Las yemas granates despuntando bajo la corteza de los cerezos.

Este relato fue publicado en el blog en diciembre de 2018. Os invito a redescubrirlo

    

      — ¿Ha tenido buen viaje, señor Zander?

      —Un vuelo sin incidencias, gracias. Lo complicado fue llegar hasta aquí. Resulta difícil orientarse con tanta numeración americana, inglesa, china… Encontrar el edificio ha sido  una odisea y luego está el lio de las plantas; el cuarto piso se convierte en el tercero, el tercero en el cuarto. Si no hubiera sido por un vecino, aún estaría dando vueltas buscando su apartamento.

     —Hong Kong es una ciudad caótica, señor Zander. La mejor del mundo si lo que buscas es esconderte o pasar desapercibido.

     Ikari Izumi (no es su verdadero nombre)  me sonríe enmarcada por el contraluz de la ventana. A su espalda, el azul plomizo del atardecer flota suspendido sobre el puente de Kowloon. Viste un pantalón negro y jersey del mismo color de cuello vuelto. Lleva el cabello recogido, de  manera que parece descuidada, en un moño. Es menuda y frágil como una porcelana. Esa es la impresión que da a primera vista.

     —Siéntese señor Zander. ¿Le apetece un té, algo más fuerte quizás…?

     —Un té está bien, gracias.

     —Con su permiso yo tomaré un poco de whisky. No suelo beber, pero creo que me vendrá bien un trago.

      Me arrepiento en el acto. Debería haber pedido un  whisky también.

      El 6 de julio de 2018, fue ejecutado en la horca Shoko Asahara, líder de la secta Aum Shinrikyo, “La Verdad Suprema”.  Asahara fue el máximo responsable de los ataques con gas sarín perpetrados en el metro de Tokio, en marzo de 1995, que costaron la vida de 13 personas y causaron diversas lesiones, algunas irreversibles, a otras 6.300. He volado a Hong Kong desde Estocolmo para escribir un artículo para mi periódico sobre las experiencias de alguien que estuvo en Aum en aquella época. No ha sido fácil contactar con Ikari Izumi y mucho menos convencerla para que hable. Ahora estoy aquí, sentado en su salón, aguardando que vuelva con un té de la cocina y poder empezar, al fin, la entrevista.

      Ikari Izumi regresa portando una bandeja con las bebidas, se sienta y me mira. Espera.

     — ¿Le importa que grabe?— le digo.

     —No,  hágalo. Pero le ruego que en ningún caso mencione mi nombre. Escriba solo lo que le cuente y por favor, no me juzgue. Prometo contarle toda mi verdad.  ¿Me invita a un cigarrillo? Hace años que no fumo. Ya ve usted, hace ya años de todo.

     Le doy un cigarrillo. La llama del mechero hace que sus ojos refuljan incandescentes, como si fueran dos ascuas. Da una honda calada y  una cortina densa se interpone entre los dos cuando expulsa el humo.

     —Cuando usted quiera—. Me dice—Estoy preparada…

     Hábleme de su familia. ¿Cómo fue su infancia?

     No conocí a mi padre y de mi madre apenas conservo un vago recuerdo. Me abandonó, a los cinco años, en un orfanato católico del barrio de Meguro. Allí me crié. Jamás he vuelto a saber nada de ella. Fui una niña traumatizada y resentida, señor Zander. Mis primeros años no fueron  fáciles y el orfanato tampoco ayudó. Recuerdo que pasé temporadas con diferentes familias de acogida. Algo debía fallar en mí porque siempre acababan devolviéndome. Veía como los niños más pequeños se iban de la mano con sus padres adoptivos y yo seguía allí,  repudiada como si fuera tóxica. Eso me marcó profundamente. Al final, fueron las monjas las que se ocuparon de mi educación. No sabe cuánto llegué a odiar aquel sitio. El sentimiento de rechazo me creó un denso poso de resentimiento. Odiaba el olor a lejía de mis manos, la limpieza obsesiva, la opresión silenciosa y carcelaria de aquellas paredes. Era un ambiente casi militar, frio y disciplinado. Para algunas monjas los niños éramos incordios que las desviábamos de su verdadera vocación. Guardaban todo el amor, toda su piedad para ese Dios suyo. El día que me escapé, mi corazón era como una pasa reseca. Tenía dieciséis años, Tokio era una jungla y  yo estaba sola. ¿Sabe usted lo que es eso?

     ¿Debió ser muy duro  enfrentarse al mundo sola a tan temprana edad? ¿Creía usted en Dios? ¿Era religiosa?

     En aquella época no creía en nada. Me educaron en la fe católica pero no le encontraba el sentido. Mi relación con Jesucristo no había sido buena… Pasé semanas deambulando por los alrededores del mercado de Tsukiji. Algunos vendedores me daban comida y algunos turistas dinero. Dependiendo del grado de generosidad de la gente, dormía bajo techo o  pasaba la noche acurrucada en un banco de la estación de Shimbashi, esperando a que se hiciera de día. No me atrevía a cerrar los ojos. No me atrevía a dormir…  ¿Sabe? Mis ojos han visto cosas que ojalá usted nunca vea.

