad de mi vida de niño bien. Es solo un juego, un juego temerario pero controlado, pienso y lo creo. Anfetaminas y coca para subir. Heroína y Rohypnol  para bajar. Equilibrio perfecto.

Y de repente, estoy liado en una maraña de hilos que me atan a ella, inmerso en la vorágine que es su vida sin que ni siquiera haya tenido que moverme. Elsa es la luz, es el aire, es el pulso constante de la ciudad por la que nos movemos como si fuéramos los protagonistas  de cada exposición, de cada concierto, de cada inauguración  a la que asistimos. Nos metemos de todo, alargamos las noches hasta que no dan más de sí y terminamos, invariablemente, con un polvo y con un chino para poder, al fin, dormir.

Elsa es tan hermosa, tan especial… Elsa pinta y hace collages que expone en alguna que otra galería; Elsa desfila con Manuel Piña y Francis Montesinos; Elsa posa para fotógrafos como Javier Vallhonrat o Alberto García Alix;  Elsa hace estampados en telas que sus amigos diseñadores convierten en vestidos, piezas únicas que venden a precios estrambóticos… Elsa conoce a todo el mundo, y todo el mundo cree conocer a Elsa.

Cada  noche, cuando se queda dormida, yo le retiro el cigarrillo de entre los dedos y escucho su respiración sosegada mientras recorro con la yema de los mios  sus tatuajes, tan extraños en esta época, donde no está de moda dibujarse el cuerpo. Son algo misterioso, excitante… Me parece percibir,  bajo la tinta oscura, todos los secretos que guardan. Fragmentos de una vida desconocida, de otra Elsa que se me oculta a mi conocimiento. 

Otra Elsa, que el nuevo día me devuelve taciturna y apática. Una Elsa ausente, infeliz, que solo después del aguijonazo de la primera raya, se libera de todos sus demonios, sean los que sean. Son las drogas las que me la devuelven, las que la colocan en un lugar donde volvemos a conectar  para luego, devolverla otra vez a ese otro sitio donde solo ella puede ir.

Esa otra Elsa oculta, bajo el lio de brazaletes y pulsera que adornan su muñecas, dos pálidas cicatrices de las que no quiere hablar.« Es mejor no abrir esa botella y arriesgarse a que el genio se escape», me dice cuando le pregunto. Estamos muy juntos en ese momento, mi cara casi pegada a la suya. Yo respiro su aliento y ella respira el mío. Entonces le cojo las manos,  beso los suaves surcos rosados y siento su pulso en mis labios y ella me acaricia la cara, me acaricia y me besa el pelo y cuando levanto la cabeza sus ojos, frente a los míos, están tan cerca que siento el cosquilleo de sus pestañas y sé que, en este momento, nos entendemos de una manera que no necesitamos expresarla con palabras.

Así son nuestros días.

Ahora veo a Elsa hecha un ovillo en el sofá. Fuma con el rostro oculto entre los brazos. El lienzo en el que ha estado trabajando está rajado, sobre el caballete, como un sacrificio, una ofrenda a la luz que entra por la claraboya del techo. El silencio es profundo, insoportable… Yo la miro, me siento a su lado y la acaricio, pero no digo nada. «No puedo evitarlo», dice finalmente rompiendo el silencio a la vez que se incorpora y apaga el cigarrillo. «No puedo hacer nada, no tengo elección. A veces siento dentro de mí un vacio tan negro, que ni siquiera las drogas consiguen que deje de doler y entonces siento el deseo incontrolable de acabar, de destruirlo todo, de destruirme….».

En el fondo de un cajón hay cajas y cajas de  Haloperidol (Haldol®). Haloperidol,  leo en el prospecto, posee un claro efecto antipsicótico con una marcada acción sobre los síntomas de la psicosis, sobre todo, delirios y alucinaciones… Debe administrarse en pacientes con Esquizofrenia crónica que no respondan a la medicación antipsicótica normal… Cierro el cajón. No quiero ver lo que he visto. No he visto nada, no sé qué hacer. ¿Cómo  puedo decirle a  Elsa que lo sé, que sé que está enferma? ¿Cómo puedo decirle que sé que depende de neurolépticos y antidepresivos? Que sé que es una loca certificada, una demente …

Y de repente estoy de nuevo forzando la puerta del baño, el maldito día que la encuentro en la bañera y llamo a los servicios de urgencias. «Diez minutos más, me dice el médico del Samur y no habría podido contarlo». Ese día, mientras espero en la sala del hospital  a que le cosan y le venden las muñecas, comprendo  que todo está perdido. Le han puesto sangre, toda la que ha perdido y cuando puedo verla, aparto los tubos y me tiendo a su lado. «Duele, dice, no sabes cuanto duele» y yo  empiezo a temblar e intento acallar los sollozos sofocados que me atenazan la garganta, a pesar de la necesidad que tengo de expulsar el dolor a través del llanto largo. Y luego, en el transcurrir de los días, en la tensa normalidad que sigue me doy cuenta de que algo ha cambiado, de que he empezado a guardar la distancia, a alejarme poco a poco de ella por temor a que su autoinmolación pueda, de algún modo, contaminarme.

Yo estaba enamorado de Elsa, de la imagen luminosa de Elsa, pero cuando se me fue revelando tal como era, cuando necesitó  de verdad mi ayuda y mi comprensión, fui incapaz de dársela, me comporte como un cabrón, como un cobarde

De repente me descubro en el parking, intentando abrir la puerta del coche con  manos torpes y temblorosas. No sé cómo he llegado hasta aquí. Siento que soy un farsante, un puto mentiroso que se ha pasado la vida fingiendo ser lo que no soy. Con Elsa fingía; fingía cuando esnifaba una raya; cuando me ponía hasta el culo y me daba por llorar. Incluso cuando pensaba que no estaba fingiendo, fingía. Yo no era como Elsa, no era como toda aquella gente  perdida que  nunca pudo volver a ser lo que habían sido, a tener una vida normal. Yo conseguí sobrevivir aunque ese no es un pensamiento que me consuele.

No puedo dejar que la niebla me atrape, me digo. Así que,  arranco el coche y mientras me dirijo a recoger a Marta pienso que  ¿Quién sabe? ¿A lo mejor algún día la vuelvo a ver, a lo mejor  algún día me la encuentro y puede que hablemos? aunque lo dudo… Puede que vuelva a verla pero ella ya no es Elsa. Elsa no existe. Lo que he visto es solo una forma humana, una vieja carcasa sin esencia… Y pienso que no me gusta el caos en que se convierte Madrid cuando llueve, que no me gusta la lluvia, que no me gusta la tristeza que trae consigo.

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Widingo

Este relato fue publicado en el blog en Marzo 2019. Os invito a redescubrirlo

La Bahía de Hudson

Mi nombre es Kokyangwuti pero antes fui Winona, hija de Canowicakte, cazador de los bosques y de Antionette, más allá del precio. De mi padre, conservo el sabor vivificante de su carne y su energía fluyendo por mi torrente sanguíneo. De  mi madre el olor  ahumado de la tira de cuero que entrelazaba en su pelo, y el aroma a sal. Hace ya mucho que no están pero sus corazones laten, al unisonó, con el mío.

Todos los años, en el mes de la luna de la rana, cuando la pesca está  en su máximo esplendor, bajo en mi canoa hasta  la desembocadura del rio Albany  a vender las pieles a los hombres blancos de la Compañía de la Bahía de Hudson, allí donde levantaron su campamento hace ya muchas lunas.

Al principio se reían de mí, una mujer que vivía sola, en el bosque, cazando  animales cuando todos los de su tribu se habían ido a las reservas. Pero ahora ya no. Han pasado muchos años. Ahora soy una anciana amarillenta y famélica con un pelo blanco y crespo, que no dejo que nadie toque. Estación tras estación mis pieles siguen siendo las más tupidas y abundantes.

A los Cree que traemos pieles nos tratan muy bien. Antiguamente nos daban harina y azúcar y también ron con el que aflojaban nuestras lenguas. Algunos empezaron a hablar. El ron es un arma furtiva y poderosa… Nuestras historias calaron como una maldición en la mente del hombre blanco. Se contaron las historias sobre personas que comían carne humana, que se convertían en bestias salvajes  que median más de 6 metros y cuya hambre solo podía ser satisfecha con más carne humana lo que acrecentaba, aún más, su avidez. Librarte de una maldición, una vez que se ha apoderado de ti, es como intentar sacudirse una gorda sanguijuela de la mano.

En esta rigurosa tierra  del norte es mejor pasar desapercibida, no llamar la atención. Dejo mi canoa oculta en un recodo del rio. Vendo mis pieles y me aprovisiono de todo lo necesario para el invierno y luego me esfumo, desaparezco. Entonces puedo moverme a hurtadillas, deslizarme entre las sombras y escudriñar los callejones solitarios, observar la vida a través de las ventanas. Hasta mi llega el hedor de las espinas y las cabezas de pescado pudriéndose en las calles; el olor de la comida china mezclado con el de incienso quemado. La  música y las risas que se escapan del interior de los salones.

El espíritu se despierta, no puedo reprimirlo. Olfateo el aire buscando un rastro. Tengo que dejar que salga, que satisfaga  su voracidad…

Todo empezó así

Vivíamos en la ruta de las trampas.

Aquel año el  otoño había sido prometedor. Habíamos capturado muchos patos y gansos, atrapado con lazo cuatro familias de castores, también urogallos y esturiones, pero no conseguimos ningún alce y las ancianas, rápidamente, comenzaron a parlotear que ningún alce, al empezar el invierno, significaba hambre para más tarde.

El tiempo de la luna creciente, cayó. La nieve estaba tan profundamente  asentada que el invierno formaba parte de nosotros.

 Los cazadores empezaron a volver con las manos vacías, congelados y asombrados de la ausencia de animales e incluso de huellas. A los niños nos asustaban sus miradas perdidas. Andábamos todo el tiempo rapiñando comida. Las mujeres pelaban cortezas de alerce para hacer té o escarbaban en la nieve profunda con la esperanza de encontrar algún helecho seco

Siempre  habíamos conseguido sobrevivir en grupos más pequeños, pero esta vez no tuvimos opción.  Algunos hombres se quejaban de que éramos demasiados para que el bosque pudiera sustentarnos. Algunos deberían partir con la familia con la esperanza de sobrevivir. Al final, solamente el testarudo de mi padre, mi madre y yo nos adentramos solos en el bosque,

Caminamos sin tregua. Había muchas huellas que cruzaban la zona: huellas de zorro, marta, lobo, lince y liebre. Las huellas se acababan cerca del acantilado, en el rio donde desemboca el arroyo Wakina. Esa noche, junto al fuego, susurrábamos oraciones que ascendían al cielo con el humo apestoso. Los días siguientes no hubo caza. El bosque era un cementerio helado, silencioso. Mi padre pasó largo tiempo intentando pescar con una cuerda de tendones y un azuelo de hueso. Al anochecer, mi madre le pidió que lo dejara, pero no hizo caso. Bajo la piel de alce, la aurora boreal brillaba con tanta intensidad que me despertaba. El bosque sonaba con extraños aullidos y chillidos, parecía que los arboles estaban reventando de frio, que los lobos aullaban hambrientos.

Por la mañana encontramos a mi padre sentado en la nieve. El fuego se había extinguido hacia horas. Una horrible mueca se dibujaba en su cara. Mi madre lloro la muerte de mi padre con lágrimas que helaban sus mejillas. Yo lo miraba fijamente, en un estado lánguido.

 Esa noche le susurre tenuemente al bosque, para que pudiera oírme, que si resistíamos nos alimentaríamos bien al amanecer.

Los días siguientes salió el sol, y seguíamos vivas pero no hubo comida. Al tercer día cumplí la promesa que  hice de alimentarnos. Con nuestras últimas fuerzas recogimos leña, saqué un cuchillo y lo acerqué a mi padre.

Comimos hasta que nuestros estomago se tensaran como tambores, gotas de sudor resbalaban por nuestra frentes y nuestra mejillas se pusieron coloradas.

Cargamos con la carne que quedaba en un fardo y decidimos volver por el camino helado. Fue durante aquel trayecto que una sombra ominosa me cubrió y sentí que algo me atrapaba. Una sacudida lacerante que me desgarró la carne y se expandió por la espina dorsal quemándome hasta las últimas puntas del pelo, hasta las uñas de los pies. Cuando aquel ramalazo punzante, como afilados cristales de hielo, hormigueó por mis venas sentí una energía renovada, una fuerza  imparable, una lucidez tan poderosa que me estremeció de terror.

Mi madre fue testigo de aquella transformación. Lo supo y durante todo el camino no dejó de escudriñarme, pensativa, aunque de su boca no salió ni un ligero sonido

Avanzamos seguras y con fuerza sobre nuestra raqueta de nieve. La luz del sol nos iluminaba por detrás y los hombres nos miraron con extrañeza cuando nos vieron llegar. Debían preguntarse dónde estaba padre. Los niños nos rodearon nerviosos, famélicos pidiendo comida, Estaban consumidos por la tos y la enfermedad amarilla. Aquel año no habíamos logrado suficientes estómagos de liebre para protegernos, con sus hierbas amargas, de la enfermedad.

Mi madre les contó que padre había muerto. Les hablo de huellas,  huellas que parecían humanas, pero que eran más grandes, con hoyos que parecían clavados en la nieve por garras en lugar de dedos. Huellas de Widingo. Tan solo intentaba salvarse. Supe que ellos lo sabían, pero no me miraron a mí, miraban a mi madre. Ella no era de fiar, a los ojos de los hombres se había convertido en otra cosa. Nos arrebataron el fardo y colgaron el contenido en un árbol, a gran altura, para que los Manitus lo divisaran.

Cuando volvieron a buscarnos, mi madre me escondió. Lo observe todo bajo el manto de alce, silenciosa  como un lince hambriento. Esparcieron cedro triturado por el suelo mientras mascullaban oraciones. Mi madre los observaba con los ojos brillantes y el cuerpo tembloroso. Luego la ataron. Sus sollozos se convirtieron en furiosos gruñidos mientras empezaba a temblar y a retorcerse con tanta fuerza que parecía que iba a romper las cuerdas y a atacarlos. Le pusieron una sabana sobre la cabeza  y apretaron con fuerza su cuello. Sus pies se estremecieron y luego quedaron inmóviles

Fue entonces cuando tuve mi primera visión. Tenía que salir, escapar. Tenía que sobrevivir. Las imágenes del camino se me revelaron nítidas ante los ojos. No había que pensar, tan solo seguir las huellas profundas marcadas en la nieve, las huellas que se dirigían hacia el precipicio que caía sobre el rio. Corrí, volé con los hombres pisándome los talones .El aire me abrasaba los pulmones. Mi respiración era el jadeo sibilante de un animal acorralado.

Al llegar al precipicio salté. Fui lince, fui águila planeando en la corriente de aire. Fui esturión cuando me recibió  el colchón plateado y turbulento del agua. Me fundí con la corriente helada en un solo cuerpo. Millones de gotas en la misma dirección. Cuando al final me retuvo un remanso ya no sabía lo que era. ¿Humano, animal, espíritu, demonio? ¿Tierra, agua, aire, fuego? Lo era todo,  luz y  oscuridad, humo… Tenía que encontrar mi sitio. Sobrevivir a cualquier precio y alimentar a la fiera cuando se manifestase. Ese era mi destino.

Me había convertido en un Widingo. Un espíritu maléfico que devora humanos. Era eso.

Durante

Durante años, las historias fueron lo único que tenía para mantenerme viva.

Mi vida fue esconderme. Cazar, pescar, poner trampas, observar el cielo en las noches claras hasta tarde, prepararme lo mejor que podía durante el corto verano para la llegada del invierno. Días de amarga felicidad. Mis cambios de ánimo me arrastraban como tormentas de verano. Estaba horrorizada y fascinada por aquello en lo que me estaba convirtiendo.

Descubrí que raíces podían curar y cuales mataban.  Aprendí a coser las pieles con el pelaje para dentro para vestirme con ellas. Cuando los mosquitos búfalo amenazaban con enloquecerme, quemaba las ramas verdes de los abetos. Aprendí los lugares del río donde se escondían los peces cuando apretaba el calor y a capturar abundantes castores sin espantarlos para siempre. Aprendí los mejores lugares para colocar las trampas. Me convertí en una cazadora implacable.

Tenía la capacidad de ver pequeños fragmentos del futuro, tanto próximos como lejanos.

A veces, el aire transportaba el aroma que despertaba a la bestia. Alguien se había desviado de su ruta. El  widingo  aparecía exigiendo su tributo y me impregnaba de su  voracidad insaciable. No podía negarme a esa naturaleza y obedecía al instinto. Salía a su búsqueda, de caza.

El fin

Contaban los ancianos que el ser humano continúa residiendo en el interior del Wendigo, más concretamente donde debe estar su corazón.  Yo doy fe de ello. Estoy  atrapada, dentro del  Wedingo en perpetua lucha con él. Me siento vieja y cansada, mis huesos gimen pidiendo una tregua. La única forma de matar a un Wendigo es matando también al humano que hay en su interior. Sé que el momento no tardará en llegar. Lo he visto en mis sueños.

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Monster Study

«Thelma dice—: No te pares, no mires atrás.
Yo quiero volverme y mirar al edificio oscuro, pero ella tira con fuerza de mi brazo y seguimos andando de prisa…

«Thelma dice—: No te pares, no mires atrás.

Yo quiero volverme y mirar al edificio  oscuro, pero ella tira con fuerza de mi brazo y seguimos andando de prisa, a través del campo, bajo un cielo oscuro cubierto de nubes.

No sé  qué hora es, quizás muy tarde. No sé a dónde vamos, ni lo que va a pasa. Solo sé que huimos y que tengo miedo.

Antes de llegar al pueblo, Thelma se detiene. Siento su aliento en mi rostro y, por encima de su hombro, veo las farolas que brillan y la estación del tren que parece dormir. Levanta la mano y, por un momento, creo  que va a pegarme pero sólo roza mi mejilla con sus dedos.

—Ahora no llores —dice.

—N-n-no tengo g-ganas de llorar.

—Deja de tartamudear. Tú no eres así, eso es lo que ellos quieren que creas.

Entramos en el andén y nos sentamos en un banco.

—Esta vez—dice Thelma—volvemos a casa.

Yo no tengo casa, no sé lo que es una casa y la sola palabra hace que se me encoja el corazón.

Estamos tan nerviosas que no podemos dejar de volver la cabeza cada vez que vemos que algo se mueve, pero son sólo destellos de luz de las lámparas de la estación que se balancean o la sombra de las hojas arrastradas por el viento.

Intento entretenerme echando vaho por la boca. Tengo los pies fríos y mojados. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando, con el aire helado que corre por el andén, nos llegan murmullos y ruido de pisadas. Miro  hacia un extremo y los veo. El doctor Wendell viene hacia nosotras acompañado de la Srta. Tudor, que se ha echado un abrigo sobre su uniforme blanco de enfermera.

Una bocina suena a lo lejos, el traqueteo de un tren que se acerca. Thelma se levanta y se asoma a las vías desafiante mientras yo me quedo paralizada en el banco, temblando de miedo.

—No pienso volver a ese sitio—grita Thelma mirándolos con desprecio

El tren se aproxima. Ahora puedo ver las luces de la locomotora. El doctor Wendell me inmoviliza con sus brazos, aunque yo no haya hecho  nada por intentar huir. La Srta. Tudor agarra a Thelma, tiene una expresión furiosa en la cara y le da un bofetón, y luego otro y otro más  mientras que  el tren, un tren de mercancías, pasa ante nuestros ojos sin detenerse. Grito, intento zafarme del doctor Wendell. Siento que las piernas me flaquean, me tiemblan y finalmente me fallan y caigo de rodillas, llorando, y me protejo la cabeza con las manos.»

Abro los ojos angustiada. La luz del día se cuela por las varillas entreabiertas de la ventana y dibuja líneas rectas en el suelo. Estoy arrinconada en el filo de la cama, mientras  Albert duerme a pierna suelta y resopla. Los dígitos fosforescentes marcan las 7.40 en el reloj despertador que hay en la mesita de noche del lado de Albert, junto al vaso de agua con su prótesis dental. Es hora de levantarse.

Preparo café  y empiezo a batir los huevos para el revuelto.  Albert entra en la cocina, va en pijama, con sus cuatro pelos enmarañados y la cara de sueño.

—B-b-buenos días—le digo—Has d-d-ormido b-bien.

—Estupendamente, querida. Como un bendito.

Habla tan alto que se que no se ha puesto el aparato.

Albert recoge el periódico del escalón de la entrada donde, cada día, lo deja el chico que reparte con la bicicleta.. Le gusta leer tranquilamente el New York Times y comentar las noticias del día mientras desayuna.

—Helen, tienes que ver esto.  Hablan del orfanato de veteranos de guerra de Davenport, de lo que te hicieron. Ven, mira lo que pone aquí.

Me asomo por encima de su hombro y lo primero que veo es la foto del doctor Wendell junto a  la de Mary Tudor y debajo el titular: «El estudio del monstruo del doctor de la tartamudez». Me empiezan a temblar las piernas como en el sueño. No quiero seguir leyendo, no quiero saber más. Noto que pierdo el control de mi vejiga y como la orina caliente  resbala por mi pierna hasta formar un charco sobre el linóleo.

—T-tengo que ir al s-s-servicio…

Albert me mira.

—Oh, Dios, Helen, estás blanca como la leche —Entonces se da cuenta de que me lo he hecho encima— Vamos, ven conmigo, querida, no pasa nada.

Me acompaña del brazo hasta el lavabo. Cierro la puerta y me dejo caer en la taza del váter. Es como si de nuevo el doctor Wendell estuviera a mi lado, con su bata blanca, mirándome y también esa horrible mujer, que me grita y yo solo puedo ver su boca abierta y sentir su furia y su saliva salpicandome la cara. Me siento tan pequeña que es como si se me hubiera encogido el alma, tan pequeña como Alicia cuando mordió la seta mágica. Ellos destrozaron mi vida, todas mis ilusiones. Me  convirtieron en una niña pusilánime, una tartamuda  patética de la que los niños se burlaban constantemente; en una mujer tonta y estéril; en una anciana  tímida y miedosa, que camina con la vista clavada en el suelo y esquiva a la gente porque se avergüenza de sí misma. Toda la vida he arrastrado este dolor, incluso en los momentos felices lo he sentido ahí debajo, mordiendo, sin tregua.

— ¿Estás bien?

—S-si ya p-p… Ahora s-salgo.

La ducha caliente me reconforta. El agua arrastra toda la suciedad y me tranquiliza. Me siento mejor cuando salgo y veo que Albert ha limpiado la orina y el suelo de la cocina brilla, aún húmedo.

—Vamos a demandarlos, Helen. Vamos a hacer que paguen por todo lo que te hicieron.

—N-no quiero d-dinero, No quiero v-v-volver a…

Pero entonces pienso que se lo debo a Thelma, a todos los niños que sufrieron lo mismo que yo y que ya no están, y sé que debo hacerlo por mí y por ellos, para que algo tan horrible no quede impune, para que nunca más vuelva a ocurrir.

—Oh, Albert. Abrázame, p-p-por favor, abrázame.

«Monster Study» o como inducir la tartamudez en niños sanos.

Un día de Enero de 1931 empezó uno de los estudios más duros de la psicología moderna. Apodado por otros psicólogos como «el estudio del monstruo», se pretendía inducir la tartamudez en niños sanos que no la presentaban.

Dirigido por Wendell Johnson, un especialista en trastornos del lenguaje de la Universidad de Iowa , un patólogo sin ética ni remordimientos, contó con la ayuda de su mejor alumna, la joven Mary Tudor, quien no puso objeción alguna en ser «mano inductora y ejecutora» del estudio.

Se eligieron a 22 niños de entre 5 y 15 años de un orfanato de Davenport. Niños sin familia y sin ningún amparo legal que les protegiera frente a lo que les iba a suceder. De hecho nadie preguntó tampoco en qué iba a consistir aquel estudio. Y. ¿cuál era el su propósito final? Demostrar que si una persona era tartamuda era, precisamente, porque su educación así lo había inducido. Por culpa de unos progenitores que ponían claras barreras a que el habla del niño se desarrollara con normalidad.

Para dar pruebas de ello Wendell Johnson y Mary Tudor dividieron a los niños en dos grupos. El primero, a lo largo de 5 meses, recibió  feedbacks positivos cada vez que hablaban, apoyando su buena expresión y fluidez. Los otros 11 niños, aquellos que tuvieron la mala suerte de pertenecer al grupo experimental  «sancionador» sufrieron en cambio severos castigos, críticas y maltratos psicológicos cada vez que hablaban, durante los 5 meses que duro el estudio.

El resultado no pudo ser más infructuoso. Los niños del grupo experimental «sancionador»  quedaron marcados de por vida por graves trastornos de personalidad, por ansiedad, pánico, por comportamientos retraídos y, evidentemente, muchos dejaron de hablar o desarrollaron tartamudez.

El experimento nunca se llegó a publicar para salvaguardar la reputación de Wendell Johnson. Años más tarde, en el año 2001, la Universidad de Iowa se vio obligada a pedir perdón y a pagar una indemnización económica a los afectados.

El estudio se calificó de monstruoso. Apela a un elemento  desgraciadamente  cotidiano como es el poder de la crítica destructiva y los efectos devastadores  en el ser humano, especialmente en la más tierna infancia.

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Tormenta de Verano

Tormenta de verano.

Tan solo una carretera separa la casa de las  dunas de hierba, de la arena y del mar. Un pequeño jardín con cancela y luego la fachada estucada en blanco con ventanas altas con parteluz y postigos verdes que mi madre cierra al mediodía para impedir que entre el calor. El fragor de las olas rompe la calma en la hora de la siesta. Estoy tumbado en la cama. Imagino las tetas de Sally Waller mientras me la meneo. Últimamente, mi  polla ha empezado a tener vida propia. Me levanto ya con el palo en alto  y durante el día, sin motivo aparente, noto como empieza a presionar contra los vaqueros y tengo que encerrarme con urgencia en el lavabo. Por las noches aprieto el miembro entumecido contra el colchón y me muevo con un ritmo lento hasta que toda la tensión, esa hinchazón, explota en una oleada de placer.

En eso ando cuando empiezan de nuevo los gritos en la planta de abajo.

Me pongo un pantalón corto, una camiseta y mis viejas John Smith y salgo a la calle para no escucharlos. Todos el mundo parece resguardarse del calor de agosto a estas horas, ni un pájaro, ni un insecto, nada se mueve en la calle. Me quedo de pie, impotente, bajo la sombra de un árbol mientras las voces logran atravesar las paredes y me rompen los oídos. Otra pelea, otra más, ya he perdido la cuenta. Está claro que no se soportan, que la palabra divorcio va a dejar de ser una amenaza para convertirse en una realidad.

—Parece que tienen algún problema— dice un chaval que aparece de pronto, como un fantasma. No le he oído llegar. —Me alegro que esta vez no sean los míos los que se pelean.

— Me llamo Dylan—dice y me tiende la mano— Vivo un poco más arriba, en la casa con las ventanas azules. ¿Te apetece un helado?

Echamos a andar bajo el sol hacía el paseo marítimo donde a pesar de la hora, las terrazas de los pubs están llenas de gente. Huele a bronceador de coco y a pescado a la parrilla.

Dylan tiene catorce años, uno más que yo, aunque somos igual de altos. Tiene el pelo rubio, ensortijado, es flaco, pero fuerte a la vez. Me pregunta que de donde soy y le digo que vivo en Londres, que es la primera vez que paso las vacaciones en St. Yves y que creo que mis padres se van a divorciar.

Los suyos tienen un pequeño hotel junto al puerto. Durante el año estudia en un internado cerca de Truro, porque sus padres, entre el trabajo y las broncas, no tienen tiempo para ocuparse de él.

—Ya ves, —me dice— no eres el único que tiene problemas.

No le gusta el internado, pero prefiere no hablar de eso. Hablamos de películas, de «Stargate» de «Jumanji » y de «La lista de Schindler», de la música que nos gusta: Oasis, Prefab Sprout, Blur a Dylan le gustan los Smashing Pumpkins y Madonna y odia a  las Spice Girls. Dice que « El señor de las moscas» es uno de sus libros favoritos.  A mí no me gusta leer, los libro me aburren y me dan sueño.

Con los días se forja entre nosotros una alianza natural. Dylan siempre decide lo que vamos a hacer y yo me dejo llevar. Son los roles más sencillos para ambos.

Pasamos tanto tiempo juntos que es como si fuéramos amigos de toda la vida. Por las mañanas vamos la playa, hacemos  excursiones en bicicleta y Dylan me enseña los lugares más pintorescos  de St. Yves y también sus rincones secretos. Vamos al cine,  jugamos a la Nintendo  o bajamos a callejear por el pueblo, por las tiendas y los puestos de mercadillo que llenan el paseo marítimo al ponerse el sol. Nos hacemos inseparables, creo que nunca he tenido un amigo como Dylan.

— Mira a esos — dice Dylan y da un lengüetazo a su helado de chocolate. Estamos sentados en un murete de piedra, en el paseo y señala a dos negros que pasan por delante montados en monopatín — ¿Sabes que los negros tienen la polla el doble de grande que los blancos?

Le miro sorprendido,  no sé a dónde quiere ir a parar.

—Y tú ¿Cómo lo sabes?

—Yo sé muchas cosas—dice y recoge con la lengua las gotas de chocolate que resbalan por el cucurucho y su cara se ilumina con una sonrisa enigmática— quizás algún día, si te portas bien, te las cuente.

¡Ven!—dice cambiando de tema y echa a correr— vamos a bañarnos. Conozco un sitio donde tendremos la playa solo para ti y para mí.

El sol empieza a caer cuando cruzamos la vía del tren, atravesamos un bosquecillo de pinos y bajamos por las rocas a una cala pequeña y vacía. El agua golpea con desgana una vieja barca abandonada en la arena. Una barca de madera blanca y azul con la pintura desconchada y comida por la sal. Dylan empieza a quitarse la ropa y de pronto está desnudo. Mi mirada se desvía, de una manera involuntaria, hacia su entrepierna. Me pasa siempre: en los vestuarios del colegio, en los urinarios, ante cualquier oportunidad de comparar mi cuerpo con los demás, de ver quien la tiene más grande o más pequeña. Él me mira, hay algo de malicia en sus ojos.

— ¡Venga, no seas tímido!

Echa a correr, una carrerilla precipitada por la arena. Lo observo alejarse hasta que su cuerpo desnudo, un cuerpo fuerte, tenso, sólido, se  zambulle en el agua y lanza salpicaduras al aire. Pero no le sigo. Me quedo sentado en la arena, turbado ante la visión del calzoncillo blanco que corona el montón de ropa arrugada, en un estado emocional extraño y contradictorio. Cuando sale del agua goteando, con la piel de gallina de un color azulado, evito mirarlo. Hacemos el camino de regreso apenas sin hablar.

—Tienes comida suficiente en la nevera. No te vayas muy tarde a la cama y por favor, Jasper espero que no hagas nada de lo que después te tengas que arrepentir…

—Sube al coche, Emma. Es tarde—le grita mi padre ya al volante.

