¿Cómo ha podido pasar? Se pregunta mientras camina por ese barrio desconocido como si estuviera borracho. Pero, ¿qué ha hecho? Se huele las manos, lleva impregnado su olor en la piel. Su cabeza bulle en contradicciones. Por momentos se siente inmundo, impuro. Lo único que desea es meterse bajo la ducha y refregar con saña su cuerpo, eliminar el más mínimo rastro de lo que ha ocurrido, pero por otros… por otros se dice que no ha habido nada sucio, que ha sido excitante, placentero. Se ha sentido como hacía mucho que no se sentía.
Camina y siente la presión aplastante de la realidad, la pesadez de su propia existencia. Tiene ganas de llorar, le gustaría llorar hasta vaciarse y luego, olvidarse de todo y no pensar. En el bolsillo del pantalón, el trozo de papel con su número de teléfono le quema. Está a punto de hacer una bola, de tirarlo en la primera papelera que encuentra, pero algo poderoso se lo impide. Entonces, lo dobla y lo guarda en uno de los compartimentos de su cartera.
Oscurece. Marwa y sus hijos le esperan para cenar. «Alá, alabado sea tu nombre, perdóname, perdóname, perdóname…».
Durante los días siguientes tan solo pensar en el tacto de su piel, en su boca, en su olor, hace que el vello se le erice, que le cueste respirar. El viernes, al salir del matadero, una fuerza irrefrenable le impulsa a llamar. Vuelven a estar desnudos en la cama, a explorar hambrientos cada recoveco de sus cuerpos. Hay mucho sentimiento en lo que hacen, es algo cálido, profundo… desea que Andrés le abrace, que se pegue a su cuerpo, que le susurre que todo está bien. Ellos dos, en las cuatro paredes del cuarto, no hay nada más real, pero cuando se despiden, cuando se aleja, la euforia se transforma en angustia, en miedo.
Esa noche no se atreve a mirar a Marwa y a sus hijos a los ojos.
Ha empezado a rezar. Le preocupa no llevar una vida justa. Quiere abrirle su corazón a Alá antes de que sea demasiado tarde. Cuando piensa en Andrés la oscuridad se apodera de su interior, entonces recita en voz alta versos del Corán, palabras cuyo significado ni siquiera conocía, versos que le ayudan a exorcizar sus demonios, a sentir que es posible cambiar. Pero con cada rezo, con cada oración, descubre que no es un buen musulmán. Alá le niega esa paz que busca en sus plegarias.
El invierno se vuelve primavera, los días se alargan dolorosamente. Apenas se relaciona con sus compañeros de trabajo. Frecuenta la mezquita, pero reza en soledad, vive en soledad… se ha convertido en el musulmán más solitario del mundo.
Se siente desdichado, frágil ¿Quién es ahora? se pregunta intentando recordar cómo era antes de Andrés, antes de la angustia, de las noches en vela, del cansancio infinito que le provoca la lucha sin tregua que mantiene consigo mismo. Se promete no volver a llamar. Por momentos lo cree, no volverá a verlo, pero pensar en su cuerpo, en sus manos recorriendo su piel, en su boca, hace que flaquee, que se desmorone. Entonces corre a su encuentro como si no fuera él quien marcara el rumbo, empujado por una fuerza mayor. No es solo sexo, es algo más grande que el mero deseo, algo tan hermoso como devastador.
Los atentados de las Ramblas sacuden Barcelona. Sigue los sucesos en los informativos. A pesar del horror, siente que hay algo heroico en lo que han hecho esos chicos, la valentía de entregar su vida por una causa en la que creen. Se han ganado un lugar en el paraíso.
De repente ve, con una claridad abrumadora, que ha desperdiciado su vida. Es un mal musulmán. Debería haber respetado y honrado a sus padres, a su familia, pero no lo ha hecho. Cuando Marwa le escudriña preocupada, cuando le pregunta que le pasa, calla. Teme que lo intuya, que lo descubra todo, que lo más privado se haga público.
En cierto modo es como si estuviera muerto, como si su cuerpo solo fuera cáscara, una fina carcasa deshabitada y hueca.
Toma una decisión, ahora lo ve claro. Verá una última vez a Andrés, se despedirá de él.
Cuando Marwa y los niños duermen, mete lo que necesita en una bolsa de nailon marrón y con ella al hombro cruza el oscuro pasillo en silencio. Mientras se aleja una nostalgia abrumadora se apodera de él. Lanza una última mirada hacia la casa, a la vieja ventana con las persianas bajadas y toma aire. Los sonidos del tráfico se fusionan en un único zumbido en sus oídos.
Andrés le espera. Hacen el amor como si nada fuera a cambiar. Al terminar se quedan tumbados, exhaustos, bocarriba. Samir fija la mirada en el techo, los ojos húmedos de dolor. No se atreve a mirarlo, sabe que esta burbuja de casi felicidad va a explotar cuando rompa el silencio.
—No tengo sitio para esto —dice finalmente. Su voz es frágil, apenas un susurro.
— ¿Sitio para qué? —pregunta Andrés acariciándole el pelo ensortijado. Mirándole con sus ojos verdes y sinceros.
—Para lo que hacemos —contesta —. Para ti, para mí. No hay sitio para nosotros…
Lo ha hecho. Camina por las calles como si no supiera a donde se dirige. El azote de un vahído repentino hace que se apoye contra una pared para no perder el equilibrio. Es como si un abismo se abriera en su interior ¿Qué va a hacer? Va a destrozar la vida de Marwa, de sus hijos, de Andrés… No puede pensar más en ellos. Ahora debe ceñirse a su plan.
Casi sin darse cuenta está frente a la fachada, delante de la puerta principal… Coge aire, se obliga a absorber el oxigeno lo más hondo que puede.
No sabe de dónde saca el coraje y las fuerzas, pero de pronto está dentro de la comisaría. Ha sido más fácil de lo que pensaba. Saca el cuchillo de la bolsa y al grito de Ala es grande se abalanza sobre la agente que hay en la recepción. La mujer, sorprendida se atrinchera tras el cristal. Por el rabillo del ojo, como a cámara lenta, ve a dos policías correr hacia él. Oye sus voces distorsionadas mientras sacan sus pistolas y luego el sonido de las detonaciones. EL impacto le empuja hacia atrás. No siente dolor mientras se desploma y su cara golpea contra las baldosas del suelo. Hecho un ovillo empieza a llorar « No hay nadie, excepto Alá, subhanahu wa ta’ala, alabado sea el altísimo» susurra. Después el silencio, el más absoluto de los silencios.