     ¿Y qué pasó, cómo logró salir de la calle?          

     Un día Mamasan bajó del tren. Cuando me vio acurrucada en el banco, se acercó como un tigre que huele a su presa. «Kohana» me dijo, levantándome la barbilla y obligándome a mirarla. « ¿Qué haces aquí marchitándote?» Me sedujo con su sonrisa y sus palabras amables y me llevó con ella. Mamasan era la propietaria de un negocio en Kabukichu, un pequeño local en una calle estrecha, encima de unos billares y de una casa de apuestas. Lo que hoy llamaríamos un “Maid café”, un café de doncellas, con la peculiaridad de que en las habitaciones traseras se jugaba a algo menos inocente que el Moe Moe Jankan.

    ¿La obligaron  a ejercer la prostitución?

     Estaba abocada a ello. ¿Acaso existía otra salida? Nunca me gustó aquel juego. Me hacía sentir sucia. Si eras buena y obediente, Mamasan era buena contigo, pero más te valía no hacerla enfadar,  porque entonces se convertía en un dragón que echaba fuego por la boca. Con mis compañeras apenas me relacionaba. Solo les interesaban los hombres, la ropa y donde estaban los mejores karaokes… No las entendía. Creían que yo era un bicho raro y me dejaron de lado.

     ¿Cuánto tiempo trabajó para Mamasan? ¿Qué pasó después?

     Estuve allí casi dos años. Intentaba ahorrar todo el dinero que podía porque planeaba estudiar secretariado y convertirme en una buena chica (Risas). Allí conocí al señor Tanaka. Al principio venía a jugar conmigo dos o tres veces al mes. Era una persona  pulcra y educada, nos entendíamos bien. Había enviudado recientemente y tenía un hijo que no le daba más que disgustos. El sexo no le interesaba demasiado, para él era más importante hablar con alguien y desahogarse. El señor Tanaka tenía una librería en Shinjuku y a veces me traía un libro de regalo y me animaba a leerlo. Descubrí que la lectura me ayudaba a evadirme. Las historias me hacían vislumbrar otra realidad, desataban mi imaginación y mi fantasía. Cuando le conté al señor Tanaka mis proyectos, decidió ayudarme y me ofreció un trabajo a tiempo parcial en su negocio. No me lo pensé.

     ¿Sería liberador para usted salir de aquel mundo?

     Sabía que la vida me estaba ofreciendo una oportunidad. El señor Tanaka me ayudó a encontrar un pequeño estudio. Empecé a trabajar en la librería y por las noches iba a una academia. Pasé semanas quitando el polvo de los estantes e intentando ordenar aquel caos de libros. Restituí las bombillas fundidas,  saqué brillo a los suelos… La tienda, limpia e iluminada, resultaba acogedora, prometedora con los libros bien expuestos y ordenados. El señor Tanaka estaba contento. Cada vez entraban más clientes y eso se notaba en la caja al final del día.

      ¿Se adaptó bien a su nueva vida?

      Trabajaba y estudiaba, pero era incapaz de hacer amigos. Había algo, un bloqueo, que me impedía relacionarme con normalidad. No estaba segura de cómo moverme, de la forma de actuar. Pensaba que todos notaban la incomodidad y la rigidez que había en mí.  Era como si todo el mundo estuviera evaluándome constantemente y me encontraran deficiente. Eso me inquietaba mucho. Luego pasó lo del espejo. Fue una experiencia tan vivida, que me sumió en un estado casi depresivo.

     ¿Qué ocurrió con el espejo, señora Izumi?

     Aquel día, me encontraba realmente mal. Sentía que me ahogaba. No era pesar, era como si me faltara algo. Estaba en casa con todas las luces apagadas llorando. Mi llanto era casi una letanía liberadora, como cuando rezaba el rosario con las monjas y, arropada  en el murmullo de las voces, me sumía en una especie de trance. Cuando me miré en el espejo, mis ojos brillaban con una intensidad desconocida. Quedé prisionera de mi imagen. No era yo quien miraba, era la imagen del espejo la que me miraba a mí. Aquellos ojos tenían una profundidad abismal y perversa, como si toda la maldad del mundo se concentrara en ellos. Sentí que perdía contacto con la realidad, que entraba en otra dimensión y me desdoblaba en dos. Fue una experiencia durísima.

     ¿Y qué hizo?

     Me sentía perdida. No sabía quién era. Pasé días en los que simplemente me quedaba mirando la taza de té humeante o las manchas de humedad de la pared. Era incapaz de hacer nada. Dejé de ir a trabajar. No soportaba ver a nadie. Mantenía una lucha emocional tan intensa que me dejaba exhausta.