Mi madre lo mira con fastidio y me da un beso y me dice adiós con la mano mientras el coche se aleja. Saltó de alegría cuando desaparecen de mi vista. Regresan  a Londres, al funeral de un amigo íntimo de papa. He tenido que prometerles de todo para que me dejen quedarme solo en St. Yves.  Convenzo a Dylan para que se quede a dormir en mi casa.

Jugamos a la Nintendo, comemos pizza y patatas fritas y vemos la película «Clueless», que hemos alquilado en el video club. Fumamos y bebemos licor de una botella de reserva de mi padre hasta que acabamos medio borrachos y nos quedamos fritos en  el sofá.

Abro los ojos y estoy mareado y no sé qué hora es, pero debe ser tardísimo. Despierto a Dylan.

—Será mejor que nos vayamos al catre— le digo.

Nos acostamos en mi cama, todo me da vueltas y que me quedo dormido enseguida. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando abro los ojos y siento el cuerpo de Dylan moviéndose lentamente pegado a mi espalda, su respiración contenida, su polla dura apretándose contra mi culo. No reacciono, me quedo quieto sin mover un músculo, intento que no se de cuenta de que me he despertado. Estoy aturdido y mortificado porque quiero que «eso» pare pero, al mismo tiempo, siento  que no lo quiero.

Paso unos días abrumado, inseguro y lleno de dudas. Hasta ahora pensaba que no hay nada peor en el mundo que ser gay, un moña.  Me acuerdo de un  chico afeminado de mi colegio llamado Bruce. Cada vez que Bruce entra en las duchas, alguien dice algo del estilo: «Cuidado, que no se os caiga el jabón que Bruce está aquí.» Cosas así. Los chicos de mi clase  no dejamos de meternos con él, somos crueles con los más débiles y con los que son diferentes. Tenemos que demostrar ante los demás nuestra fortaleza y nuestra «normalidad» y lo hacemos burlándonos de chicos como Bruce por ser blandito y un cagueta, por ser un maricón y un moña.  

Los días siguientes es como si «eso» no hubiera ocurrido. Pero ha ocurrido aunque no se hable de ello. No puedo quitármelo de la cabeza. Tengo la sensación de que algo se me  escapa, algo esencial cuya revelación me inquieta.

Las sombras se alargan bajo la luz anaranjada de la tarde. En el horizonte se acumula una avalancha de nubes que anuncia una noche de lluvias y tormentas eléctricas. El viento empieza a soplar con fuerza entre los árboles…

Estamos solos en casa de Dylan. Jugamos a Doom en la Nintendo y conforme vamos pasando los niveles Dylan empieza a removerse nervioso, como si el asiento le estuviera quemando el culo.

— A la mierda — dice soltando el mando y repanchigándose en el sofá. Saca del bolsillo, como el mago que saca un conejo de la chistera, un cigarrillo arrugado.

— María — me dice y quema la punta con un mechero.

Una vez fumé María. Mi amigo Roony le robo un poco a su hermano y nos hicimos un canuto en la parte trasera de su jardín. Me mareé y me puse blanco como el papel de fumar y acabé potando en el lavabo mientras Roony me aguantaba la cabeza. Nunca la he vuelto a probar,  pero no digo nada. Dylan da unas caladas, aguanta un poco y expulsa el humo dulzón.  Me lo pasa y yo fumo y se lo paso y fumamos hasta que el cigarrillo nos quema la punta de los dedos y huele a cartón chamuscado. Dylan trae dos Coronitas y bebemos y parece que con la cerveza y la hierba la tensión se relaja  y empezamos a reírnos, una risa floja, una risa tonta.

Entonces, Dylan pone un disco de éxitos de los 90 y empezamos a bailar. Bailamos y es como si en vez de un canuto nos hubiéramos tomado un gramo de coca. Estoy sudando, tengo el corazón a cien cuando empieza a sonar «Nothing Compares 2 U»  esa canción lenta de Sinéad O’Connor y Dylan me coge del brazo, tira de mí y nuestros cuerpos se pegan y bailamos agarrados como a veces hacen las chicas en las fiestas de los pueblos y yo noto que me estoy excitando, puede que sea deseo, pero no quiero admitirlo.

— ¿Nunca has estado con una chica, verdad? — me pregunta de sopetón y nos separamos—Seguro que en tu colegio hay muchas que se dejan.

— ¿Y tú? —le pregunto.

—Yo he hecho muchas cosas—dice con esa sonrisa enigmática suya y me alborota el pelo como si fuera un niño—No necesito a ninguna chica.

Dylan sale al pasillo sin esperar respuesta. Al rato, siento correr el agua de la cisterna y luego silencio.

Le llamo pero no contesta. ¿Igual ha echado la pota en el wáter y ahora está tirado en la cama, mareado, como si se hubiera subido a algún barco? Eso es lo que me paso a mí aquella vez. Voy a buscarlo. En el lavabo no hay nadie así que sigo por el pasillo hasta su habitación y abro la puerta. El cuarto está en penumbra, apenas se filtra algo de luz a través de la cortina amarillenta. Vuelvo a llamar.

— ¿Dylan?…

Entonces lo veo, está ahí delante, desnudo. Lo miro sin poder apartar la vista de su cuerpo. Está ligeramente inclinado hacia delante con las rodillas juntas y las piernas algo dobladas. Se ha escondido la polla entre las piernas y en su lugar solo veo un triángulo de piel lisa, sombreado por una pelusilla suave. Lo miro a los ojos y luego otra vez al triángulo de piel entre las piernas y siento que algo en mí se tensa, una cuerda situada en algún lugar entre mis intestinos y la ingle.

— Ven, —dice Dylan acercándose— hagámoslo…

Pega su cara a la mía  y me susurra al oído.

 —Sólo tienes que dejarte llevar, imaginar que soy una chica…

Yo nunca he pensado… pero hay algo en Dylan, en su cuerpo… Me quedo inmóvil, como una estatua de sal, en un estado casi hipnótico y el empieza a desabrocharme el cinturón muy lentamente y luego me baja los pantalones y los calzoncillos y libera mi polla que se va hinchando por momentos.

—Haz como si fuera una mujer.

Dylan se da la vuelta y pega su cuerpo al mío. Siento su olor y su respiración agitada. Me coge las manos y las lleva hacia sus caderas. Luego agarra mi polla y la aprisiona ente sus piernas.

—Así…—dice con un gemido apagado.

Se pega todavía más y luego se aparta y repite el mismo movimiento con un ritmo lento. Puedo oler su pelo, sentír el roce de su piel con la mía.

— Muévete…

De repente pienso en mi madre, en lo que diría si llega a descubrir lo que estamos haciendo. En Bruce, en Roony  y en los chicos de mi clase y los veo gritándome maricón y moña y sarasa a gritos en el patio. Veo mi polla dura que no debería estarlo, siento un cúmulo de sensaciones que no debería sentir, estoy a punto de explotar.

Me separo de Dylan y lo aparto de un empujón violento que lo lanza al suelo.

—Eres un marica, un puto marica de mierda. — Me escucho decir.

El se queda allí tirado, no hace nada por levantarse, tan solo me mira con la cara desencajada, y veo miedo y vergüenza en sus ojos. Siento que le odio, que una furia ciega y al mismo tiempo provocada se apodera de mí, algo irracional y frenético que es como un medio para lograr alejarme de Dylan y de «eso».

Me subo los calzoncillos y los pantalones y le doy una patada en las costillas, y luego otra y salgo huyendo de la habitación.

—Yo no soy como tú ¿me oyes?— grito mientras bajo las escaleras— Yo no soy un marica. No quiero volver a verte. No quiero tener nada que ver con maricones como tú

Un trueno suena en la distancia: « maricón». Corro por la calle, siento que me ahogo, que el llanto me araña la garganta mientras oigo risas y voces en mi cabeza que gritan a todo pulmón: ¡Moña!, ¡bujarrón!, ¡sarasa!, ¡reinona!, ¡chupapollas!, ¡mariquita!, ¡mariposón!, ¡invertido!, ¡puto!, ¡desviado!, ¡julandrón!, ¡loca!, ¡sopla nucas!, ¡tragasables!, ¡mamón!…

La tormenta descarga con furia durante la noche. Una batalla de truenos, relámpagos, agua y viento se confunde con  mi propia batalla.

Acurrucado en una esquina de la habitación me rechinan los dientes y me tiembla todo, tanto que si no me abrazo con fuerza las rodillas creo que me voy a descuajaringar. Todo lo que oigo es el repiqueteo de la lluvia y el viento barriendo las ramas. Todo lo que veo son  los hombros y la espalda de Dylan en la penumbra, todo lo que escucho son sus palabras susurradas a mi oído: «Haz ver que soy ella, haz que sea verdad, en tu mente…»

Si cierro los ojos lo huelo…

Si cierro los ojos lo veo reír, con esa risa suya llena de enigmas…

Si cierro los ojos lo veo encogido en el suelo, mirándome asustado, con sus ojos tristes y vacios.

No he vuelto a ver a Dylan. He llamado a su puerta, he gritado su nombre a la ventana sin obtener  respuesta. Fui a buscarlo al hotel pero su madre no quiso decirme donde estaba, tan solo me dijo que me fuera, que era mejor que lo dejara en paz.

La casa desde entonces permanece cerrada y ahora que me marcho, que mi padre está terminando de cargar las maletas en el coche, me acerco y le llamo por última vez. No puedo soportar el pensamiento de que no voy a volverlo a ver, de que no voy a poder pedirle perdón y decirle que lo siento, que nunca le voy a olvidar. Por primera vez me doy cuenta de lo solo que estoy, de lo solo que está todo el mundo en realidad.

El coche arranca y al pasar junto a la casa de Dylan, miro hacia la ventana de su habitación y creo ver un ligero movimiento, un ligero temblor en la cortina amarilla y una sombra que se esfuma como una mancha de agua bajo el sol.

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El tiempo sin tiempo

—Voy a sacar a Curro.

Nicolás se levantó del sofá y estiró las articulaciones entumecidas.

Candela no dijo nada. Siguió ensimismada mirando la tele con ojos de pez.

Nicolás bajó la escalera intentando que Curro no le derribase en su impaciencia por llegar a la calle. Las peleas de la pareja del piso de arriba se confundían con los berridos del bebé de la de abajo. Un viento mordaz le golpeó la cara cuando echó a andar por la acera solitaria. Hubo una época en que le había asustado caminar a esas horas por el barrio, pero ahora ya no. Ahora apenas había robos o peleas, los yonquis habían desaparecido y los delincuentes  parecían haber perdido el interés por aquellas calles mal iluminadas con sus edificios decrépitos, erosionados, que transpiraban la tristeza infinita e imponderable de la vida normal.

Tan solo se escucha el sonido de algún coche a lo lejos y los jadeos del perro tirando del collar. «Está viejo Curro, —pensó Nicolás— viejo como yo, viejo como el barrio, viejo como la vida». Se cruzaron de acera antes de llegar al solar donde había aparecido el cuerpo sin vida de Nico, aún con la jeringuilla enganchada a la vena.  Eso le hizo recordar que tenía que comprar los ramos y limpiar el nicho. Todos los Santos estaba a la vuelta de la esquina. A pesar del tiempo transcurrido, le  seguían asaltando  las mismas preguntas que entonces se hizo y cuando eso ocurría, intentaba pensar en otras cosas, cortar el flujo del pensamiento porque sabía que detrás de cada pregunta se escondía otra, y detrás otra y otra más hasta el infinito, hasta acabar volviéndose loco. Nunca podría perdonarse no haber sabido ver lo que era evidente, no haber luchado lo suficiente para salvar a su hijo.

Al llegar al parque, Nicolás se detuvo junto al campo de petanca y encendió un cigarrillo. Soltó a Curro y le pareció que el animal  le miraba con desaprobación  antes de alejarse olisqueando el terreno. Dejó caer sus huesos cansados en un banco y fumó con delectación. Los cigarrillos le proporcionaban una sensación de ligereza, como si al expulsar el humo se desprendiera también de algo muy pesado. Le gustaba el parque a esas horas, su acogedora penumbra, el recogimiento que le permitía encontrarse consigo mismo. Era el único momento del día que guardaba para él.

«Adenocarcinoma de páncreas en estadio IV. Inoperable— le había dicho el doctor Cruz con un tono neutro de voz. —Podemos intentar frenar el avance del tumor con sesiones de quimio, pero… » Se había negado a seguir escuchando, a someterse a tratamiento alguno. Nada de quimio, nada de radio, dejaría que el tiempo fuera haciendo  su trabajo. Y ahora, dos meses después,  empezaba a notar el deterioro, un bajón importante tanto físico como mental. Nunca se había sentido tan consumido y viejo. Tenía la sensación de que arrastraba su cuerpo por las calles para pasear a Curro, para  comprar el pan, para ir a la farmacia o sacar del banco el dinero de la pensión. Sentía como el tiempo se lo iba llevando todo con su ritmo lento e inexorable, como la vida se había convertido en una despedida continua. 

Se preguntó para qué le había servido pasar media vida encorvado sobre una máquina herrumbrosa, para qué tantos años de penurias y sacrificios ¿Para llegar al momento donde ahora estaba? ¿A esta vejez precaria y desesperanzada? La esperanza, había leído en algún sitio, era un gorro de bufón descolorido con una campanilla en la punta. ¿Quién seguía teniendo ánimos de ponérselo? ¿Quién tenía el valor de quitárselo y dejarlo tirado en la acera? Últimamente le había dado por leer, intentaba encontrar en los libros las respuestas  que la vida no le daba.

Tiro el cigarrillo al suelo y lo apagó con la punta del zapato. Cuando llegara a casa tendría que ir directo al lavabo y enjuagarse la boca con Oraldine para que Candela no notara el olor a tabaco. La imaginó sentada en el salón tal como la había dejado antes de salir, con su vieja bata, con las piernas desnudas calzadas en las zapatilla azules de fieltro, pérdida en la pantalla del televisor sin moverse, con la actitud de quien espera  en la consulta de un médico o en el banco de un aeropuerto la llamada de su vuelo.

No sabría decir en qué momento habían desaparecido el uno de la vida del otro, ¿Quien había dado el primer paso?, ¿Cómo había  ocurrido?  La muerte de Nico había dejado al descubierto la brecha insondable que los separaba. Cada cual había pasado el duelo por su cuenta sin compartir el dolor, expiando sus culpas convencidos de que sobres sus cabezas empezaba a flotar la amenaza de otras pérdidas inminentes.

Intentó recordar cuándo había tocado a Candela por última vez. Se preguntó por qué seguían juntos. Se había casado enamorado, con una muchacha sencilla, tranquila y trabajadora y ahora tenía una mujer amargada, vacía y vieja, llena de miedos que encima debía de curar y ya no sabía cómo, ya no podía. Estaba agotado de ser siempre él quien  recorriera el camino para llegar a ella y de encontrarse  tan solo con un rosario continúo de reproches y quejas. De no ser capaz de  sacar fuera todas esas palabras que permanecían pegadas a su lengua. Ya no soporta los silencios, el modo en que las horas se iban consumiendo, una tras  otra, con el sonido de fondo del televisor.

Nicolás llamó a Curro, le puso la correa y echaron a andar de vuelta a casa consciente de que vivía ya en un tiempo sin tiempo. Abrió la puerta del portal  y encontró, como todas las noches, a la hija de la Ramona pelando la pava con su novio en la oscuridad del rellano. Nicolás encendió la luz, dio las buenas noches y dejó que Curro corriera escaleras arriba mientras él las subía resoplando con la ayuda  del pasamano. Abrió la puerta con su llave y Curro entró como una exhalación, se subió de un salto al sofá y se quedó mirando a Candela, moviendo la cola.

—Me voy a la cama— dijo Nicolás asomando apenas la cabeza. Como todas las noches, antes de acostarse, abrió la puerta de la habitación de Nico y respiró hondo el aire estancado del cuarto. Nada quedaba allí de su hijo, tan solo su ausencia flotaba en aquel escenario vacío, congelado en un orden mudo y perfecto.

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Impostura

Las olas rompen con fuerza contra las rocas. El cielo está gris, cubierto por un velo amarillento, la playa mojada y vacía. Emma observa el vuelo de las gaviotas sobre su cabeza; mira sus huellas en la arena, huele la sal.  El viento húmedo le alborota el pelo y siente frío. Respira hondo el aire marino como si fuera una clase de bálsamo, un analgésico.

«No hay nada que perdure, que no se marchite, no hay nada que no se escurra como arena entre los dedos.»

Sube los escalones tallados en la roca. La casa parece flotar, como un fantasma, en la luz mortecina de la tarde. Esa casa fue una vez su refugio, el lugar donde fue feliz junto a Mario, donde la palabra «amor» podría haber encajado si ella se lo hubiera podido permitir. Pero no podía.

El recuerdo de Mario es el dolor de una herida aún sin cicatrizar. Todo fue tan intenso, tan abrumador. Mucho más importante de lo que se atreve a admitir. Pero había ido demasiado rápido. Mario enseguida quiso que vivieran juntos, que hicieran planes para una vida en común. La acució para que conociera a sus padres, a su maravillosa y encantadora familia e  insistió en conocer a los suyos. «Nunca hablas de ellos —Le decía—. Presiento que hay algo que no me dices.» Mario se había dado cuenta de que ella , a menudo, explicaba anécdotas cambiantes y contradictorias e incluso le había corregido alguna que otra vez su forma de hablar, como aquella en que le dijo: « No es interperie, Emma, se dice intemperie» y ella se había puesto roja de la vergüenza.

De repente todo había encallado. No podía presentarle a su familia, no podía dejar que nadie traspasase esa puerta y vislumbrase lo que ocultaba detrás. No podía dejar que él descubriera su impostura porque entonces la miraría con ojos nuevos y todo lo que había construido se desmoronaría como un castillo de naipes.

Habría podido ser feliz con Mario, pero tuvo que renunciar a él muy a su pesar.

«Todas las historias dejan una huella, todas reclaman su precio.»

Emma se sabe una mujer privilegiada. Tiene una cuenta corriente saneada; una carrera profesional brillante, un círculo social amplio donde despierta interés y  envidias, a partes iguales,  a pesar de ese escudo protector suyo, de esa frialdad que la imposibilita para tener amigos.  Sin embargo, hace mucho que no se siente tan frágil, tan insatisfecha,  tan sola.

En la casa reina un silencio calmo, una especie de paz que intimida. Emma se sirve una copa de licor, pone un viejo vinilo de jazz y se sienta frente al ventanal a contemplar como el día se apaga. Deja que su mirada se funda con la línea del horizonte, allí  donde el mar se junta con el cielo.

Bebe, bebe hasta sentir que todo se emborrona, hasta perder la noción de sí misma y del tiempo, hasta que la música enmudece y entonces se arrastra como puede hasta la cama y llora. Llora, y las lágrimas humedecen  la almohada antes de que la alcance por fin el sueño.

De madrugada se despierta desorientada, con la boca pastosa  y un ligero dolor de cabeza. Cree  estar en el dormitorio de su infancia separado del de sus padres por un estrecho pasillo. Le parece escuchar a su padre subir la escalera. Su forma pesada de andar que hace resonar los peldaños con sus lentas pisadas; su respiración jadeante y el sonido grave de su voz enronquecida por el whisky trasegado durante la timba que organiza, todas las noches, al cerrar el local.  Le parece escuchar los lastimeros murmullos de su madre, preámbulo de la violenta acometida que vendrá. Angustiada, se tapa los oídos, cierra los ojos y  aprieta los dientes como lo hiciera entonces y tararea, en un susurro, la misma melodía que la anestesia como  si fuera un mantra.

Últimamente, sus fantasmas la esperan agazapados bajo la almohada. La niña gorda del Bar Danubio ha empezado a visitarla. Esa niña que pasaba las tardes en soledad sentada a una mesa, donde merendaba y hacía los deberes, impregnada por el olor rancio a vino y humo del local. Desde allí escuchaba conversaciones que tendrían que haber estado vetadas a sus oídos. Esa niña, que  andaba de puntillas por su propia casa evitando el contacto visual, que intentaba hacerse invisible ante su padre por temor despertar su ira y que perdiera el control y la humillara como hacía con su madre, que le gritara, que le pegara delante de todos. Esa niña  miraba de reojo hacia la barra para ver la arruga de preocupación que cruzaba la frente de su madre, su sumisión y su silencio cómplice y sabía que de ella no obtendría apoyo ni cobertura. Percibía, en aquella cara, su propio reflejo y eso hacía que la odiase tanto o más que a su padre, que no sintiera por su madre ni la menor compasión.  Esa niña, que se creía fea, tonta e impotente, había descubierto entre aquellas paredes la línea delgada que separaba la verdad de la mentira: la verdad, que era dura y paralizante, que no ofrecía respuestas claras sino tan solo odio y desprecio mientras que la mentira liberaba, te dejaba elegir. Había vislumbrado, más allá de aquellas calles, la existencia de otra realidad más amable y esperanzadora y se había dicho que un día partiría a su encuentro. Aprendería a escuchar y a  mentir. Se vestiría decentemente, hablaría, comería decentemente porque en definitiva, uno era lo que aparentaba, y estaba decidida a coserse un traje a su medida.

Una realidad detrás de la realidad, una mentira, una impostura, una farsa.

Un día esa niña bajó los escalones de su casa de tres en tres, en silencio y lo más rápido que pudo  se alejó sin mirar atrás. Borró de un plumazo esa parte de su vida, como quien elimina la peste del cuerpo con agua y jabón. El desagüe se tragó a sus padres, su casa y el barrio con su gente gris y miserable. Sepultó bajo capas y capas de brillante barniz a la niña gorda del bar Danubio, la misma que ahora siente que se revuelve, que la llama.  

« ¿Cómo pudo creer que podría vivir en una mentira? »

El día despierta lluvioso, húmedo, frio. La casa parece tan abandonada como su estado de ánimo. Todo está tan limpio y ordenado, tan muerto y tan triste. Palpa fracturas y grietas a su alrededor, nota la inestabilidad bajo el suelo que pisa.  Está estancada, no avanza, no sabe qué hacer con su vida. Es prisionera de aquel juego estúpido que empezó siendo una niña y que la obliga a seguir jugando, a actuar, a sonreír aunque no tenga ganas, a reprimir el deseo, cada vez más acuciante,  de echar a correr y desaparecer.

Se niega a ser la mujer madura y solitaria que, a veces, vislumbra paseando por la playa con la mirada ausente, que arrastra su impostura por la arena húmeda con los bolsillos llenos de años estériles, desperdiciados.

Se da cuenta de que, más que otra cosa, lo que realmente desea es reunir todo aquello que un día separó. Aunar  las piezas para que juntas conformen un todo y así, tal vez, pueda existir un futuro para ella. Ese pensamiento hace que algo se mueva, que algo  se transforme.  Es como si de pronto la casa hubiera comenzado a sudar, huele a algo saturado, algo vivo que la empuja hacia el teléfono, ese aparato que tanto la inquieta.

Le tiemblan las piernas, tiene la boca seca. Mientras marca, intenta concentrarse en los latidos de su corazón

—Diga…

Es ella, su madre. El sonido de su voz es como sumergirse en un baño caliente, algo parecido al consuelo, algo parecido a la clemencia.

—Mama…soy yo, Paquita.

Siente que se afloja, que se desborda y nota las lágrimas resbalar, sin hacer ruido, por sus mejillas. Ese nombre, su nombre, la transporta a un lugar primigenio, al principio de todo.  

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El monstruo entre los monstruos.

El monstruo ha vuelto. Está ahí, en su cabeza. Apareció como una sensación, el recuerdo de algo dormido, un estímulo que encontró terreno fértil y ha crecido y crecido hasta convertirse en  una obsesión. Lo huele, rezuma a través de su piel su olor animal; lo siente en el sabor metálico de su lengua, en el ritmo agitado de su respiración, en cada músculo, en cada fibra de su cuerpo. Está en todas partes, llena su espacio, lo anula.

« ¡Hazlo! —Grita y nota su cólera. — ¡Hazlo otra vez! ¿Por qué no? ¿No lo deseas?» El instinto despierta, nota la adrenalina y con ella la acuciante necesidad de volver a cazar. «Una vez más, solo una vez.»  Por momentos le parece que está a punto de ceder, de dejarse arrastrar por ese deseo de romper el espíritu y someter el cuerpo, por esa sensación insuperable de poder. Imagina una portería, el hueco discreto detrás del ascensor; un callejón oscuro y solitario; la impunidad de un parque bajo el paraguas protector de los árboles. Sí, lo imagina, puede olerlo….

Pero sabe que si lo hacer será para quedarse en ese lugar para siempre, que tirará por la borda el esfuerzo dedicado a volver a ser persona: el tiempo invertido en recuperar ese tiempo que un día se le fue de las manos, en buscar caras nuevas con las que borrar las viejas.  Sabe que entonces la otra parte, su otro yo, ya no será capaz de vivir. Esta vez no podrá engañar a nadie, no podrá volver a mirar a nadie a los ojos. Su agente de la condicional lo notará por mucho intente disimularlo. Lo verá en su cuerpo tensionado, en sus balbuceos, en el temblor de sus manos y en sus ojos, que arden como si les hubieran prendido fuego.

Qué mentira haber creído que podría curarse, una mentira podrida, un espejismo. Lo lleva grabado en su ADN, en su naturaleza depredadora y voraz. « Nada desaparece,  todo espera su momento para volver.» Siente que apenas le quedan ya fuerzas, que su resistencia está a punto de ceder. Aguarda tan solo el resplandor del rayo y el consiguiente trueno que desate la tormenta.

Golpea las paredes, abre agujeros con los puños ensangrentados.

No, no, no…

Se echa una gabardina sobre el pijama apestoso que no se cambia desde no sabe cuándo. Baja las escaleras de dos en tres, de tres en cinco. Sale a la calle sin saber si huye o corre hacia algo. Choca, como una bola de pinball, contra la gente que llena las aceras: Vampiros, zombis, payasos diabólicos, un bullicio festivo de monstruos. Es  la noche de Halloween, ¡Que paradoja! Él es el mayor monstruo que hay en esas calles. El monstruo entre los monstruos, el único que no necesita disfraz. Siente ganas de reír. « ¿Truco o trato? » Debe elegir. Elige trato.

Oscurece ya cuando se adentra en la playa. La luna es apenas una mancha blanquecina tras las nubes de agua que cubren el cielo. El viento transporta el sonido de voces y risas lejanas.

Ya no queda nada por lo que le merezca la pena luchar. No va a volver a provocar dolor, a destrozar vidas, a llevar la infelicidad enganchada a su sombra.  No puede, no va a  volver a traicionarse a sí mismo.

Se desviste y hace un montón ordenado en la arena con su ropa, tal como le  enseñó su madre cuando era niño. Una opresión en el pecho le ahoga. Piensa en el dolor de su madre, en su hijo, al que no ve desde hace más de diecisiete años. Ambos pertenecen a otra vida, a su vida anterior al horror y la cárcel. Avanza decidido hacia el agua helada. Quiere irse desnudo, librar la batalla con las manos vacías. Las olas rompen contra su piel, y nota el frio y la sal cuando se sumerge y deja que el mar lo arrastre hacia adentro. A lo lejos, las luces del paseo marítimo son ya un diminuto punto de luz.

Imagina a su hijo nadando a su lado y  nota como el miedo se neutraliza. Las olas le arrastran de un lado para otro, lo lanzan hacia delante y hacia atrás. No deja de tragar agua. La oscuridad se ha vuelto absoluta y pierde la orientación. Ya no hay orilla, ni tierra, ni cielo. Tan solo la respiración agitada, la rabia del mar que le empuja hacia el fondo, que le arrastra a la nada.

«Sé que me odiáis, lo entiendo. Siento todo el horror, todo el daño que he causado. Entiendo vuestro desprecio, entiendo que no haya perdón para mí. Es justo, no puede ser de otra manera».

Sus pulmones se llenan de agua y por fin la opresión, esa horrible opresión, desaparece.

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Hambre

Moscú. Otoño de 1936.

 Masha terminó de perfilarse los labios y se miró en el espejo. La piel le brillaba como si fuera de porcelana bajo la luz azulada. El vestido rojo, escotado, le apretaba un poco en las caderas pero se ajustaba a su cuerpo como un guante. Se atusó  el espeso pelo rubio con los dedos, se había hecho un  recogido alto, refinado, que enmarcaba sus rasgos bellos y armoniosos. Tan solo sus ojos de un azul helado, determinante, parecían extrañamente fuera de lugar. Distorsionaban con su dureza aquella imagen tan cuidadosamente preparada.

La nostalgia de su familia la seguía corroyendo. Hacía que siguiera rascandose los brazos y la parte interna de los muslos hasta hacerse sangre, que se apretara las sienes con saña para exorcizar el dolor. Le secaba la boca, la ahogaba.

El día que llegó a sus manos el expediente y vio la foto, su gris existencia de funcionaria en el registro civil dio un vuelco radical. Desde ese momento su único propósito fue encontrarlo y cumplir con la promesa que se hizo en otra vida. Acercarse a él, seducirlo, resultó tan fácil que hasta parecía ridículo.

Había ido capeando los embistes del hombre como pudo hasta que la ocasión se  presentó cuando su superior, aquejado de una enfermedad reumática, fue a tomar las aguas termales a un elegante balneario en Sochi y le dejó las llaves de su apartamento. El piso, con cochera incluida,  era el único habitado en un edificio aún sin terminar. Eso le permitía moverse con cierta libertad. Sabía que en el lugar menos esperado podía haber alguien espiando, informando de todos sus movimientos. Incluso entre los pocos amigos que tenía podía haber gente delatora.

Miró el reloj, ya no tardaría. Echó un último vistazo a la cochera que, a través de una puerta, comunicaba directamente con la vivienda y comprobó que todo estuviera en su lugar. Luego cogió de la cocina la botella de vino, la agitó  y observó su contenido a contraluz. La dejó sobre la mesa, rectificó la posición de algún cubierto y observó  satisfecha el resultado. Entonces llamaron a la puerta. Ya no había vuelta atrás, estaba a punto de suceder.

En algún lugar del la Región del Volga. Invierno de 1921.

A principios de año el ejército rojo se había llevado detenidos a todos los Kulaks contrarios a la colectivización. Los soldados arrasaron la aldea, se incautaron las reservas de grano, los animales y toda la comida que encontraron.

Durante la primavera,  familias enteras fueron abandonando el pueblo con dirección incierta en busca de comida. Tan solo quedaron aquellos que habían logrado ocultar provisiones o los que, como el padre de Masha, creían que la ayuda prometida llagaría a tiempo para salvarlos antes de las nieves del invierno.

Pero tras un verano tórrido y reseco, las cosechas estaban ya perdidas cuando las primeras lluvias comenzaron a caer y octubre marcó el comienzo de un invierno temprano. No quedaban animales que sacrificar. Los perros y  los gatos, habían desaparecido hacía tiempo. Entonces empezaron a cazarse ratones y ratas. La gente  escarbaba  la tierra en busca de gusanos y raíces, masticaba la corteza de los árboles y se comía la hierba. Los más débiles, los ancianos y los niños,  enfermaron y comenzaron a morir. Luego llegó la helada, treinta grados bajo cero sin apenas madera para calentar los flacos huesos que asomaban por debajo de la piel agrietada. Con las primeras nieves pareció que el tiempo se detenía. Los niños ya no  jugaban en las calles. Los caminos quedaron enterrados por un manto blanco apenas transitado. La única señal de vida eran las espirales de humo que surgían de algunas chimeneas.

