Sexshop

Tessy sale del baño envuelta en un mullido albornoz blanco con el pelo húmedo de un color rubio resplandeciente.

−¿Qué tal?−dice. Se deja caer en el sofá y enciende un cigarrillo.

−Mmmm, me gusta− le digo− Te hace sofisticada.

−Tengo que conseguir ese papel como sea−dice Tessy expulsando el humo como si fuera una estrella de Hollywood− Sé que puedo hacerlo…

El albornoz deja ver un triangulo de piel untuosa y brillante y el nacimiento de los pechos. A veces me sorprendo mirando a Tessy con esa atracción soterrada que me despiertan las personas guapas. Siento envidia al verla tan a gusto dentro de su piel

− ¿Entonces qué, me acompañarás?

−No sé, si Frank se entera se pondrá hecho una fiera.

−No tiene porqué enterarse si tu no se lo dices. Además, deja a Frank fuera. Esto es entre tú y yo.

− ¡Vale, déjame pensarlo!

No le digo que nunca he estado en un Sex shop. Que no he visto en mi vida una película porno. Siento curiosidad aunque jamás lo reconocería delante de Tessy.

Cuando vuelvo a casa, me da rabia al ver Frank frente a la tele, jugando con la consola y bebiendo cerveza. El salón es indigno con las paredes amarillentas y la pequeña ventana abierta al patio interior. Los muebles forman un conjunto patético. Todo me parece mucho más feo y descolorido que de costumbre.

– Quita los pies de la mesa− le digo mientras dejo las llaves − ¿cuántas veces tengo que decírtelo?

– Vale, vale. ¿De dónde sales? Llego a casa y no estás. Se supone que deberías tener la comida lista. ¿No? ¿Y tú qué haces? Te pasas el día en casa de tu amiguita cuando sabes que no me gusta que vayas con esa puta.

−Deja aTessy en paz.

−Ha vuelto a llamar tu madre, ni en Madrid puede dejarnos tranquilos…

Con un gesto de hastío, Frank vuelve a poner los pies sobre la mesa, da un trago del botellín y suelta un eructo que parece que hayan tirado un petardo en el salón.

– Eres un cerdo− le digo− Me tienes harta.

Cada mañana, al levantarme, lo primero que veo es mi insatisfacción reflejada en el espejo del baño. Otro día más, pienso, sintiéndome cada vez más inútil. Creía que las cosas mejorarían al venir a Madrid, que lejos de mi madre sería libre, por fin, para hacer mi vida, pero está claro que ni Cuenca ni mi madre son el problema.

Cada mañana, mientras preparo el café, imagino el largo y monótono día que me espera: Horas encorvada frente a la caja registradora, pasando productos por el lector, con la cabeza baja intentando evitar el contacto, porque me ponen muy nerviosa los desconocidos. Pasadas las ocho de la tarde regresaré a casa. Tendré la cena lista para cuando vuelva Frank, veremos alguna serie sin tener apenas nada que decirnos y nos iremos a la cama a dormir, eso en el mejor de los casos, si es que a Frank no le da por ponerse cariñoso…

Odio mi vida.

No hace ni diez minutos que Frank se ha marchado al campo, a ver el partido con sus amigos, cuando Tessy pasa a recogerme. Está perfecta, como siempre, con sus tejanos gastados y una torerita roja a juego con los zapatos de tacón. No puedo evitar sentirme como una provinciana a su lado. A veces me pregunto qué es lo que Tessy ve en mí. ¿Por qué se empeña en ser mi amiga? Tessy representa todo lo que yo no soy, con ella vislumbro un mundo excitante y multicolor que está fuera de mi alcance.

−Estas lista−Me dice con la más encantadora de sus sonrisas.

Conduce hasta el centro. Quiere comprar un vibrador porque sus relaciones con los tíos la agotan y la desvían de su objetivo, que es convertirse en actriz !Ojala tuviera yo algún tipo de objetivo¡

Cuando aparca en un hueco, bajo la marquesina del teatro Monumental, me pregunto cómo he podido dejarme arrastrar hasta aquí. Ya me estoy arrepintiendo… El día es radiante y la gente pasea por las aceras. Algunas señoras salen del mercado de Antón Martín cargadas con bolsas y un ciego vocea los cupones junto a la puerta. Más abajo, en la misma acera, el sex shop parpadea y nos hace guiños con sus luces de neón. Me muero de la vergüenza de que alguien pueda verme entrar. Es una posibilidad remota, porque apenas conozco a nadie en la ciudad, pero no puedo evitar mirar a un lado y a otro buscando alguna cara conocida. Tessy cruza la calle decidida, sorteando los coches con seguridad, sin esperar a que el semáforo se ponga verde y me acucia para que la imite pero yo me quedo quieta en la acera, esperando, porque los coches y el tráfico me aturden.

El sex shop está tranquilo a estas horas. Algunos clientes solitarios ojean revistas porno y otros se pierden por el pasillo donde están las cabinas del Peep Show. Por megafonía, una voz anuncia el inminente comienzo del espectáculo de sexo en vivo. Tessy se para frente a una estantería repleta de vibradores. Se pone a toquetear sin pudor las pollas de goma y yo estoy detrás de ella, muerta de la vergüenza. Hay cosas tan horribles en estos estantes… Vibradores color rosa chicle o verde radioactivo que me recuerdan a una especie de percebes galácticos. Son espantosos. Tessy elige uno plateado, de buen tamaño, semejante a un supositorio gigante con una rueda abajo que lo hace vibrar. – Creo que me voy a llevar este – me dice, volviéndose para que lo vea- Funciona con pilas. ¿Te gusta?

−Mucho−le contesto mirando para otro lado asqueada.

Paga en la caja y pide que le cambien un billete en monedas. La cajera hace como yo. Ni se molesta en levantar la vista para mirarnos.      