      ¿No pensó en buscar ayuda médica?

     No creía que estuviera enferma. Desconocía que existían médicos que trataban ese tipo de trastornos. Intenté encontrar respuesta en los libros. En esa época leí  “Más allá de la vida y de la muerte” de Shōkō Asahara. No entendí bien los conceptos. Mi desconocimiento de lo que hablaba era total pero me proporcionó cierto consuelo. Sentí que me identificada con muchas de aquellas cosas que decía.

     ¿Qué pasó después?

      Luego, todo se complicó. El señor Tanaka sufrió un ictus y su hijo se hizo cargo del negocio. Acababa de separarse. En lugar  de entristecerse por el fracaso de su matrimonio, se comportaba como un joven inmaduro. Llegaba tarde a abrir la tienda, la mayoría de las veces venia sin dormir, apestando a alcohol y tabaco, en un estado lamentable. Era grosero y maleducado y tenía una mirada sucia. Me hacía sentir muy incómoda, incluso llegué a temerle.  Luego pensé que sería como los osos. Si notan que tienes miedo atacan pero si haces como que no existen, te dejan en paz. Al final, acabó ignorándome. En realidad lo único que le interesaba era el dinero de la caja.

     La enfermedad del señor Tanaka fue un duro golpe y la aparición de su hijo contribuyó a desestabilizarme más de lo que estaba.

     ¿Le gustan los animales? Veo que es el tercer o cuarto símil que utiliza.

     Me fascinaban los gatos, aunque nunca he tenido la necesidad de tener uno propio.En el orfanato había muchos. Saltaban por la tapia y se escondían entre los parterres y las macetas del patio. Algunos solían restregarse contra mis piernas y dejaban que les acariciase el lomo, que les rascara detrás de las orejas. Eran muy independientes y yo envidiaba ese carácter. Me entendía mejor con ellos que con las personas. Sí, me gustan los animales, señor Zander, son como son. Se guían por el instinto y no le dan más vueltas.

      ¿Y el amor? ¿Pensaba en conocer a alguien, en enamorarse, en formar una familia?

     No sabía lo que era el amor. Pensaba que eso no era para mí. Había visto a las chicas de Mamasan  desquiciadas por culpa de los hombres. Había visto como sufrían y se  peleaban.  Pensé que era el amor lo que las volvía egoístas, estúpidas y crueles. Aquellas chicas estaban sometidas a los deseos de sus novios y yo anhelaba otra cosa. No, el amor no me interesaba hasta que conocí a Takhesi.

      Hábleme de él ¿Cómo le conoció?

     Fue un día frio y nuboso de finales de marzo, en el parque Shinjuku. Lo recuerdo como si fuera hoy. Aquel año la primavera se retrasaba. Había tenido un fuerte encontronazo con el hijo del señor Tanaka y abandonado la tienda llorando. Estaba sentada en un banco, con los ojos hinchados  sin saber qué hacer, cuando  le vi, junto al estanque, observando los peces. Allí parado, con las manos dentro de los bolsillos del gabán, parecía un hermoso pájaro azul (risas) con el cuello largo y la nariz ganchuda. Ahora sé que fueron nuestras Ondas Alfa las que conectaron, como si fueran los dos polos opuestos de un imán. Cuando me miró, sentí como una sacudida, mi corazón se aceleró y, avergonzada, bajé la vista y me sequé las lágrimas con los puños del jersey. Por el rabillo del ojo lo vi acercarse y sentarse a mi lado. «Mira esos cerezos» me dijo. «Fíjate como las yemas granates despuntan bajo la corteza». Sus palabras me trasmitieron paz, me sosegaron. «No estés triste» me dijo,  y me acarició la mejilla húmeda.

      Empezamos a hablar y fue como si le conociera de siempre. Nunca me había pasado nada igual. Takhesi me  dijo que había gente que sufría y enfermaba por culpa de su vida. Dijo que sentir dolor era señal de una espiritualidad inmadura, que en lugar de martirizarme, lo más inteligente, lo más virtuoso, fueron las palabras que utilizó, era ahondar en la realidad que  provocaba ese dolor y estudiar la manera de afrontarlo.

     Comenzamos a vernos. Algunas tardes aparecía por la librería o le encontraba a la salida de la academia esperándome. Paseábamos, hablábamos… Empecé a confiar en él,  podía contarle cualquier cosa sin temor a que se riera de mí, a que me juzgara o pensara que estaba loca.  