Los días se tornaron tan silenciosos  como las noches. La gente permanecía encerrada en sus casas. Apenas  hablaban, apenas se miraban los unos a los otros. Cuando alguien moría,  todos pensaban que  serian los próximos. Intentaban aguantar, guardar fuerzas, sobrevivir.

Entonces empezaron a escucharse historias sobre personas  que desenterraban los cadáveres congelados para comérselos. La desconfianza se alojo en la comunidad. Se recelaba de los que estaban sanos. ¿Por qué unos estaban sanos cuando los demás estaban famélicos y enfermos? Era como si seguir con vida fuera un crimen.

El delicioso olor de un borscht de patata que borboteaba en la lumbre hacia que el estómago de Masha rugiera. Intentaba matar la impaciencia y el hambre mirando, a través de la ventana, como la luz de la tarde agonizaba ya entre los árboles y cubría de sombras el camino. Su padre  tallaba una figurilla de madera junto a la chimenea; su madre consolaba a la pequeña Nadya a la que le estaban saliendo los dientes de leche. La inquietud de su estomago era una tortura. Decidió salir a buscar un poco de leña para avivar la lumbre.

Estaba en el cobertizo cuando una confusión de voces, de golpes y de gritos rompió la calma quebradiza de la tarde. El sonido de un disparo le heló la sangre. Asustada, corrió hacia la casa. La puerta estaba abierta. Vio a su madre tirada en el suelo con la espalda recostada contra la pared en una postura aberrante. Tenía los labios reventados, la sangre le corría por la mandíbula y le manchaba de rojo el vestido. Un hombre desconocido, un intruso, agarraba a Nadya por la nuca y la alzaba del suelo como si levantara por la piel del morrillo a un perro. Masha gritó. No pudo retener en la garganta aquel grito que parecía venir de muy lejos, de alguien que no era ella, con una voz que no era la suya. El hombre  la miro. El terror la  estremeció al sentir la negra tiniebla de aquellos ojos. Vio que le faltaba una oreja y que una fea cicatriz le cruzaba la cara desde la frente hasta la mejilla. Sus miradas apenas se encontraron durante un segundo, suficiente para que Masha no pudiera olvidar aquel rostro jamás. Echó a correr despavorida hacia la oscuridad helada y silenciosa. Corrió sin mirar atrás hasta que no pudo más y se desplomó sobre el suelo húmedo.

Cuando volvió, su padre yacía muerto sobre un charco de sangre. Su madre sollozaba y gemía en un murmullo, apenas con un hilo de voz. La sopa abandonada y fría reposaba sobre los rescoldos apagados. No había rastro de Nadya.

Masah se dejó caer junto a su madre y la acunó en su regazo. Lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Lloró y rezó por su padre muerto, por el destino fatídico de Nadya, por su madre que no respondía a estímulos, que permanecía muda, con la mirada vacía atrapada en una pesadilla de la que no podía salir. Rezó sobre todo para que Nadya volviera a casa.

Pero sus plegarias no fueron atendidas. No supo de dónde sacó las fuerzas para arrastrar a su padre hasta la cama, para acostarlo y arroparlo como si estuviera dormido; para limpiar las heridas de su madre. Para seguir viviendo con aquel dolor insoportable.

En los días siguientes su cuerpo se llenó de pupas supurantes. Unas pupas que rascaba con saña hasta dejar la herida en carne viva. Sentía que algo poderoso se  iba concentrando en su interior. Una rabia que amenazaba con ahogarla. Volcó muebles, empezó a romperlo todo como una loca hasta que su cuerpo le falló, hasta que le falló el aliento.

Apenas quedaba comida. Unas cuantas patatas entallecidas, unas remolachas arrugadas y resecas. Su madre no había vuelto a hablar, se negaba a comer. La fiebre iba consumiendo lentamente  aquel cuerpo atrapado en el horror. Masha supo que si no hacía algo, ambas morirían.

Estaba en el bosque, escarbando en la nieve en busca de raíces cuando el hombre apareció entre  los árboles pelados. Un hombre harapiento, con el rostro demacrado, los ojos amarillos y  salvajes de una bestia. ¡Quiere comerme! pensó Masha. Reculó hacía atrás aterrada y aferró con fuerza el mango del hacha que siempre llevaba consigo. El hombre se abalanzó, intentó agarrarla. Masha descargó el hacha, con todas sus fuerzas, sobre la cabeza del desconocido.

El sonido la estremeció. La hoja penetró limpiamente en el cráneo, sin apenas resistencia, como si de una sandia madura se tratara. El hombre la miró atónito, incapaz de entender y luego se desplomó sobre la nieve. Masha se acercó con cautela. No respiraba, no se movía. Temblando, rasgó el pantalón hasta dejar su pierna flaca, de un blanco grisáceo desnuda. Apenas tenía consciencia de sí misma cuando empezó a amputarla con el hacha. Unos golpes certeros y la separó del cuerpo. La sangre manaba a borbotones. Sudando hundió un cuchillo en la piel y a través de los cortes, la grasa apareció consistente y del color del maíz amarillo. No olía a nada y siguió  cortando hasta llegar a la carne más profunda.

La grasa chisporroteaba en la lumbre y un olor, delicioso, se extendía por la casa. Masha sentía como sus papilas gustativas despertaban y a pesar de las contradicciones y la pesadumbre que la habitaban empezó a salivar. La carne sabía bien. Parecía cerdo, quizás algo más ácida y fuerte. Intentó una vez más, sin conseguirlo, que su madre comiera. Arropada junto al fuego, su madre estaba ya muy lejos de aquel cuerpo consumido por la fiebre, que era solo  piel, solo  huesos y unos ojos enormes espantados.

«Cuando todo esto haya pasado, da igual cuando y como, te encontraré seas quien seas, y te mataré.»

Su madre murió por la noche sin hacer ruido, Masha colocó el cuerpo en el catre donde yacía su padre y guiada por un sordo instinto de supervivencia, apiló a su alrededor los pocos muebles y madera que encontró. Prendió fuego a aquella pira fúnebre, cogió un hatillo con lo poco que poseía y salió al exterior a observar como las llamas devoraban la cabaña. Luego  echó a andar sin volver la vista atrás. Sin una lágrima, sin entendimiento, sin destino.

Moscú. Otoño de 1936.

El hombre despertó desorientado y desnudo en la oscuridad. La raya de luz que entraba por una puerta entornada apenas le permitía distinguir los contornos de la habitación. Yacía en una camilla atado por el torso y los muslos con cinchas de cuero. Le costaba respirar. La mordaza y la bola que tenia dentro de la boca le impedían articular sonido alguno. Asustado, aún aturdido, intento  liberarse de las correas, pero lo único que consiguió fue que se le clavaran más en la carne. Por encima de su cabeza, una bombilla desnuda se encendió y le deslumbró con una luz fría, casi blanca. Parpadeó, trató de apartar los ojos del estridente cono de luz.

Ella estaba de pie en la puerta. La miró sin poder apartar la mirada de su rostro a pesar de que le costaba trabajo girar la cabeza. Las correas le cortaban la carne en los muslos.

Sudaba cuando ella se acercó lentamente y percibió su olor, él olor familiar de aquella piel que tanto había codiciado. Eso le alarmó, como le alarmó la jeringuilla que vio en su mano. Intentó no dejarse llevar por el pánico.

Trató de decir algo, gimoteó,  presionó con todas sus fuerzas las correas, quiso incorporarse, pero todo esfuerzo resultó inútil. El miedo se adueñó de su cuerpo.

Ella cogió aire, sus labios se abrieron y cerraron como la boca de un pez fuera del agua.

—No sabes por qué estás aquí ¿Verdad? Eres un ciudadano tan honorable, tan leal al estado. Si supieras cuantas veces he soñado  este momento— Recorrió con delicadeza las rugosidades de su oreja amputada, su dedo se deslizó por el surco que le atravesaba la mejilla. — Jamás he podido olvidar tu rostro. Estaba en mis sueños, en mis pesadillas…Toda mi vida me ha conducido hasta aquí. 

Sintió su mano en torno al antebrazo, sus dedos lo palparon buscando una vena.

—Ahora voy a provocarte dolor, mucho dolor. Quiero que sientas lo mismo que sentí yo. Fue un grave error que me dejaras  con vida.

Algo frío e irrevocable  corrió por sus venas paralizándolo. Ella acercó un cuchillo a su pierna y sin titubear lo hundió en la carne hasta que chocó con el hueso. Un dolor lacerante le subió hasta el cerebro y lo sacudió como un rayo. Ella empezó a cortar con mano experta.

—Me gustaría ser capaz de comerte, que tú lo vieras… Pero no tengo estómago. No, ya no… Sospecho que hoy será un buen día para los perros,

El dolor se hizo insoportable. Los contornos de la habitación empezaron a difuminarse. Fue perdiendo la noción del tiempo, la noción de si mismo hasta que finalmente el horror lo engulló y dejó de sentir. Desapareció. 

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Ausencia

Está deshecho tras un  día de trabajo demoledor, pero la sola idea de volver a casa le hace estremecer. No soporta el silencio, no soporta su ausencia que lo emponzoña todo como un veneno: Nadia…

Acodado en la barra, el primer whisky  le resulta suave, analgésico. Los siguientes hacen que todo empalidezca por momentos. El líquido le recorre el cuerpo, lo impregna de una especie de fuerza quebradiza. Poco a poco nota el temblor y los azotes de la embriaguez hirviendo como dióxido de carbono en la sangre.

Cuatro taburetes más allá, una mujer levanta el vaso y le sonríe. Casi puede escuchar el tintineo del hielo al chocar con el cristal. Siente hormiguear el deseo en su entrepierna y se acerca.  Ella lo mira con descaro. Es mayor de lo que parece, la delatan las sombras bajos sus ojos que el discreto maquillaje no puede remediar.

— ¿Tomas otra?

— Es tarde ya.

— Es tarde, pero creo que los dos estamos acostumbrados a las noches sin sueño…

*************

—Tengo que irme— dice ella.

Mientras se viste, él la observa en su frágil  desnudez:  El triangulo oscuro entre las piernas, la blancura translúcida de su piel en la que se transparentan venas azuladas, esa piel que ha perdido su tersura, que ha palpado con ansia  intentando descubrir en ella algo familiar. Ahora, saciado, le parece inimaginable haber deseado ese cuerpo sin historia, un cuerpo que no revela nada, que ni siquiera es vulgar, ni siquiera seductor.

No hay falsas promesas en la despedida. Ella desaparece tras el sonido de la puerta al cerrarse. Él  niega en silencio y entierra el rostro en la almohada. Lo único que desea es dormir, no pensar, abandonarse…                                                                                                 

La luz gris del amanecer lo encuentra tumbado en el sofá con la mirada perdida y una expresión estúpida. Tiene ganas de vomitar, la sensación de que todo se desmorona. En el espejo contempla su rostro abotagado, los grandes surcos violáceos bajo los ojos, los pequeños capilares rotos junto a la nariz. El agua de la ducha arrastra la peste del cuerpo, los rastros de sexo que rezuma su piel.

Una raya de coca, el aguijonazo necesario para ponerse en marcha.

Atrás queda el silencio, la ausencia. La ciudad, ahí fuera, es un torbellino saturado de anhelos. Definitivamente, su vida va camino de convertirse en una enfermedad terminal.

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La caracola

Él salió dando un portazo y ella se dejó caer contra la pared con la sensación de no pisar tierra firme. Un miedo, paralizante, la atravesaba como una corriente continúa.

Su sola presencia la intimidaba. Su voz imperiosa. El cuerpo rotundo, provocador, con el pecho adelantado y los hombros rectos: su seguridad aplastante, su profunda satisfacción por sí mismo. Ella, en cambio, cada día se sentía más miserable y oprimida. Su mirada se había ido apagando, su voz se había vuelto tenue e insegura. Sus movimientos, antaño agiles, eran ahora pesados e imprecisos. Su aspecto ya no encajaba con su edad.

Que poco queda de aquellos que fuimos…

Se acercó a la ventana y contempló el exterior. A lo lejos, el tenue resplandor de la ciudad era como los rescoldos de un fuego apagado. Eso era ella, un triste rescoldo consumido y frio. Marco era el fuego y ella la leña. La incendiaba, la carcomía lentamente hasta  convertirla en ceniza.

Ya no puedo más…

Sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas y se echó a reír. Lo contrario de llorar es reír, le había dicho su abuela siendo ella una niña. Cuando tengas ganas de llorar ríe, verás como las lágrimas se neutralizarán. Solo hay que llorar por lo verdaderamente importante, por lo irreversible.

La recordó sentada en su vieja mecedora en un rincón del jardín fumando un cigarrillo sin filtro. El tabaco era la única debilidad que se permitía. El pelo blanco; los ojos azules, acuosos; los labios pintados de carmín rosado. Una vez le regaló una caracola marina con el caparazón grueso, de nácar brillante. Un objeto mágico, le dijo. Escucha su interior, escúchala cuando tengas miedo, cuando estés triste y te sientas perdida. Deja que el sonido del mar arrastre tu pesar. Busca entonces las respuestas en tu interior…

¿En qué me he convertido?

Buscó la caracola por toda la casa hasta encontrarla en un viejo baúl. Su tacto le produjo un ligero estremecimiento. Se tumbó en la cama y la apretó contra su oído dejando que aquel sonido marino, resacoso y profundo la envolviera.

«No dejes que Marco te intimide ni te haga sentir mal por ser como eres». La voz de su abuela venía de muy lejos, de un lugar remoto, inalcanzable. «No dejes que el miedo te paralice, recupera el control. El conoce tus miedos, puede hacer contigo lo que quiera, te tiene en su poder».

«Sufres por tu propia indecisión, por tus dudas, por el miedo a los sueños muertos y el miedo a una vida sin sueños. No dejes que ese amasijo de angustia y autocompasión que mantienes enterrado ahí abajo  te  ahogue. Déjalo salir. Las heridas cicatrizan mejor si las dejas al aire».

—Pero, ¿a dónde voy a ir? — Murmuró a la estancia vacía — Más allá de estas paredes solo hay  incertidumbre, un mundo desconocido donde tendría que entrar sola…

«Busca tu sitio. Huye de esta frágil realidad, de esta tristeza infinita en que se ha convertido tu vida. Escogiste un camino equivocado. Te perdiste  y no es fácil volver a empezar, pero debes ser fuerte e intentarlo. Desprenderte de todo y echar a andar. Lo contrario es  retrasar lo inevitable. No lo pienses, dale a reiniciar».

Abrió los ojos con una sensación extraña, sintiendo una determinación que antes no tenía. El efluvio de un olor conocido flotaba en el aire. Un olor entrañable a jazmín y cigarrillos. El aroma de su abuela.

Miró a su alrededor y se sorprendió de que todo siguiera exactamente igual que antes, que no hubiera señal alguna de que su mundo acababa de cambiar de forma fundamental, definitiva.

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La guerra interior – Parte 2

Allí donde vayamos siempre nos perseguirá la guerra.

Gabriela 

Ahora dormíamos juntos. Unas noches en mi habitación, otras en la de Gabriela. Había montado un cuarto oscuro en el lavabo. Allí revelaba las fotos que guardaba, las que no enviaba a su agencia. Colgaban de una cuerda como si fueran ropa tendida. Fue la primera vez que vi lo que veían sus ojos. Imágenes de perros escuálidos aventurándose por un laberinto de cascotes y hierros retorcidos. Una mujer empujando un carrito de bebé, un niño agarrado a su falda, la mezquita al fondo, con los minaretes partidos, humeante y moribunda. Una anciana  acuclillada junto a una pared, un capazo con cebollas recubiertas de tierra reseca. En sus ojos el desconcierto, el miedo soterrado bajo la falsa apariencia de normalidad del mercado. Instantáneas cotidianas de la ciudad maldita.

Bebíamos, bebíamos sin parar. Saqué unos vasos, puse una botella de bourbon sobre la mesa. Gabriela se dejó caer en un sillón y yo me acomodé a su lado. Tras las cortinas echadas tan solo se escuchaba el suave golpeteo de la lluvia contra el cristal. Los snapieristi, los francotiradores serbios, esa noche  nos ofrecían  una tregua. Ella apoyó su cabeza en mi hombro, su dedo acariciaba los bordes del vaso. Le hablé de mí, de nosotros… Imaginé una vida juntos en otro lugar. Intenté sacarla de aquella incertidumbre de mujer cansada, de aquellas maneras suyas de perdedora. Quise que me hablara de ella.

—Dime quien eres. ¿De dónde vienes, Gabriela? ¿Qué te atormenta?… —El silencio fue su respuesta, la tristeza. —Se que estuviste casada ¿Sigues casada? Necesito saber…

Se inclinó hacia mí. Cierto desafío en su mirada, otro tono al hablar.

—Hubo un hombre, mi marido. Fue hace mucho, en Argentina. Si empiezo a contarlo no acabaré nunca. Si empiezo a pensar en ello, me muero… No me hagas más preguntas. Nunca. — Su aliento me rozó la cara, la voz pastosa  — Esa es la única condición que impongo. Me gustas, yo te gusto, eso es todo.

Tuve la sensación de estar ocupando el lugar de otro, de otro que la había poseído, que la había estrechado entre sus brazos hasta romperla.

En la plaza del mercado, las hojas de los árboles  titilaban al calor de las llamas. El humo ascendía hacía el cielo gris cubierto de nubes. Copos de ceniza flotaban en al aire. Las balas silbaban por encima de nuestras cabezas, impactaban en las fachadas de los edificios, perforaban las paredes. La gente huía a la carrera por los callejones. Reinaba un caos absoluto. Decenas de heridos gemían entre los cascotes, cuerpos mutilados, cuerpos de ancianos, de mujeres, de niños que frecuentaban a aquella hora temprana el mercado. Charcos de sangre, frutas y hortalizas, ropa, zapatos, todo esparcido por el asfalto formando una imagen patética. Un coche de la cruz roja se paró junto al nuestro. Intenté hacerme una idea de la situación. Gabriela saltó del coche y corrió hacía donde había caído la bomba. Como poseída, empezó a fotografiarlo  todo. Allí,  expuesta al peligro, ajena a las balas que atravesaban la plaza, parecía desafiar a la muerte. Grité su nombre. No me oyó, o no quiso oírme. Me arrastré y tiré de sus piernas hasta hacerla caer.

— ¿Estás loca? ¿Acaso quieres que te maten?

Clavó su mirada en mí, una mirada que flotaba por encima de las cosas. Sus ojos trasparentaban  ausencia. Rompió a llorar. Aquel cuerpo se sometía a unas leyes que yo no entendía. Tuve la sensación de estar lejos de todo, la certeza de que Gabriela era una extraña.

—Nunca más vuelvas a hacer esto. Me oyes. Nunca más…

En las noches, las pesadillas habitaban sus sueños. Gabriela se revolvía inquieta en la cama. Susurraba palabras ininteligibles,  frases confusas,  inconexas. Se despertaba empapada en sudor. Yo la veía delirar, hundida en un mundo que solo ella podía ver. Algo la habitaba, algo que había ocurrido, algo desconocido de lo que huía. Sus ojos me asustaban, parecían los de alguien que había muerto muchas veces.

—Ya pasó— le decía—Descansa, descansa…Le agarraba la mano, la apretaba entre mis brazos, le acariciaba el pelo. Ella no respondía a mis caricias.  Sus labios se  movían lentamente.  —El dolor me mata, estoy rota por dentro… —La voz magnética. Luego parecía subir  a la superficie como un pez boqueando en busca de oxigeno. —No tengo, no  tenemos derecho a quejarnos, Nosotros no…

Paseamos por las callejuelas del antiguo zoco, en el barrio turco de Bascarsija. El panorama era desolador. La gran mezquita de Dzmija gemía malherida entre cascotes y agujeros de granada. Coches y maderos quemados, piedras y ladrillos. Los comercios permanecían cerrados, los escaparates ennegrecidos por la pólvora, destrozados por la metralla. Se oían algunos disparos espaciados en la lejanía. Nos sentamos frente al rio,  en un muro que a duras penas se mantenía en pie. La tarde comenzaba a caer y las aguas titilaban con las últimas luces del día. Dos niños rebuscaban  en la orilla, sus caras habían perdido el candor, la pureza de la infancia. Dos niños viejos.

—La primera víctima de la guerra es la inocencia— dije pasándole el brazo por el hombro.

—La guerra te hace madurar rápido. O devoras o te devoran…

Unas campanas tañendo a lo lejos. Noté como su cuerpo se estremecía.

—Odio el sonido de las campanas. Las campanas jamás olvidan. Tocan a muerte…

—Ya no tengo suficiente estómago para seguir aquí. —Dije — Vayámonos Gabriela. Busquemos  un lugar donde todavía haya  esperanza… —Le agarré la mano, ella apenas respondió a mis caricias.

— ¿Irnos, a dónde? — Barrió el aire con la mano — No hay otro lugar. Allí donde vayamos nos perseguirá la guerra.

Estaba ahí, a dos pasos y constantemente lejos.

Me levanté,  a través de la ventana observé la noche. Gabriela dormía un sueño agitado,  enmarañada en las sábanas su cuerpo temblaba, sus piernas se movían inquietas, gemía, de repente manoteaba  en el aire y luego el brazo quedaba colgando fuera de la cama. Sus labios empezaron a moverse lentamente…

—Raúl, ¿estás ahí?…— Balbuceó apenas.

—Estoy aquí, Gabriela. No pasa nada.

—No te vayas. Quédate. Tengo miedo.

— ¿Miedo, de qué? Todo está tranquilo.

—Estoy muerta de miedo, pero no puedo hablar de ello.

Me acerqué. Un poso de sueño en sus ojos. La voz aguardentosa.

—Anda, si. Cuéntamelo.

—Sueños, Raúl. Siempre el mismo sueño.

—Y ¿qué sueñas?

Un repentino sollozo la estremeció. Comenzó a hablar,   lloraba al mismo tiempo.

— Cada noche sueño con las campanas, quiero que paren. Tengo tanta sed… Todo está oscuro pero siento  ruido de botas, el jadeo de un perro. Algo me tapa la boca, no puedo respirar, el calor, el calor terrible que me quema el interior de los muslos, los genitales…— Sus uñas se clavaron en mi espalda — No puedo soportarlo, creo que voy a reventar… Quieren que les diga dónde está Armando y yo no quiero pero ellos me llevan de los pelos a rastras, me golpean, me dan patadas. El aliento de un perro en mi cara, quiero gritar, pero de mi cuerpo solo sale una especie de aullido, un gruñido que no es humano… — Deliraba, casi podía ver en sus pupilas las imágenes que la atormentaban— luego más golpes, me vuelven a tapar la boca.  Otra vez el calor, me arde el vientre, me desgarran y entonces hablo, les digo lo que quieren saber. Puertas que se abren y se cierran, cesa el zumbido de la electricidad, cesan los ruidos. Queda tan solo el silencio roto por el tañido de las campanas a lo lejos.

Lloraba, su rostro era el de una mujer que había muerto muchas veces.

—Tranquila, Gabriela. Eso ya pasó, ya pasó… Ahora estamos juntos, los superaremos juntos.

—Pero no te das cuenta. Denuncié a Armando, los militares lo detuvieron y nunca más le volví a ver. Yo lo maté, Raúl, yo lo maté… Abrázame, abrázame fuerte… Estoy vacía, estoy rota,  la destrucción me persigue allá donde vaya. No me ames Raúl,  aléjate de mí. No soy buena.

Alzó la cabeza, me miró. La oscuridad  en sus pupilas, la ausencia. Estaba junto a Gabriela, pero ya no la sentía.

La mañana siguiente, Gabriela no quiso salir en el jeep. Dijo que necesitaba estar sola, que se quedaría trabajando  en su improvisado laboratorio. Necesitaba pensar, solo eso. Imágenes confusas me asaltaron durante todo el día. Ángulos, fragmentos, detalles que  reunía sin llegar a conformar la figura resultante. Sin embargo, eran tantas las señales, tantos los  matices, tendría que haberlo visto.

Me desperté en la penumbra gris del amanecer. Una pálida luz anuncio de un pálido día. Me frote los ojos y a tientas busqué a Gabriela entre las sábanas. No estaba. En la habitación no había rastro de su presencia. Me levante y a medio vestir corrí hasta su cuarto. La puerta estaba entornada, las fotografías habían desaparecido del lavabo, el armario vacío, ausencia… La sensación de no pisar tierra firme, una angustia indecible me atenazó el estomago. Me asomé a la ventana. Como una sombra la vi subir  en un vehículo de la ONU. Grité su nombre. El coche arrancó, sus faros despertaron del letargo y un cono de luz iluminó la larga avenida. Sabiendo ya que la había perdido, bajé como un loco las escaleras. Los pulmones me ardían cuando atravesé el hall del hotel y salí al exterior. Ni rastro, el coche había desaparecido en la calle desolada, engullido por aquella ciudad maldita.  Gabriela se convirtió en niebla, se  esfumó con el aire.

Densos nubarrones cubrieron el cielo.

Jamás la volví a ver. 

*La novela “La noche detenida” de Javier Reverte me ha servido de mucha ayuda para ambientar la ciudad sitiada de Sarajevo. 

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La guerra interior – Parte 1

Allí donde vayamos, siempre nos acompañará la guerra.

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Raúl 

Por mucho que lo intento no consigo olvidar. De noche su recuerdo me asfixia. A veces, siento que el antiguo dolor se reaviva como una herida abierta. Han pasado mucho tiempo pero no puedo evitarlo. La vida me ha convertido en un viejo traje lleno de rotos…

El cerco de Sarajevo  cumplía ya su octavo mes. La guerra de Bosnia abría los informativos,  ocupaba las primeras páginas de los periódicos: Sangre y cadáveres, bombardeos,  gentes famélicas y desesperadas,  cementerios repletos de tumbas sobre las que llorar a los muertos. Cenizas y humo en la ciudad cercada. Me alojaba en el  Holliday Inn, el único hotel que aún permanecía abierto. Compartía el alquiler de un todoterreno blindado con un equipo de la Rai. Recorríamos las calles, filmábamos los bombardeos, la destrucción,  le mostrábamos al mundo el dolor y la muerte.

La luminosa sala del comedor principal del hotel,  reunía a toda suerte de  contrabandistas y especuladores,  croatas sobre todo, pero también musulmanes vestidos con trajes caros, vistosos relojes y anillos de oro. En el comedor trasero, con su aire de rancio cuartel, nos recogíamos, a la hora de la cena,  los corresponsales y los equipos de TV.  Charlábamos y bebíamos. Relajábamos la tensión, intentábamos  olvidar, por momentos, todo el horror que nos rodeaba.  Fue allí  donde vi por primera vez a Gabriela. Recién llegada, bajo la protección de un convoy de alimentos y medicinas de la ONU, aun llevaba puesto el chaleco antibalas; el casco y las cámaras descansaban sobre la mesa. Bebía sola a pesar de que parecía  conocer a todo el mundo. Aquella noche no pude apartar los ojos de ella. La observé con  mirada ebria. Su rostro era increíblemente hermoso. Enrico la invitó a sentarse a nuestra mesa. Le ofreció  una plaza en nuestro coche y ella aceptó. Me pareció directa y vivaz, consciente de que no pasaba desapercibida  y sin embargo, tuve la sensación de que actuaba como si fuera la sombra de otra mujer. Cada detalle, cada gesto parecía estar habitado por su contrario. Cuando  hablaba, con aquella boca hecha para los besos, yo sentía como si algo, un dolor lejano, le atenazara el corazón. Sus ojos parecían estar muy lejos bajo la capa de tristeza que los cubría.

En Sarajevo amanecía pronto. Con la primera taza de café, aguardábamos el crepitar del parte en la radio: Hay heridos en Marsala Tita, cerca del Palacio del Gobierno. Allí corríamos  apretujados entre cámaras, bolsas y  aparatos de sonido. El chaleco y el casco militar,  la adrenalina corriendo por las venas como el mercurio. Atravesábamos la «avenida de los francotiradores», la ancha calle  era como una enorme trinchera hecha de coches destruidos, cajas de camiones y esqueletos de vagones de tranvías. Un muro de hierro y chapas oxidadas cosidas a balazos. Decenas de peatones, un gentío entristecido, esperaba junto al muro protector, cargados de bolsas,  la  oportunidad para pasar rumbo a quién sabía dónde. Resonaban los disparos y las explosiones. Esa música que se había convertido en la banda sonora de la ciudad.

Durante esos días, Gabriela  demostró  su arrojo, su  temeridad a la hora de conseguir las mejores imágenes. El único vínculo que nos unió  aquella primera semana, fue el del riesgo compartido, la continuidad de los instantes, el momento a momento. Aún no sabía nada de ella. Nada salvo aquello que intuía. Las miradas que empezábamos a intercambiar y que decían más que las palabras; el impulso que nos hacía avanzar por las calles; su risa clara de quien no tiene nada que perder. Bebía bastante, tal vez demasiado, aunque no iba a ser yo quién se lo reprochase.

Una noche me despertó de un sueño agitado el tableteo bronco de una ametralladora. No pude volver a dormir. Inquieto, salí de la habitación buscando algo de sosiego y a oscuras bordeé la galería hasta el ala sur, la zona inhabilitada del Holliday expuesta a los francotiradores.  Recorrí  pasillos destrozados, salas vacías heridas por las balas y las granadas. Al fondo vi la silueta recortada de Gabriela. Observaba  el exterior a través de una ventana sin cristales abierta a la noche. El fulgor de la brasa de su cigarrillo,  el humo flotando en la penumbra,  el resplandor de las balas trazadoras cruzando el cielo junto al sonido espaciado de los disparos…

—Tú tampoco puedes dormir— No pareció sorprendida de verme. Sus ojos fatigados no rehuyeron  el contacto  con los míos. Tras el humo del cigarrillo, parecían encontrarse muy lejos.

— ¿Por qué dispararán durante la noche? —  le pregunté.  Encendí un cigarrillo y me acomodé a su lado.

—Por el día disparan contra las personas —dijo ella—, por la noche quieren mantener el miedo despierto, recordarnos que están ahí esperando,  que pronto entrarán a sangre y fuego.

Me sentía  observado a través de un misterio al que no tenía acceso.

— Qué razones te  impulsan a estar  aquí, en esta guerra, cuando…

—La de sobrevivir— Me contestó sin dejar que terminara la frase.

Tomó un sorbo de whisky directamente de una botella y luego me la ofreció. Sus labios brillaban, húmedos. Sí, bebía demasiado.

—En qué piensas…

— En nada, solo observo la noche. Me calma.

— ¿Qué hay detrás de esos ojos, qué ocultas ?— Ella me sonrió con tristeza.

—No hay nada, no oculto nada, solo aguardo…

— ¿Qué aguardas?