– ¡Vamos!- me dice dándome un empujón y me dejo arrastrar, sin oponer resistencia, hasta las cabinas del fondo. Avanzamos por un pasillo enmoquetado sumido en una penumbra rojiza, lleno de puertas cerradas con una luz arriba, roja o verde según estén ocupadas o no. A pesar de la música ambiental, parece extrañamente silencioso. Huele a una mezcla inmunda de ambientador, humo de cigarrillos y humanidad. Es un olor rancio, algo salado que me revuelve el estómago. El pasillo, de lo más siniestro, se pierde en una curva y está desierto. Ruego para que nadie salga de alguna de esas puertas y nos pille infraganti, como si fuéramos delincuentes. Pensará que somos un par guarras y Dios sabe qué, aunque claro, tampoco es que él venga de echarle de comer a las palomas. El símil me parece de lo más desacertado. Nos colamos en una cabina vacía y Tessy cierra la puerta. Es un cubículo de uno por uno con una papelera en una esquina llena de servilletas sospechosas. Hay una ventanilla con una persiana que se abre, como un telón, cuando Tessy echa monedas por una ranura y comienzan a parpadear unos dígitos que nos avisan del tiempo de que disponemos para mirar a través del cristal. Al otro lado, una pareja folla sobre una plataforma que gira para que se pueda ver el espectáculo desde todos los ángulos. Lo primero que se me viene a la cabeza es la cajita de música que tenía mi abuela sobre el tocador de su dormitorio. Si le dabas cuerda, una muñequita empezaba a girar al compás de una musiquilla monótona. Esto es algo parecido, solo que mucho más guarro. La chica está a cuatro patas, sobre un tapizado azul. Es rubia y bastante guapa, con una melenita corta y los labios de un rojo cereza. Gime sin parar meneando el culo, pero parece distraída, como si estuviera pensando “en sus cosas”. El hombre la penetra a embestidas por detrás poniendo posturas y enseñando músculos. Es una coreografía, me digo, una farsa. Pero también es algo impúdico, de una crudeza que me produce una sensación tan intensa, tan real, que siento como si me faltara el aire. Me quedo inmóvil, mirando hipnotizada la escena. La sensación es tan confusa… Mientras en mi cabeza siento rechazo, mi cuerpo reacciona con un hormigueo húmedo en la entrepierna que me sorprende y me deja descolocada. Miro a Tessy, que esta ajena a todo lo que ocurre fuera del cristal, y respiro aliviada al darme cuenta de que no se ha percatado de nada y entonces ella me da unos golpes con el codo y me dice: “Has visto que rabo?” Y la persiana se cierra, porque se han acabado las monedas y nos vamos de allí y yo estoy temblando, con las piernas que apenas me sostienen y agradezco el aire fresco cuando salimos a la calle.

Paso el resto de la tarde sola en casa y aprovecho para hacer limpieza y poner un poco de orden en mi cabeza. Me encuentro en un estado de ansiedad desconcertante. Mientras limpio no consigo quitarme de encima la imagen de la pareja haciendo sexo. ¿Qué ha pasado? Tengo la sensación de que algo inquietante se ha despertado en mí y el detonante ha sido la imagen de la chica a cuatro patas entregada a algo tan íntimo sin ningún pudor. Intento imaginármela en su vida cotidiana. Seguro que es una vida normal y ordinaria como la mía. Limpiará la casa y hará la compra y todo ese montón de cosas que hacemos las mujeres pero ella carga a sus espaldas con una historia, un secreto… Ha cruzado una línea roja y en mi imaginación eso la convierte en una especie de heroína, en una santa. Me siento a punto de estallar.

Cuando Frank vuelve a casa, follamos. Está eufórico, porque ha ganado su equipo y no nota nada extraño. Las cervezas y los chupitos de vodka que me he bebido, se me han subido a la cabeza y estoy borracha y el alcohol hace que me sienta extrañamente lúcida y excitada. Creo que es la primera vez que realmente deseo hacerlo con Frank. Me siento hambrienta y me entrego sin control, de una manera casi desesperada. Cierro los ojos y me imagino girando sobre aquella plataforma de moqueta azul. Casi puedo sentir la fricción del roce de la fibra quemándome las rodillas y la excitación morbosa que provoco en los desconocidos que me observan a través del cristal. Me siento poderosa convertida en un objeto de deseo y entonces, mi cuerpo explota como un globo y se hace agua. El placer es tan intenso que lo siento subir, casi quemándome, por la espina dorsal hasta la cabeza y me derrumbo saciada y exhausta, creyendo que me desmayo. Entonces Frank se hace presente y dice: «Joder Blanca…” y yo abro los ojos y lo miro y me doy la vuelta sin decir nada. Quiero atesorar este momento que es mío, solo mío. Deseo que se vaya y me deje sola, porque necesito pensar. Tengo miedo de todo lo que ha pasado y miedo también de que no se vuelva a repetir.

No puedo dormir. Doy vueltas inquieta y sudorosa mientras Frank ronca a pierna suelta a mi lado. Cuando no puedo más, me levanto de la cama y angustiada me asomo a la ventana buscando un poco de aire pero la noche es tan bochornosa, tan silenciosa e inmóvil, que parece un escenario vacío iluminado por una luna artificial. El aire no se mueve en este tiempo congelado y yo soy la única cosa que respira y siento mi corazón latir acelerado y es como si toda yo desprendiera una energía que choca con un muro invisible y vuelve a mí golpeándome con una fuerza renovada. Me meto bajo la ducha en un intento vano de apaciguarme. Me enjabono con rabia y dejo que el agua fría arrastre toda la inmundicia de mi cuerpo, porque así me siento: sucia e inmunda. Luego me seco y miro mi imagen en el espejo. Soy yo, Blanca, con el pelo mojado cayéndome sobre la cara y los labios ligeramente hinchados. Mis ojos brillan con una determinación desconocida, parecen querer decirme algo. Se que se ha abierto una brecha y que  un montón de preguntas, esperando respuesta, flotan en el aire.

El viaje de un geranio en una lata

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« Eres pobre. Eres negra. Eres fea. Eres mujer. No eres nada.»

Alice Walker. The Color Purple.

 

Musoke, arco iris…

Llevaba más de tres horas caminando, cargada con dos pesadas bolsas y un bulto grande en la cabeza. Musoke se paró en el último tramo de la cuesta. El sudor le resbalaba por las axilas y la espalda. Sentía el vientre enorme y tirante, las piernas hinchadas como botas. A sus pies, el poblado se diluía bajo una calima brumosa.

El sol ya estaba alto y Musoke pensó en la larga jornada que aún le quedaba por delante. Entregaría los encargos al Chairman y luego saldría a vender cigarrillos por los asentamientos esparcidos en la colina. Intentaba reunir el dinero para pagar su viaje. Hacía ya cuatro meses que aguardaba en el bosque, anhelante, el momento de cruzar el estrecho. Ya no se quejaba, no se compadecía, tan solo esperaba…

Desde el camino vio al Chairman despidiéndose de dos marroquíes que no conocía. «Algo se cuece» pensó Musoke mientras se aproximaba. Descargó la pesada mercancía a la entrada de la cabaña, espantó a dos perros que se habían acercado a olisquear los paquetes y se agarró dolorida los riñones.