    Un día descubrí que me estaba enamorando. Takhesi se había adueñado de mi mente. Pensaba en él a todas horas. A veces me sorprendía la sonrisa bobalicona que me devolvía mi reflejo en el cristal de algún escaparate, pero él me trataba solo como a una amiga, como a una hermana pequeña. El amor me sumió en un estado de ansiedad desconcertante. Era algo nuevo, desconocido… Me costaba contener el torbellino de sensaciones de mi cabeza. Intentaba disimular, convencida como estaba que Takhesi tenía la habilidad de leerme el pensamiento.  Por las tardes, cuando salía de mis clases tenía que reprimirme para no corre hacia él como lo haría un cachorrillo contento. (Risas) 

      El amor me volvió egoísta. Quería más, quería formar parte de la vida de Takhesi. Sentía celos de todo lo que no compartíamos… Takhesi era muy introvertido. Odiaba hablar de sí mismo. Apenas sabía nada de su trabajo, no conocía a sus amigos, ni que hacia cuando no estaba yo. Al principio no preguntaba. Respetaba su decisión. Era como si existieran dos mundos y yo solo habitara en uno de ellos. Pero a veces descubría a Takhesi mirándome y comencé a interpretar sus miradas. Yo también podía leer su mente. Supe que me amaba. Que me amaba de ese manera, pausada y silenciosa, con que aman las personas tímidas. Fui yo la que dio el primer paso.

      ¿Se hicieron amantes?

     Sí, aunque Takhesi se resistía a mantener una relación. Rechazaba cualquier tipo de apego.  Decía que el deseo incontrolable por el sexo, por los objetos, la avidez por la comida, hacía sufrir a las personas. Tenía una peculiar visión de las cosas. Creía que los gobiernos utilizaban a los medios de comunicación para esclavizarnos con sus mensajes subliminales. Que la industria nos envenenaba con los vertidos inoculados en el aire y en los depósitos de agua. Que vivíamos en una sociedad putrefacta que nos anulaba como personas.

     El también había pasado por momentos muy duros…

     ¿Podría hablarme de la relación que mantenía Takhesi con su familia?

     Apenas tenía contacto con ellos. Era el único hijo en una familia de mujeres, una familia rígida,  extremadamente conservadora. El padre siempre había dado por hecho que, a su debido tiempo,  Takhesi se haría cargo de la dirección de la empresa. Pero él no estaba dispuesto a pasarse la  vida en un despacho comprando divisas y comerciando con ellas, cambiándolas una y otra vez, hasta que solo quedara el beneficio puro. Tenía otros planes. Le atraía el mundo de la ciencia y quería dedicarse a la investigación. Su madre nunca le apoyó ni  intentó comprenderle. Era una mujer sumisa que  preparaba la sopa de miso y se afanaba por conseguir matrimonios ventajosos para sus hijas.  Los enfrentamientos con el padre hicieron que  acabara poniendo tierra de por medio. Empezó a estudiar Bioquímica en la Universidad pero nunca llegó a acabar la carrera. En el último año, Takhesi sufrió una crisis de identidad y  una depresión lacerante que le llevaron al borde del suicidio. Pasó años desayunando y cenando Prozac, flotando en una bruma química. Durante ese proceso se sintió  abandonado e incomprendido. Sintió que todos miraron hacia otro lado.  

      ¿Fue en ese momento cuando entró en contacto con Aum?

     Si,  un profesor de la Universidad  le habló de  Shoko Asahara. Creo que  fue a principios de 1992. Empezó a asistir a clases de yoga en un centro de Aum. Aquellas sesiones le ayudaron a reducir el estrés psicológico y aliviaron su dolor. Takhesi creyó que a través de la espiritualidad encontraría respuesta a todas sus preguntas y lograría curarse. Luego se apuntó a las sesiones de Secret Yoga que impartía el propio Asahara.  El líder mostró interés por Takhesi,  por sus estudios y le aconsejó que se hiciera monje. El día que le conocí,  ese era el pensamiento que rondaba por su cabeza. Dudaba, creía que podría ser un fin, pero aún no se sentía preparado.

     ¿Y usted, se sintió usted atraída por esa filosofía?

     Al principio dudaba. Mientras Takhesi pasaba por diversas iniciaciones, me convenció para que asistiera a un centro de Aum. Yo no le veía valor a aquello. Hacía ejercicios de respiración, de meditación, leía los libros y escuchaba cassettes con las enseñanzas de Shoko Asahara y repetía los mantras hasta que se metían en mi cabeza. Poco a poco empecé a notar algunos cambios positivos, a sentirme mejor. Tomé consciencia de lo pasajero que es todo, que nada dura para siempre y del sufrimiento que causa esta transitoriedad.

     ¿Llegó a conocer a Asahara?

     Sí, ocurrió en una clase de Secret Yoga. Fue amable conmigo. Apenas  hablamos pero cuando me miró tuve la sensación de que conocía muchas cosas de mí, y deseé poder confiar en él. Recuerdo que habló del yo, de la necesidad de aislarlo para que no se contamine, de la necesidad de cambiar nuestro karma.  Luego  dijo: «Cerrad los ojos y dejad que vuestro  cerebro se electrice y se limpie.» Ocurrió algo que  transcendió lo físico. Mi resistencia se volvió líquida, sentí que mis miedos y bloqueos se escurrían, como si fueran agua, por entre los tablones del suelo. Algo nuevo y tranquilizador comenzó a brotar en mí.