— No sé, aguardo el día de mañana, y el de pasado mañana…

Se acodó en la ventana ignorando las detonaciones que sonaban lejanas. Su perfil pálido destacaba sobre el fondo de la noche, la mirada perdida en el horizonte. El viento le agitaba el pelo y un mechón le rozó la cara. La deseé como hacía tiempo que no deseaba,  como se desea  algo perdido que regresa. Me acerqué. El azar nos había juntado en aquel instante. Abracé su cuerpo por detrás, olí su pelo, ella se volvió.

— Protégeme, Raúl, protégeme. —  Su fortaleza se había desvanecido. Tiritando se apretó contra mí. Una niña asustada

Le acaricié las mejillas. Nuestras bocas se encontraron.

Hicimos el amor. Fue algo cálido, pausado, sensual… luego se vistió y desapareció sin decir apenas nada. Sentí que el hechizo se desvanecía. La realidad se impuso con el lejano sonido de los disparos.

¿Qué sería de nosotros mañana?

Durante el día era como  si nada hubiera ocurrido.  Recorríamos las calles capturando el horror de la guerra. Por las noches nos encontrábamos en aquellos pasillos oscuros destrozados por las balas, en las salas llenas de muebles rotos y de escombros. Nos amábamos junto a aquella ventana abierta a la noche, a la oscuridad, al vacío…

Gabriela se estaba adueñando de mí. Me consumía  como un fuego, era como una fiebre.

Una tarde, Enrico apareció a última hora por mi habitación. Se sentó a esperar que terminara de escribir mi crónica. Me ofreció un cigarrillo, encendió otro para él. Aspiró el humo hasta el fondo,  luego lo expulsó y me miró con semblante serio.

—No es asunto mío— me dijo— pero ándate con cuidado. No dejes que Gabriela te destroce el corazón…

— ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes de ella?

—Aparte de lo evidente: que es Argentina y fotógrafa free lance, poca cosa más. Alguien me contó que estuvo casada y que aquello no salió bien. Rumores…No es mujer para ti, Raúl, hazme caso. No te enamores de ella, no te conviene.

Continuará…

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Anca, una historia más

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Anca se cansó de buscar a Lenuta , parecía como si a su amiga se la hubiera tragado la tierra. Tampoco le importó demasiado, la fiesta era tan excitante… Se sirvió una copa de vino blanco frio y salió a la terraza, a la noche cálida. La estrella de Venus ya parpadeaba en el cielo despejado, la ciudad, bajo sus pies, latía prometedora. Observó el fluir lento del tráfico por la elegante avenida, los regios edificios y más allá, los jardines y el río Dâmbovița con sus aguas negras y titilantes. Hechizada por toda aquella magia cosmopolita, por aquel mundo en el que sentía que todo podía suceder, se olvidó de la fiesta, de las personas, incluso dejó de escuchar la música hasta que una voz cerca de su oreja, le hizo volver al presente.

— ¿Nos hemos visto antes?

El hombre que le hablaba llevaba un traje caro, azul marino. Un buen corte de pelo cuidadosamente repeinado. Le sonreía con los ojos, con la boca, con los labios húmedos y los dientes blanquísimos. Toda su vida, pensó Anca, había fantaseado con un encuentro así y ahora que estaba sucediendo,  sintió que flaqueaba y tuvo que apoyarse con torpeza sobre la barandilla. Él la agarró del brazo y fue como si la salvara de precipitarse al abismo de la noche.

—Cuidado —le dijo —. No me gustaría perderte, ahora que te he encontrado.

El juego de seducción fue de lo más directo. Estaban tan cerca que sus hombros se rozaban, su cuerpo se tensó al inclinarse hacia él y percibió el aroma a madera y cítricos de su colonia. Deseó que la apretara entre sus brazos, que la besara…

—Me llamo Iván— dijo él. —Eres preciosa…

Al decirle su nombre, Anca notó que se sonrojaba.

—Me muero por estar contigo—le susurró y ella sintió su aliento cálido al oído—no hay otra cosa que más desee…

En ese momento decidió que llegaría hasta el final, la llevase adonde la llevase.

Acabaron la noche en un hotel. De repente se estaban besando, ya no llevaba puesta la blusa, las manos calientes y secas de Iván le acariciaban los pechos desnudos y luego bajaban hasta su entrepierna, jugueteaban con el elástico de sus bragas y anhelantes se abrían paso hacia su sexo. En una vorágine de deseo y placer, acabaron yaciendo desnudos y exhaustos en la cama. Había sido tan excitante que apenas podía soportarlo. Esto no tenía nada que ver con ninguna de sus experiencias anteriores. No era como esos otros encuentros descafeinados y previsibles, esos encuentros rápidos y resecos a los que estaba acostumbrada.

—Me gustaría quedarme—le dijo él acariciándole el pelo—. Pero dentro de unas horas salgo para Bruselas. Quiero verte otra vez.

Se despidieron junto al Promenada Mall, en el distrito de Floreasca. Anca aguardó en la acera hasta que el coche desapareció y luego corrió hasta la parada de metro más próxima. Con un poco de suerte su madre aún no se habría levantado, estaría durmiendo la mona con su nuevo novio. Iván le había dicho que la llamaría a la vuelta.

Pasó los días sirviendo hamburguesas como una autómata. En su cabeza solo había lugar para él. ¿Será diplomático? fantaseaba, ¿trabajará en el Parlamento europeo? Era tan guapo, tan sexy… nadie la había tratado nunca así. No paraba de conjeturar: ¿Me llamará? Dijo que lo haría, pero… igual ya se ha olvidado, igual no he sido más que otro polvo, un calentón… pensar así la llenaba de angustia, la desasosegaba, sentía ganas de llorar.

Y entonces, el jueves por la tarde sonó el teléfono y era él. «No puedo dejar de pensar en ti» le dijo «me estoy volviendo loco». Lamentablemente tenía que viajar a España el fin de semana. Negocios que no podían esperar. ¿Querría ella acompañarlo? El trabajo solo le ocuparía la mañana del sábado, después tendrían todo el tiempo para ellos, para haraganear al sol, para bañarse, para hacer el amor hasta terminar agotados. Le enviaría un billete de avión. Un chófer la recogería en el aeropuerto de Málaga. «Ven, por favor» le suplicó «no puedo aguantar más sin verte».

Lo primero que pensó es que nunca había estado así con un hombre, que nunca había salido del país, que nunca había montado en un avión, pero en un arrebato le dijo que sí. Cuando colgó sintió la adrenalina corriendo por sus venas, la excitación, la inquietud que le producía la aventura.

 

Le resulta imposible discernir cuánto tiempo lleva ahí tirada cuando oye un movimiento detrás de la puerta. Quizá unas horas. Quizá días… Recuerda vagamente el viaje en avión, al hombre que la recogió en el aeropuerto con un coche negro, después el vacío, la nada. El dolor, y un frió helado han calado en su cuerpo, el miedo  forma parte de ella.

La puerta se abre lentamente. En la penumbra gris y borrosa que entra por la ventana, una figura cruza el umbral y se le acerca. Anca apenas logra distinguir algo, su corazón se detiene. En mitad del cuarto está Iván.

Intenta hablar, pero tiene la boca tan seca… De alguna manera consigue incorporar su cuerpo dolorido, apoyar el hombro en la pared.

Dos hombres han entrado detrás y se han quedado junto a la puerta. Puede que uno sea el chófer que la trajo hasta la casa, no sabría decirlo. Iván se detiene frente a ella y la mira con calma, sin sentimientos, como si nunca la hubiese visto antes. Su zapato se clava medio palmo por debajo de sus costillas y siente como el dolor se extiende hacia el estómago y la paraliza. Encoge las piernas y acurrucada intenta protegerse con las manos.

La segunda patada le acierta en la espalda. Anca grita pero de su boca no sale más que un murmullo ahogado. Con los ojos abiertos de par en par mira a Iván. No puede creer que esto esté pasando.

Iván la agarra del cuello. Ella intenta coger aire, pero antes de que le dé tiempo, un puñetazo en la cara hace que la mirada le centellee y suelta un grito de dolor, de humillación, de desconcierto.

— ¿P-por qué me haces esto? —solloza.

Iván la vuelve a coger del cuello, no le llega el aire, va a morir estrangulada.

— ¿Crees que me importas algo? —contesta, y suelta una risotada seca y apática—. Joder, eres más ingenua de lo que imaginaba, pequeña puta de mierda ¿Acaso pensabas que estaba loco por ti? No te enteras de nada. Para mí eres un trozo de carne, dinero, nada más que dinero.

La sangre le brota de un corte en el labio. Iván la suelta, se vuelve y dice algo en lo que parece ser ruso. Uno de los hombres asiente con la cabeza.

Antes de salir habla en rumano, para que Anca lo entienda —Encargaros de esta puta. Cuando hayáis terminado, explicarle lo que esperamos de ella y lo que le pasará si nos causa problemas.

Anca no tiene fuerzas ni para girar la cabeza. Los pasos de Iván se alejan del cuarto y escucha como los de los dos hombres se acercan. Por el rabillo del ojo los ve desabrochándose la bragueta y entonces rompe a llorar, les da la espalda y se abandona…

 

 

 

 

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El musulmán más solitario del mundo

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¿Cómo ha podido pasar? Se pregunta mientras camina por ese barrio desconocido como si estuviera borracho. Pero, ¿qué ha hecho? Se huele las manos, lleva impregnado su olor en la piel. Su cabeza bulle en contradicciones. Por momentos se siente inmundo, impuro. Lo único que desea es meterse bajo la ducha y refregar con saña su cuerpo, eliminar el más mínimo rastro de lo que ha ocurrido, pero por otros… por otros se dice que no ha habido nada sucio, que ha sido excitante, placentero. Se ha sentido como hacía mucho que no se sentía.

Camina y siente la presión aplastante de la realidad, la pesadez de su propia existencia. Tiene ganas de llorar, le gustaría llorar hasta vaciarse y luego, olvidarse de todo y no pensar. En el bolsillo del pantalón, el trozo de papel con su número de teléfono le quema. Está a punto de hacer una bola, de tirarlo en la primera papelera que encuentra, pero algo poderoso se lo impide. Entonces, lo dobla y lo guarda en uno de los compartimentos de su cartera.

Oscurece. Marwa y sus hijos le esperan para cenar. «Alá, alabado sea tu nombre, perdóname, perdóname, perdóname…».

Durante los días siguientes tan solo pensar en el tacto de su piel, en su boca, en su olor, hace que el vello se le erice, que le cueste respirar. El viernes, al salir del matadero, una fuerza irrefrenable le impulsa a llamar. Vuelven a estar desnudos en la cama, a explorar hambrientos cada recoveco de sus cuerpos. Hay mucho sentimiento en lo que hacen, es algo cálido, profundo… desea que Andrés le abrace, que se pegue a su cuerpo, que le susurre que todo está bien. Ellos dos, en las cuatro paredes del cuarto, no hay nada más real, pero cuando se despiden, cuando se aleja, la euforia se transforma en angustia, en miedo.

Esa noche no se atreve a mirar a Marwa y a sus hijos a los ojos.

Ha empezado a rezar. Le preocupa no llevar una vida justa. Quiere abrirle su corazón a Alá antes de que sea demasiado tarde. Cuando piensa en Andrés la oscuridad se apodera de su interior, entonces recita en voz alta versos del Corán, palabras cuyo significado ni siquiera conocía, versos que le ayudan a exorcizar sus demonios, a sentir que es posible cambiar. Pero con cada rezo, con cada oración, descubre que no es un buen musulmán. Alá le niega esa paz que busca en sus plegarias.

El invierno se vuelve primavera, los días se alargan dolorosamente. Apenas se relaciona con sus compañeros de trabajo. Frecuenta la mezquita, pero reza en soledad, vive en soledad… se ha convertido en el musulmán más solitario del mundo.

Se siente desdichado, frágil ¿Quién es ahora? se pregunta intentando recordar cómo era antes de Andrés, antes de la angustia, de las noches en vela, del cansancio infinito que le provoca la lucha sin tregua que mantiene consigo mismo. Se promete no volver a llamar. Por momentos lo cree, no volverá a verlo, pero pensar en su cuerpo, en sus manos recorriendo su piel, en su boca, hace que flaquee, que se desmorone. Entonces corre a su encuentro como si no fuera él quien marcara el rumbo, empujado por una fuerza mayor. No es solo sexo, es algo más grande que el mero deseo, algo tan hermoso como devastador.

Los atentados de las Ramblas sacuden Barcelona. Sigue los sucesos en los informativos. A pesar del horror, siente que hay algo heroico en lo que han hecho esos chicos, la valentía de entregar su vida por una causa en la que creen. Se han ganado un lugar en el paraíso.

De repente ve, con una claridad abrumadora, que ha desperdiciado su vida. Es un mal musulmán. Debería haber respetado y honrado a sus padres, a su familia, pero no lo ha hecho. Cuando Marwa le escudriña preocupada, cuando le pregunta que le pasa, calla. Teme que lo intuya, que lo descubra todo, que lo más privado se haga público.

En cierto modo es como si estuviera muerto, como si su cuerpo solo fuera cáscara, una fina carcasa deshabitada y hueca.

Toma una decisión, ahora lo ve claro. Verá una última vez a Andrés, se despedirá de él.

Cuando Marwa y los niños duermen, mete lo que necesita en una bolsa de nailon marrón y con ella al hombro cruza el oscuro pasillo en silencio. Mientras se aleja una nostalgia abrumadora se apodera de él. Lanza una última mirada hacia la casa, a la vieja ventana con las persianas bajadas y toma aire. Los sonidos del tráfico se fusionan en un único zumbido en sus oídos.

Andrés le espera. Hacen el amor como si nada fuera a cambiar. Al terminar se quedan tumbados, exhaustos, bocarriba. Samir fija la mirada en el techo, los ojos húmedos de dolor. No se atreve a mirarlo, sabe que esta burbuja de casi felicidad va a explotar cuando rompa el silencio.

—No tengo sitio para esto —dice finalmente. Su voz es frágil, apenas un susurro.

— ¿Sitio para qué? —pregunta Andrés acariciándole el pelo ensortijado. Mirándole con sus ojos verdes y sinceros.

—Para lo que hacemos —contesta —. Para ti, para mí. No hay sitio para nosotros…

Lo ha hecho. Camina por las calles como si no supiera a donde se dirige. El azote de un vahído repentino hace que se apoye contra una pared para no perder el equilibrio. Es como si un abismo se abriera en su interior ¿Qué va a hacer? Va a destrozar la vida de Marwa, de sus hijos, de Andrés… No puede pensar más en ellos. Ahora debe ceñirse a su plan.

Casi sin darse cuenta está frente a la fachada, delante de la puerta principal… Coge aire, se obliga a absorber el oxigeno lo más hondo que puede.

No sabe de dónde saca el coraje y las fuerzas, pero de pronto está dentro de la comisaría. Ha sido más fácil de lo que pensaba. Saca el cuchillo de la bolsa y al grito de Ala es grande se abalanza sobre la agente que hay en la recepción. La mujer, sorprendida se atrinchera tras el cristal. Por el rabillo del ojo, como a cámara lenta, ve a dos policías correr hacia él. Oye sus voces distorsionadas mientras sacan sus pistolas y luego el sonido de las detonaciones. EL impacto le empuja hacia atrás. No siente dolor mientras se desploma y su cara golpea contra las baldosas del suelo. Hecho un ovillo empieza a llorar « No hay nadie, excepto Alá, subhanahu wa ta’ala, alabado sea el altísimo» susurra. Después el silencio, el más absoluto de los silencios.

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Residencia «Los Nogales»

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Cuando sus suegros se van, Encarna se encierra en el lavabo y se pone a llorar.                   ¡Qué vergüenza! ¿Cómo ha podido olvidarse de poner las almejas en agua con sal? La paella estaba llena de arenilla, incomible. Todavía le parece ver la cara de su suegra, esa mala pécora, disfrutando, aprovechando la ocasión para dejarla en ridículo delante de todos. Si no fuera por lo que es, ya le iba a decir cuatro cosas a esa bruja, pero claro, Eugenio siempre le da la razón. A su madre que no se la toquen pero a ella, a ella le pueden hacer y decir perrerías, que él se queda tan pancho. Como si ella no fuera su mujer, como si no fuera la madre de sus hijos. A veces, hasta le parece que disfruta. «Ya te acordarás» se dice « a cada cerdo le llega su San Martín».

Nunca tendría que haberse casado. Con lo a gusto que estaría sola, sin nadie que le chiste, entrando y saliendo, haciendo lo que le saliera del moño. Cometió un error y los errores se pagan. Apenas se casaron, ya Eugenio le prohibió que se juntara con sus amigas de soltera. « Un nido de cotillas, tanto hablar, tanto hablar. ¿Qué tienes tú que hablar con nadie?». Y ella no se opuso y dejó que le fuera comiendo terreno. Confundió su vida con la de su marido y más tarde con la de sus hijos y cuando echó cuentas, su marido y sus hijos tenían una vida, y ella no tenía nada. Todo lo hizo pensando en ellos, olvidándose de ella. Así están las cosas ahora, que la toman por un cero a la izquierda.

Que poco queda de aquel Eugenio con el que se casó. Que poco les duró el deseo y la complicidad, que pronto llegaron los reproches. Si fuera capaz, daba una espantada y ahí se quedaban todos. ¡Ya la iban a echar de menos, ya! Se iban a enterar de lo que vale un peine. A ver quien les iba a cocinar, a planchar, a ver quien les iba a quitar la mierda. Porque se han acostumbrado a que se lo den todo hecho, todo son exigencias, que no valoran nada. Eugenio, el día que ella falte, se ahoga en un vaso de agua, que no es capaz ni de cambiar una bombilla y, anda que no se las da de listo ¡Más que nadie! Todo porque hojea los periódicos y escucha las tertulias de la tele, aunque enterarse, enterarse, no se entera de nada, que no tiene criterio el pobre, que tiene la cabeza llena de las ideas que le meten sus amigotes. Eso sí, si ella opina sobre algo la mira con desprecio, con aires de superioridad. « ¿Qué sabrás tú?» le dice. Y ella podría contestarle bien contestado, que a veces le dan ganas, pero se la guarda, porque hace ya tiempo que aprendió que una mujer no debe enmendarle nunca la plana al marido, que los hombres necesitan sentirse muy hombres, que hay que decirles que lo hacen todo muy bien si no quieres malas caras y malos modos. Y sus hijos, maldita la hora en que los parió. Todo el día pidiendo, que parece que no tienen fondo y luego, ahí te las apañes, si te he visto ni me acuerdo. Un par de egoístas es lo que son. Claro que si por ella fuera…pero Eugenio les consiente todo y al final, ella acaba siendo la mala.

Encarna se observa en el espejo. Los ojos hinchados, la cara abotagada. Está hecha una facha. Se mira el pelo reseco; los tres dedos de raíces canosas. Necesita un tinte con urgencia. Últimamente se ha dejado mucho. Ya se encarga Eugenio de recordárselo: «Cada día estás más gorda, Encarna. Cada día te pareces más a tu madre». A su madre, la pobre, que la tiene atravesada, que no la traga ni en pintura. Y es verdad, con tanto disgusto le ha dado por comer, por atiborrarse con ansia de todo lo que pilla en la nevera. La ropa le queda tan estrecha que apenas cabe en ella.

Se siente tan triste, tan sola. La gente huye de los tristes por miedo al contagio. La tristeza es contagiosa.

Si no fuera por su trabajo, Encarna ya habría hecho una locura. Pero su trabajo le encanta, es su parcela personal, un espacio lejos de la influencia de sus hijos y de su marido donde el aire se vuelve más respirable, donde se siente libre y puede ser ella misma. No ve la hora de que llegue el lunes, de perderlos a todos, por un rato, de vista.

Lo primero que hace Encarna al llegar a la residencia es mirar el parte de incidencias. Hoy parece que la noche ha sido tranquila. Luego se toma un café bien cargado y, cuando siente que la cafeína le hormiguea por las venas, se pone manos a la obra. Hay que levantar a los viejos y darles el desayuno. Allí nadie le chista. Es la veterana, la más antigua de la plantilla y eso le imprime autoridad frente a sus compañeras, la mayoría ecuatorianas a las que hay que vigilar en corto para que no se escaqueen, que lo que es trabajar no les gusta mucho. Encarna piensa que no es racista, pero donde se ponga una española que se quiten todas estas panchitas, que hablan que no hay quien las entienda, que no saben hacer la o con un canuto.

Recorre el pasillo abriendo las puertas de las habitaciones mientras vocea que hay que levantarse, que ya es la hora.

—A ver— dice entrando en la primera y descorriendo las cortinas para que entre la luz, —arriba, gandulas, que hay que desayunar. Venga, Prudencia, no te hagas la remolona. No la vayamos a tener…

Nada más tirar de las sabanas nota el olor. Siente que se enciende cuando ve las manchas marrones y la humedad en el colchón.

—Ya te lo has hecho otra vez, ya te lo has hecho otra vez… Me cago en la hostia, Prudencia, pronto empezamos. Guarra, que eres una guarra, mira como te has puesto. Lo haces por fastidiarme ¿es eso, no? quieres joderme…

Prudencia la mira asustada, intenta protegerse de ella con las manos.

— ¡Incorpórate!— le ordena. Ni se te ocurra pegarme que te doy. Sube el brazo, sube el brazo coño, que si no te saco el camisón a la fuerza, aunque tenga que arrancarte la cabeza…

«El trabajo te libera, o ¿era te hará libre?» Se pregunta Encarna. No importa, no sabe quién dijo eso, pero que razón tenía. No hay nada como el trabajo para olvidar los problemas, para descargar la tensión. No hay ninguna otra terapia que se le parezca.

 

 

 

 

 

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La señora Ramona y su hija Ramoneta

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«…Este trabajo, es una revisión de la monografía titulada “Psicosis Menstrualis” publicada por el psiquiatra Krafft-Ebing a finales del siglo XIX. El Doctor Escobar y su equipo han llevado a cabo un estudio exhaustivo, más de 275 casos de psicosis cíclica relacionada con la menstruación, un trastorno que, aún hoy en día, la mayoría de los psiquiatras no están familiarizados con él…»

Si cierro los ojos vuelvo a ser aquel muchacho que llegó a Barcelona a comienzo de los años 70 con una beca a cuestas para estudiar medicina. Vuelvo a pasear por sus calles efervescentes en los días, templados y luminosos, del veranillo de San Miguel, cuando los árboles empezaban a alfombrar las aceras con tonalidades rojizas y naranjas. Que poco imaginaba que aquel otoño, suave y melancólico, derivaría en un invierno helado, el más amargo de mí vida.

Si cierro los ojos vuelvo a ver a la señora Ramona ensimismada con la melodía de un Aria de Puccini, a Ramoneta ojeando una revista mientras juguetea distraída con un mechón de su pelo. Me veo entrando y saliendo de la casa cargado de libros y apuntes, respirando la tristeza que impregnaba todos sus rincones. Recuerdo los apuros de las dos mujeres obligadas a alquilar una habitación a estudiantes para poder salir adelante. La señora Ramona y su hija, Ramoneta, una mujer de aspecto infantil y gordura amorfa, tan tímida que no levantaba la vista del suelo, que tartamudeaba y tardaba tanto en articular las palabras que era al final la madre quien rellenaba los silencios y acababa las frases. Dos mujeres laceradas por la soledad, por la precariedad en que las había sumido la muerte prematura del marido y la extraña enfermedad que padecía Ramoneta. El patrimonio familiar había ido menguando al tiempo que las amistades desaparecían dejándolas abandonadas a su suerte.

Me veo despertándome en la madrugada alertado por los gritos provenientes de la habitación donde dormían. Aullidos de animal, golpes sordos, el estropicio de cosas al romperse. L a primera vez, sin atreverme a intervenir, escuché a través de la puerta los sollozos de Ramoneta, los intentos de su madre por calmarla.

Esos episodios se repetirían de forma cíclica. Ramoneta había pasado temporadas ingresada en psiquiátricos con un diagnóstico, erróneo, ahora lo sé, de trastorno bipolar. Estaba medicada con ansiolíticos y anti-psicóticos que no impedían que todos los meses, coincidiendo con la menstruación, sufriera ataques de furia descontrolados, momentos de confusión, de ideación delirante que al remitir la sumían en un estado apático, en una forma de accionar lenta y desarticulada.

Fui el paño de lágrimas de la señora Ramona. La acompañé al Monte de Piedad a empeñar las pocas cosas de valor que les quedaban. Llamaba en su nombre a viejos conocidos a los que pedía ayuda y de los que solo obtenía escusas e indiferencia. «La pobreza les hace temblar» me decía cuando colgaba «Para ellos somos unas apestadas, nos ven como una afrenta…»

Recuerdo la noche que la encontré tiritando bajo la lluvia, buscando a su hija. La luz que proyectaban las farolas sobre el pavimento mojado, los árboles oscuros, empapados. El latir de la sangre en mis sienes era como el redoble de un tambor mientras corría por las calles solitarias.

Vislumbré a Ramoneta sentada en un banco. Los coches al pasar iluminaban, como un faro, su figura inmóvil. Estaba descalza, la bata abierta mostraba la morbidez de su carne desnuda. Lloraba. Apenas me vio echó a correr. La llamé, fui tras ella. Atravesábamos las calles sin mirar, el corazón se me salía por la boca, los pulmones me ardían. Cuando la alcancé, caímos enredados sobre los charcos de la acera. Se revolvió, empezó a golpearme, a chillar. Intenté inmovilizarla. Su llanto y sus gritos atrajeron a algunos transeúntes que se arremolinaron alrededor e intentaron separarnos. Creían que la estaba agrediendo. Les grité que intentaba ayudarla, que solo quería llevarla de vuelta a casa.

«El diablo está aquí» me repetía la señora Ramona como un mantra «siento que me ronda. Pero no le temo. Mi único miedo es lo que será de mi hija el día que yo falte. No podré morir tranquila»

Cuantas veces me reproché no haber sido capaz de calibrar la hondura de aquellas palabras. Me veo, antes del horror, llamando insistentemente al timbre. Dejé la maleta en el suelo, regresaba de pasar la Semana Santa con la familia y abrí con mi llave. Me recibió la oscuridad y un fuerte olor que se me agarró a la nariz.

Mi voz reverberó por el pasillo llamando a las mujeres. El gabinete estaba vacío, las cortinas corridas. Algo no iba bien.

— ¿No hay nadie en casa? Grité sabiendo que no obtendría respuesta.

Dejé la maleta a los pies de mi cama, abrí las persianas. Todo permanecía en su orden perfecto.

En la cocina los platos reposaban en el escurridor junto con las tazas y las cucharillas del desayuno. Orden y limpieza. Aquel olor, sin embargo, lo invadía todo.

« ¿Dónde andarán?…»

Fui a su habitación, golpeé los nudillos contra la madera oscura.

—Sra. Ramona ¿Está usted ahí? Voy a entrar…

Con el corazón en un puño, giré el pomo y empujé la puerta. Allí el olor se hacía irrespirable. Escudriñé en la oscuridad, encendí la luz y entonces las vi.

Ramoneta estaba en la cama, una muñeca dormida con su camisón azul. Supe que estaba muerta, amorosamente muerta. La señora Ramona yacía en el suelo junto a un charco de vómitos. Tenía la piel azulada y una mueca de horror en la cara. Sobre la mesilla frascos de fármacos vacios y una botella de salfumán volcada en la alfombra. El líquido derramado se había comido los colores y la vida de la anciana…

Los aplausos me traen de nuevo a esta sala de congresos. Es mi turno de palabra. Me pongo en pie con una sensación agridulce « Esto es por ti, Ramoneta» murmuro y de camino al estrado disfrazo la tristeza dibujando una sonrisa en mi cara.

 

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Solos en multitud

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Cuento de Silvia Soler. Traducción libre de Conrad Crad.

Nieves busca un vestido para su hija de diecisiete años que ha acabado la ESO. Se pasea por las tiendas, desganada, acariciando faldas de tul y corsés de satén. Se pregunta si a Verónica la favorecerá más un azul turquesa o un salmón. También se pregunta qué modelo se ajustará más a su cuerpo imposible, consumido hasta el extremo, casi inexistente. Después de horas de subir y bajar escaleras mecánicas, después de notar cómo crece la ampolla del talón derecho, después… se da por vencida. Verónica no querrá ponerse ningún vestido de fiesta. Verónica no querrá ir a la fiesta de graduación. Verónica no quiere vivir, lo ha dicho cientos de veces este último mes. Entonces ve en un escaparate un brazalete ancho, lleno de brillantitos, y lo compra. Le tapará las cicatrices de la muñeca.

Nieves sale de la tienda y comienza a caminar entre el gentío. Camina poco a poco, como si estuviera medio dormida. Un hombre gordo y sudado pasa por su lado y la hace tambalear. Unas adolescentes gritonas pasan deprisa, la empujan y ríen. Una señora mayor avanza por la derecha y, al pasar, le da un golpe en el tobillo con el bastón. Es un golpe de nada, pero le hace daño. Se agacha y se frota el hueso dolorido. Siente cómo una lágrima, que le resbala por la mejilla, queda suspendida en el aire y cae sobre su falda blanca. Piensa que no hay para tanto, pero llora, allí agachada, mientras continua frotándose el tobillo. La gente pasa por su lado y la esquiva. Arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda. Esteban, que hace pocos días que es el alcalde de su pueblo, no sabe cómo hará para gobernar en minoría. Sergio, que tiene el estomago lleno de mariposas porque esta noche estrena un monólogo en una sala pequeña del barrio de Gracia. Alberto, que acaba de ver a su mujer, de lejos, celebrando con grandes risas las bromas de un compañero de trabajo. Como quien no quiere la cosa, la ha cogido por el codo para atravesar la calle. Mirella, que se ha quedado a una décima de entrar en la facultad que quería. Joel, que hoy ha sabido que han escogido a su hermano gemelo, Quim, para la selección de básquet junior y a él no. Mariona, a quién la empresa le ha ofrecido marcharse a trabajar a Suecia para no quedarse en el paro. Ella sola. A Suecia. Qué frio. Ricardo, que pasea por el centro comercial porque le han dicho que el resultado del Tac no estará hasta aquí una hora. Juan, que quiere sentir voces, oler cuerpos, tocar pieles y mirar caras antes de llegar a casa, donde solo encontrará silencio y la mirada perdida de su madre que le preguntará quién es. Julia, que se ha encallado a media novela y no encuentra el camino para avanzar hacia el final que ya tiene decidido desde hace un año. Cecs, que añora a su hermano después de tantos años, hoy con más fuerza, sin motivo concreto. Añora llamarlo al despacho y quedar para tomar una cerveza antes de ir a casa. Lo añora, y eso que no lo han hecho nunca. Murió cuando todavía estudiaban. Samuel, que en este centro comercial no ve tiendas, ni una, pero se sabe de memoria los bares, los restaurantes y cafeterías, todos los establecimientos donde ahora mismo podría entra y pedir una cerveza, un vaso de vino o un cubata. Nuria, a quién han nombrado jefa de pediatría advirtiéndole que deberá despedir a diez personas el mes que viene. Josep, que tiene planteada la batalla más dura, contra el enemigo más intimo; ha de vencer a su yo antiguo y lleno de prejuicios. Sabe que no puede hacer otra cosa que ceder, dejarse ir y respirar si lo que quiere es volver a mirar a su hijo sin verlo desnudo, en la cama, con otro hombre. Es lo que su mujer espera de él, lo que todos esperan de él. Y Verónica, que mira más allá de la gente buscando el cabello rubio de su madre. Le ha de decir que Max la ha llamado para pedirle que vaya con él a la graduación, que le ha dicho que sí. Que necesita un vestido, quizás blanco, o salmón, o azul turquesa. Su madre la ayudará a escoger.