El Chairman le lanzó una mirada hosca.

− Llegas tarde− le dijo, pasando entre sus dedos las cuentas del Misbaha.

Ella no contestó. Estaba acostumbrada a sus malos modos, a sus reproches.

− Prepara tus cosas−le dijo− te vas de madrugada…

Musoke sintió que flaqueaba. Fue como si el suelo oscilara bajo sus pies y se apoyó en la pared intentando controlar los temblores.

−Gracias Chairman…−acertó a decir balbuceante, apenas con un hilo de voz.

Cuando dio media vuelta para marcharse el Chairman la llamó.

− ¡Eh, negra!−dijo esbozando apenas una sonrisa de dientes amarillo.− Que tengas suerte…

Caminó como borracha hasta su chamizo. El interior hervía en el calor sofocante que irradiaban las chapas del techo. Se secó el sudor áspero y rojizo que le perlaba la frente y se dejó caer en una silla maltrecha bajo una línea de sombra. La adrenalina le recorría el cuerpo como si tuviera un hormiguero bajo la piel. Musoke suspiró y observó como el tallo reseco de un geranio luchaba por sobrevivir en una lata.

«Dios mío, que haya buena mar…»

El agua la aterraba. No sabía nadar. Cuando miraba el océano, creía percibir un latido amenazador bajo las aguas, la respiración silenciosa de un ser poderoso y profundo.

Intentó sosegarse y aplacar la inquietud. Le costaba creer que era ella, por fin, la que se iba. Había asumido su condición de perdedora, aceptaba la decepción y el sufrimiento como parte de lo cotidiano, de lo normal. Pensó que, al final, el viaje había merecido la pena. Las humillaciones, la violencia, el sometimiento, todo quedaba atrás, como en un mal sueño. Fueron muchas las ocasiones en que sintió que ya no podía más. Muchas las que estuvo a punto de rendirse y tirar la toalla, pero no se había dejado doblegar, había resistido firme como un junco, mirando hacia el norte, caminando como una loca hacia adelante.

Musoke se miró la piel tierna y rosada de los brazos. Las quemaduras del desierto le habían marcado de cicatrices el rostro y partes del cuerpo. Eran como un estigma que llevaría siempre consigo. El recuerdo de Khadiya que no pudo superar la travesía y se quedó atrás, sepultada bajo la arena, en una tumba anónima.

Fue el precio que pagó por perseguir su sueño.

Pensó en la vida que crecía en su interior. Cuando supo que estaba embarazada, ya no le quedaban lágrimas que llorar y deseó morir, pero luego, el bebé fue llenando, día tras día, aquel vacio profundo. Era un milagro, algo grandioso… Supo que él la salvaría, que sería su bálsamo y su consuelo.

Pasó la tarde sumida en la zozobra, con los nervios agarrados a la boca del estomago. Algunas personas pasaron a despedirse y desearle suerte y ella sintió una pena inmensa, porque sabía que nunca volvería a verlos.

No le resulto fácil conciliar el sueño. Cuando al fin lo logró, soñó que era una niña y caminaba de vuelta al poblado. La aldea celebraba una fiesta. Una cabra se asaba a la leña y la grasa, goteante, hacía chisporrotear y humear las brasas. Todo el mundo parecía feliz. Los hombres la miraban sonrientes y asentían, las mujeres se acercaban y le tocaban la cara y el pelo. De pronto, unas manos la agarraron fuertemente por los brazos. La muchedumbre empezó a jalear. Ella chilló e Intentó resistirse, pero no pudo evitar que su madre y su abuela la arrastraran sin piedad al interior de la choza…

Abrió los ojos aterrada, boqueando desesperada en el interior de una burbuja caliente. La piel le ardía como si tuviera fiebre. Noto el bebé moviéndose inquieto y se abrazó la barriga con las dos manos. En un susurro, empezó a tararear una vieja canción de su infancia: « Olele, olele moliba makasi…». Necesitaba apaciguarlo y apaciguarse. El amor que sentía por su hija, porque sabía, de forma certera, que sería una niña, la desbordaba.

«Tranquila mi amor, espera. Aguanta solo un poco más» le dijo «No permitiré que te hagan daño. No dejaré que pases por lo mismo que yo…»

Al amanecer, el grupo bajo hasta la playa formando una fila silenciosa y se agazaparon entre las dunas de hierba. Las primeras luces del día borraban las sombras de la arena húmeda. Dos hombres manipulaban una vieja barca varada en la orilla. Las olas golpeaban contra las tablas. Las gaviotas graznaban en el cielo y el mar… el mar…

Musoke respiró el olor agrio de los cuerpos expectantes mezclado con el sabor metálico del miedo. Abrazada a la lata del geranio, su corazón latía debocado; su cabeza estaba llena de sonidos. La brisa le silbaba al oído una melodía imprecisa que era una celebración. Tehani… Así llamaría a su hija: Celebración… Supo que toda saldría bien, que encontrarían su lugar en el mundo y se permitió, durante un solo instante, cerrar los ojos agradecida.

Las yemas granates despuntando bajo la corteza de los cerezos

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− ¿Ha tenido buen viaje, señor Zander?

−Un vuelo sin incidencias, gracias. Lo complicado fue llegar hasta aquí. Resulta difícil orientarse con tanta numeración americana, inglesa, china… Encontrar el edificio ha sido una odisea y luego está el lio de las plantas; el cuarto piso se convierte en el tercero, el tercero en el cuarto. Si no hubiera sido por un vecino, aún estaría dando vueltas buscando su apartamento.

−Hong Kong es una ciudad caótica, señor Zander. La mejor del mundo si lo que buscas es esconderte o pasar desapercibido.

Ikari Izumi (no es su verdadero nombre) me sonríe enmarcada por el contraluz de la ventana. A su espalda, el azul plomizo del atardecer flota suspendido sobre el puente de Kowloon. Viste un pantalón negro y jersey del mismo color de cuello vuelto. Lleva el cabello recogido, de manera que parece descuidada, en una especie de moño deshecho. Es menuda y frágil como una porcelana. Esa es la impresión que da a primera vista.

−Siéntese señor Zander. ¿Le apetece un té, algo más fuerte quizás…?

−Un té está bien, gracias.

−Con su permiso yo tomaré un poco de Whisky. No suelo beber, pero creo que me vendrá bien un trago.

Me arrepiento en el acto. Debería haber pedido un whisky también.