     ¿Pensaron  en la posibilidad de dedicar su vida a Aum?

    Nunca hicimos los votos. Podíamos desprendernos de todos los apegos pero era imposible renunciar a lo que había entre nosotros. Ese fue el motivo de que no dejáramos  la vida secular y nos hiciéramos monjes.

     Comenzamos a vivir juntos y entonces, en enero de 1993, falleció el padre de Takhesi. Fue algo inesperado porque no estaba enfermo. Simplemente su corazón se paró mientras dormía. El marido de su hermana se hizo cargo de la empresa y le compraron su parte. De repente teníamos mucho dinero. Takhesi abrió una cuenta a nombre de los dos en el Michinoku Bank y depositó una cantidad importante. Luego hizo una donación a Aum, y a pesar de ser laico, Asahara le nombró maestro. Takhesi entró a formar parte de su grupo de confianza, de la élite. Comenzó a trabajar a tiempo completo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Aum.  Estaba feliz, por fin podía dedicarse a la investigación, podía poner su capacidad técnica al servicio de un fin más transcendental.

     ¿Y a usted, de qué manera le afectó todo eso?

     Mi relación con el hijo de señor Tanaka no había hecho más que empeorar.  Takhesi me animó a  dejar el trabajo en la librería y a avanzar en mi aprendizaje. Comencé a frecuentar el Dojo de Aum en el barrio de Setagaya. Era un lugar muy sencillo y espartano. Me sentaba y escuchaba las prédicas y los sermones, y me impregnaba de la fuerza que transmitían. También doblaba y repartía folletos. Me gustaba hacerlo y con ello acumulaba méritos para recibir energía directamente del gurú.

     ¿Es cierto que se usaban drogas como parte de ese aprendizaje? ¿Llegó usted a tomarlas?

     Nunca. Había algunas iniciaciones bastante duras donde sí que se usaban. Creo que era LSD. Alguien que lo había hecho me contó que  dejabas de sentir el cuerpo, solo existía tu mente. Te encontrabas  cara a cara con tu subconsciente más profundo. Te sentías inerte, como debe de sentirse uno cuando se muere. Las iniciados en esa práctica llamaban la atención porque parecían todos enfermos, carecían de expresión, algunos no respondían a estímulos pero se tenía la idea de que mientras uno avanzaba en su espiritualidad ninguna otra cosa importaba.

     Recuerdo que corrieron rumores de que había muerto gente por eso. Pero los rumores en Aum no pasaban de rumores. No había forma de confirmarlos.

     ¿Fue el contacto con la élite lo que transformó a Takahesi?

     A mediados de 1993, los sermones se volvieron más radicales y  violentos. El Budismo Vajrayana es muy diferente a los demás. Entonces solo lo practicaban aquellos que habían conseguido un estadío muy elevado. Con esas prácticas Takhesi empezó a cambiar. Miraba a la gente por encima del hombro, como si fueran seres inferiores y eso no me gustaba y se lo dije. Se le veía muy estresado y nervioso. Apenas comía, su cuerpo empezó a resentirse y  adquirió un aspecto enfermizo. Lo achaqué al trabajo. En Aum la gente trabajaba duro, pero lo hacían sin orden, improvisando sobre la marcha  y la mayoría de lo conseguido no servía para nada. Takhesi  empezó a obsesionarse con la idea del fin del mundo, del Armagedón. Su visión apocalíptica le hacía ver conspiraciones y amenazas por todas partes. La destrucción es el principio con el que opera el universo  y él creía que era necesario destruir para volver a construir la nueva paz, la nueva tierra y que los medios no importaban.

      ¿Y usted, le daba crédito a todo eso?

     Cuando dejas de creer en la realidad que pisas te creas una realidad personal.

Recuerde lo que pasó antes de la llegada del Millenium. La gente estuvo dispuesta a creer en cualquier cosa, en las profecías de Nostre Damus, en un ataque de los Masones, en lo que fuera. Todas las religiones contemplan una visión apocalíptica del fin del mundo. La humanidad cree en ese destino con  un temor inconsciente y secreto. Nos aterra la incerteza del futuro. La idea del fin era uno de los ejes de las enseñanzas de Aum. Pero no, no era nada que me quitara el sueño.

     Sin embargo, Takhesi acabó radicalizándose.

     Sí, lo hizo.  A veces captaba un atisbo de locura en sus  ojos. Estaba obsesionado con la idea de la destrucción. «Después de un apocalipsis, decía, se produce un efecto de purga, de purificación. Si destruyendo a las personas, las elevas, esas personas serán más felices de lo que serían en esta vida.» No fui capaz de calibrar el verdadero alcance de aquellas palabras. Takhesi había dejado de escucharme. Estaba cada vez más preocupada.