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La breve carrera de Daisy Bloom

 

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Una nota en Los Ángeles Times rezaba: Identificado el cadáver de la mujer encontrada en una playa de Santa Mónica. Se trata de la señorita Daisy Bloom una joven aspirante a actriz. Según la autopsia, la muerte se produjo por estrangulamiento después de ser brutalmente violada, presentando desgarros en la vagina y el ano…

 

No me gustan los entierros. Bajo el paraguas observo a los sepultureros bajar el ataúd con una expresión de condolencia artificial. La madera roza las paredes de la fosa. Una niña se acerca y arroja unas margaritas en el agujero. Cuando termina la ceremonia, breve y trivial, me alejo en silencio. Atrás quedan los resoplidos esforzados de los hombres, el eco sucio de las palas arrojando la tierra.

 

Daisy Bloom ¿Por qué a ella? He visto a tantas chicas quedarse en el camino. A tantas sucumbir al alcohol, a las drogas, caer en la locura… ¿Pero esta barbaridad, este ensañamiento ? Me pregunto quién puede haber hecho algo así, que parte de culpa tengo yo en esto.

Empiezo a estar cansada. A veces siento que el tiempo se ralentiza, que el aire se vuelve más denso. Ya no soy aquella chica ambiciosa dispuesta a todo. Mi coraza se resquebraja, me vuelvo vulnerable. Entonces sueño con una vida tranquila, con un lugar donde poder reconciliarme con aquella que fui.

¡Si supieran cómo odio esta ciudad! Hollywood es un acuario envenenado lleno de chicas guapas nadando, de un lado para otro, mientras los tiburones esperan el momento de hincarles el diente. Conozco bien a ese tipo de hombres que seducen con palabras bonitas y falsas promesas. Yo misma fui uno de esos pececillos inocentes antes de convertirme en una rémora dispuesta a sobrevivir a toda costa, a sacar la mejor tajada posible.

 

Porque yo era una muchacha hambrienta como Daisy Bloom. Otra más de los cientos que llegan a Hollywood, con un ridículo título de reina de la belleza bajo el brazo, persiguiendo un sueño. Pensaba que las grandes compañías caerían rendidas a mis pies, que me convertiría en una estrella.

 

¡Pobre estúpida! Destrocé mis tacones visitando agentes, recorriendo productoras en busca de una oportunidad que no llegó. Por las noches, desesperada, lloraba de impotencia. Pero… ¿Qué podía hacer? Los Ángeles es una ciudad repleta de chicas sensacionales; criaturas misteriosas de belleza etérea y cuerpos voluptuosos con las que es imposible competir. La disyuntiva era clara. Podía trabajar tras una barra, convertirme en otra de esas camareras que esperan una oportunidad mientras ven como se les pasa la vida sirviendo copas o podía relacionarme con hombres con el fin de que me llevaran al lugar donde quería llegar. Estaba en una encrucijada.

Fue una noche en Flamingos, mientras oteaba la pista de baile desde la barra, que se me acercó Milton Hewitt. Pensé que era un ligón más, el tipo de hombre que cuando ve a una mujer sola, no puede resistir el impulso de intentar seducirla. «Oh, no, no pretendo ligar —me dijo burlón cuando vio mi cara de hastío —Es algo más sucio. Quiero ganar dinero contigo. Eres una starlet, y los hombres se vuelven locos por las starlets. Conozco a muchos que pagarían un montón de pasta por conocerte. Así que si haces lo que yo te diga las cosas serán muy, muy buenas para los dos.»

Comencé a asistir a fiestas, a conocer a hombres: actores, políticos, empresarios… A ganar dinero. Milton me abrió las puertas de Hollywood, me enseñó la profesión, hizo de mí una estrella. ¿Acaso importa que no fuera del tipo que yo había soñado? Cuando aprendí el negocio me instalé por mi cuenta. Me convertí en la mujer independiente que soy.

Conocí a Daisy Bloom en una de aquellas fiestas. La descubrí en la cocina, comiendo a hurtadillas. Hacía días que no probaba bocado, que no podía pagarse una habitación donde dormir. En el tiempo que llevaba en los Ángeles apenas había conseguido algunos trabajillos mal pagados: dos pruebas de cámara; algún posado, ligera de ropa, para esas fotos que tanto gustan a nuestros soldados. Estaba tocando fondo. Comenzamos a hablar. Me contó de su vida en un pequeño pueblo de Tejas, de los sueños que la habían traído hasta aquí. Los ojos se le humedecieron cuando mencionó a la hija que había dejado en tutela hasta que pudiera hacerse cargo de ella. Le mandaba dinero todos los meses. Me conmovió su ingenuidad. Era como un cervatillo herido, la desesperación reflejada en sus ojos inocentes y provincianos. Entonces le dije que podía ayudarla.

 

Daisy fue una de las muchas chicas que han trabajado para mí. Su cara siempre reflejó, como una mancha indeleble, como un antojo de vino en la mejilla, la vergüenza que le provocaba acostarse con hombres por dinero. A veces, al mirarla, algo me sobrecogía y me llenaba de aprensión. Hacía que me sintiera sucia.

El repiqueteo de mis tacones en el asfalto me devuelve a la realidad. Cuando Johnny ve que me acerco, lanza lejos el cigarrillo y corre a abrirme la puerta del coche. El interior huele a cuero nuevo, a efluvios de mi perfume de 50 dólares la onza. — A casa— le digo mientras me acomodo en los asientos de atrás e intento disipar los nubarrones que me empañan la razón. No puedo permitir que los fantasmas de todas esas chicas me remuerdan la conciencia. Quizás algún día deba enfrentarme a mis actos pero de momento no quiero pensar en eso. Es imposible interrumpir el flujo inexorable de la vida. — Llévame al Polo Lounge, Johnny. —Le digo cambiando de opinión, y siento que tomo de nuevo las riendas — Me vendrá bien un Bloody Mary…

 

 

 

 

 

 

 

 

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El amor

 

 

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Cuento de Mercè Rodoreda del libro «la meva Cristina i altres contes»

Me pesa hacerle abrir la puerta cuando acababa de cerrar, pero es que su mercería es la única que me coge de paso al salir de la obra. Ya hace unos cuantos días que miro el esca­parate… Dará risa el que un hombre de mi edad, sucio de cemento y cansado de trajinar por los andamios… Permítame que me seque el sudor del cuello; el polvo del cemento se me mete en las grietas de la piel y con el sudor me escue­cen. Bueno, yo quería… En su escaparate hay de todo menos de lo que yo quisiera…, pero quizá no lo tiene usted puesto porque no está bonito ponerlo. Tiene usted collares, alfileres, hilos de todas clases. Se nota que esto de los hilos es una cosa que a las mujeres las vuelve locas… Cuando era pequeño anda­ba en el canasto de la costura de mi madre y ensartaba los ovillos en una aguja de hacer punto y me entretenía dán­doles vueltas. Da risa el que un grandullón como yo era se divirtiese de esa manera, pero, ya se sabe, cosas de la vida. Hoy es el día de mi mujer y seguro que se cree que no voy a rega­larle nada, que no me acuerdo. Lo que yo quisiera, en las mer­cerías a veces lo tienen dentro de unas cajas grandes de car­tón… ¿Qué le parece a usted si le regalase un collarcito? Pero no; no le gustan. Cuando nos casamos le compré uno con las cuentas de cristal color vino de Málaga; le pregunté si le gustaba y me dijo; sí, me gusta mucho. Pero no se lo puso ni una sola vez. Y cuando le preguntaba, de vez en cuando para no cansarla: ¿no te pones el collar?, decía que era de mucho ves­tir para ella, y que si se lo ponía le parecía que parecía una vitrina. Y no hubo manera, no señor, de sacarla de ahí. Rafae­lito, nuestro primer nieto, que nació con un montón de pelos y seis dedos en cada pie, utilizó el collar para jugar a las cani­cas. Bueno, veo que la estoy entreteniendo, pero es que hay cosas difíciles para un hombre. A mí, mándeme usted a com­prar lo que sea de cosas de comer, no soy de esos a los que avergüenza ir con el cesto; al contrario, me gusta escoger la carne; el carnicero y yo somos amigos desde el nacimiento; y también escoger el pescado. La pescadera, bueno, sus padres, ya le vendían pescado a los míos. Pero cuando se trata de com­prar cosas que no sean de comer… ya me tiene usted más per­dido que un mochuelo en pleno día. Aconséjeme usted. ¿Qué cree usted que puedo regalarle?.. ¿Dos docenas de ovillas de hilo?… De diferentes colores, pero sobre todo blanco y negro, que son los colores que siempre hacen falta. A lo mejor le acertaba el gusto, pero ¡vaya usted a saber! A lo mejor me los tiraba a la cabeza. Según como esté; a veces, si está de mal humor, me trata como si fuese un chiquillo… Después de treinta años de matrimonio, un hombre y una mujer… La cul­pa de todo la tiene el exceso de confianza. Yo siempre lo digo. Pero, claro, tanto sueño dormido junto, tantas muertes, tan­tos nacimientos y tanto pan nuestro de cada día… ¿Y unas cuantas piezas de cintas? No, claro que no… ¿Un cuello de ganchillo?… A ver, un cuello de ganchillo. Me parece que nos vamos acercando…, un cuello de ganchillo. Ella tuvo uno de rosas, con capullos y hojas. Sólo te faltan las espinas, le decía yo para reírme siempre que se lo cosía a un vestido. Pero ahora ya apenas se arregla, sólo vive para la casa. Es una mujer de su casa. Si viese usted cómo lo tiene todo de brillante… Las copas del aparador, ¡madre mía!, creo que las limpia tres veces al día, y con un paño de hilo. Las coge de una manera que parece que no las toca, las pone todas encima de la mesa, y dale que te pego, venga darle vueltas al paño por dentro. Y luego vuelve a ponerlas en su sitio, unas junto a otras, como si fuesen soldados con un gorro muy grande. ¡Y el culo de las cacerolas!… No parece sino que la comida en lugar de cocer­la dentro tuviera que cocerla fuera… En casa todo huele a limpio. ¿Qué se cree usted que hago yo en cuanto llego? ¿Coger el periódico o escuchar el parte?… Sí, sí; ya me encon­traré preparado un baño de agua soleada en la galería; me obliga a enjabonarme de la cabeza a los pies y ella misma me enjuaga con una regadera. Ha hecho una cortina a la medi­da, de rayas verdes y blancas, para que los vecinos no me vean. Y en invierno tengo que lavarme en la cocina. Y el trabajo que le queda luego, recogiendo el agua que se derrama por el suelo. Y si llevo el pelo un poco largo, me riñe. Y todas las semanas ella misma me corta las uñas… Bueno, sí, esto que hablábamos del cuello de ganchillo, pues no sé… ¿Y unas madejas de lana para un jersey?… Claro que no sé las que necesitaría…Y también comprar lana con este calor y rega­larle una cosa que le dará más trabajo… Permítame que lea lo que dice que hay dentro de las cajas. Botones dorados, boto­nes de plata, botones de hueso, botones mate. Encajes de boli­llo. Camisetas para niño. Calcetines de fantasía. Patrones. Pei­nes. Mantillas. Ya, ya veo que tendré que decidirme porque si no me decido usted terminará por echarme a empujo­nes. Bueno, ahora que ya hemos hablado un rato y que he cogido un poco más de confianza, ¿sabe usted lo que de verdad de verdad me gustaría? Unos calzones de señora… lar­guitas. Con una puntilla rizada abajo que haga como un volante y una cinta antes del volante pasada por los agujeros con las puntas atadas en un lazo. ¿Tiene usted?… Y tanto que me ha costado decírselo. Se volverá loca de alegría. Se los pondré encima de la cama sin que se dé cuenta y se pegará la gran sorpresa. Le diré: ve a cambiar las sábanas, y se extra­ñará mucho; irá a cambiarlas y se encontrará con los calzo­nes. ¡Ay!, se le ha atascado la tapa. Estas cajas tan grandes son dificultosas para abrir y cerrar. Ya está. Tanto sufrir por nada. Los que me gustan son estos que tienen la puntilla más rizada porque parecen como de espuma… La cinta, ¿azul? No, no. El rosa es más alegre. ¿No se le romperán enseguida, ver­dad?.. Como es tan hacendosa y no se está un momento quie­ta…, por lo menos que estén reforzados. A mí me parece que son fuertes, y si además usted lo dice…Y el tejido, ¿es de algo­dón? Parecen bien hechos. Ya se fijará ella, ya. Y no se lo calla­rá, no. Me gustan, dirá. Y basta. Porque es de pocas palabras, pero dice todas las necesarias. ¿De qué medida?.. Madre mía, ahora sí que estoy perdido. A ver, extiéndalos… Ella, ¿sabe usted?, está redonda como una calabacita. Por el pernil necesita por lo menos lo que tienen de cintura. ¿Y dice usted que ésta es la medida mayor que tiene? Si parecen de muñeca. Cuando tenía veinte años le hubieran sentado como un guante…, pero nos hemos hecho viejos. Claro, ¿qué le va usted a hacer? Tam­poco yo puedo hacer nada. Lo que pasa es que no veo ningu­na otra cosa que pueda gustarle. Ella siempre ha querido cosas que sirvan Y ahora, ¿qué hago?, dígame. No voy a presentarme con las manos vacías. Como no sea que compre algo en la pas­telería de la esquina… Pero, claro, no es eso. Un hombre que tra­baja tiene tan poco tiempo para las cosas de cumplido…

 

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Un sueño invernal

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Microrrelato de John Connolly del libro «Música Nocturna».

 

De pequeño iba a un colegio construido junto a un cementerio. Me sentaba en el último pupitre de la clase, el que quedaba más cerca de las tumbas. Pasé varios años dando la espalda a aquel terreno siniestro. Recuerdo cómo, al acabarse el otoño y cobrar fuerza el invierno, el viento empezaba a soplar a través del marco de la ventana y yo pensaba que aquel aire tan frío era como recibir el aliento de los muertos en la nuca.

Un día, en lo más crudo del mes de enero, cuando la luz ya empezaba a desvanecerse al dar las cuatro de la tarde, miré hacia atrás y vi que un hombre me devolvía la mirada. Nadie más reparó en él, solo yo. Tenía la piel gris, como la ceniza que lleva mucho tiempo al fuego, y los ojos tan negros como la tinta de mi tintero. Se le habían retraído las encías, lo que le daba un aspecto enjuto y famélico. Su rostro dejaba traslucir un profundo anhelo.

No me asusté. Puede parecer extraño, pero digo la verdad. Sabía que aquel hombre estaba muerto, y que los muertos no tienen más poder sobre nosotros que el que estemos dispuestos a concederles. El hombre rozó el cristal con los dedos sin dejar ninguna huella, y luego desapareció.

Fueron pasando los años, pero nunca lo olvidé. Me enamoré y me casé. Tuve hijos, enterré a mis padres y envejecí. El rostro del hombre de la ventana de mi colegio se fue volviendo más reconocible, y me pareció verlo en todos los cristales. Finalmente me dormí, y al despertarme ya no era el mismo de antes.

Hay un colegio construido junto al cementerio. En invierno, al amparo de la penumbra, me acerco a sus ventanas y rozo el cristal con los dedos. Y, a veces, un niño me devuelve la mirada.

 

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La pitillera de plata y la navaja de nácar que estuvo la guerra.

 

 

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Cuento rescatado del fondo del cajón.

Era un día soleado de domingo. Una mañana todavía fresca de principios de abril. Los árboles lucían, orgullosos, sus hojas nuevas; las ramas cuajadas de brotes verdes y brillantes. Los pájaros revoloteaban y saltaban de una rama a otra entre medio del follaje y se llamaban con sus trinos, contentos.

La gente paseaba entre los puesto de viejo del mercado de Los Encantes: Matrimonios con niños; parejas de enamorados hablándose al oído; hombres solos con un diario bajo el brazo; algún que otro soldado con el petate a la espalda. Todos miraban, se paraban en un puesto y cogían, ahora una figurilla de porcelana, ahora una cajita de conchas, ahora una pitillera que parecía de plata. Miraban y remiraban comprobando su estado. Preguntaban precios, regateaban, unos compraban y otros volvían a dejar los objetos en su sitio y seguían paseando entre aquel bullicio festivo del mercado impregnado por el olor del tocino frito que se escapaba desde el bar que había en una de las esquinas.

Una mujer miraba una pitillera de plata y al conocer su precio, la dejó caer bruscamente y se alejó caminando entre los puestos.

—Perdona el atropello—le dijo la pitillera a una navaja con la empuñadura cuarteada de un nácar todavía brillante— no ha sido mi intención caerte encima. Esta gente de hoy en día no tiene respeto ni educación. Desconoce las buenas formas.

— ¡Qué gran verdad!, eso que dices—le contestó la navaja con un pequeño chirrido de dolor— Antes, la gente apreciaba los objetos y nos daba nuestro sitio. Ahora, en cambio, el afán consumista los devora y dejamos de ser deseados apenas nos consiguen. No te había visto antes. ¿Eres nueva, no?

— ¡Gracias por el piropo! Nueva, nueva, la verdad es que no soy. Ya tengo mis años, pero sí que es la primera vez que me veo aquí expuesta. Se agradece este aire fresco y la caricia tibia del sol. No sé cuantos años me he pasado dentro del bolsillo de una chaqueta de ceremonia colgada en un armario de la habitación de los trastos. Sola allí con mis recuerdos, sin nadie con quien hablar. Ha sido un alivio que este señor —dijo señalando al tendero— llegara un día y me liberara de esa prisión !Y aquí estoy ¡No sé ni en qué día vivo…! Lo veo todo tan diferente. En mis tiempos una señora no salía a la calle sin sombrero y, por supuesto, no enseñaban las piernas con esta desvergüenza que veo en las jovencitas que pasan ¡Qué vulgares parecen! ¡Qué falta de decoro! Quizás te parezca algo conservadora y, lo soy, pero no te confundas, también he visto lo mío. No soy ninguna beata.

—Se te ve muy elegante con esas letras finamente grabadas en la tapa.

R.R., las iníciales de mi dueño. Ramón Rius se llamaba. Era todo un señor, con sus luces y sus sombras, no creas. Recuerdo que siempre decía «No dejes que tu mano derecha sepa lo que hace la izquierda» y lo seguía al pie de la letra. Durante el día era un hombre tranquilo y trabajador, amante de la familia, con un comportamiento irreprochable. Fui testigo mudo de su vida: asistí a los bautizos, a los casamientos y a los entierros. Agasajé a sus socios en la firma de grandes contratos y transacciones comerciales. Disfruté de infinidad de conciertos en el Liceo en compañía de su esposa, Doña Eulalia, una gran señora que adoraba la música. Pasé con él afables tardes de tertulia y en la biblioteca acompañándolo en sus lecturas, pero por las noches… Ay, por las noches… Algunas las pasábamos recorriendo los teatros del Paralelo detrás de alguna falda !Le volvían loco las coristas! Alternábamos en elegantes bares con mujeres extravagantes, demasiado maquilladas y un poco vulgares para mi gusto, que le sacaban el dinero sin que pareciera importarle. Era generoso, el señor Rius, muy generoso a la hora de abrir la billetera. Casi siempre acababa las noches sobre la mesilla de una habitación de hotel, junto su cartera y las llaves, oliendo el perfume dulce de aquellas mujeres. Cerraba los ojos e intentaba no ver lo que allí pasaba. Siempre fui muy discreta.

Una mañana, el señor Rius no se levantó de la cama. En la oscuridad del bolsillo sentí gritos, gente corriendo llamando a un médico, lloros. No se pudo hacer nada por él, estaba muerto. Sentí tanta pena por la señora Eulalia. Al menos le quedó el consuelo de que se marchó mientras dormía, sin sufrir, en una muerte dulce. Cuando se fue al cielo, o al infierno, eso solo Dios lo sabe, también para mí se acabó todo.

¿Pero, y tú, como ha sido tu vida? Perdona pero es que soy una parlanchina incorregible y hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie. Háblame de ti. Seguro que has tenido una vida la mar de interesante.

—Interesante y dura—dijo la navaja removiendo en sus recuerdos. Hubo momentos en que me sacudió con fuerza y me mostró lo peor del ser humano con toda su crudeza. Los primeros recuerdos que conservo son de estar expuesta en el escaparate de una tienda, una cuchillería bajos los arcos de Las Siete Puertas, cerca de la Estación de Francia. Allí lucía con mi empuñadura de nácar brillante y mis herramientas desplegadas en abanico. Soy una navaja que sirve para muchas cosas: Llevo cuchara, abrelatas, abrecartas, punzón, tijeras y tornaviz. Ya ves, más eficaz imposible. La gente se paraba a admirarme sin acabar de decidirse hasta que un día se plantó en el escaparate un hombre, con un uniforme azul ,y cuando me vio entró decidido a comprarme. Era el maquinista del tren que hacía el trayecto Barcelona-Sabadell. Su mujer tenía un campo de claveles a la orilla de la vía y cada vez que pasábamos al lado el hombre hacía sonar el silbato, echaba humo por la chimenea y sacaba la mano para saludarla. La mujer le decía adiós de pie junto a la carreta donde cargaba los floridos manojos atados con un cordel. El hijo apenas levantaba un momento la vista de las flores. Aburrido como estaba de aquel ritual diario, rápidamente seguía con su faena de cortar los tallos. Era un chico muy concienzudo. El maquinista acabó volviéndose loco. Comenzó a decir que una mujer se le aparecía en una curva, plantada en medio de la vía y, como no hacía ninguna intención de apartarse, lo obligaba a frenar bruscamente la máquina. No sé si decía la verdad o era alucinaciones suyas. Ni yo, ni nadie conseguimos verla nunca… El caso es que después de que se repitiera la aparición de forma reiterada y de las numerosas quejas de los pasajeros, que acababan magullados y malheridos, la compañía ferroviaria tomó cartas en el asunto y lo puso de patitas en la calle. Su mal acabó agravándose y tuvo que ser ingresado en el manicomio de Sant Boi. Nunca volví a verlo. Pasé a las manos de su hijo Pedro y con él trabajé durante mucho tiempo cortando limpiamente los tallos tiernos de los claveles. Aún hoy creo percibir en las hojas de mis tijeras rastros del embriagador aroma del clavo. Era una buena vida, no tenía queja, pero entonces estalló la guerra y a mi Pedro se le metió la idea de que quería ir. Se empeñó tanto en ello que no hubo forma de disuadirlo. Cargando con un petate, conmigo en los bolsillos del pantalón, caminamos sin rumbo fijo buscando el frente. No puedes imaginarte todo lo que vimos, todo lo que hicimos. Podría pasarme días hablándote de ello. He cortado vendas y trapos para limpiar y tapar heridas, he extraído balas y cauterizado heridas con el hierro de mi hoja al rojo vivo. He liberado a soldados de sus ligamentos para que escapasen en busca de la libertad. He cortado comida en trozos idénticos para bocas famélicas y así evitar peleas: Quesos rancios, longanizas con moho y pan negro que parecía carbón. He destripado conejos y pájaros y también he grabados corazones y letras en los árboles, recuerdos de fugaces amores de guerra. He entrevisto fusilamientos de milicianos junto a las tapias de los cementerios y los cuerpos retorcidos enterrados en las cunetas. Estaba cansada, mi mango de nácar roto mostrando sus cicatrices, las hojas romas, dentadas, oxidadas de la humedad y la sangre ¡Cuánta, cuanta guerra cargada a mis espaldas! Cuando Pedro tuvo suficiente volvimos para casa. En nuestra ausencia, la madre había muerto y el padre también. El campo de claveles se había secado, tan solo quedaban algunos tallos resecos. La casa estaba medio caída, con el techo vencido y las paredes quemadas con impactos de bala. El tío de Pedro, que era relojero, lo acogió en su casa y le dio trabajo de aprendiz en su taller. Dejé de ser útil y acabé, rechazada, en el fondo de un cajón donde solo había cuerdas, pinzas de tender la ropa y dos estampillas arrugadas de santos, una de San Bartolomé con el brazo alzado agarrando el cuchillo y otra de Santa Rita con la espina en la frente goteando sangre. Podía entrever un poco de vida a través de una grieta en la madera, por donde apenas se colaba una raya de luz. En esa santa compañía he pasado los últimos años hasta que apareció este buen hombre dispuesto a darme una nueva oportunidad, como a ti. Por cierto, parece que comienza a recoger. Debe acercarse la hora de comer. Que rápido se me ha pasado la mañana en tu compañía…

—Sí, yo también he disfrutado de este encuentro. Espero que haya más ocasiones de conocernos. Ha sido un placer hablar contigo.

—Lo mismo digo. Que vaya bien…

Los vendedores comenzaron a recoger las mercaderías. El bullicio del mercado se fue apagando, poco a poco, a medida que el recinto se iba vaciando y las paradas echaban el cierre. Tan solo quedaron las voces airadas de los operarios de la limpieza barriendo y regando la tierra.

— ¿Qué es esto—dijo uno de ellos. Un chico con el pelo rubio y la cara llena de pecas, los ojos grandes y soñadores, agachándose a recoger el objeto que brillaba, medio envuelto, entre los papeles y los deshechos.

— ¡Una navaja!—La miró y la sopeso en la mano. La frotó en su pierna y guardándola en el bolsillo continuó barriendo feliz.

 

 

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La niña del parque

Lo primero es el sonido de unos pasos aplastando la gravilla. Las palomas levantan el vuelo con un aleteo nervioso y entonces la veo. Está ahí, frente al banco, mirándome… Su boca es un corazón de carmín tembloroso. Sus ojos dos soles dorados bajo los párpados sombreados de azul. No me choca. Ríe. Intento tocarla pero corre hacia el sendero perseguida por su risa infantil. Desaparece tras los setos llevándose con ella la luz, los sonidos. Siento mi respiración contenida, la boca reseca… El deseo que lacera mi cuerpo me empuja, sin remedio, tras su estela.

Otra vez el mismo sueño. Emerjo a la superficie boqueando como un pez, me ahogo. El despertar es un sobresalto improviso, la certeza de una amenaza inminente. Tanteo en el vacío, en la ausencia de mi memoria, hasta que el dolor soterrado aflora de golpe, se agiganta, me aplasta en la oscuridad.

No puedo volver a dormir. A través del cristal sigo el viaje de la luna hasta que desaparece con las primeras luces del alba.

 

— ¿Cómo estás?— dice mi madre asomando la cabeza en la habitación— ¿Pasó el dolor?

Me revuelvo en la cama. Aún espeso, balbuceo algo.

—Tengo que irme. Recuerda, tienes que pasar por el juzgado a las 11 y luego la visita con el Doctor Mendes. Sal un poco, no te quedes aquí encerrado…

Antes de salir, preparo la inyección: Fluoxetina, Criptolerina y Leuprolerina. El enjambre de ahí abajo se aplaca.

—Deberías conocer a alguien— me dice mi madre más tarde, durante el almuerzo—Eres un buen chico, necesitas una mujer que te comprenda.

Sus ojos cansados me escudriñan…

—Dame tiempo, mamá, solo tiempo.

A ratos creo que puedo dominarlo, que me voy a curar, pero cuando se acerca la hora algo en mí se desborda, la razón se me nubla. Corro por las calles a su encuentro como una sombra anhelando la luz rutilante de su existencia.

En el banco de siempre el grupo de los chicos se ríen envueltos en el olor dulzón, nauseabundo, de la marihuana. Dos más allá, la madre está perdida en la pantalla de su móvil.

Un espasmo intenso me aprieta las entrañas cuando la veo balanceándose en el columpio. La observo sentado en la distancia. Puedo sentir el aire que desplaza el balancín; el chirrido oxidado del rozar de las cadenas. Mueve las piernas, se impulsa con fuerza, me mira… Su boca dibuja una sonrisa dulce, algodón de azúcar.

Resisto. Mis manos aferran la madera rugosa del banco como una garra, los nudillos blancos.

Me lanzo hacía ella cuando la veo caer y la ayudo a levantarse del suelo. Tiene los ojos brillantes, pero sé que no va a llorar. Le limpio de arena los labios y la nariz y empiezo a retirarle con los dedos las gravillas clavadas en la piel. Una oleada caliente me invade. Un ligero arañazo, gotas de sangre manchan la pelusa rubia de sus piernas. Hace falta un esfuerzo de voluntad para no hacer cosas, para no dejarme ir.

—Caroline, ¿estás bien?

La presencia de la madre deshace la burbuja.

—No ha sido nada—le digo — ¿Verdad, pequeña? Eres una niña muy valiente.

Ella me mira. Sé que lo sabe.

— ¡Gracias, señor!— me dice. Deja un beso húmedo en mi mejilla y corre hacia su madre.

 

¡Dios mío! Acaricio con un dedo la huella de ese beso. Nunca he tenido una relación tan estrecha con una criatura.

De vuelta a casa lloro sin pudor, de dolor y de alivio, a lo largo de las calles tortuosas.

Sé que durante la noche la obsesión crecerá hasta asfixiarme, hasta morir y renacer en el sueño.

 

 

 

 

Destacado

Widingo

miwok[1]

La Bahía de Hudson

Mi nombre es Kokyangwuti pero antes fui Wenona, hija de Canowicakte, cazador de los bosques y de  Antionette, más allá del precio. De mi padre, conservo el sabor vivificante de su carne y su energía fluyendo por mi torrente sanguíneo. De mi madre, el olor ahumado de la tira de cuero que entrelazaba en su pelo y el aroma a sal. Hace ya mucho que no están pero sus corazones laten, al unísono, con el mío.

Todos los años, en el mes de la luna de la rana, cuando la pesca está en su máximo esplendor, bajo en mi canoa hasta la desembocadura del rio Albany a vender las pieles a los hombres blancos de la Compañía de la Bahía de Hudson, allí donde levantaron su campamento hace ya muchas lunas.

Al principio se reían de mí, una mujer que vivía sola, en el bosque, cazando animales cuando todos los de su tribu se habían ido a las reservas. Pero ahora ya no. Han pasado muchos años. Ahora soy una anciana amarillenta y famélica con un pelo blanco y crespo, que no dejo que nadie toque. Estación tras estación mis pieles siguen siendo las más tupidas y abundantes.

A los Cree que traemos pieles nos tratan muy bien. Antiguamente nos daban harina y azúcar y también ron con el que aflojaban nuestras lenguas. Algunos empezaron a hablar. El ron es un arma furtiva y poderosa.Nuestras historias calaron como una maldición en la mente del hombre blanco. Se contaron las historias sobre personas que comían carne humana, que se convertían en bestias salvajes que median más de 6 metros y cuya hambre solo podía ser satisfecha con más carne humana lo que acrecentaba, aún más, su avidez. Librarte de una maldición, una vez que se ha apoderado de ti, es como intentar sacudirse una gorda sanguijuela de la mano.

