Widingo

miwok[1]

La Bahía de Hudson

Mi nombre es Kokyangwuti pero antes fui Wenona, hija de Canowicakte, cazador de los bosques y de  Antionette, más allá del precio. De mi padre, conservo el sabor vivificante de su carne y su energía fluyendo por mi torrente sanguíneo. De mi madre, el olor ahumado de la tira de cuero que entrelazaba en su pelo y el aroma a sal. Hace ya mucho que no están pero sus corazones laten, al unísono, con el mío.

Todos los años, en el mes de la luna de la rana, cuando la pesca está en su máximo esplendor, bajo en mi canoa hasta la desembocadura del rio Albany a vender las pieles a los hombres blancos de la Compañía de la Bahía de Hudson, allí donde levantaron su campamento hace ya muchas lunas.

Al principio se reían de mí, una mujer que vivía sola, en el bosque, cazando animales cuando todos los de su tribu se habían ido a las reservas. Pero ahora ya no. Han pasado muchos años. Ahora soy una anciana amarillenta y famélica con un pelo blanco y crespo, que no dejo que nadie toque. Estación tras estación mis pieles siguen siendo las más tupidas y abundantes.

A los Cree que traemos pieles nos tratan muy bien. Antiguamente nos daban harina y azúcar y también ron con el que aflojaban nuestras lenguas. Algunos empezaron a hablar. El ron es un arma furtiva y poderosa.Nuestras historias calaron como una maldición en la mente del hombre blanco. Se contaron las historias sobre personas que comían carne humana, que se convertían en bestias salvajes que median más de 6 metros y cuya hambre solo podía ser satisfecha con más carne humana lo que acrecentaba, aún más, su avidez. Librarte de una maldición, una vez que se ha apoderado de ti, es como intentar sacudirse una gorda sanguijuela de la mano.

En esta rigurosa tierra del norte es mejor pasar desapercibida, no llamar la atención. Dejo mi canoa oculta en un recodo del rio. Vendo mis pieles y me aprovisiono de todo lo necesario para el invierno y luego me esfumo, desaparezco. Entonces puedo moverme a hurtadillas, deslizarme entre las sombras y escudriñar los callejones solitarios, observar la vida a través de las ventanas. Hasta mi llega el hedor de las espinas y las cabezas de pescado pudriéndose en las calles; el olor de la comida china mezclado con el de incienso quemado. La música y las risas que se escapan del interior de los salones.

El espíritu se despierta, no puedo reprimirlo. Olfateo el aire buscando un rastro. Tengo que dejar que salga, que satisfaga su voracidad…

 

Todo empezó así

Vivíamos en la ruta de las trampas.

Aquel año el otoño había sido prometedor. Habíamos capturado muchos patos y gansos, atrapado con lazo cuatro familias de castores, también urogallos y esturiones, pero no conseguimos ningún alce y las ancianas, rápidamente, comenzaron a parlotear que ningún alce, al empezar el invierno, significaba hambre para más tarde.

El tiempo de la luna creciente, cayó. La nieve estaba tan profundamente asentada que el invierno formaba parte de nosotros.

Los cazadores empezaron a volver con las manos vacías, congelados y asombrados de la ausencia de animales e incluso de huellas. A los niños nos asustaban sus miradas perdidas. Andábamos todo el tiempo rapiñando comida. Las mujeres pelaban cortezas de alerce para hacer té o escarbaban en la nieve profunda con la esperanza de encontrar algún helecho seco.

Siempre habíamos conseguido sobrevivir en grupos más pequeños, pero esta vez no tuvimos opción. Algunos hombres se quejaban de que éramos demasiados para que el bosque pudiera sustentarnos. Algunos deberían partir con la familia con la esperanza de sobrevivir. Al final, solamente el testarudo de mi padre, mi madre y yo nos adentramos solos en el bosque.

Caminamos sin tregua. Había muchas huellas que cruzaban la zona: huellas de zorro, marta, lobo, lince y liebre. Las huellas se acababan cerca del acantilado, en el rio donde desemboca el arroyo Wakina. Esa noche, junto al fuego, susurrábamos oraciones que ascendían al cielo con el humo apestoso. Los días siguientes no hubo caza. El bosque era un cementerio helado, silencioso. Mi padre pasó largo tiempo intentando pescar con una cuerda de tendones y un azuelo de hueso. Al anochecer, mi madre le pidió que lo dejara, pero no hizo caso. Bajo la piel de alce, la aurora boreal brillaba con tanta intensidad que me despertaba. El bosque sonaba con extraños aullidos y chillidos, parecía que los arboles estaban reventando de frio, que los lobos aullaban hambrientos.

Por la mañana encontramos a mi padre sentado en la nieve. El fuego se había extinguido hacia horas. Una horrible mueca se dibujaba en su cara. Mi madre lloro la muerte de mi padre con lágrimas que helaban sus mejillas. Yo lo miraba fijamente, en un estado lánguido.

Esa noche le susurre tenuemente al bosque, para que pudiera oírme, que si resistíamos nos alimentaríamos bien al amanecer.

Los días siguientes salió el sol, y seguíamos vivas pero no hubo comida. Al tercer día cumplí la promesa que hice de alimentarnos. Con nuestras últimas fuerzas recogimos leña, saqué un cuchillo y lo acerqué a mi padre.

Comimos hasta que nuestros estomago se tensaran como tambores, gotas de sudor resbalaban por nuestra frentes y nuestra mejillas se pusieron coloradas.