     En aquel entonces, trabajaba en el Saytan número 7. Investigaba superconductores, partículas atómicas y demás. Más tarde me enteré que era la planta del gas sarín.

      ¿No llegó a sospechar nada de lo que se estaba preparando?

     Ni se me pasó por la cabeza. Era algo impensable para mí. Desconocía la autentica finalidad del trabajo de Takhesi, aunque lamentablemente no tardaría mucho en enterarme.  

     Cuénteme que pasó

     La noche que ocurrió el accidente en la tercera planta del Saytan número 7, todas las personas que se encontraban allí entraron en pánico. Las máquinas de limpieza Cosmo, que filtraban el aire para proteger de  posibles escapes tóxicos, no funcionaron. Tampoco nadie se acordó de las inyecciones de Sulfato de Atropina que se guardaban para usar al menor síntoma de envenenamiento. Dejaron solo a Takhesi retorciéndose en el suelo y echando espuma por la boca.  Hideo Murai, que era el Ministro de Ciencia y Tecnología, vino a verme y me contó lo ocurrido. Me dijo que Takhesi había completado su ciclo ¿Puede usted creerlo? Me dijo que sería recordado como un héroe, como un heraldo de la nueva era que se avecinaba. Apenas podía dar crédito. Lo miraba y su cara no expresaba nada, ni una ligera emoción. Escondí mi dolor. No le di el gusto de que viera como me derrumbaba. Cuando se fue y me quedé sola, grité. Sentía como si un clavo me atravesara el cerebro con un dolor punzante, como si se desinflara una burbuja y me quedara vacía. La realidad paralela en la que vivía se hizo añicos como la ampolla de gas sarín que se llevó la vida de Takhesi. Los días siguientes los pasé en la cama hecha un ovillo. Me quedé sin lágrimas, no podía probar bocado. Pasaba las horas contemplando el cielo a través del cristal empañado, contemplando el temblor de las hojas.

      Asahara me llamó. Quería verme y fui al Monte Fuji. Me dijo que entendía mi dolor, pero que tenía que trabajar el karma de la renunciación y desprenderme de todos los apegos. En Aum todo se achacaba al karma. Casi me ordenó que dejara la vida secular y me hiciera monja.  En aquel momento deseé abofetearlo. Por primera vez le vi como realmente era y sentí asco. Le dije que me diera tiempo, que me dejara completar mi duelo y que después haría los votos.

     Decidí que tenía que salir de Tokio. Alejarme de todo para poder pensar, así que una mañana cogí el ferry a Okinawa y tomé una habitación en un pequeño hotel frente al mar.

     Pasaba los días  con la mirada perdida en el horizonte sin saber si la puesta de sol señalaba el final o el comienzo de algo. Estaba como en un estado de ensoñación permanente. Los días eran largos y tibios pero yo sentía el tiempo detenido y un vacio helado en mi interior, como si el aire estuviera escarchado de silencio.

     Por las noches, el recuerdo de Takhesi invadía mi memoria. Era algo muy vivido, casi tangible. Podía sentir su presencia en la penumbra y percibir su olor. Entonces deseaba que el tiempo se paralizara, permanecer siempre en ese momento. Pero es imposible detener el tiempo, señor Zander, incluso un reloj parado marca la hora exacta dos veces al día. Una tarde vi que un hombre me observaba. Recordé que lo había visto en un restaurante del puerto. No le presté atención pero al poco volví a encontrármelo y algo en él me inquietó. Supe que me estaba vigilando. Tal vez sea cosa de las Ondas Alfa, pero la gente de Aum podemos reconocernos, es como si estuviéramos marcados por una especie de estigma y aquel hombre era de Aum.

     Entonces, la mañana del 28 de junio, mientras desayunaba en una cafetería escuche en la radio que un grupo terrorista había liberado gas sarín en Matsumoto, en el área de Kaichi Heights, matando a ocho personas. No tuve la menor duda de la autoría de Aum. Eso me aterró y me hizo salir de mi letargo.

     Aquella tarde tomé el ferry y volví a Tokio. Vacié la cuenta del Michinoku Bank  e hice una maleta con lo imprescindible. No quería arrastrar nada conmigo. Saqué un pasaje para Hong Kong y antes de partir  hice una llamada anónima a la policía.

     ¿Tuvo miedo a posibles represalias?

     Mucho miedo. Pensaba que podían estar buscándome para hacerme daño. Intenté pasar desapercibida y no llamar la atención. Pero luego me tranquilicé porque durante un tiempo no volví a saber nada de ellos.  Cuando escuché lo de los atentados en el metro de Tokio y la posterior detención de los miembros de Aum, a pesar de lo terrible que fue todo aquello, me sentí aliviada. 

     ¿Cómo es su vida ahora? ¿Sería muy duro dejarlo todo atrás y volver a empezar en una ciudad desconocida?