En esta rigurosa tierra del norte es mejor pasar desapercibida, no llamar la atención. Dejo mi canoa oculta en un recodo del rio. Vendo mis pieles y me aprovisiono de todo lo necesario para el invierno y luego me esfumo, desaparezco. Entonces puedo moverme a hurtadillas, deslizarme entre las sombras y escudriñar los callejones solitarios, observar la vida a través de las ventanas. Hasta mi llega el hedor de las espinas y las cabezas de pescado pudriéndose en las calles; el olor de la comida china mezclado con el de incienso quemado. La música y las risas que se escapan del interior de los salones.

El espíritu se despierta, no puedo reprimirlo. Olfateo el aire buscando un rastro. Tengo que dejar que salga, que satisfaga su voracidad…

 

Todo empezó así

Vivíamos en la ruta de las trampas.

Aquel año el otoño había sido prometedor. Habíamos capturado muchos patos y gansos, atrapado con lazo cuatro familias de castores, también urogallos y esturiones, pero no conseguimos ningún alce y las ancianas, rápidamente, comenzaron a parlotear que ningún alce, al empezar el invierno, significaba hambre para más tarde.

El tiempo de la luna creciente, cayó. La nieve estaba tan profundamente asentada que el invierno formaba parte de nosotros.

Los cazadores empezaron a volver con las manos vacías, congelados y asombrados de la ausencia de animales e incluso de huellas. A los niños nos asustaban sus miradas perdidas. Andábamos todo el tiempo rapiñando comida. Las mujeres pelaban cortezas de alerce para hacer té o escarbaban en la nieve profunda con la esperanza de encontrar algún helecho seco.

Siempre habíamos conseguido sobrevivir en grupos más pequeños, pero esta vez no tuvimos opción. Algunos hombres se quejaban de que éramos demasiados para que el bosque pudiera sustentarnos. Algunos deberían partir con la familia con la esperanza de sobrevivir. Al final, solamente el testarudo de mi padre, mi madre y yo nos adentramos solos en el bosque.

Caminamos sin tregua. Había muchas huellas que cruzaban la zona: huellas de zorro, marta, lobo, lince y liebre. Las huellas se acababan cerca del acantilado, en el rio donde desemboca el arroyo Wakina. Esa noche, junto al fuego, susurrábamos oraciones que ascendían al cielo con el humo apestoso. Los días siguientes no hubo caza. El bosque era un cementerio helado, silencioso. Mi padre pasó largo tiempo intentando pescar con una cuerda de tendones y un azuelo de hueso. Al anochecer, mi madre le pidió que lo dejara, pero no hizo caso. Bajo la piel de alce, la aurora boreal brillaba con tanta intensidad que me despertaba. El bosque sonaba con extraños aullidos y chillidos, parecía que los arboles estaban reventando de frio, que los lobos aullaban hambrientos.

Por la mañana encontramos a mi padre sentado en la nieve. El fuego se había extinguido hacia horas. Una horrible mueca se dibujaba en su cara. Mi madre lloro la muerte de mi padre con lágrimas que helaban sus mejillas. Yo lo miraba fijamente, en un estado lánguido.

Esa noche le susurre tenuemente al bosque, para que pudiera oírme, que si resistíamos nos alimentaríamos bien al amanecer.

Los días siguientes salió el sol, y seguíamos vivas pero no hubo comida. Al tercer día cumplí la promesa que hice de alimentarnos. Con nuestras últimas fuerzas recogimos leña, saqué un cuchillo y lo acerqué a mi padre.

Comimos hasta que nuestros estomago se tensaran como tambores, gotas de sudor resbalaban por nuestra frentes y nuestra mejillas se pusieron coloradas.

Cargamos con la carne que quedaba en un fardo y decidimos volver por el camino helado. Fue durante aquel trayecto que una sombra ominosa me cubrió y sentí que algo me atrapaba. Una sacudida lacerante me desgarró la carne y se expandió por la espina dorsal quemándome hasta las últimas puntas del pelo, hasta las uñas de los pies. Cuando aquel ramalazo punzante, como afilados cristales de hielo, hormigueó por mis venas sentí una energía renovada, una fuerza imparable, una lucidez tan poderosa que me estremeció de terror.

Mi madre fue testigo de aquella transformación. Lo supo y durante todo el camino no dejó de escudriñarme, pensativa, aunque de su boca no salió ni un ligero sonido.

Avanzamos seguras y con fuerza sobre nuestra raqueta de nieve. La luz del sol nos iluminaba por detrás y los hombres nos miraron con extrañeza cuando nos vieron llegar. Debían preguntarse dónde estaba padre. Los niños nos rodearon nerviosos, famélicos pidiendo comida, Estaban consumidos por la tos y la enfermedad amarilla. Aquel año no habíamos logrado suficientes estómagos de liebre para protegernos, con sus hierbas amargas, de la enfermedad.

Mi madre les contó que padre había muerto. Les hablo de huellas, huellas que parecían humanas, pero que eran más grandes, con hoyos que parecían clavados en la nieve por garras en lugar de dedos. Huellas de Widingo. Tan solo intentaba salvarse. Supe que ellos lo sabían, pero no me miraron a mí, miraban a mi madre. Ella no era de fiar, a los ojos de los hombres se había convertido en otra cosa. Nos arrebataron el fardo y colgaron el contenido en un árbol, a gran altura, para que los Manitus lo divisaran.

Cuando volvieron a buscarnos, mi madre me escondió. Lo observe todo bajo el manto de alce, silenciosa como un lince hambriento. Esparcieron cedro triturado por el suelo mientras mascullaban oraciones. Mi madre los observaba con los ojos brillantes y el cuerpo tembloroso. Luego la ataron. Sus sollozos se convirtieron en furiosos gruñidos mientras empezaba a temblar y a retorcerse con tanta fuerza que parecía que iba a romper las cuerdas y a atacarlos. Le pusieron una sabana sobre la cabeza y apretaron con fuerza su cuello. Sus pies se estremecieron y luego quedaron inmóviles.

Fue entonces cuando tuve mi primera visión. Tenía que salir, escapar. Tenía que sobrevivir. Las imágenes del camino se me revelaron nítidas ante los ojos. No había que pensar, tan solo seguir las huellas profundas marcadas en la nieve, las huellas que se dirigían hacia el precipicio que caía sobre el rio. Corrí, volé con los hombres pisándome los talones. El aire me abrasaba los pulmones. Mi respiración era el jadeo sibilante de un animal acorralado.

Al llegar al precipicio salté. Fui lince, fui águila planeando en la corriente de aire. Fui esturión cuando me recibió el colchón plateado y turbulento del agua. Me fundí con la corriente helada en un solo cuerpo. Millones de gotas en la misma dirección. Cuando al final me retuvo un remanso ya no sabía lo que era. ¿Humano, animal, espíritu, demonio? ¿Tierra, agua, aire, fuego? Lo era todo, luz y oscuridad, humo… Tenía que encontrar mi sitio. Sobrevivir a cualquier precio y alimentar a la fiera cuando se manifestase. Ese era mi destino.

Me había convertido en un Widingo. Un espíritu maléfico que devora humanos. Era eso.

 

Durante

Durante años, las historias fueron lo único que tenía para mantenerme viva.

Mi vida fue esconderme. Cazar, pescar, poner trampas, observar el cielo en las noches claras hasta tarde, prepararme lo mejor que podía durante el corto verano para la llegada del invierno. Días de amarga felicidad. Mis cambios de ánimo me arrastraban como tormentas de verano. Estaba horrorizada y fascinada por aquello en lo que me había convertido.

Descubrí que raíces podían curar y cuales mataban. Aprendí a coser las pieles con el pelaje para dentro para vestirme con ellas. Cuando los mosquitos búfalo amenazaban con enloquecerme, quemaba las ramas verdes de los abetos. Aprendí los lugares del río donde se escondían los peces cuando apretaba el calor y a capturar abundantes castores sin espantarlos para siempre. Aprendí los mejores lugares para colocar las trampas. Me convertí en una cazadora implacable.

Tenía la capacidad de ver pequeños fragmentos del futuro, tanto próximos como lejanos.

A veces, el aire transportaba el aroma que despertaba a la bestia. Alguien se había desviado de su ruta. El widingo aparecía exigiendo su tributo y me impregnaba de su voracidad insaciable. No podía negarme a esa naturaleza y obedecía al instinto. Salía a su búsqueda, de caza.

 

El fin

Contaban los ancianos que el ser humano continúa residiendo en el interior del Widingo, más concretamente donde debe estar su corazón. Yo doy fe de ello. Estoy atrapada, dentro del Widingo en perpetua lucha con él. Me siento vieja y cansada, mis huesos gimen pidiendo una tregua. La única forma de matar a un Widingo es matando también al humano que hay en su interior. Sé que el momento no tardará en llegar. Lo he visto en mis sueños.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El soldado de Alá

Os invito a redescubrir al Soldado de Alá 

La mirada del hermano Abu Musaab me quema la espalda, como un brasa, mientras me alejo del poblado. El aire huele a humo de barbacoa; al cordero especiado que las hermanas han asado en mi honor. Sin embargo, apenas he podido tragar un bocado…

Las voces y las risas se van amortiguando conforme subo la cuesta y dejo atrás las casas. En el cielo, cuajado de estrellas, una luna menguante ilumina mis pasos.

Llevo semanas preparándome. Los hermanos me proveen de todo lo que necesito para que yo pueda concentrarme en mi misión: en rezar, en el paraíso del más allá… Ningún otro pensamiento debe hacerse un hueco en mi cabeza.

Despliego mi alfombrilla y postrado en dirección a la Meca, con la frente en tierra y los brazos extendidos en el polvo, dirijo mis rezos a Alá, el misericordioso, el compasivo. Rezo por los hermanos que me han mostrado el camino hacia Él, alabado sea su nombre y espero que mis plegarias traigan la luz y la paz a mi espíritu, que arrastren el desasosiego y deshagan los nudos que me oprimen la boca del estómago. Mi corazón, que pertenece a Alá, alabado sea su nombre, debería latir gozoso y sin embargo lo único que siento es una sensación de vértigo, de miedo…

Cierro los ojos. Respiro lentamente el aire puro de estas montañas hasta que consigo apaciguarme. Noto como la tensión y la angustia se diluyen y vuelvo a sentirme liviano, puro. Debo ser digno de Alá, alabado sea su nombre. Debo cumplir fielmente su mandato. Mi sacrificio ayudará a liberar a nuestros hermanos y hermanas árabes. Soy un soldado de Dios, alabado sea el altísimo y no puedo tener miedo. Si el paraíso yace a la sombra de la espada, con mi espada destrozaré el corazón de los perros infieles.

“Bukra, ‘in sha’allh”, le susurro a la noche. “Mañana, si Dios quiere…”

Cuando regreso ya todos duermen y en la calle desierta, tan solo se escucha el ladrido de los perros. El hermano Hassan está sentado fumando bajo la farola. Sobre su cabeza las polillas, borrachas de luz, se estrellan contra el cristal.

-Deberías dormir, hermano- me dice en un murmullo- adhhab mae allah.

Tumbado en mi jergón las motas de luz, que se cuelan por la persiana, dibujan estigmas en mi piel. Ahora me permito pensar en ti, padre; en ti, hermano. He buscado la expiación esperando que vuestros corazones puros puedan entender este sacrificio necesario. Mi martirio contribuirá a construir una sociedad nueva, una sociedad que complazca a Alá, alabado sea su nombre y al profeta Mahoma, que la paz y la bendición de Dios descanse sobre él.

“Bukra, ‘in sha’llah”, le susurro a la noche. “Mañana, si Dios quiere…”

Sueño con un campo de girasoles. Un mar verde y amarillo ondea suavemente hasta fundirse con el horizonte azul del cielo. Las flores doradas bailan alrededor del sol. Una suave brisa me trae el sonido y el frescor del agua que fluye por un arroyuelo cercano. Las abejas zumban entre las flores y los pájaros revolotean sobre mí cabeza.

En algún momento de la madrugada me despierto y siento que estoy en paz con mi espíritu. Entonces abro la ventana a la noche y en el silencio percibo el latir del tiempo. Ahora un segundo es una hora. Unas horas significan toda la eternidad…

Tan solo noto la presencia del hermano Tarik cuando posa suavemente su mano en mi hombro.

– As-salamu alaykum hermano. Es la hora.

Lo miro y asiento en silencio.

Rezamos juntos, entre murmullos, mientras el sol asoma la cara por detrás de las casas. Recito los versos con una sinceridad que jamás he sido capaz de sentir. Siento en mi la humildad y la gracia con más fuerza que nunca.

Una extraña serenidad me embarga mientras me coloco el cinturón alrededor del tórax.

De camino al mercado soy una estatua silenciosa sentado junto al hermano Tarik. Cuando bajo del carro noto como la adrenalina se despierta en mi interior. Mi concentración se torna lúcida, mi determinación inquebrantable. No existe el miedo. He dejado atrás todo lo que soy, todo lo que he sido… Ahora soy solo polvo, solo aire…

Como un guerrero avanzo entre los puestos y la gente. Luego me detengo y cierro los ojos. Los girasoles se mecen suavemente con la brisa y sus flores amarillas, doradas como el oro, se alzan desafiantes al sol.

De mi garganta brota un grito ronco, profundo: “Al-lahu –akbar”. Y sin piedad, aprieto el detonador.

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El cuento de la Serafina

Cuento rescatado del fondo del cajón
A Merce Rododera

Ay, Serafina. Serafineta…

Dicen que llegó tarde, cuando ya nadie la esperaba. Su madre, la Felisa, bajaba del terrado, de tender la colada, rumiando sus miserias: «¡Diez hombres, que ya me vale! Todo el trabajo para mi…que son unos inútiles y me lo dejan todo por el medio, y yo con esta panza tan gorda y las piernas hinchadas como botas…» Sin darse cuenta resbaló y cayó escaleras abajo de culo hasta aterrizar en el rellano. Aquella tarde rompió aguas.

 

Fue un parto sin complicaciones,como coser y cantar. Dos empujones y… La señora Concha, la comadrona dijo: «Una nena, Felisa. Mira qué gordita».

El padre, casi sin mirarla, preguntó que día era.

La señora Concha dijo: «Hoy es San Serafín de Montegranario, más santo imposible». Se concía el Santoral de la A a la Z.

Pues nada más que decir, gruñó el padre, le gritaremos Serafina.

Cuando la fueron a bautizar, el capellán dijo: « !Qué nombre más bien escogido. ¡Nombre de Ángel, que es lo que parece!» 

Y así fue creciendo, entre gritos y sin afecto. «¡Serafina, vacía el cubo!¡Serafina, pon la mesa! ¡Serafina, barre la puerta!»  Y Serafina vaciaba, ponía, barría mientras canturreaba una melodia pegadiza de las que escuchaba en la radio. A veces se distraía mirando un pájaro posado en una rama o rascándole el lomo al gato que se estiraba perezoso al sol. Si tardaba un poco, ya se escuchaba gritar a la Felisa: « ¿Serafina, que haces? Como tenga que salir a buscarte te va a caer una buena».

Sus hermanos, nueve de lo mismo.: «¡Serafina, planchame la camisa que voy a ver a la novia! ¡Serafina, el agua caliente que me quiero afeitar! »Y la Serafina planchaba y calentaba y traía,  siempre con una sonrisa en los labios y hablando sola, que nadie más la tenía en cuenta.

El abuelo le gritaba: « ¡Serafina, ven, hazme compañía! Sientate aquí, en mis piernas. ¡Que niña mas bonita, dame un besito!» Y le metia la mano por debajo de la falda, dentro de las braguitas.« Que cosquillitas tiene la nena… »La Serafina sentia un hormigueo que le subía por la barriga y que le daba gustito.

Apenas fue a la escuela. Era dura de cabeza y no le entraban las letras. En clase no hacía más que hablar y distraer a las otras. Se pasaba las mañanas castigada, de rodillas, frente a la pizarra. La tía Tansito, que tenía la cara avinagrada y le gustaba meter la cabeza en todo decía:  « Esta niña es tonta. Nunca haremos carrera con ella».

Los chicos le gritaban: « ¡Hola Serafina! ¿ A donde vas Serafina? » Alguno la esperaba detrás de la tapia y la arrastraba a la oscuridad. «!Dame un beso, Serafina que yo te quiero¡ » Y medio aplastada contra la pared, le tocaba los pechos, le pellizcaba los pezones jadeando en su oreja y dejandole el cuello húmedo y pegajoso de saliva. « !Serafinaaa¡» Se escuchaba gritar a la Felisa « ¿Que haces ahí fueraaaa? Entra pa dentro alma de cantaro».

Romana, la gitana que vivía calle abajo, siempre la engañaba con ardides: « ¡Mira que botón de nácar y que hilo rojo tan fino! Te lo cambio por tres huevos y un buen trozo de longaniza» Cuando su madre se daba cuenta de lo que había hecho, le ponía el culo rojo con la zapatilla. «Tonta, que eres tonta» Era una niña bonita, medio rubia y  alegre, con dos ojos enormes,  del color de la canela, tan llenos de inocencia que lo miraban todo y solo veían lo bueno. Y habladora, muy habladora.

La tía Tránsito dijo: «Felisa, ves con cuidado, que esta niña un día te viene con una panza».

Y el Miguelón se la hizo. La esperaba en la fuente, sentado al lado del caño, echando humo por la nariz y con peste a tabaco negro. « ¿Dónde va tanta belleza? » le decía halagador. « ¡Toma, coge esta flor, que eso es lo que tú eres!»

Comenzaron a pasear. Se sentaban muy juntos en un banco apartado, donde nadie los veía y el Míguelón comenzaba a manosearla. Le agarraba los pechos como si fueran los de una vaca y le metía la lengua hasta la garganta. La Serafina sentía nauseas y un poco de asco. El aliento le olía mal, una mezcla de caries, vino y tabaco fuete. Pero, era tan bueno el Miquelón… La quería tanto… Cuando lo llamaron a filas le venía lloriqueando: « ¿Qué haré sin ti, Serafina, tan lejos, tan solo? ¡Déjame que te mire! ¡Déjame que te toque! Déjame que sea tu hombre y te llevaré aquí, en mi corazón» le decía mientras la arrastraba a la oscuridad del establo y la tumbaba entre la paja. Le subía la falda y le bajaba las bragas y se le tiraba encima como un fardo y ella sentía como la paja se le clavaba en la espalda y se le metía entre el pelo. Con dos empujones ya había acabado. La Serafina se subía las bragas y se sacaba la paja de la faldilla y de los cabellos pegajosos. «Me quiere de novia» Pensaba sin emoción y a pesar de todo se sentía feliz…                                                                                           

Miguelón le dio una foto cuando se iba al campamento y le dijo que le escribiría todas las semanas. Mientras esperaba aquellas cartas, que nunca llegaron, la barriga comenzó a crecer. 

La tía Tránsito dijo: «Ya te lo advertí, Felisa. No vale la pena enfadarse que el daño está hecho.  ¡Esto lo arreglo yo como que me llamo Tránsito! » Y se fue directa a la rectoría. Salió contenta, con una solución en el bolsillo.

El día que se marchó, la gente del pueblo que estábamos en la plaza, la vimos subir al furgón cargando una maleta. Desde la parte de atrás la Serafina decía adiós con la mano. ¿A quién? Nadie fue a despedirla. Los ojos le brillaban, quizás más de emoción que de pena. No volvimos a verla, ni a saber cómo le fue pero a muchos, cada vez que pasábamos por la fuente del caño, nos parecía sentirla canturrear bajito con aquellos ojos del color de la canela que lo miraban todo y solo veían lo bueno.

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Crow’s Lake

—El hombre se transformó en un fanático cruel, un falso Dios con el poder de decidir sobre la vida y la muerte—. Dijo el S. Barlow, mi casero, lanzando el cigarrillo por la barandilla del porche—Su locura sembró de terror estas tierras y escribió la leyenda negra que aún hoy nos persigue. Cuando todo salió a la luz, el reverendo Young desapareció con sus más fieles seguidores evitando así la prisión o la horca. Según cuentan, buscaron un lugar secreto donde continuar con su siniestro experimento. Nosotros somos descendientes de los que se quedaron. Como podrá comprobar, son dos los apellidos que dominan los registros locales: Jessop y Barlow. Ya ve usted, Doctor Pemberton, seguimos imbuidos en nuestros miedos y supercherías. Debe tener paciencia. Al final, todos acabaremos pasando por su consulta. Somos gente rústica que recelamos de todo lo que viene de fuera. Aquí siempre nos hemos curado con hierbas y remedios antiguos.

Esa noche no pude apartar de mi cabeza la historia del reverendo Meredith  Young, el sectario pastor mormón de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que a principios del siglo XIX había fundado Crow’s Lake, una comunidad polígama cuyo propósito era alcanzar la pureza genética. Los hombres tenían 20, 30 esposas, engendraban 100, 200 hijos. Su locura fue creciendo conforme lo hacía la comunidad. Los adolescentes genéticamente fallidos eran llevados al lago, en lo que llamaron “La Noche de la Purga” y arrojados a sus aguas negras. El bosque se llenó de lamentos y llantos, los espíritus de aquellos niños vagando perdidos entre la espesura. Algunas familias colgaron de los árboles carrillones de viento con campánulas y corazones metálicos para que la música los acompañara, aplacara su ira y no se sintieran olvidados.

El Sr. Barlow, al finalizar la charla y antes de retirarse a sus aposentos, me había propuesto asistir, como testigo invisible, a la conmemoración de “La Purga” que se celebraría la madrugada del sábado siguiente.

Hacía tan solo tres semanas que había llegado a esta pequeña población asentada junto al lago Crow , una zona boscosa de la región de Short Creek, en la frontera de Arizona y Utah. La gente, más que andar, parecía deslizarse silenciosa por las calles. Todos compartían unos rasgos faciales inusuales: la frente prominente, orejas bajas, ojos espaciados tan inexpresivos como el visor de una cámara fotográfica y una mandíbula pequeña, prominente.

Sin wifi ni cobertura, mataba las horas en la consulta vacía estudiando la historia local en los libros que, amablemente, me proporcionaba la sexagenaria Sra. Jessop, la bibliotecaria.

La noche de “La Purga” bajamos por el camino del lago y atravesamos el antiguo cementerio bajo la luz de la luna. Cientos de cuervos nos observaban desde las tumbas, correteaban inquietos por el camino que llevaba a una iglesia ruinosa. Tras un chirrido de goznes oxidados, nuestras pisadas resonaron como un eco en la penumbra mal ventilada del templo. Avanzábamos por la nave central hasta el altar donde un retablo, de oro viejo desconchado, mostraba una crucifixión. Los vitrales dibujaban tenues manchas azules, naranjas y púrpuras sobre la pared, bajo las vigas carcomidas del techo. Filas de bancos polvorientos se alineaban en los pasillos laterales frente al órgano y a una vieja pila bautismal de piedra.

El Sr. Barlow abrió una puerta. Atravesamos la vieja sacristía y subimos por una escalera hasta un pequeño palco medio oculto detrás del órgano.

— Desde aquí — me farfulló —observaremos sin ser vistos.

Al rato, un sonido metálico de campanillas precedió la aparición de un desfile de feligreses portando velas. A pesar de la penumbra, acerté a reconocer a la Sra. Jessop, la bibliotecaria; a la maestra; al ayudante del Sheriff Hoffman. Salmodiaban una melodía monótona mientras en el púlpito, el oficiante agitaba una campanilla conformando una escena casi hipnótica. Entonces un golpe de aire abrió las puertas de par en par y una riada de cuervos, entre graznidos y batir de alas, penetraron en la iglesia y se posicionaron en el altar, sobre el órgano, en la pila de piedra. El oficiante levantó las manos invocando algo apenas audible y un escalofrío me cruzó la espalda cuando vi como aquellos pájaros negros transmutaban en los espíritus translucidos de los niños perdidos del lago.

« ¡Oh, escuchad los nombres!» Entonaron las voces.

Sentí la mano del Sr. Barlow cerrándose con fuerza sobre mi antebrazo.

—Creo que ha llegado la hora de que bajemos Sr. Pemberton. Los vivos y los muertos nos esperan. Ojalá sepa apreciar el recibimiento que le hemos preparado…

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La otra Anne

La tostada con huevos revueltos es un mazacote amarillo y frio junto al vaso de leche. Antes de que llegara él, solíamos hacer tortitas con jarabe de arce y chocolate caliente para desayunar. Sally era como mi mamá, lo pasábamos tan bien juntas. Hacía que me olvidara de todo, que me olvidara incluso de «ella».

El día que la asistenta social me trajo esperaba encontrarme con otra familia cargada de hijos y problemas.  Otra mujer, sucia y gritona,  para quién  la acogida no significaría más que unos ingresos extras. Pero Sally era especial. Su amor fue para mi como el agua, como el abono con que mima sus rosales. Logró que la rama, espinosa y reseca que yo era echara flores.

Me rasco la cara. La pomada hace que el eccema me escueza y me pique. El doctor Preston dijo que son brotes nerviosos pero yo sé que la culpa la tiene él, los picores empezaron cuando llegó. Sé que no parará hasta conseguir separarme de Sally.

A través del ventanal, la veo recortando las ramas bajas del laurel.  Desea que el tronco se haga fuerte. James se acerca y la abraza. Le susurra algo al oído, la besa. Hace como que no se quiere marchar y ella le empuja entre risas,  juguetona. Perderá de nuevo el tren de las 9.36.

Siento que me cabreo, tengo ganas de estampar la tostada contra el cristal…El escucha-bebés crepita. Johnny comienza a llorar en la habitación. Sally no lo oye. Está demasiado distraída con ese juego estúpido. Sé que debería avisarla, pero…

Subo al piso de arriba. El bebé se remueve inquieto en su cuna. Agita sus manitas rosadas en el aire. Es precioso, incluso cuando llora, blandito y frágil como un peluche.

—Hola, Johnny— le digo y él me mira con sus ojitos azules casi translucidos. Agarro la almohada, y la huelo. Talco y colonia infantil, rastros de leche agria.—Tienes hambre ¿No?—, imaginarlo agarrado al pecho de Sally hace que mi razón se nuble con un vaho espeso y caliente. Una oleada de ira surge de lo más profundo y entonces sé que está otra vez ahí. Que «la otra Anne» ha vuelto.

—Te equivocaste de casa— Escucho que le dice con mi voz. No quiero hacerlo, intento resistirme, pero ella me obliga. Hace que apriete con fuerza la almohada sobre su carita,  hace que no pare hasta que Johnny deja de moverse.

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La Ofensa

Durante la visita a casa del señor Radhav, Neeta  permaneció relegada en un rincón bebiendo té y mordisqueando un dulce correoso mientras escuchaba, a medias, una conversación donde cada vez que mencionaban su nombre, el señor Radhay la miraba de forma escrutadora.

− ¿Quién era ese hombre?−le preguntó a su madre ya en la calle.

−Ya te lo he dicho, Neeta. El señor Radhay es amigo de tu padre, compañero del partido. Tiene una empresa de exportación de especias.

−Os tratabais con mucha familiaridad.

−Tal vez algún día sea de la familia. Es el padre del chico que quiere casarse contigo.

− Ahora lo entiendo. ¡Me ha estado mirando como si fuera un saco de cúrcuma, mama, como si calibrara la calidad del producto!

−No digas tonterías, Neeta. El señor Radhay es una persona honorable.

Al acercarse su padre, Neeta guardó silencio. Sabía que aquel momento tenía que llegar…

Por la tarde Neeta corrió a casa de su amiga Sashi que, como todos los años, había venido de Canadá a pasar la fiesta del Diwali con sus abuelos.

− ¡No puedes permitirlo!−chilló Sashi indignada.− Eres demasiado joven para casarte, Hay que hacer algo…

−Para ti es fácil. No tienes que vivir en este país conservador y mojigato.

−Pero si no nos revelamos contra las viejas tradiciones las cosas nunca cambiaran…

Chiranjiv, el primo de Sashi entró en la habitación. A Neeta se le iluminó la cara al verlo.

−La plataforma Kiss of Love: besos contra la intolerancia, ha convocado una protesta frente a la sede del RSS. Hay que pararle los pies a esos vándalos del BJP.

Hacía unos días, las juventudes del partido fundamentalista, habían destrozado el café donde se grabó un reportaje emitido por la televisión que mostraba a una pareja dándose un señor beso convenientemente pixelado.

−Tenemos que ir−dijo Sashi.

Neeta se dejó arrastrar hasta allí. Los cuatro gatos que acudieron a la convocatoria fueron rápidamente disueltos por la policía, asistida por un grupo de extremistas, Chiranjiv pudo grabar con su móvil el desalojo, y la imagen de Neeta y Sashi dándose un casto beso en los labios.

Comenzaron los preparativos del Diwali. Neeta acompañó a su madre al almacén del señor Singh. Necesitaban renovar el menaje de cocina. Compraron platos, cubiertos, cucharones de plata. También arroz y polvo de bermellón. Después se acercaron a recoger los saris nuevos y los brazaletes, dorados que lucirían para la ocasión.

Pasaron la tarde en la cocina. Alimentaron el Tandoor con carbón vegetal y pronto la casa se llenó de aromas deliciosos, Cocinaron Naan y pollo tandoori, Curry de cordero, Samosas vegetales y Daal tarka, un guiso de lentejas amarillas que le encantaba.

Al atardecer, descalza, Neeta recorrió todos los rincones de la casa, marcando las huellas de Lakshmi para atraer la prosperidad. Distribuyó diyas por los alfeizares, en las mesillas de café, en el centro de la mesa del comedor.

Cuando se vistieron, su madre se empeñó en pintarle los ojos con un poco de khol.

La familia, congregada alrededor de la mesa, entonó bhajans envuelta en la música y la luz, neblinosa, de las diyas. A lo largo de la noche comenzaron a llegar parientes: tíos, primos segundos, ancianas ruidosas que hablaban con su abuela en bengalí. Y entonces, cuando subieron a la azotea para ver los fuegos artificiales, Neeta sintió, a su espalda, la voz del señor Radhay. Vestía una chaqueta Nehru y lo acompañaba un muchacho que debía ser su hijo. El chico tenía los hombros caídos, el pelo negro, pegado al cráneo reluciente y aceitoso. Era como un gorila, con los brazos peludos y el vello del pecho subiéndole por el cuello y fundiéndose con la barba. Fingiendo una indisposición Neeta se encerró en su cuarto.

−Se me ocurre una manera de impedir ese matrimonio− dijo Sashi. Apagando el cigarrillo y abriendo la ventana para que se disipara el olor.− El señor Radhay es un viejo carca ¿No? Sería incapaz de perdonar una ofensa a su honor.

−A qué te refieres Sashi, me estás asustando…

−Mira −Un recorte de periódico informaba sobre el Kiss of Love e ilustraba el articulo con una foto de ellas besándose −También está el video de Chiranjiv

−Dios mío. Mis padres me matan…

−Al principio se enfadarán, eso seguro, pero si logramos que el señor Radhay piense que eres una golfa y te rechace, habremos ganados mucho tiempo. Ya falta poco para tu mayoría de edad. ¿No es genial?

− No sé si podrán perdonármelo, pero ¡Hagámoslo!