El 6 de julio de 2018, fue ejecutado en la horca Shoko Asahara, líder de la secta Aum Shinrikyo, La Verdad Suprema. Asahara fue el máximo responsable de los ataques con gas sarín perpetrados en el metro de Tokio, en marzo de 1995, que costaron la vida de 13 personas y causaron diversas lesiones, algunas irreversibles, a otras 6.300. La revista para la que trabajo me encargó que escribiera un artículo sobre las experiencias de alguien que hubiera estado en Aum en aquella época. No me fue fácil contactar con Ikari Izumi y mucho menos convencerla para que hablara. Ahora estoy aquí, sentado en su salón, aguardando que vuelva con un té de la cocina y poder empezar con la entrevista.

Cuando regresa con las bebidas, se sienta y me mira. Espera.

− ¿Le importa que grabe?− le digo.

−No, hágalo. Pero le ruego que en ningún caso mencione mi nombre. Escriba solo lo que le cuente y por favor, no me juzgue. Prometo contarle toda mi verdad. ¿Me invita a un cigarrillo? Hace años que no fumo. Ya ve usted, hace ya años de todo.

Le doy un cigarrillo. La llama del mechero hace que sus ojos refuljan incandescentes, como si fueran dos ascuas. Da una honda calada y al expulsar el humo, una cortina densa se interpone entre los dos.

−Cuando usted quiera−me dice−estoy preparada…

     

   Hábleme de su familia. ¿Cómo fue su infancia?

No conocí a mi padre y de mi madre apenas conservo un vago recuerdo. Me abandonó, a los cinco años, en un orfanato católico del barrio de Meguro. Allí me crié. Jamás he vuelto a saber nada de ella. −Fui una niña traumatizada y resentida, señor Zander− Mis primeros años no debieron ser fáciles y el orfanato tampoco ayudó. Recuerdo que pasé algunas temporadas con familias de acogida. Algo debía fallar en mí porque siempre acababan devolviéndome. Veía como los niños más pequeños se iban de la mano con sus padres adoptivos y yo seguía allí, repudiada como si fuera tóxica. Eso me marcó profundamente. Al final, fueron las monjas las que se ocuparon de mi educación. −No sabe como odiaba aquel sitio.− El sentimiento del rechazo me había creado un denso poso de resentimiento. Odiaba el olor a lejía de mis manos, la limpieza obsesiva, la opresión silenciosa y carcelaria de aquellas paredes. Era un ambiente casi militar, frio y disciplinado. Para algunas monjas los niños éramos incordios que las desviábamos de su verdadera vocación. Guardaban todo el amor, toda la piedad para ese Dios suyo. El día que me escapé de allí, mi corazón era como una pasa reseca. Tokio era una jungla y yo estaba sola.− ¿Sabe usted lo que es eso?

¿No creía usted en Dios? ¿No era religiosa?

En aquella época no creía en nada. Me habían criado en la fe católica pero no le encontraba el sentido. Mi relación con Jesucristo no había sido buena…

¿Debió ser muy duro empezar de cero?

Pasé semanas deambulando por los alrededores del mercado de Tsukiji. Algunos vendedores me daban comida y algunos turistas dinero. Dependiendo del grado de generosidad de la gente, dormía bajo techo o pasaba la noche acurrucada en un banco de la estación de Shimbashi, esperando a que se hiciera de día. No me atrevía a cerrar los ojos. No me atrevía a dormir… − ¿Sabe? Mis ojos han visto cosas que ojalá usted nunca vea.

   ¿Cómo logró salir de la calle?        

Un día Mamasan se bajó del tren. Cuando me vio acurrucada en el banco, se acercó como un tigre que huele a su presa. « Kohana» me dijo, levantándome la barbilla y obligándome a mirarla. « ¿Qué haces aquí marchitándote?» Me sedujo con su sonrisa y sus palabras amables y me llevó con ella. Mamasan tenía un negocio en Kabukichu, un pequeño local en una calle estrecha, encima de unos billares y de una casa de apuestas. Era lo que hoy se llamaría un Maid café, un café de doncellas, con la peculiaridad de que en las habitaciones traseras se jugaba a algo menos inocente que el moe moe jankan.

   ¿La obligaron a ejercer la prostitución?

Estaba abocada a ello. − ¿Acaso existía otra salida?− Nunca me gustó ese juego. Me hacía sentir sucia. Si eras buena y obediente, Mamasan era buena contigo, pero más valía no hacerla enfadar, porque entonces se convertía en un dragón que echaba fuego por la boca. Con mis compañeras apenas me relacionaba. Solo le interesaban los hombres, la ropa y donde estaban los mejores karaokes… No las entendía. Pensaban que yo era un bicho raro y me dejaron de lado.

   ¿Cuánto tiempo trabajó para Mamasan? ¿Qué hizo después?

Estuve casi dos años. Intentaba ahorrar todo lo que podía porque planeaba estudiar secretariado y convertirme en una buena chica (Risas). Allí conocí al señor Tanaka. Al principio venía a jugar conmigo dos o tres veces al mes. Era una persona pulcra y educada, nos entendíamos bien. Había enviudado recientemente y tenía un hijo que no le daba más que disgustos. El sexo no le interesaba demasiado, para él era más importante hablar con alguien y desahogarse. El señor Tanaka tenía una librería en Shinjuku y siempre me traía algún libro y me animaba a leerlo. Descubrí que la lectura me ayudaba a evadirme. Aquellas historias me hacían soñar con otra realidad, desataban mi imaginación y mi fantasía. Cuando le conté al señor Tanaka mis proyectos, decidió ayudarme y me ofreció un trabajo a tiempo parcial en su negocio. No me lo pensé.

   ¿Sería liberador para usted salir de aquel mundo?

Sabía que la vida me estaba ofreciendo una oportunidad. El señor Tanaka me ayudó a encontrar un pequeño estudio. Empecé a trabajar en la librería y por las noches iba a una academia. Pasé semanas quitando el polvo de los estantes e intentando ordenar aquel caos de libros. Restituí las bombillas fundidas, saqué brillo a los suelos. La tienda, limpia e iluminada, resultaba acogedora, prometedora con los libros bien expuestos y ordenados. El señor Tanaka estaba contento. Cada vez entraban más clientes y eso se notaba en la caja al final del día.

   ¿Se adaptó bien a su nueva vida?

Trabajaba y estudiaba, pero era incapaz de hacer amigos. Había algo, un bloqueo, que me impedía relacionarme con normalidad. No estaba segura de cómo moverme, de la forma de actuar. Pensaba que todos notaban la incomodidad y la rigidez que había en mí. Era como si todo el mundo estuviera evaluándome constantemente y me encontraran deficiente. Eso me inquietaba mucho. Luego pasó lo del espejo. Fue una experiencia tan vivida, que me sumió en un estado casi depresivo.