     El principio fue durísimo. Más que el miedo, era el dolor lo que se me hacía  insoportable. Ahora ya hace mucho tiempo de todo aquello y he tenido que aprender a vivir. Sigo practicando yoga y trabajando en mi espiritualidad. A veces voy al templo, allí encuentro  la paz y el sosiego que necesito. Eso me ayuda. Aunque le cueste creerlo, no todo era negativo en Aum. Ya no tengo odio, señor Zander. Ahora que Shoko Asahara ha muerto, por fin siento que he finalizado mi duelo. Ya ve, la vida se asemeja a un tablero de parchís. Avanzas a golpe de azar, todo depende de los dados. Si la suerte no está de tu parte, te  comen y te mandan de nuevo a la casilla de salida. 

     La entrevista ha terminado. Ikari Izumi me acompaña hasta la puerta. Al despedimos percibo en la turbiedad de sus ojos los aguijonazos de un el dolor antiguo. Ha caído la noche. La ciudad bulle arropada por las luces de neón. Es como el run run de un enjambre rebosante de vida. Tomo una bocanada de aire y camino despacio en dirección al hotel.  Las últimas palabras de Ikari Izumi aún resuenan en mi cabeza. « Aquel año, las yemas de los cerezos del parque Shinjuku retoñaron en veneno. El paraíso resultó ser una quimera y Asahara, un falso profeta que nos manipuló a todos.» q

 

La puerta del cielo

Me gusta mirar la luna llena, me gusta pensar que Julie desde algún lugar de ahí arriba me mira. Quizás desde Venus que es el astro que reluce con más intensidad. Quizás desde esas puntas brillantes que son las estrellas, agujeros de luz procedente de otro mundo. Cuando parpadean me imagino que es Julie, que me manda señales. Me gusta pensar que todo lo ocurrido no fue en vano, que agarrada a la cola del cometa Haley Julie alcanzó  las puertas del cielo.

      Julie, cuanto te echo de menos.

     — ¿Crees que existe vida inteligente en el universo?—Me dijo Julie—Yo creo que es evidente que los extraterrestres estuvieron aquí en el comienzo de todo. Hay tantas evidencias Rose. Dejaron tantas huellas de su paso. El problema es que vieron lo que había y fueron demasiado listos como para quedarse.

     Estábamos en la parte trasera de su jardín, tumbadas sobre una toalla tomando el sol. Yo llevaba un biquini color mostaza y  ella un horrible  bañador de florecitas marrones  y lilas. Mientras yo ojeaba el último número de la revista “Vogue”, Julie leía un libro de Arthur C.Clarke. Le encantaba la literatura de ciencia ficción. Sacaba los libros a escondidas de la biblioteca y los forraba con papel para que su padre no viera lo que estaba leyendo, porque su padre no le dejaba leer » porquerías». No le permitía leer según que libros, ni revistas de moda. No le dejaba usar cosméticos, ni ropa atrevida, no le dejaba ir a fiestas ni salir con chicos, ninguna de las cosas que hacíamos las chicas de su edad. Su padre decía que a ella no se le había perdido nada por ahí, que ahí fuera, cuando el diablo no ponía música era porque estaba bailando.

     Era el verano del 96. Acabábamos de terminar el Bachillerato y con el nuevo curso yo iría a la Universidad de San Diego.Dont speak” de No Doubt  sonaba a todo trapo, así,  la madre de Julie no podía escuchar lo que hablábamos desde la cocina.

     —Oh, Rose. ¿Qué voy a hacer cuando te vayas? —Me soltó Julie cambiando de tema—Me voy a quedar tan sola. No sé si podre soportarlo.

     Le sonreí y le cogí la mano. A mí también me entristecía marcharme y dejarla, pero no podía evitar sentir mariposas en el estómago con solo imaginar todo lo que me esperaba, Una vida nueva llena de promesas y posibilidades mientras que Julie se quedaría aquí en el pueblo, en stand bay,  congelada como la imagen de una fotografía. Julie no estaba bien. No era fácil para Julie vivir bajo el fanatismo de su padre,  pero carecía del valor necesario para rebelarse. El Sr. Bellamy  cortaba de cuajo cualquier posibilidad de que Julie escapara a su control y se negaba a que fuera  a la Universidad.  Algo profundo, algo oscuro y fuertemente arraigado la bloqueaba. Julie tenía un aspecto monjil, de chica de otro tiempo. Siempre incomoda y fuera de lugar allá donde iba.  Yo tenía un grupo de amigos, chicos y chicas con los que salía a divertirme  y tenía a Julie,  pero Julie solo me tenía a mí.