Cargamos con la carne que quedaba en un fardo y decidimos volver por el camino helado. Fue durante aquel trayecto que una sombra ominosa me cubrió y sentí que algo me atrapaba. Una sacudida lacerante me desgarró la carne y se expandió por la espina dorsal quemándome hasta las últimas puntas del pelo, hasta las uñas de los pies. Cuando aquel ramalazo punzante, como afilados cristales de hielo, hormigueó por mis venas sentí una energía renovada, una fuerza imparable, una lucidez tan poderosa que me estremeció de terror.

Mi madre fue testigo de aquella transformación. Lo supo y durante todo el camino no dejó de escudriñarme, pensativa, aunque de su boca no salió ni un ligero sonido.

Avanzamos seguras y con fuerza sobre nuestra raqueta de nieve. La luz del sol nos iluminaba por detrás y los hombres nos miraron con extrañeza cuando nos vieron llegar. Debían preguntarse dónde estaba padre. Los niños nos rodearon nerviosos, famélicos pidiendo comida, Estaban consumidos por la tos y la enfermedad amarilla. Aquel año no habíamos logrado suficientes estómagos de liebre para protegernos, con sus hierbas amargas, de la enfermedad.

Mi madre les contó que padre había muerto. Les hablo de huellas, huellas que parecían humanas, pero que eran más grandes, con hoyos que parecían clavados en la nieve por garras en lugar de dedos. Huellas de Widingo. Tan solo intentaba salvarse. Supe que ellos lo sabían, pero no me miraron a mí, miraban a mi madre. Ella no era de fiar, a los ojos de los hombres se había convertido en otra cosa. Nos arrebataron el fardo y colgaron el contenido en un árbol, a gran altura, para que los Manitus lo divisaran.

Cuando volvieron a buscarnos, mi madre me escondió. Lo observe todo bajo el manto de alce, silenciosa como un lince hambriento. Esparcieron cedro triturado por el suelo mientras mascullaban oraciones. Mi madre los observaba con los ojos brillantes y el cuerpo tembloroso. Luego la ataron. Sus sollozos se convirtieron en furiosos gruñidos mientras empezaba a temblar y a retorcerse con tanta fuerza que parecía que iba a romper las cuerdas y a atacarlos. Le pusieron una sabana sobre la cabeza y apretaron con fuerza su cuello. Sus pies se estremecieron y luego quedaron inmóviles.

Fue entonces cuando tuve mi primera visión. Tenía que salir, escapar. Tenía que sobrevivir. Las imágenes del camino se me revelaron nítidas ante los ojos. No había que pensar, tan solo seguir las huellas profundas marcadas en la nieve, las huellas que se dirigían hacia el precipicio que caía sobre el rio. Corrí, volé con los hombres pisándome los talones. El aire me abrasaba los pulmones. Mi respiración era el jadeo sibilante de un animal acorralado.

Al llegar al precipicio salté. Fui lince, fui águila planeando en la corriente de aire. Fui esturión cuando me recibió el colchón plateado y turbulento del agua. Me fundí con la corriente helada en un solo cuerpo. Millones de gotas en la misma dirección. Cuando al final me retuvo un remanso ya no sabía lo que era. ¿Humano, animal, espíritu, demonio? ¿Tierra, agua, aire, fuego? Lo era todo, luz y oscuridad, humo… Tenía que encontrar mi sitio. Sobrevivir a cualquier precio y alimentar a la fiera cuando se manifestase. Ese era mi destino.

Me había convertido en un Widingo. Un espíritu maléfico que devora humanos. Era eso.

 

Durante

Durante años, las historias fueron lo único que tenía para mantenerme viva.

Mi vida fue esconderme. Cazar, pescar, poner trampas, observar el cielo en las noches claras hasta tarde, prepararme lo mejor que podía durante el corto verano para la llegada del invierno. Días de amarga felicidad. Mis cambios de ánimo me arrastraban como tormentas de verano. Estaba horrorizada y fascinada por aquello en lo que me había convertido.

Descubrí que raíces podían curar y cuales mataban. Aprendí a coser las pieles con el pelaje para dentro para vestirme con ellas. Cuando los mosquitos búfalo amenazaban con enloquecerme, quemaba las ramas verdes de los abetos. Aprendí los lugares del río donde se escondían los peces cuando apretaba el calor y a capturar abundantes castores sin espantarlos para siempre. Aprendí los mejores lugares para colocar las trampas. Me convertí en una cazadora implacable.

Tenía la capacidad de ver pequeños fragmentos del futuro, tanto próximos como lejanos.

A veces, el aire transportaba el aroma que despertaba a la bestia. Alguien se había desviado de su ruta. El widingo aparecía exigiendo su tributo y me impregnaba de su voracidad insaciable. No podía negarme a esa naturaleza y obedecía al instinto. Salía a su búsqueda, de caza.

 

El fin

Contaban los ancianos que el ser humano continúa residiendo en el interior del Widingo, más concretamente donde debe estar su corazón. Yo doy fe de ello. Estoy atrapada, dentro del Widingo en perpetua lucha con él. Me siento vieja y cansada, mis huesos gimen pidiendo una tregua. La única forma de matar a un Widingo es matando también al humano que hay en su interior. Sé que el momento no tardará en llegar. Lo he visto en mis sueños.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autor: Relatos Fantasma

Una palabra, tras otra palabra, tras otra es poder.

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