   ¿Qué pasó con el espejo, señora Izumi?

Aquel día me encontraba realmente mal. Sentía que me ahogaba. No era pesar, era como si me faltara algo. Estaba en casa con todas las luces apagadas llorando bajito. Mi llanto era casi una letanía liberadora, como cuando rezaba el rosario con las monjas y, arropada en el murmullo de las voces, me sumía en una especie de trance. Cuando me miré en el espejo, mis ojos brillaban con una intensidad desconocida. Quedé prisionera de mi imagen. No era yo quien miraba, era la imagen del espejo la que me miraba a mí. Aquellos ojos tenían una profundidad abismal y perversa, como si toda la maldad del mundo se concentrara en ellos. Sentí que perdía contacto con la realidad, que entraba en otra dimensión y me desdoblaba en dos. Fue una experiencia durísima.

   ¿Y qué hizo?

Me sentí perdida. No sabía quién era. Recuerdo que pasé días en los que simplemente me quedaba mirando la taza de té humeante o las manchas de humedad de la pared. Era incapaz de hacer nada. Dejé de ir a trabajar. No soportaba ver a nadie. Mantenía una lucha emocional tan intensa que me dejaba exhausta.

     ¿No pensó en buscar ayuda médica?

No pensaba que estuviera enferma. Desconocía que existían médicos que trataban ese tipo de trastornos. Intenté encontrar respuesta en los libros. En esa época leí “Más allá de la vida y de la muerte” de Shōkō Asahara. No entendí bien los conceptos. Mi desconocimiento de lo que hablaba era total pero me proporcionó cierto consuelo. Sentí que me identificada con muchas de aquellas cosas que decía.

   ¿Qué pasó después?

Luego, todo se complicó. El señor Tanaka sufrió un ictus y su hijo se hizo cargo del negocio. Acababa de separarse. En lugar de entristecerse por el fracaso de su matrimonio, se comportaba como un joven inmaduro. Llegaba tarde a abrir la tienda, la mayoría de las veces venia sin dormir, apestando a alcohol y tabaco, en un estado lamentable. Era grosero y maleducado y tenía una mirada sucia. Me hacía sentir muy incómoda, incluso llegué a temerle. Luego pensé que sería como los osos. Si notan que tienes miedo atacan pero si haces como que no existen, te dejan en paz. Al final, el también me ignoró. En realidad lo único que le interesaba era el dinero de la caja.

La enfermedad del señor Tanaka fue un duro golpe y la aparición de su hijo contribuyó a desestabilizarme más de lo que estaba.

¿Le gustan los animales? Veo que es el tercer o cuarto símil que utiliza.

Me fascinaban los gatos, aunque nunca he tenido la necesidad de tener uno propio. En el orfanato había muchos. Saltaban por la tapia del patio y se escondían entre los parterres y las macetas. Algunos se restregaban contra mis piernas y me dejaban que les acariciara el lomo, que les rascara detrás de la oreja. Eran muy independientes y yo envidiaba ese carácter. Me entendía mejor con ellos que con las personas. −Me gustan los animales, señor Zander, son como son. Se guían por el instinto y no le dan más vueltas.

     Y el amor. ¿No se enamoró? ¿No soñaba con conocer a alguien…?

Nunca me había enamorado. Pensaba que eso no era para mí. Había visto a las chicas de Mamasan desquiciadas por culpa de los hombres. Había visto como sufrían y se peleaban. Pensé que era el amor lo que las volvía egoístas, estúpidas y crueles. Aquellas chicas estaban sometidas a los deseos de sus novios y yo anhelaba otra cosa. No, el amor no me interesaba hasta que conocí a Takhesi.

 

Hábleme de él ¿Cómo le conoció?

Fue un día frio y nuboso de finales de marzo, en el parque Shinjuku. −Lo recuerdo como si fuera hoy− Aquel año la primavera se retrasaba. Estaba sentada en un banco, con los ojos hinchados por el llanto— pensará usted que soy una llorona− cuando lo vi, junto al estanque, observando los peces. Allí parado, con las manos dentro de los bolsillos del gabán, parecía un hermoso pájaro azul (risas) con el cuello largo y la nariz ganchuda. Ahora sé que fueron nuestras Ondas Alfa las que conectaron, como si fueran los dos polos opuestos de un imán. Cuando me miró, sentí como una sacudida, mi corazón se aceleró y, avergonzada, bajé la vista y me sequé las lágrimas con los puños del jersey. Por el rabillo del ojo lo vi acercarse y sentarse a mi lado. «Mira esos cerezos» me dijo. «Fíjate como las yemas granates despuntan bajo la corteza». Sus palabras me trasmitieron paz, me sosegaron. «No estés triste» me dijo, y me acarició la mejilla húmeda.

Empezamos a hablar y fue como si lo conociera de siempre. Nunca me había pasado nada igual. Takhesi me dijo que hay gente que sufre y enferma por culpa de su vida. Dijo que sentir dolor era señal de una espiritualidad inmadura, que en lugar de martirizarme, lo más inteligente − lo más virtuoso, fueron las palabras que utilizó − era ahondar en la realidad que provocaba ese dolor y estudiar la manera de afrontarlo.

Comenzamos a vernos. Algunas tardes aparecía por la librería o me esperaba a la salida de la academia. Paseábamos, hablábamos… Confiaba en él, podía contarle cualquier cosa sin temor a que se riera de mí, a que me juzgara o pensara que estaba loca.

   ¿Albergaba algún tipo de sentimientos hacia él?

Sí, de pronto descubrí que estaba enamorada. Takhesi se adueñó de mi mente. Pensaba en él a todas horas. A veces me sorprendía la sonrisa bobalicona que me devolvía mi reflejo en el cristal de algún escaparate, pero él me trataba solo como a una amiga, como a una hermana pequeña. El amor me sumió en un estado de ansiedad desconcertante. Era algo nuevo, desconocido… Me costaba contener el torbellino de sensaciones de mi cabeza. Intentaba disimular, convencida como estaba que Takhesi tenía la habilidad de leerme el pensamiento. Por las tardes, cuando salía de mis clases tenía que reprimirme para no corre hacia él como lo haría un perrillo contento. (Risas)

El amor me volvió egoísta. Quería más, quería ser parte de la vida de Takhesi. Sentía celos de todo lo que yo no compartía… Takhei era muy introvertido. No le gustaba hablar de sí mismo. Apenas hablaba de su trabajo, no conocía a sus amigos, no sabía que hacia cuando no estaba yo. Al principio no preguntaba. Respetaba su decisión. Era como si existieran dos mundos y yo solo habitara en uno de ellos. Pero a veces descubría a Takhesi mirándome y comencé a interpretar sus miradas. Yo también podía leer su mente. Supe que me amaba. Que me amaba de ese manera, pausada y silenciosa, con que aman las personas tímidas. Fui yo la que dio el primer paso.