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Heroína

Heroina-3

Esperanza se secó la cara y se miro en el espejo del baño. Estaba agotada, desencajada. Los ojos, marcados por unas ojeras violáceas, reflejaban una tristeza estática y profunda.

Había pasado la noche en vela, agarrando la mano de su hijo, tranquilizándolo cuando despertaba del duermevela inquieto en que le sumía la medicación. Despuntaba ya el día cuando al fin había logrado sosegarse y caer vencido por el sueño

Daniel, su sangre, su vida… Yacía en la cama consumido. Todo piel y hueso, apergaminado, reseco. El tratamiento con AZT no funcionaba. La abstinencia le hacía gritar y retorcerse de dolor. Cuestión de semanas, unos meses tal vez, habían dicho los médicos.

Daniel aguardaba el final sumergido en una pesadilla narcótica. Esperanza no podía soportarlo, se le rompía el alma. «Te lo debo, Daniel−susurro−No voy a permitirlo.

Abrió la ventana. El reloj de la telefónica marcaba en rojo las diez sobre los tejados de Madrid. La mañana era fría, vivificante. Esperanza se recolocó el pelo, cogió el abrigo y el bolso y se asomó a la habitación intentando no hacer ruido. Daniel dormía. Parecía tranquilo a pesar de la respiración sibilante y entrecortada.

La premura no le permitió esperar el ascensor. Bajó las escaleras de dos en dos y al pasar por el chiscón de la portería golpeó con los nudillos el cristal.

− ¿Custodia?

La portera se asomó con un fajo de cartas en las manos.

−Tengo que salir. Podrías subir dentro de un rato a echarle un vistazo a Daniel. Ahora está dormido pero ha pasado una noche muy inquieta…

−Reparto el correo y subo. Vete tranquila. Hija mía, no sé de donde sacas las fuerzas…

Esperanza echó a andar con paso rápido en dirección a la Gran Vía. Sabía perfectamente dónde tenía que buscar. A la entrada de la calle Hortaleza encontró el edificio y apretó el botón del timbre donde se podía leer: «Pensión Paraíso». Cuando una voz gritona contestó, preguntó por el Caracas.

− ¿El Caracas? Vete a tomar por el culo…

El chasquido metálico del telefonillo la dejó perpleja, descolocada.

−Si busca al Caracas, olvídalo, encanto.− le dijo una mujer saliendo del portal− Lo pillaron en Barajas bien cargado. Sospecho que se pasará una temporada a la sombra.

Tenía una cara hombruna, los huesos marcados bajo una gruesa capa de maquillaje, la melena rubia reseca y quebradiza de los tintes.

Esperanza la miró angustiada−Necesito heroína−dijo temblando, sintiendo que se ahogaba.

−Y yo, cielo, y yo. Aquí donde me ves, aún no me he acostado. Te aseguro que si no me fumo un chino, ya puedo olvidarme de dormir. Pero no llores.

− ¿Qué podemos hacer?− La sorprendió el uso del plural mientras miraba el tatuaje de un dragón que trepaba por el cuello y se perdía en la nuca de aquella mujer extraña.

−Podemos compartir un taxi, acercarnos hasta la Cañada. Es lo único que se me ocurre…

Esperanza calibró la posibilidad. Recordó la frase de una película que había visto hacía tiempo: « Sea usted quien sea, siempre he confiado en la bondad de los desconocidos.»

−De acuerdo.

−Me llamo Desiré−dijo la mujer cogiéndola del brazo− puedes fiarte de mí. Soy legal.

Pararon un taxi. A través del retrovisor, Esperanza observó la mirada intranquila del taxista.

−A la Cañada Real, encanto, al Sector 6 y no te preocupes− le dijo Desiré hurgando en su bolso− no hay motivo. Somos dos señoras…Una más que la otra− susurro guiñándole un ojo cómplice a Esperanza. Saco una polvera y se retocó el maquillaje.

−La luz natural no me favorece. Particularmente prefiero los sitios donde puedo controlarla. El día es para los jóvenes. Aunque no lo parezca, yo era una muñeca. Los hombres enloquecían conmigo, pero la calle quema mucho, querida. No te la recomiendo… ¿Y tú? Cálmate cielo ¿por qué quieres pillar esta mierda? No eres yonqui, no necesitas adelgazar…

Esperanza titubeo. No sabía que decir.

−No pasa nada, querida. No tienes porqué contármelo…

El taxi enfiló por la M-45 y se detuvo a la entrada de una calle de tierra franqueada por chabolas. El aire estaba cargado del humo que despedían algunas hogueras improvisadas en bidones de lata.

−Será mejor que esperes en el coche. Este no es lugar para alguien como tú. Yo traigo lo que necesites.

− Heroína, la más pura − Dijo Esperanza entregándole un puñado de billetes.

Desiré la miro sorprendida− ¡Oh, cielo! Tienes más vicio del que pensaba. ¿No serás dealer?

Esperanza negó con la cabeza.− ¿No tienes miedo?

−Yo estoy curtida, encanto. En peores garitas he hecho guardia. Además, voy preparada−dijo sacándose del bolsillo un espray de gas mostaza.

Bajó del taxi y se alejó por la calle trastabillando con los tacones entre el barro reseco. Esperanza observó a unos niños persiguiéndose entre los escombros. Vio perros escuálidos escarbando en la basura y gatos gordos amodorrados, ajenos al trasiego y al ruido. Dos cerdos vietnamitas se apareaban bajo un letrero que rezaba: Bocadillos, peritos, ahmburguesas, elados, pizza y pan. En frente, sobre una puerta se podía leer: Iglesia evangélica de filadelfia     « el poder». El ir y venir de gente era constante. «No son personas−pensó−parecen muertos vivientes».

Se sobresaltó al escuchar el clic del cierre automático del coche.

−Así es más seguro−le dijo el taxista− Perdone señora, no es asunto mío, pero creo que lo mejor que podría hacer usted, es irse a casa…

Esperanza contempló a través del cristal la hilera de zombis en busca de su dosis. Pensó en su hijo. En el sufrimiento que lo consumía…

−Sé lo que hago− contestó sin mirarlo.

Diez minutos después, Desiré volvió trayendo la droga y un ligero aroma a lumbre.

−Arranca, encanto-Le dijo al taxista−aquí ya no hacemos nada. Luego le dio a Esperanza sus papelas.

El trayecto de vuelta lo hicieron en silencio. El taxi las dejó a la entrada en la Gran Vía. En la acera, Desiré la miró con semblante serio.

−No voy a preguntarte. No sé en qué andas metida pero sospecho que en nada bueno. Espero que estés segura de lo que haces.

Esperanza intentó controlar las lágrimas.

−Puedes contármelo. Se lo que es sufrir, puedo entender porqué se hacen las cosas.

Pensó en la posibilidad de hacerlo, si alguien podía entenderla creía que esa era ella, pero desecho el pensamiento. Era demasiado íntimo, demasiado horrible.

−No puedo− dijo. La beso y sintió como la mejilla rasposa de Desiré le arañaba la piel − Te estoy muy agradecida pero tengo que irme.

Con un profundo pesar Desiré la observó alejarse por la acera y desaparecer entre la gente.

Al pasar por la portería, Esperanza grito –¡Custodia, ya estoy de vuelta! Y sin esperar respuesta enfiló la escalera hacia su piso.

Abrió la puerta. La casa permanecía en un orden silencioso y perfecto; el tiempo detenido flotaba por las habitaciones. Se asomo al cuarto de Daniel. En la penumbra, su hijo dormía el mismo sueño agitado, la misma respiración sibilante y entrecortada. Sin hacer ruido, volvió al salón y se derrumbó en el sofá. Se masajeó los ojos y durante un instante permaneció con ellos cerrados. Necesitaba desconectar, ahuyentar las dudas y el miedo que le provocaban su decisión. Necesitaba mantener la mente fría, reprogramarse en alguien capaz de llevar a cabo aquello que se proponía.

Apretó el botón del mando y bajo el volumen cuando en la habitación empezaron a sonar los primeros acordes de “Space Oddity” de David Bowie, era la canción favorita de Daniel, la que escuchaba a todas horas de forma compulsiva.

Ground control to Major Tom…

−Dios mío, perdóname, perdóname, perdóname…

Commencing countdown, engines on…

Las lágrimas enturbiaban sus ojos cuando sacó las papelinas del bolso y las coloco, como si fueran sellos, sobre la mesa formando una fila perfecta. Trajo una cuchara y un botellín de agua mineral de la cocina y del botiquín del baño el algodón y la jeringuilla hipodérmica que necesitaba.

Ground Control to Major Tom                                                                                                              Your circuit’s dead, there’s somethings wrong…

Vacio dos papelinas en la cuchara y diluyó el polvo marrón con un poco de agua hasta conseguir una masa compacta. Calentó el metal con un mechero y cuando la mezcla empezó a borbotear, extrajo el líquido con la jeringuilla utilizando un trozo de algodón como filtro para eliminar los grumos y las impurezas.

Can you hear me, Major Tom?                                                                                                              Can you…

−Mamá, mamá…−escuchó la llamada angustiada de su hijo desde la habitación.

−Estoy aquí, Daniel, ya voy. Dame un segundo.

−Oh, Dios. No lo soporto. Por favor, mama…

Here am I floating round my tin can…

Esperanza agarró con determinación la jeringuilla, se secó los ojos con el dorso de la mano y abrió la puerta del cuarto de Daniel. Bajo la atmosfera cargada, en aquella penumbra, percibió el aroma tan conocido de su hijo.

Far above the world                                                                                                                               Planet Earth is blue

And there’s nothing I can do.

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Hassan

Sábanas revueltas, olor a sexo. La luz, tamizada por las cortinas, baña la habitación de una tonalidad rosada, rezumante… Enciendo un cigarrillo y me asomo a la ventana. Quiero verlo…

Sentía que el tiempo se arrastraba cansinamente por mi vida, que me estaba convirtiendo en una mujer mayor, acartonada. Una mujer que se teñía las canas una vez al mes y de la que la gente empezaba a comentar a sus espaldas: !Ahí donde la ves, fue guapísima¡ El pasado le ganaba terreno al futuro y yo estaba a punto de subirme al tren de la decadencia.

Y entonces, como un regalo, apareció Hassan y me enfrentó a sus complejidades, a su belleza sin rumbo, generosa y desinteresada

Fue algo inusitado, sorprendente por la naturalidad con qué ocurrió. Algo así como esquiar. Me dejé llevar, curiosa y divertida, hasta la cima. Me incliné indecisa hacía la pendiente y la gravedad tomó las riendas y me lanzó hacia abajo como una flecha.

Cuando fantaseaba con tener una aventura, a mi cabeza acudían imágenes de impersonales habitaciones de hotel, de tardes desconsoladas imbuida en sentimientos de culpa y arrepentimiento. Era solo eso, una quimera. Sin embargo, ha ocurrido, está pasando y es divertido y vivificante si una se lo permite. Si no le das demasiadas vueltas, si no lo miras con demasiada dureza…

La pasión que me provoca Hassan, no ha restado un ápice al amor que siento por David. Amo a mi marido, al chico fuerte y entusiasta que fue, al hombre en qué se ha convertido, con su barriga incipiente y su pelo escaso. Esto no tiene nada que ver con él.

Tiene tan solo que ver con mi sensualidad, con mi necesidad de sentirme viva y contenta de ser quien soy, de estar donde estoy.

Con la respiración contenida veo a Hassan bajar por el sendero y desaparecer entre los árboles hechizado en la luz, lánguida, de esta tarde sofocante de agosto. Apenas acaba de irse y ya estoy empezando a echarlo de menos.

Destacado

Sexshop

Tessy sale del baño envuelta en un mullido albornoz blanco con el pelo húmedo de un color rubio resplandeciente.

−¿Qué tal?−dice. Se deja caer en el sofá y enciende un cigarrillo.

−Mmmm, me gusta− le digo− Te hace sofisticada.

−Tengo que conseguir ese papel como sea−dice Tessy expulsando el humo como si fuera una estrella de Hollywood− Sé que puedo hacerlo…

El albornoz deja ver un triangulo de piel untuosa y brillante y el nacimiento de los pechos. A veces me sorprendo mirando a Tessy con esa atracción soterrada que me despiertan las personas guapas. Siento envidia al verla tan a gusto dentro de su piel

− ¿Entonces qué, me acompañarás?

−No sé, si Frank se entera se pondrá hecho una fiera.

−No tiene porqué enterarse si tu no se lo dices. Además, deja a Frank fuera. Esto es entre tú y yo.

− ¡Vale, déjame pensarlo!

No le digo que nunca he estado en un Sex shop. Que no he visto en mi vida una película porno. Siento curiosidad aunque jamás lo reconocería delante de Tessy.

Cuando vuelvo a casa, me da rabia al ver Frank frente a la tele, jugando con la consola y bebiendo cerveza. El salón es indigno con las paredes amarillentas y la pequeña ventana abierta al patio interior. Los muebles forman un conjunto patético. Todo me parece mucho más feo y descolorido que de costumbre.

– Quita los pies de la mesa− le digo mientras dejo las llaves − ¿cuántas veces tengo que decírtelo?

– Vale, vale. ¿De dónde sales? Llego a casa y no estás. Se supone que deberías tener la comida lista. ¿No? ¿Y tú qué haces? Te pasas el día en casa de tu amiguita cuando sabes que no me gusta que vayas con esa puta.

−Deja aTessy en paz.

−Ha vuelto a llamar tu madre, ni en Madrid puede dejarnos tranquilos…

Con un gesto de hastío, Frank vuelve a poner los pies sobre la mesa, da un trago del botellín y suelta un eructo que parece que hayan tirado un petardo en el salón.

– Eres un cerdo− le digo− Me tienes harta.

Cada mañana, al levantarme, lo primero que veo es mi insatisfacción reflejada en el espejo del baño. Otro día más, pienso, sintiéndome cada vez más inútil. Creía que las cosas mejorarían al venir a Madrid, que lejos de mi madre sería libre, por fin, para hacer mi vida, pero está claro que ni Cuenca ni mi madre son el problema.

Cada mañana, mientras preparo el café, imagino el largo y monótono día que me espera: Horas encorvada frente a la caja registradora, pasando productos por el lector, con la cabeza baja intentando evitar el contacto, porque me ponen muy nerviosa los desconocidos. Pasadas las ocho de la tarde regresaré a casa. Tendré la cena lista para cuando vuelva Frank, veremos alguna serie sin tener apenas nada que decirnos y nos iremos a la cama a dormir, eso en el mejor de los casos, si es que a Frank no le da por ponerse cariñoso…

Odio mi vida.

No hace ni diez minutos que Frank se ha marchado al campo, a ver el partido con sus amigos, cuando Tessy pasa a recogerme. Está perfecta, como siempre, con sus tejanos gastados y una torerita roja a juego con los zapatos de tacón. No puedo evitar sentirme como una provinciana a su lado. A veces me pregunto qué es lo que Tessy ve en mí. ¿Por qué se empeña en ser mi amiga? Tessy representa todo lo que yo no soy, con ella vislumbro un mundo excitante y multicolor que está fuera de mi alcance.

−Estas lista−Me dice con la más encantadora de sus sonrisas.

Conduce hasta el centro. Quiere comprar un vibrador porque sus relaciones con los tíos la agotan y la desvían de su objetivo, que es convertirse en actriz !Ojala tuviera yo algún tipo de objetivo¡

Cuando aparca en un hueco, bajo la marquesina del teatro Monumental, me pregunto cómo he podido dejarme arrastrar hasta aquí. Ya me estoy arrepintiendo… El día es radiante y la gente pasea por las aceras. Algunas señoras salen del mercado de Antón Martín cargadas con bolsas y un ciego vocea los cupones junto a la puerta. Más abajo, en la misma acera, el sex shop parpadea y nos hace guiños con sus luces de neón. Me muero de la vergüenza de que alguien pueda verme entrar. Es una posibilidad remota, porque apenas conozco a nadie en la ciudad, pero no puedo evitar mirar a un lado y a otro buscando alguna cara conocida. Tessy cruza la calle decidida, sorteando los coches con seguridad, sin esperar a que el semáforo se ponga verde y me acucia para que la imite pero yo me quedo quieta en la acera, esperando, porque los coches y el tráfico me aturden.

El sex shop está tranquilo a estas horas. Algunos clientes solitarios ojean revistas porno y otros se pierden por el pasillo donde están las cabinas del Peep Show. Por megafonía, una voz anuncia el inminente comienzo del espectáculo de sexo en vivo. Tessy se para frente a una estantería repleta de vibradores. Se pone a toquetear sin pudor las pollas de goma y yo estoy detrás de ella, muerta de la vergüenza. Hay cosas tan horribles en estos estantes… Vibradores color rosa chicle o verde radioactivo que me recuerdan a una especie de percebes galácticos. Son espantosos. Tessy elige uno plateado, de buen tamaño, semejante a un supositorio gigante con una rueda abajo que lo hace vibrar. – Creo que me voy a llevar este – me dice, volviéndose para que lo vea- Funciona con pilas. ¿Te gusta?

−Mucho−le contesto mirando para otro lado asqueada.

Paga en la caja y pide que le cambien un billete en monedas. La cajera hace como yo. Ni se molesta en levantar la vista para mirarnos.      

– ¡Vamos!- me dice dándome un empujón y me dejo arrastrar, sin oponer resistencia, hasta las cabinas del fondo. Avanzamos por un pasillo enmoquetado sumido en una penumbra rojiza, lleno de puertas cerradas con una luz arriba, roja o verde según estén ocupadas o no. A pesar de la música ambiental, parece extrañamente silencioso. Huele a una mezcla inmunda de ambientador, humo de cigarrillos y humanidad. Es un olor rancio, algo salado que me revuelve el estómago. El pasillo, de lo más siniestro, se pierde en una curva y está desierto. Ruego para que nadie salga de alguna de esas puertas y nos pille infraganti, como si fuéramos delincuentes. Pensará que somos un par guarras y Dios sabe qué, aunque claro, tampoco es que él venga de echarle de comer a las palomas. El símil me parece de lo más desacertado. Nos colamos en una cabina vacía y Tessy cierra la puerta. Es un cubículo de uno por uno con una papelera en una esquina llena de servilletas sospechosas. Hay una ventanilla con una persiana que se abre, como un telón, cuando Tessy echa monedas por una ranura y comienzan a parpadear unos dígitos que nos avisan del tiempo de que disponemos para mirar a través del cristal. Al otro lado, una pareja folla sobre una plataforma que gira para que se pueda ver el espectáculo desde todos los ángulos. Lo primero que se me viene a la cabeza es la cajita de música que tenía mi abuela sobre el tocador de su dormitorio. Si le dabas cuerda, una muñequita empezaba a girar al compás de una musiquilla monótona. Esto es algo parecido, solo que mucho más guarro. La chica está a cuatro patas, sobre un tapizado azul. Es rubia y bastante guapa, con una melenita corta y los labios de un rojo cereza. Gime sin parar meneando el culo, pero parece distraída, como si estuviera pensando “en sus cosas”. El hombre la penetra a embestidas por detrás poniendo posturas y enseñando músculos. Es una coreografía, me digo, una farsa. Pero también es algo impúdico, de una crudeza que me produce una sensación tan intensa, tan real, que siento como si me faltara el aire. Me quedo inmóvil, mirando hipnotizada la escena. La sensación es tan confusa… Mientras en mi cabeza siento rechazo, mi cuerpo reacciona con un hormigueo húmedo en la entrepierna que me sorprende y me deja descolocada. Miro a Tessy, que esta ajena a todo lo que ocurre fuera del cristal, y respiro aliviada al darme cuenta de que no se ha percatado de nada y entonces ella me da unos golpes con el codo y me dice: “Has visto que rabo?” Y la persiana se cierra, porque se han acabado las monedas y nos vamos de allí y yo estoy temblando, con las piernas que apenas me sostienen y agradezco el aire fresco cuando salimos a la calle.

Paso el resto de la tarde sola en casa y aprovecho para hacer limpieza y poner un poco de orden en mi cabeza. Me encuentro en un estado de ansiedad desconcertante. Mientras limpio no consigo quitarme de encima la imagen de la pareja haciendo sexo. ¿Qué ha pasado? Tengo la sensación de que algo inquietante se ha despertado en mí y el detonante ha sido la imagen de la chica a cuatro patas entregada a algo tan íntimo sin ningún pudor. Intento imaginármela en su vida cotidiana. Seguro que es una vida normal y ordinaria como la mía. Limpiará la casa y hará la compra y todo ese montón de cosas que hacemos las mujeres pero ella carga a sus espaldas con una historia, un secreto… Ha cruzado una línea roja y en mi imaginación eso la convierte en una especie de heroína, en una santa. Me siento a punto de estallar.

Cuando Frank vuelve a casa, follamos. Está eufórico, porque ha ganado su equipo y no nota nada extraño. Las cervezas y los chupitos de vodka que me he bebido, se me han subido a la cabeza y estoy borracha y el alcohol hace que me sienta extrañamente lúcida y excitada. Creo que es la primera vez que realmente deseo hacerlo con Frank. Me siento hambrienta y me entrego sin control, de una manera casi desesperada. Cierro los ojos y me imagino girando sobre aquella plataforma de moqueta azul. Casi puedo sentir la fricción del roce de la fibra quemándome las rodillas y la excitación morbosa que provoco en los desconocidos que me observan a través del cristal. Me siento poderosa convertida en un objeto de deseo y entonces, mi cuerpo explota como un globo y se hace agua. El placer es tan intenso que lo siento subir, casi quemándome, por la espina dorsal hasta la cabeza y me derrumbo saciada y exhausta, creyendo que me desmayo. Entonces Frank se hace presente y dice: «Joder Blanca…” y yo abro los ojos y lo miro y me doy la vuelta sin decir nada. Quiero atesorar este momento que es mío, solo mío. Deseo que se vaya y me deje sola, porque necesito pensar. Tengo miedo de todo lo que ha pasado y miedo también de que no se vuelva a repetir.

No puedo dormir. Doy vueltas inquieta y sudorosa mientras Frank ronca a pierna suelta a mi lado. Cuando no puedo más, me levanto de la cama y angustiada me asomo a la ventana buscando un poco de aire pero la noche es tan bochornosa, tan silenciosa e inmóvil, que parece un escenario vacío iluminado por una luna artificial. El aire no se mueve en este tiempo congelado y yo soy la única cosa que respira y siento mi corazón latir acelerado y es como si toda yo desprendiera una energía que choca con un muro invisible y vuelve a mí golpeándome con una fuerza renovada. Me meto bajo la ducha en un intento vano de apaciguarme. Me enjabono con rabia y dejo que el agua fría arrastre toda la inmundicia de mi cuerpo, porque así me siento: sucia e inmunda. Luego me seco y miro mi imagen en el espejo. Soy yo, Blanca, con el pelo mojado cayéndome sobre la cara y los labios ligeramente hinchados. Mis ojos brillan con una determinación desconocida, parecen querer decirme algo. Se que se ha abierto una brecha y que  un montón de preguntas, esperando respuesta, flotan en el aire.

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El viaje de un geranio en una lata

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« Eres pobre. Eres negra. Eres fea. Eres mujer. No eres nada.»

Alice Walker. The Color Purple.

 

Musoke, arco iris…

Llevaba más de tres horas caminando, cargada con dos pesadas bolsas y un bulto grande en la cabeza. Musoke se paró en el último tramo de la cuesta. El sudor le resbalaba por las axilas y la espalda. Sentía el vientre enorme y tirante, las piernas hinchadas como botas. A sus pies, el poblado se diluía bajo una calima brumosa.

El sol ya estaba alto y Musoke pensó en la larga jornada que aún le quedaba por delante. Entregaría los encargos al Chairman y luego saldría a vender cigarrillos por los asentamientos esparcidos en la colina. Intentaba reunir el dinero para pagar su viaje. Hacía ya cuatro meses que aguardaba en el bosque, anhelante, el momento de cruzar el estrecho. Ya no se quejaba, no se compadecía, tan solo esperaba…

Desde el camino vio al Chairman despidiéndose de dos marroquíes que no conocía. «Algo se cuece» pensó Musoke mientras se aproximaba. Descargó la pesada mercancía a la entrada de la cabaña, espantó a dos perros que se habían acercado a olisquear los paquetes y se agarró dolorida los riñones.

El Chairman le lanzó una mirada hosca.

− Llegas tarde− le dijo, pasando entre sus dedos las cuentas del Misbaha.

Ella no contestó. Estaba acostumbrada a sus malos modos, a sus reproches.

− Prepara tus cosas−le dijo− te vas de madrugada…

Musoke sintió que flaqueaba. Fue como si el suelo oscilara bajo sus pies y se apoyó en la pared intentando controlar los temblores.

−Gracias Chairman…−acertó a decir balbuceante, apenas con un hilo de voz.

Cuando dio media vuelta para marcharse el Chairman la llamó.

− ¡Eh, negra!−dijo esbozando apenas una sonrisa de dientes amarillo.− Que tengas suerte…

Caminó como borracha hasta su chamizo. El interior hervía en el calor sofocante que irradiaban las chapas del techo. Se secó el sudor áspero y rojizo que le perlaba la frente y se dejó caer en una silla maltrecha bajo una línea de sombra. La adrenalina le recorría el cuerpo como si tuviera un hormiguero bajo la piel. Musoke suspiró y observó como el tallo reseco de un geranio luchaba por sobrevivir en una lata.

«Dios mío, que haya buena mar…»

El agua la aterraba. No sabía nadar. Cuando miraba el océano, creía percibir un latido amenazador bajo las aguas, la respiración silenciosa de un ser poderoso y profundo.

Intentó sosegarse y aplacar la inquietud. Le costaba creer que era ella, por fin, la que se iba. Había asumido su condición de perdedora, aceptaba la decepción y el sufrimiento como parte de lo cotidiano, de lo normal. Pensó que, al final, el viaje había merecido la pena. Las humillaciones, la violencia, el sometimiento, todo quedaba atrás, como en un mal sueño. Fueron muchas las ocasiones en que sintió que ya no podía más. Muchas las que estuvo a punto de rendirse y tirar la toalla, pero no se había dejado doblegar, había resistido firme como un junco, mirando hacia el norte, caminando como una loca hacia adelante.

Musoke se miró la piel tierna y rosada de los brazos. Las quemaduras del desierto le habían marcado de cicatrices el rostro y partes del cuerpo. Eran como un estigma que llevaría siempre consigo. El recuerdo de Khadiya que no pudo superar la travesía y se quedó atrás, sepultada bajo la arena, en una tumba anónima.

Fue el precio que pagó por perseguir su sueño.

Pensó en la vida que crecía en su interior. Cuando supo que estaba embarazada, ya no le quedaban lágrimas que llorar y deseó morir, pero luego, el bebé fue llenando, día tras día, aquel vacio profundo. Era un milagro, algo grandioso… Supo que él la salvaría, que sería su bálsamo y su consuelo.

Pasó la tarde sumida en la zozobra, con los nervios agarrados a la boca del estomago. Algunas personas pasaron a despedirse y desearle suerte y ella sintió una pena inmensa, porque sabía que nunca volvería a verlos.

No le resulto fácil conciliar el sueño. Cuando al fin lo logró, soñó que era una niña y caminaba de vuelta al poblado. La aldea celebraba una fiesta. Una cabra se asaba a la leña y la grasa, goteante, hacía chisporrotear y humear las brasas. Todo el mundo parecía feliz. Los hombres la miraban sonrientes y asentían, las mujeres se acercaban y le tocaban la cara y el pelo. De pronto, unas manos la agarraron fuertemente por los brazos. La muchedumbre empezó a jalear. Ella chilló e Intentó resistirse, pero no pudo evitar que su madre y su abuela la arrastraran sin piedad al interior de la choza…

Abrió los ojos aterrada, boqueando desesperada en el interior de una burbuja caliente. La piel le ardía como si tuviera fiebre. Noto el bebé moviéndose inquieto y se abrazó la barriga con las dos manos. En un susurro, empezó a tararear una vieja canción de su infancia: « Olele, olele moliba makasi…». Necesitaba apaciguarlo y apaciguarse. El amor que sentía por su hija, porque sabía, de forma certera, que sería una niña, la desbordaba.

«Tranquila mi amor, espera. Aguanta solo un poco más» le dijo «No permitiré que te hagan daño. No dejaré que pases por lo mismo que yo…»

Al amanecer, el grupo bajo hasta la playa formando una fila silenciosa y se agazaparon entre las dunas de hierba. Las primeras luces del día borraban las sombras de la arena húmeda. Dos hombres manipulaban una vieja barca varada en la orilla. Las olas golpeaban contra las tablas. Las gaviotas graznaban en el cielo y el mar… el mar…

Musoke respiró el olor agrio de los cuerpos expectantes mezclado con el sabor metálico del miedo. Abrazada a la lata del geranio, su corazón latía debocado; su cabeza estaba llena de sonidos. La brisa le silbaba al oído una melodía imprecisa que era una celebración. Tehani… Así llamaría a su hija: Celebración… Supo que toda saldría bien, que encontrarían su lugar en el mundo y se permitió, durante un solo instante, cerrar los ojos agradecida.

Destacado

Las yemas granates despuntando bajo la corteza de los cerezos

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− ¿Ha tenido buen viaje, señor Zander?

−Un vuelo sin incidencias, gracias. Lo complicado fue llegar hasta aquí. Resulta difícil orientarse con tanta numeración americana, inglesa, china… Encontrar el edificio ha sido una odisea y luego está el lio de las plantas; el cuarto piso se convierte en el tercero, el tercero en el cuarto. Si no hubiera sido por un vecino, aún estaría dando vueltas buscando su apartamento.

−Hong Kong es una ciudad caótica, señor Zander. La mejor del mundo si lo que buscas es esconderte o pasar desapercibido.

Ikari Izumi (no es su verdadero nombre) me sonríe enmarcada por el contraluz de la ventana. A su espalda, el azul plomizo del atardecer flota suspendido sobre el puente de Kowloon. Viste un pantalón negro y jersey del mismo color de cuello vuelto. Lleva el cabello recogido, de manera que parece descuidada, en una especie de moño deshecho. Es menuda y frágil como una porcelana. Esa es la impresión que da a primera vista.

−Siéntese señor Zander. ¿Le apetece un té, algo más fuerte quizás…?

−Un té está bien, gracias.

−Con su permiso yo tomaré un poco de Whisky. No suelo beber, pero creo que me vendrá bien un trago.

Me arrepiento en el acto. Debería haber pedido un whisky también.

El 6 de julio de 2018, fue ejecutado en la horca Shoko Asahara, líder de la secta Aum Shinrikyo, La Verdad Suprema. Asahara fue el máximo responsable de los ataques con gas sarín perpetrados en el metro de Tokio, en marzo de 1995, que costaron la vida de 13 personas y causaron diversas lesiones, algunas irreversibles, a otras 6.300. La revista para la que trabajo me encargó que escribiera un artículo sobre las experiencias de alguien que hubiera estado en Aum en aquella época. No me fue fácil contactar con Ikari Izumi y mucho menos convencerla para que hablara. Ahora estoy aquí, sentado en su salón, aguardando que vuelva con un té de la cocina y poder empezar con la entrevista.

Cuando regresa con las bebidas, se sienta y me mira. Espera.

− ¿Le importa que grabe?− le digo.