¿Se convirtieron en amantes?

Sí, aunque Takhesi se resistía a mantener una relación. Rechazaba cualquier tipo de apego. Decía que el deseo incontrolable por el sexo, por los objetos, la avidez por la comida, hacía sufrir a las personas. Tenía una peculiar visión de las cosas. Creía que los gobiernos utilizaban los medios de comunicación para esclavizarnos con sus mensajes subliminales. Que la industria nos envenenaba con los vertidos inoculados en el aire y en los depósitos de agua. Que la sociedad putrefacta en la que vivíamos nos anulaba como personas.

El también había pasado por momentos muy duros…

   ¿Cómo era la relación de Takhesi con su familia?

Apenas se relacionaba con ellos. Era el único hijo en una familia de mujeres, una familia rígida, extremadamente conservadora. El padre daba por hecho que, a su debido tiempo, Takhesi se haría cargo de la dirección de la empresa. Pero él no estaba dispuesto a pasarse la vida en un despacho comprando divisas y comerciando con ellas, cambiándolas una y otra vez, hasta que solo quedara el beneficio puro. Tenía otros planes. Le atraía el mundo de la ciencia y quería dedicarse a la investigación. Su madre nunca le apoyó ni intentó comprenderlo. Era una mujer sumisa que preparaba la sopa de miso y se afanaba por conseguir un matrimonio ventajoso para sus hijas. Los enfrentamientos con el padre hicieron que acabara distanciándose de la familia. Empezó a estudiar Bioquímica en la Universidad pero nunca llegó a acabar la carrera. En el último año, sufrió una crisis de identidad y una depresión lacerante que le llevaron al borde del suicidio. Pasó años desayunando y cenando Prozac, flotando en una bruma química. Durante ese proceso se sintió abandonado e incomprendido. Sintió que todos miraban para otro lado.  

   ¿Fue entonces cuando contacto con Aum?

Si, un profesor de la Universidad lo puso en contacto con Shoko Asahara. –Creo que fue a principios de 1992 − Empezó a asistir a clases de yoga en un centro de Aum. Aquellas sesiones le ayudaron a reducir el estrés sicológico y alivió su dolor. Pensó que a través de la espiritualidad lograría curarse y que encontraría respuesta a todas sus preguntas. Luego se apuntó a las sesiones de Secret yoga que impartía el propio Asahara. El lider mostró interés por Takhesi, por sus estudios y le aconsejó que se hiciera monje. El día que le conocí, ese era el pensamiento que rondaba su cabeza mientras miraba a los peces. Dudaba, creía que podría ser un fin, pero aún no se sentía preparado.

   ¿Se sintió usted atraída por esa filosofía?

Al principio dudé. Mientras Takhesi pasaba por diversas iniciaciones, me convenció para que asistiera a un centro de Aum. Yo no le veía valor a aquello. Hacía ejercicios de respiración, de meditación, leía los libros y escuchaba cassettes con las enseñanzas de Shoko y repetía los mantras hasta que se metían en mi cabeza. Poco a poco empecé a notar algunos cambios positivos, a sentirme mejor. Me di cuenta de lo pasajero que era todo, que nada dura para siempre y el sufrimiento que causa esta transitoriedad.

   ¿Llegó a conocer a Asahara?

Sí, ocurrió en una clase de Secret yoga. Fue amable conmigo. Apenas hablaba pero daba la sensación de que conocía muchas cosas de ti, lograba que confiaras en él. Recuerdo que habló del yo, de la necesidad de aislarlo para que no se contamine, de la necesidad de cambiar nuestro karma. Luego dijo: «Cerrad los ojos y dejad que vuestro cerebro se electrice y se limpie.» Ocurrió algo que transcendió lo físico. Mi resistencia se volvió líquida, sentí que mis miedos y bloqueos se escurrían, como si fueran agua, por entre los tablones del suelo. Algo nuevo y tranquilizador comenzó a brotar en mí.

   ¿Pensaron en la posibilidad de dedicar su vida a Aum?

Nunca hicimos los votos. Podíamos desprendernos de todos los apegos pero era imposible renunciar a lo que había entre nosotros. Ese fue el motivo de que no dejáramos la vida secular y nos hiciéramos monjes.

Comenzamos a vivir juntos y entonces, en enero de 1993, falleció el padre de Takhesi. Fue algo inesperado porque no estaba enfermo. Simplemente su corazón se paró mientras dormía. El marido de su hermana se hizo cargo de la empresa y le compraron su parte. De repente teníamos mucho dinero. Takhesi abrió una cuenta a nombre de los dos en el Michinoku Bank y depositó una cantidad importante. Luego hizo una donación a Aum, y a pesar de ser laico, Asahara le nombró maestro. Takhesi entró a formar parte de su grupo de confianza, de la élite. Comenzó a trabajar a tiempo completo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Aum. Estaba feliz, por fin podía dedicarse a la investigación, podía poner su capacidad técnica al servicio de un fin más transcendental.

   ¿Y a usted, de qué manera le afectó?

Mi relación con el hijo de señor Tanaka no había hecho más que empeorar. Takhesi me animó a dejar el trabajo en la librería y a avanzar en mi aprendizaje. Comencé a frecuentar el Dojo de Aum en el barrio de Setagaya. Era un lugar muy sencillo y espartano. Me sentaba y escuchaba las prédicas y los sermones, y me impregnaba de la fuerza que transmitían. También doblaba y repartía folletos. Me gustaba hacerlo y con ello acumulaba méritos para recibir energía directamente del gurú.

¿Es cierto que se usaban drogas como parte de ese aprendizaje? ¿Llegó usted a tomarlas?

Nunca. Había algunas iniciaciones bastante duras donde sí que se usaban. Creo que era LSD. Alguien que lo había hecho me contó que dejabas de sentir el cuerpo, solo existía tu mente. Te encontrabas cara a cara con tu subconsciente más profundo. Te sentías inerte, como debe de sentirse uno cuando se muere. Las iniciados en esa práctica llamaban la atención porque parecían todos enfermos, carecían de expresión, algunos no respondían a estímulos pero se tenía la idea de que mientras uno avanzaba en su espiritualidad ninguna otra cosa importaba.

Recuerdo que corrieron rumores de que había muerto gente por eso. Pero los rumores en Aum no pasaban de rumores. No había forma de confirmarlos.

¿El contacto con la élite transformó a Takahesi?

A mediados de 1993, los sermones se volvieron más radicales y violentos. El Budismo Vajrayana es muy diferente a los demás. Entonces solo lo practicaban aquellos que habían conseguido un estadio muy elevado. Con esas prácticas Takhesi empezó a cambiar. Miraba a la gente por encima del hombro, como si fueran seres inferiores y eso no me gustaba y se lo dije. Se le veía muy estresado y nervioso. Apenas comía, su cuerpo empezó a resentirse y adquirió un aspecto enfermizo. Lo achaqué al trabajo. En Aum la gente trabajaba duro, pero lo hacían sin orden, improvisando sobre la marcha y la mayoría de lo conseguido no servía para nada. Takhesi empezó a obsesionarse con la idea del fin del mundo, del Armagedón. Su visión apocalíptica le hacía ver conspiraciones y amenazas por todas partes. La destrucción es el principio con el que opera el universo y él creía que era necesario destruir para volver a construir la nueva paz, la nueva tierra y que los medios no importaban.

¿Y usted, le daba crédito a todo eso?

Cuando dejas de creer en la realidad que pisas te creas una realidad personal.

Recuerde lo que pasó antes de la llegada del Millenium. La gente estuvo dispuesta a creer en cualquier cosa, en las profecías de Nostre Damus, en un ataque de los masones, en lo que fuera. Todas las religiones contemplan una visión apocalíptica del fin del mundo. La humanidad cree en ese destino con un temor inconsciente y secreto. Nos aterra la incerteza del futuro. La idea del fin era uno de los ejes de las enseñanzas de Aum. Pero no, no era nada que me quitara el sueño.

   ¿Acabó radicalizándose Takhesi?

Sí, lo hizo. A veces captaba un atisbo de locura en sus ojos. Estaba obsesionado con la idea de la destrucción. «Después de un apocalipsis, me dijo, se produce un efecto de purga, de purificación. Si destruyendo a las personas, las elevas, esas personas serán más felices de lo que serían en esta vida.» No fui capaz de calibrar el verdadero alcance de aquellas palabras. Takhesi había dejado de escucharme. Estaba cada vez más preocupada.

En aquel entonces, trabajaba en el Saytan número 7. Investigaba superconductores, partículas atómicas y demás. Más tarde me enteré que era la planta del gas sarín.

     ¿No llegó a sospechar nada de lo que se estaba preparando?

Ni se me pasó por la cabeza. Era algo impensable para mí. Desconocía la autentica finalidad del trabajo de Takhesi, aunque lamentablemente no tardaría mucho en enterarme.

   Cuénteme que pasó.

La noche que ocurrió el accidente en la tercera planta del Saytan número 7, todas las personas que se encontraban allí entraron en pánico. Las máquinas de limpieza Cosmo, que filtraban el aire para proteger de posibles escapes tóxicos, no funcionaron. Tampoco nadie se acordó de las inyecciones de sulfato de atropina que se guardaban para usar al menor síntoma de envenenamiento. Dejaron solo a Takhesi retorciéndose en el suelo y echando espuma por la boca. Hideo Murai, que era el Ministro de Ciencia y Tecnología, vino a verme y me contó lo ocurrido. Me dijo que Takhesi había completado su ciclo.− ¿Puede usted creerlo?− Me dijo que sería recordado como un héroe, como un heraldo de la nueva era que se avecinaba. Apenas podía dar crédito. Lo miraba y su cara no expresaba nada, ni una ligera emoción. Escondí mi dolor. No le di el gusto de que viera como me derrumbaba. Cuando se fue y me quedé sola, grité. Sentía como si un clavo me atravesara el cerebro con un dolor punzante, como si se desinflara una burbuja y me dejara vacía. La realidad paralela en la que vivía se hizo añicos como la ampolla de gas sarín que se llevó la vida de Takhesi. Los días siguientes los pasé en la cama hecha un ovillo. Me quedé sin lágrimas, no podía probar bocado. Pasaba las horas contemplando el cielo a través del cristal empañado, contemplando el temblor de las hojas.

Asahara me llamó. Quería verme y fui al Monte Fuji. Me dijo que entendía mi dolor, pero que tenía que trabajar el Karma de la renunciación y desprenderme de todos los apegos. −En Aum todo se achacaba al Karma.− Casi me ordenó que dejara la vida secular y me hiciera monja. En aquel momento deseé abofetearlo. Por primera vez le vi como realmente era y sentí asco. Le dije que me diera un tiempo, que me dejara completar mi duelo y que después haría los votos.

Decidí que tenía que salir de Tokio. Alejarme de todo para poder pensar, así que una mañana cogí el ferry a Okinawa y tomé una habitación en un pequeño hotel frente al mar.

Pasaba los días con la mirada perdida en el horizonte sin saber si la puesta de sol señalaba el fin del mundo o el comienzo. Estaba como en un estado de ensoñación permanente. Los días eran largos y tibios pero yo sentía el tiempo detenido y un vacio helado en mi interior, como si el aire estuviera escarchado de silencio.

Por las noches, el recuerdo de Takhesi invadía mi memoria. Era algo muy vivido, casi tangible. Podía sentir su presencia en la penumbra y percibir su olor.

−Pero es imposible detener el tiempo, señor Zander. Incluso un reloj parado marca la hora exacta dos veces al día.

Una tarde vi que un hombre me observaba. Recordé que también lo había visto en un restaurante del puerto. No le presté atención pero al poco volví a verlo y algo en él me inquietó. Supe que me estaba vigilando. Tal vez sea cosa de las Ondas Alfa, pero la gente de Aum podemos reconocernos, es como si todos estuviéramos marcados por una especie de estigma y aquel hombre era de Aum.

Entonces, la mañana del 28 de junio, mientras desayunaba en una cafetería escuche en la radio que un grupo terrorista había liberado gas sarín en Matsumoto, en el área de Kaichi Heights, matando a ocho personas. No tuve la menor duda de la autoría de Aum. Eso me aterró y me hizo salir de mi letargo.

Aquella tarde tomé el ferry y volví a Tokio. Vacié la cuenta del Michinoku Bank e hice una maleta con lo imprescindible. No quería arrastrar nada conmigo. Saqué un pasaje para Hong Kong y antes de partir hice una llamada anónima a la policía.