−No, hágalo. Pero le ruego que en ningún caso mencione mi nombre. Escriba solo lo que le cuente y por favor, no me juzgue. Prometo contarle toda mi verdad. ¿Me invita a un cigarrillo? Hace años que no fumo. Ya ve usted, hace ya años de todo.

Le doy un cigarrillo. La llama del mechero hace que sus ojos refuljan incandescentes, como si fueran dos ascuas. Da una honda calada y al expulsar el humo, una cortina densa se interpone entre los dos.

−Cuando usted quiera−me dice−estoy preparada…

     

   Hábleme de su familia. ¿Cómo fue su infancia?

No conocí a mi padre y de mi madre apenas conservo un vago recuerdo. Me abandonó, a los cinco años, en un orfanato católico del barrio de Meguro. Allí me crié. Jamás he vuelto a saber nada de ella. −Fui una niña traumatizada y resentida, señor Zander− Mis primeros años no debieron ser fáciles y el orfanato tampoco ayudó. Recuerdo que pasé algunas temporadas con familias de acogida. Algo debía fallar en mí porque siempre acababan devolviéndome. Veía como los niños más pequeños se iban de la mano con sus padres adoptivos y yo seguía allí, repudiada como si fuera tóxica. Eso me marcó profundamente. Al final, fueron las monjas las que se ocuparon de mi educación. −No sabe como odiaba aquel sitio.− El sentimiento del rechazo me había creado un denso poso de resentimiento. Odiaba el olor a lejía de mis manos, la limpieza obsesiva, la opresión silenciosa y carcelaria de aquellas paredes. Era un ambiente casi militar, frio y disciplinado. Para algunas monjas los niños éramos incordios que las desviábamos de su verdadera vocación. Guardaban todo el amor, toda la piedad para ese Dios suyo. El día que me escapé de allí, mi corazón era como una pasa reseca. Tokio era una jungla y yo estaba sola.− ¿Sabe usted lo que es eso?

¿No creía usted en Dios? ¿No era religiosa?

En aquella época no creía en nada. Me habían criado en la fe católica pero no le encontraba el sentido. Mi relación con Jesucristo no había sido buena…

¿Debió ser muy duro empezar de cero?

Pasé semanas deambulando por los alrededores del mercado de Tsukiji. Algunos vendedores me daban comida y algunos turistas dinero. Dependiendo del grado de generosidad de la gente, dormía bajo techo o pasaba la noche acurrucada en un banco de la estación de Shimbashi, esperando a que se hiciera de día. No me atrevía a cerrar los ojos. No me atrevía a dormir… − ¿Sabe? Mis ojos han visto cosas que ojalá usted nunca vea.

   ¿Cómo logró salir de la calle?        

Un día Mamasan se bajó del tren. Cuando me vio acurrucada en el banco, se acercó como un tigre que huele a su presa. « Kohana» me dijo, levantándome la barbilla y obligándome a mirarla. « ¿Qué haces aquí marchitándote?» Me sedujo con su sonrisa y sus palabras amables y me llevó con ella. Mamasan tenía un negocio en Kabukichu, un pequeño local en una calle estrecha, encima de unos billares y de una casa de apuestas. Era lo que hoy se llamaría un Maid café, un café de doncellas, con la peculiaridad de que en las habitaciones traseras se jugaba a algo menos inocente que el moe moe jankan.

   ¿La obligaron a ejercer la prostitución?

Estaba abocada a ello. − ¿Acaso existía otra salida?− Nunca me gustó ese juego. Me hacía sentir sucia. Si eras buena y obediente, Mamasan era buena contigo, pero más valía no hacerla enfadar, porque entonces se convertía en un dragón que echaba fuego por la boca. Con mis compañeras apenas me relacionaba. Solo le interesaban los hombres, la ropa y donde estaban los mejores karaokes… No las entendía. Pensaban que yo era un bicho raro y me dejaron de lado.

   ¿Cuánto tiempo trabajó para Mamasan? ¿Qué hizo después?

Estuve casi dos años. Intentaba ahorrar todo lo que podía porque planeaba estudiar secretariado y convertirme en una buena chica (Risas). Allí conocí al señor Tanaka. Al principio venía a jugar conmigo dos o tres veces al mes. Era una persona pulcra y educada, nos entendíamos bien. Había enviudado recientemente y tenía un hijo que no le daba más que disgustos. El sexo no le interesaba demasiado, para él era más importante hablar con alguien y desahogarse. El señor Tanaka tenía una librería en Shinjuku y siempre me traía algún libro y me animaba a leerlo. Descubrí que la lectura me ayudaba a evadirme. Aquellas historias me hacían soñar con otra realidad, desataban mi imaginación y mi fantasía. Cuando le conté al señor Tanaka mis proyectos, decidió ayudarme y me ofreció un trabajo a tiempo parcial en su negocio. No me lo pensé.

   ¿Sería liberador para usted salir de aquel mundo?

Sabía que la vida me estaba ofreciendo una oportunidad. El señor Tanaka me ayudó a encontrar un pequeño estudio. Empecé a trabajar en la librería y por las noches iba a una academia. Pasé semanas quitando el polvo de los estantes e intentando ordenar aquel caos de libros. Restituí las bombillas fundidas, saqué brillo a los suelos. La tienda, limpia e iluminada, resultaba acogedora, prometedora con los libros bien expuestos y ordenados. El señor Tanaka estaba contento. Cada vez entraban más clientes y eso se notaba en la caja al final del día.

   ¿Se adaptó bien a su nueva vida?

Trabajaba y estudiaba, pero era incapaz de hacer amigos. Había algo, un bloqueo, que me impedía relacionarme con normalidad. No estaba segura de cómo moverme, de la forma de actuar. Pensaba que todos notaban la incomodidad y la rigidez que había en mí. Era como si todo el mundo estuviera evaluándome constantemente y me encontraran deficiente. Eso me inquietaba mucho. Luego pasó lo del espejo. Fue una experiencia tan vivida, que me sumió en un estado casi depresivo.

   ¿Qué pasó con el espejo, señora Izumi?

Aquel día me encontraba realmente mal. Sentía que me ahogaba. No era pesar, era como si me faltara algo. Estaba en casa con todas las luces apagadas llorando bajito. Mi llanto era casi una letanía liberadora, como cuando rezaba el rosario con las monjas y, arropada en el murmullo de las voces, me sumía en una especie de trance. Cuando me miré en el espejo, mis ojos brillaban con una intensidad desconocida. Quedé prisionera de mi imagen. No era yo quien miraba, era la imagen del espejo la que me miraba a mí. Aquellos ojos tenían una profundidad abismal y perversa, como si toda la maldad del mundo se concentrara en ellos. Sentí que perdía contacto con la realidad, que entraba en otra dimensión y me desdoblaba en dos. Fue una experiencia durísima.

   ¿Y qué hizo?

Me sentí perdida. No sabía quién era. Recuerdo que pasé días en los que simplemente me quedaba mirando la taza de té humeante o las manchas de humedad de la pared. Era incapaz de hacer nada. Dejé de ir a trabajar. No soportaba ver a nadie. Mantenía una lucha emocional tan intensa que me dejaba exhausta.

     ¿No pensó en buscar ayuda médica?

No pensaba que estuviera enferma. Desconocía que existían médicos que trataban ese tipo de trastornos. Intenté encontrar respuesta en los libros. En esa época leí “Más allá de la vida y de la muerte” de Shōkō Asahara. No entendí bien los conceptos. Mi desconocimiento de lo que hablaba era total pero me proporcionó cierto consuelo. Sentí que me identificada con muchas de aquellas cosas que decía.

   ¿Qué pasó después?

Luego, todo se complicó. El señor Tanaka sufrió un ictus y su hijo se hizo cargo del negocio. Acababa de separarse. En lugar de entristecerse por el fracaso de su matrimonio, se comportaba como un joven inmaduro. Llegaba tarde a abrir la tienda, la mayoría de las veces venia sin dormir, apestando a alcohol y tabaco, en un estado lamentable. Era grosero y maleducado y tenía una mirada sucia. Me hacía sentir muy incómoda, incluso llegué a temerle. Luego pensé que sería como los osos. Si notan que tienes miedo atacan pero si haces como que no existen, te dejan en paz. Al final, el también me ignoró. En realidad lo único que le interesaba era el dinero de la caja.

La enfermedad del señor Tanaka fue un duro golpe y la aparición de su hijo contribuyó a desestabilizarme más de lo que estaba.

¿Le gustan los animales? Veo que es el tercer o cuarto símil que utiliza.

Me fascinaban los gatos, aunque nunca he tenido la necesidad de tener uno propio. En el orfanato había muchos. Saltaban por la tapia del patio y se escondían entre los parterres y las macetas. Algunos se restregaban contra mis piernas y me dejaban que les acariciara el lomo, que les rascara detrás de la oreja. Eran muy independientes y yo envidiaba ese carácter. Me entendía mejor con ellos que con las personas. −Me gustan los animales, señor Zander, son como son. Se guían por el instinto y no le dan más vueltas.

     Y el amor. ¿No se enamoró? ¿No soñaba con conocer a alguien…?

Nunca me había enamorado. Pensaba que eso no era para mí. Había visto a las chicas de Mamasan desquiciadas por culpa de los hombres. Había visto como sufrían y se peleaban. Pensé que era el amor lo que las volvía egoístas, estúpidas y crueles. Aquellas chicas estaban sometidas a los deseos de sus novios y yo anhelaba otra cosa. No, el amor no me interesaba hasta que conocí a Takhesi.

 

Hábleme de él ¿Cómo le conoció?

Fue un día frio y nuboso de finales de marzo, en el parque Shinjuku. −Lo recuerdo como si fuera hoy− Aquel año la primavera se retrasaba. Estaba sentada en un banco, con los ojos hinchados por el llanto— pensará usted que soy una llorona− cuando lo vi, junto al estanque, observando los peces. Allí parado, con las manos dentro de los bolsillos del gabán, parecía un hermoso pájaro azul (risas) con el cuello largo y la nariz ganchuda. Ahora sé que fueron nuestras Ondas Alfa las que conectaron, como si fueran los dos polos opuestos de un imán. Cuando me miró, sentí como una sacudida, mi corazón se aceleró y, avergonzada, bajé la vista y me sequé las lágrimas con los puños del jersey. Por el rabillo del ojo lo vi acercarse y sentarse a mi lado. «Mira esos cerezos» me dijo. «Fíjate como las yemas granates despuntan bajo la corteza». Sus palabras me trasmitieron paz, me sosegaron. «No estés triste» me dijo, y me acarició la mejilla húmeda.

Empezamos a hablar y fue como si lo conociera de siempre. Nunca me había pasado nada igual. Takhesi me dijo que hay gente que sufre y enferma por culpa de su vida. Dijo que sentir dolor era señal de una espiritualidad inmadura, que en lugar de martirizarme, lo más inteligente − lo más virtuoso, fueron las palabras que utilizó − era ahondar en la realidad que provocaba ese dolor y estudiar la manera de afrontarlo.

Comenzamos a vernos. Algunas tardes aparecía por la librería o me esperaba a la salida de la academia. Paseábamos, hablábamos… Confiaba en él, podía contarle cualquier cosa sin temor a que se riera de mí, a que me juzgara o pensara que estaba loca.

   ¿Albergaba algún tipo de sentimientos hacia él?

Sí, de pronto descubrí que estaba enamorada. Takhesi se adueñó de mi mente. Pensaba en él a todas horas. A veces me sorprendía la sonrisa bobalicona que me devolvía mi reflejo en el cristal de algún escaparate, pero él me trataba solo como a una amiga, como a una hermana pequeña. El amor me sumió en un estado de ansiedad desconcertante. Era algo nuevo, desconocido… Me costaba contener el torbellino de sensaciones de mi cabeza. Intentaba disimular, convencida como estaba que Takhesi tenía la habilidad de leerme el pensamiento. Por las tardes, cuando salía de mis clases tenía que reprimirme para no corre hacia él como lo haría un perrillo contento. (Risas)

El amor me volvió egoísta. Quería más, quería ser parte de la vida de Takhesi. Sentía celos de todo lo que yo no compartía… Takhei era muy introvertido. No le gustaba hablar de sí mismo. Apenas hablaba de su trabajo, no conocía a sus amigos, no sabía que hacia cuando no estaba yo. Al principio no preguntaba. Respetaba su decisión. Era como si existieran dos mundos y yo solo habitara en uno de ellos. Pero a veces descubría a Takhesi mirándome y comencé a interpretar sus miradas. Yo también podía leer su mente. Supe que me amaba. Que me amaba de ese manera, pausada y silenciosa, con que aman las personas tímidas. Fui yo la que dio el primer paso.

¿Se convirtieron en amantes?

Sí, aunque Takhesi se resistía a mantener una relación. Rechazaba cualquier tipo de apego. Decía que el deseo incontrolable por el sexo, por los objetos, la avidez por la comida, hacía sufrir a las personas. Tenía una peculiar visión de las cosas. Creía que los gobiernos utilizaban los medios de comunicación para esclavizarnos con sus mensajes subliminales. Que la industria nos envenenaba con los vertidos inoculados en el aire y en los depósitos de agua. Que la sociedad putrefacta en la que vivíamos nos anulaba como personas.

El también había pasado por momentos muy duros…

   ¿Cómo era la relación de Takhesi con su familia?

Apenas se relacionaba con ellos. Era el único hijo en una familia de mujeres, una familia rígida, extremadamente conservadora. El padre daba por hecho que, a su debido tiempo, Takhesi se haría cargo de la dirección de la empresa. Pero él no estaba dispuesto a pasarse la vida en un despacho comprando divisas y comerciando con ellas, cambiándolas una y otra vez, hasta que solo quedara el beneficio puro. Tenía otros planes. Le atraía el mundo de la ciencia y quería dedicarse a la investigación. Su madre nunca le apoyó ni intentó comprenderlo. Era una mujer sumisa que preparaba la sopa de miso y se afanaba por conseguir un matrimonio ventajoso para sus hijas. Los enfrentamientos con el padre hicieron que acabara distanciándose de la familia. Empezó a estudiar Bioquímica en la Universidad pero nunca llegó a acabar la carrera. En el último año, sufrió una crisis de identidad y una depresión lacerante que le llevaron al borde del suicidio. Pasó años desayunando y cenando Prozac, flotando en una bruma química. Durante ese proceso se sintió abandonado e incomprendido. Sintió que todos miraban para otro lado.  

   ¿Fue entonces cuando contacto con Aum?

Si, un profesor de la Universidad lo puso en contacto con Shoko Asahara. –Creo que fue a principios de 1992 − Empezó a asistir a clases de yoga en un centro de Aum. Aquellas sesiones le ayudaron a reducir el estrés sicológico y alivió su dolor. Pensó que a través de la espiritualidad lograría curarse y que encontraría respuesta a todas sus preguntas. Luego se apuntó a las sesiones de Secret yoga que impartía el propio Asahara. El lider mostró interés por Takhesi, por sus estudios y le aconsejó que se hiciera monje. El día que le conocí, ese era el pensamiento que rondaba su cabeza mientras miraba a los peces. Dudaba, creía que podría ser un fin, pero aún no se sentía preparado.

   ¿Se sintió usted atraída por esa filosofía?

Al principio dudé. Mientras Takhesi pasaba por diversas iniciaciones, me convenció para que asistiera a un centro de Aum. Yo no le veía valor a aquello. Hacía ejercicios de respiración, de meditación, leía los libros y escuchaba cassettes con las enseñanzas de Shoko y repetía los mantras hasta que se metían en mi cabeza. Poco a poco empecé a notar algunos cambios positivos, a sentirme mejor. Me di cuenta de lo pasajero que era todo, que nada dura para siempre y el sufrimiento que causa esta transitoriedad.

   ¿Llegó a conocer a Asahara?

Sí, ocurrió en una clase de Secret yoga. Fue amable conmigo. Apenas hablaba pero daba la sensación de que conocía muchas cosas de ti, lograba que confiaras en él. Recuerdo que habló del yo, de la necesidad de aislarlo para que no se contamine, de la necesidad de cambiar nuestro karma. Luego dijo: «Cerrad los ojos y dejad que vuestro cerebro se electrice y se limpie.» Ocurrió algo que transcendió lo físico. Mi resistencia se volvió líquida, sentí que mis miedos y bloqueos se escurrían, como si fueran agua, por entre los tablones del suelo. Algo nuevo y tranquilizador comenzó a brotar en mí.

   ¿Pensaron en la posibilidad de dedicar su vida a Aum?

Nunca hicimos los votos. Podíamos desprendernos de todos los apegos pero era imposible renunciar a lo que había entre nosotros. Ese fue el motivo de que no dejáramos la vida secular y nos hiciéramos monjes.

Comenzamos a vivir juntos y entonces, en enero de 1993, falleció el padre de Takhesi. Fue algo inesperado porque no estaba enfermo. Simplemente su corazón se paró mientras dormía. El marido de su hermana se hizo cargo de la empresa y le compraron su parte. De repente teníamos mucho dinero. Takhesi abrió una cuenta a nombre de los dos en el Michinoku Bank y depositó una cantidad importante. Luego hizo una donación a Aum, y a pesar de ser laico, Asahara le nombró maestro. Takhesi entró a formar parte de su grupo de confianza, de la élite. Comenzó a trabajar a tiempo completo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Aum. Estaba feliz, por fin podía dedicarse a la investigación, podía poner su capacidad técnica al servicio de un fin más transcendental.

   ¿Y a usted, de qué manera le afectó?

Mi relación con el hijo de señor Tanaka no había hecho más que empeorar. Takhesi me animó a dejar el trabajo en la librería y a avanzar en mi aprendizaje. Comencé a frecuentar el Dojo de Aum en el barrio de Setagaya. Era un lugar muy sencillo y espartano. Me sentaba y escuchaba las prédicas y los sermones, y me impregnaba de la fuerza que transmitían. También doblaba y repartía folletos. Me gustaba hacerlo y con ello acumulaba méritos para recibir energía directamente del gurú.

¿Es cierto que se usaban drogas como parte de ese aprendizaje? ¿Llegó usted a tomarlas?

Nunca. Había algunas iniciaciones bastante duras donde sí que se usaban. Creo que era LSD. Alguien que lo había hecho me contó que dejabas de sentir el cuerpo, solo existía tu mente. Te encontrabas cara a cara con tu subconsciente más profundo. Te sentías inerte, como debe de sentirse uno cuando se muere. Las iniciados en esa práctica llamaban la atención porque parecían todos enfermos, carecían de expresión, algunos no respondían a estímulos pero se tenía la idea de que mientras uno avanzaba en su espiritualidad ninguna otra cosa importaba.

Recuerdo que corrieron rumores de que había muerto gente por eso. Pero los rumores en Aum no pasaban de rumores. No había forma de confirmarlos.

¿El contacto con la élite transformó a Takahesi?

A mediados de 1993, los sermones se volvieron más radicales y violentos. El Budismo Vajrayana es muy diferente a los demás. Entonces solo lo practicaban aquellos que habían conseguido un estadio muy elevado. Con esas prácticas Takhesi empezó a cambiar. Miraba a la gente por encima del hombro, como si fueran seres inferiores y eso no me gustaba y se lo dije. Se le veía muy estresado y nervioso. Apenas comía, su cuerpo empezó a resentirse y adquirió un aspecto enfermizo. Lo achaqué al trabajo. En Aum la gente trabajaba duro, pero lo hacían sin orden, improvisando sobre la marcha y la mayoría de lo conseguido no servía para nada. Takhesi empezó a obsesionarse con la idea del fin del mundo, del Armagedón. Su visión apocalíptica le hacía ver conspiraciones y amenazas por todas partes. La destrucción es el principio con el que opera el universo y él creía que era necesario destruir para volver a construir la nueva paz, la nueva tierra y que los medios no importaban.

¿Y usted, le daba crédito a todo eso?

Cuando dejas de creer en la realidad que pisas te creas una realidad personal.

Recuerde lo que pasó antes de la llegada del Millenium. La gente estuvo dispuesta a creer en cualquier cosa, en las profecías de Nostre Damus, en un ataque de los masones, en lo que fuera. Todas las religiones contemplan una visión apocalíptica del fin del mundo. La humanidad cree en ese destino con un temor inconsciente y secreto. Nos aterra la incerteza del futuro. La idea del fin era uno de los ejes de las enseñanzas de Aum. Pero no, no era nada que me quitara el sueño.

   ¿Acabó radicalizándose Takhesi?

Sí, lo hizo. A veces captaba un atisbo de locura en sus ojos. Estaba obsesionado con la idea de la destrucción. «Después de un apocalipsis, me dijo, se produce un efecto de purga, de purificación. Si destruyendo a las personas, las elevas, esas personas serán más felices de lo que serían en esta vida.» No fui capaz de calibrar el verdadero alcance de aquellas palabras. Takhesi había dejado de escucharme. Estaba cada vez más preocupada.

En aquel entonces, trabajaba en el Saytan número 7. Investigaba superconductores, partículas atómicas y demás. Más tarde me enteré que era la planta del gas sarín.

     ¿No llegó a sospechar nada de lo que se estaba preparando?

Ni se me pasó por la cabeza. Era algo impensable para mí. Desconocía la autentica finalidad del trabajo de Takhesi, aunque lamentablemente no tardaría mucho en enterarme.

   Cuénteme que pasó.

La noche que ocurrió el accidente en la tercera planta del Saytan número 7, todas las personas que se encontraban allí entraron en pánico. Las máquinas de limpieza Cosmo, que filtraban el aire para proteger de posibles escapes tóxicos, no funcionaron. Tampoco nadie se acordó de las inyecciones de sulfato de atropina que se guardaban para usar al menor síntoma de envenenamiento. Dejaron solo a Takhesi retorciéndose en el suelo y echando espuma por la boca. Hideo Murai, que era el Ministro de Ciencia y Tecnología, vino a verme y me contó lo ocurrido. Me dijo que Takhesi había completado su ciclo.− ¿Puede usted creerlo?− Me dijo que sería recordado como un héroe, como un heraldo de la nueva era que se avecinaba. Apenas podía dar crédito. Lo miraba y su cara no expresaba nada, ni una ligera emoción. Escondí mi dolor. No le di el gusto de que viera como me derrumbaba. Cuando se fue y me quedé sola, grité. Sentía como si un clavo me atravesara el cerebro con un dolor punzante, como si se desinflara una burbuja y me dejara vacía. La realidad paralela en la que vivía se hizo añicos como la ampolla de gas sarín que se llevó la vida de Takhesi. Los días siguientes los pasé en la cama hecha un ovillo. Me quedé sin lágrimas, no podía probar bocado. Pasaba las horas contemplando el cielo a través del cristal empañado, contemplando el temblor de las hojas.

Asahara me llamó. Quería verme y fui al Monte Fuji. Me dijo que entendía mi dolor, pero que tenía que trabajar el Karma de la renunciación y desprenderme de todos los apegos. −En Aum todo se achacaba al Karma.− Casi me ordenó que dejara la vida secular y me hiciera monja. En aquel momento deseé abofetearlo. Por primera vez le vi como realmente era y sentí asco. Le dije que me diera un tiempo, que me dejara completar mi duelo y que después haría los votos.

Decidí que tenía que salir de Tokio. Alejarme de todo para poder pensar, así que una mañana cogí el ferry a Okinawa y tomé una habitación en un pequeño hotel frente al mar.

Pasaba los días con la mirada perdida en el horizonte sin saber si la puesta de sol señalaba el fin del mundo o el comienzo. Estaba como en un estado de ensoñación permanente. Los días eran largos y tibios pero yo sentía el tiempo detenido y un vacio helado en mi interior, como si el aire estuviera escarchado de silencio.

Por las noches, el recuerdo de Takhesi invadía mi memoria. Era algo muy vivido, casi tangible. Podía sentir su presencia en la penumbra y percibir su olor.

−Pero es imposible detener el tiempo, señor Zander. Incluso un reloj parado marca la hora exacta dos veces al día.

Una tarde vi que un hombre me observaba. Recordé que también lo había visto en un restaurante del puerto. No le presté atención pero al poco volví a verlo y algo en él me inquietó. Supe que me estaba vigilando. Tal vez sea cosa de las Ondas Alfa, pero la gente de Aum podemos reconocernos, es como si todos estuviéramos marcados por una especie de estigma y aquel hombre era de Aum.

Entonces, la mañana del 28 de junio, mientras desayunaba en una cafetería escuche en la radio que un grupo terrorista había liberado gas sarín en Matsumoto, en el área de Kaichi Heights, matando a ocho personas. No tuve la menor duda de la autoría de Aum. Eso me aterró y me hizo salir de mi letargo.

Aquella tarde tomé el ferry y volví a Tokio. Vacié la cuenta del Michinoku Bank e hice una maleta con lo imprescindible. No quería arrastrar nada conmigo. Saqué un pasaje para Hong Kong y antes de partir hice una llamada anónima a la policía.

¿Tuvo miedo a posibles represalias?

Mucho miedo. Pensaba que podían estar buscándome para hacerme daño. Intenté pasar desapercibida y no llamar la atención. Pero luego me tranquilicé porque durante un tiempo no volví a saber nada de ellos. Cuando escuché lo de los atentados en el metro de Tokio y la posterior detención de los miembros de Aum, a pesar de lo terrible que fue todo aquello, me sentí aliviada.

 

¿Sería muy duro volver a empezar de cero en una ciudad desconocida?

El principio fue durísimo. Mas que el miedo, era el dolor lo que se me hacía insoportable. Ahora ya hace mucho tiempo de todo aquello y he tenido que aprender a vivir. Sigo practicando yoga y trabajando en mi espiritualidad. A veces voy al templo, allí encuentro la paz y el sosiego que necesito. Eso me ayuda. Aunque le cueste creerlo, no todo era negativo en Aum. −Ya no tengo odio, señor Zander. Ahora que Shoko Asahara ha muerto, por fin siento que he finalizado mi duelo.

−Ya ve, la vida es como un tablero de parchís. Avanzas a golpe de azar, todo depende de los dados. Si la suerte no está de tu parte, te comen y te mandan a la casilla de salida.

 

Cuando terminamos la entrevista Ikari Izumi me acompaña hasta la puerta. Al despedimos percibo en la turbiedad de sus ojos los aguijonazos de un el dolor antiguo. Ha caído la noche. La ciudad bulle arropada en las luces de neón. Es como el run run de un enjambre rebosante de vida. Tomo una bocanada de aire y camino despacio en dirección al hotel. Las últimas palabras de Ikari Izumi aún resuenan en mi cabeza. « Aquel año, las yemas de los cerezos del parque Shinjuku retoñaron en veneno. El paraíso resultó ser una quimera y Asahara, un falso profeta que nos manipuló a todos.»

Destacado

El Soldado de Alá.

La mirada del hermano Abu Musaab me quema la espalda, como una brasa, mientras me alejo del poblado. El aire huele a humo de anafre; al cordero especiado que las hermanas han asado en mi honor. Sin embargo, no he sido capaz de tragar un bocado…

Las voces y las risas se van amortiguando conforme subo la cuesta y me alejo de las casas. En el cielo, cuajado de estrellas, una luna menguante apenas ilumina mis pasos.

Llevo semanas preparándome. Los hermanos me proveen de todo lo que necesito para que yo pueda concentrarme en mi misión: en rezar, en el paraíso del más allá… Ningún otro pensamiento debe hacerse un hueco en mi cabeza.

Despliego mi alfombrilla y postrado en dirección a la Meca, con la frente en tierra y los brazos extendidos en el polvo dirijo mis rezos a Alá, el misericordioso, el compasivo. Rezo por los hermanos que me han mostrado el camino hacia Él, alabado sea su nombre y espero que estas plegarias traigan la luz y la paz a mi espíritu, que arrastren mi desasosiego y deshagan los nudos que me oprimen la boca del estómago. Mi corazón, que pertenece a Alá, alabado sea su nombre, debería latir gozoso y sin embargo, lo único que siento es una sensación de vértigo, de miedo…

Cierro los ojos. Respiro lentamente el aire puro de la montaña hasta que consigo apaciguarme. Noto entonces como la tensión y la angustia se diluyen y vuelvo a sentirme liviano, puro. Debo ser digno de Alá, alabado sea su nombre. Debo cumplir fielmente su mandato. Mi sacrificio ayudará a liberar a nuestros hermanos y hermanas árabes. Soy un soldado de Dios, alabado sea el altísimo y no puedo tener miedo. Si el paraíso yace a la sombra de la espada, con mi espada destrozaré el corazón de los perros infieles.

«Bukra,  ‘in sha’ allha», le susurro a la noche. «Mañana, si Dios quiere…»

Cuando regreso ya todos duermen y en la calle desierta, tan solo se escucha el ladrido de los perros. El hermano Hassan está sentado fumando bajo la farola. Sobre su cabeza las polillas, borrachas de luz, se estrellan contra el cristal.

-Deberías dormir, hermano- me dice en un murmullo- adhhab mae allah.

Tumbado en mi jergón, las manchas de luz que se cuelan por las ranuras de las persianas, dibujan estigmas en mi piel. Ahora me permito pensar en ti, padre; en ti, hermano. He buscado la expiación esperando que vuestros corazones puedan entender este sacrificio necesario. Mi martirio contribuirá a construir una sociedad nueva. Una sociedad que complazca a Alá, alabado sea su nombre y al profeta Mahoma, que la paz y la bendición de Dios descanse sobre él.

«Bukra, ‘in sha’ allha», le susurro a la noche. «Mañana si Dios quiere…»

Sueño con un campo de girasoles. Un mar verde y amarillo ondea suavemente hasta fundirse con el horizonte azul del cielo. Las flores doradas bailan alrededor del sol. Una suave brisa me trae el frescor y el sonido del agua que fluye por un arroyuelo cercano. Las abejas zumban entre las flores y los pájaros revolotean sobre mi cabeza.

En algún momento dela madrugada me despierto y estoy en paz con mi espíritu. Abro la ventana a la noche y en el silencio creo percibir el latido del tiempo. Ahora un segundo es una hora; unas horas significan la eternidad.

Tan solo noto la presencia del hermano Tarik cuando posa suavemente su mano sobre mi hombro.

-As-salamu alaykum, hermano. Es la hora.

Lo miro y asiento en silencio.

Rezamos juntos, entre murmullos, mientras el sol asoma la cara por detrás de las casas. Recito los versos con una sinceridad que jamás he sido capaz de sentir. Siento en mí la humildad y la gracia con más fuerza que nunca.

Una extraña serenidad me embarga mientras me coloco el cinturón alrededor del tórax.

De camino al mercado, soy una estatua silenciosa sentado junto al hermano Tarik. Bajo del carro notando como la adrenalina se despierta en mi interior. Mi concentración se torna lúcida, mi determinación inquebrantable. No existe el miedo. He dejado atrás todo lo que he sido, todo lo que soy. Ahora soy solo polvo, solo aire…

Como un guerrero avanzo entre la muchedumbre. Luego me detengo y cierro los ojos. Los girasoles se mecen suavemente con la brisa y las flores amarillas, doradas como el oro, se alzan desafiantes al sol.

De mi garganta brota un grito bronco, profunfo: «Al-lahu-akbar», y sin piedad, aprieto el detonador.

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