¿Tuvo miedo a posibles represalias?

Mucho miedo. Pensaba que podían estar buscándome para hacerme daño. Intenté pasar desapercibida y no llamar la atención. Pero luego me tranquilicé porque durante un tiempo no volví a saber nada de ellos. Cuando escuché lo de los atentados en el metro de Tokio y la posterior detención de los miembros de Aum, a pesar de lo terrible que fue todo aquello, me sentí aliviada.

 

¿Sería muy duro volver a empezar de cero en una ciudad desconocida?

El principio fue durísimo. Mas que el miedo, era el dolor lo que se me hacía insoportable. Ahora ya hace mucho tiempo de todo aquello y he tenido que aprender a vivir. Sigo practicando yoga y trabajando en mi espiritualidad. A veces voy al templo, allí encuentro la paz y el sosiego que necesito. Eso me ayuda. Aunque le cueste creerlo, no todo era negativo en Aum. −Ya no tengo odio, señor Zander. Ahora que Shoko Asahara ha muerto, por fin siento que he finalizado mi duelo.

−Ya ve, la vida es como un tablero de parchís. Avanzas a golpe de azar, todo depende de los dados. Si la suerte no está de tu parte, te comen y te mandan a la casilla de salida.

 

Cuando terminamos la entrevista Ikari Izumi me acompaña hasta la puerta. Al despedimos percibo en la turbiedad de sus ojos los aguijonazos de un el dolor antiguo. Ha caído la noche. La ciudad bulle arropada en las luces de neón. Es como el run run de un enjambre rebosante de vida. Tomo una bocanada de aire y camino despacio en dirección al hotel. Las últimas palabras de Ikari Izumi aún resuenan en mi cabeza. « Aquel año, las yemas de los cerezos del parque Shinjuku retoñaron en veneno. El paraíso resultó ser una quimera y Asahara, un falso profeta que nos manipuló a todos.»

El Soldado de Alá.

La mirada del hermano Abu Musaab me quema la espalda, como una brasa, mientras me alejo del poblado. El aire huele a humo de anafre; al cordero especiado que las hermanas han asado en mi honor. Sin embargo, no he sido capaz de tragar un bocado…

Las voces y las risas se van amortiguando conforme subo la cuesta y me alejo de las casas. En el cielo, cuajado de estrellas, una luna menguante apenas ilumina mis pasos.

Llevo semanas preparándome. Los hermanos me proveen de todo lo que necesito para que yo pueda concentrarme en mi misión: en rezar, en el paraíso del más allá… Ningún otro pensamiento debe hacerse un hueco en mi cabeza.

Despliego mi alfombrilla y postrado en dirección a la Meca, con la frente en tierra y los brazos extendidos en el polvo dirijo mis rezos a Alá, el misericordioso, el compasivo. Rezo por los hermanos que me han mostrado el camino hacia Él, alabado sea su nombre y espero que estas plegarias traigan la luz y la paz a mi espíritu, que arrastren mi desasosiego y deshagan los nudos que me oprimen la boca del estómago. Mi corazón, que pertenece a Alá, alabado sea su nombre, debería latir gozoso y sin embargo, lo único que siento es una sensación de vértigo, de miedo…

Cierro los ojos. Respiro lentamente el aire puro de la montaña hasta que consigo apaciguarme. Noto entonces como la tensión y la angustia se diluyen y vuelvo a sentirme liviano, puro. Debo ser digno de Alá, alabado sea su nombre. Debo cumplir fielmente su mandato. Mi sacrificio ayudará a liberar a nuestros hermanos y hermanas árabes. Soy un soldado de Dios, alabado sea el altísimo y no puedo tener miedo. Si el paraíso yace a la sombra de la espada, con mi espada destrozaré el corazón de los perros infieles.

«Bukra,  ‘in sha’ allha», le susurro a la noche. «Mañana, si Dios quiere…»

Cuando regreso ya todos duermen y en la calle desierta, tan solo se escucha el ladrido de los perros. El hermano Hassan está sentado fumando bajo la farola. Sobre su cabeza las polillas, borrachas de luz, se estrellan contra el cristal.

-Deberías dormir, hermano- me dice en un murmullo- adhhab mae allah.

Tumbado en mi jergón, las manchas de luz que se cuelan por las ranuras de las persianas, dibujan estigmas en mi piel. Ahora me permito pensar en ti, padre; en ti, hermano. He buscado la expiación esperando que vuestros corazones puedan entender este sacrificio necesario. Mi martirio contribuirá a construir una sociedad nueva. Una sociedad que complazca a Alá, alabado sea su nombre y al profeta Mahoma, que la paz y la bendición de Dios descanse sobre él.

«Bukra, ‘in sha’ allha», le susurro a la noche. «Mañana si Dios quiere…»

Sueño con un campo de girasoles. Un mar verde y amarillo ondea suavemente hasta fundirse con el horizonte azul del cielo. Las flores doradas bailan alrededor del sol. Una suave brisa me trae el frescor y el sonido del agua que fluye por un arroyuelo cercano. Las abejas zumban entre las flores y los pájaros revolotean sobre mi cabeza.

En algún momento dela madrugada me despierto y estoy en paz con mi espíritu. Abro la ventana a la noche y en el silencio creo percibir el latido del tiempo. Ahora un segundo es una hora; unas horas significan la eternidad.

Tan solo noto la presencia del hermano Tarik cuando posa suavemente su mano sobre mi hombro.

-As-salamu alaykum, hermano. Es la hora.

Lo miro y asiento en silencio.

Rezamos juntos, entre murmullos, mientras el sol asoma la cara por detrás de las casas. Recito los versos con una sinceridad que jamás he sido capaz de sentir. Siento en mí la humildad y la gracia con más fuerza que nunca.

Una extraña serenidad me embarga mientras me coloco el cinturón alrededor del tórax.

De camino al mercado, soy una estatua silenciosa sentado junto al hermano Tarik. Bajo del carro notando como la adrenalina se despierta en mi interior. Mi concentración se torna lúcida, mi determinación inquebrantable. No existe el miedo. He dejado atrás todo lo que he sido, todo lo que soy. Ahora soy solo polvo, solo aire…

Como un guerrero avanzo entre la muchedumbre. Luego me detengo y cierro los ojos. Los girasoles se mecen suavemente con la brisa y las flores amarillas, doradas como el oro, se alzan desafiantes al sol.

De mi garganta brota un grito bronco, profunfo: «Al-lahu-akbar», y sin piedad, aprieto el detonador.

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