     Los Bellamy eran republicanos conservadores y  pertenecían a la Iglesia Baptista Fundamentalista Julie era su única hija. Todos los domingos, los veía, desde la ventana de mi habitación, salir hacía la iglesia. El Sr. Bellamy con su traje gris y su porte severo. La madre de Julie llevaba un sombrerito y el bolso fuertemente agarrado. Siempre comprobaba, antes de llegar al coche, que todo estuviera en su sitio. Se mojaba los dedos y atusaba con su saliva los pelos rebeldes que se escapaban del pasador con el que Julie los llevaba recogidos. Julie miraba entonces hacia mi ventana y arrugaba ligeramente la nariz con un gesto que me recordaba a un hámster.

     Los Bellamy solo tenían trato con la gente de su comunidad y Julie había crecido atrapada en ese mundo. Yo era la única chica no baptista con la que tenía algún tipo de relación a pesar de la oposición de su padre, Yo tenia miedo del Sr. Bellamy, de su mirada que hacía arder todo lo que rozaba.

En la casa de los Bellamy lo que decía el Sr. Bellamy era ley. Lo que decía la Biblia era ley: la Biblia era la única fuente inerrante, e infalible. Era la Palabra de Dios. Los Bellamy negaban cualquier tipo de evolucionismo: estaban en contra del divorció, en contra del aborto y por supuesto de la homosexualidad. El Sr, Bellamy controlaba a su familia con la crueldad de un patriarca  del antiguo testamento. Controlaba a su esposa y controlaba a Julie y les administraba correcciones si consideraba que se habían desviado del camino. Correcciones  significaba pegarles con la correa. Bastaba que el asado no tuviera al punto, bastaba una camisa mal planchada, descubrir un rastro de carmín en los labios de Julie bastaba para desatar su furia. Recuerdo el día que  encontró un tampax usado en la papelera del cuarto de baño. A Julie se le había adelantado la regla en clase y yo le había dado uno que llevaba en el bolso. Pero para el Sr. Bellamy un tampón era algo pecaminoso y lascivo, tanto como uno de esos consoladores a pilas. Castigaba a Julie y a la Sra. Bellamy con su intransigencia. Cuando era pequeña, Julie me contó que corría a encerrarse en su habitación muerta de miedo. Se aplastaba contra la pared con el cuerpo encogido y las manos en las orejas para no oír nada. Yo la imaginaba allí, bajo el crucifijo que colgaba de la pared y se me ponían los pelos de punta. Me habría gustado creer en Dios, para preguntarle porqué permitía aquello.

     Odiaba ver llorar a Julie. Me destrozaba el corazón ver a la Sra., Bellamy hundida y sin energía, siempre ojerosa, con la amargura marcada en la comisura de la boca. Pero la Sra. Bellamy  siempre encontraba un motivo para justificar los ataques de ira y la violencia de su esposo. Era  culpa suya. Eran ellas las que descuidaban sus obligaciones, las que incumplían las normas, la que fallaban a su marido y  por ende a Dios.

     A pesar de eso, la Sra., Bellamy se alegraba de que Julie tuviera una amiga a la que llevar a casa. Nos cubría porque adoraba a Julie y le gustaba verla feliz. Disfrutaba con nuestros gritos, con las risas y el alboroto que formábamos en la habitación mientras escuchábamos música. Nos preparaba limonada y veíamos StarTrek  en la tele con una bolsa de patatas fritas en las rodillas. La casa se llenaba de los sonidos de una casa viva, de una casa normal que se petrificaba  en el momento que escuchábamos el sonido del motor del coche del Sr. Bellamy entrando en el garaje. Entonces, yo salía corriendo por la puerta trasera de la cocina y saltaba los setos del jardín que separaba nuestras casas sin que me viera. Para el padre de Julie, yo era la puerta por la que podía colarse el demonio, una impía que recibiría mi justo castigo el día del juicio final.

     Julie y yo éramos amigas desde el parvulario. Mi madre ayudó a la Sra.Bellamy a traerla  al mundo junto a los macizos de flores de la parte delantera de jardín de los Bellamy. Las contracciones se presentaron tan de repente que no les dio tiempo ni de llegar al coche antes de romper aguas. Mi madre me contó  que me estaba amamantando cuando escuchó los gritos y  alaridos de la Sra. Bellamy y se asomó a ver que ocurría. La ayudó como pudo mientras el Sr. Bellamy  llamaba al servicio de urgencias y mientras esperaba la llegaba de la ambulancia, se puso a rezar y a dar vueltas nervioso, alrededor de los parterres, sin saber qué hacer.

     «Ese hombre es odioso, decía mi madre. Es tóxico. Derrama veneno allá por donde pasa»

     Julie era como una niña grande  sin amigos, una chica que no encajaba. Así la veía yo. Me habría gustado poder ayudarla, pero no sabía cómo. Julie estaba perdida, aplastada por su padre, por la comunidad puritana y rancia de la Iglesia. Estaba tan perdida…

     En septiembre me fui a San Diego. Yo era alegre y vital, una chica, entusiasta y tranquila. Me adapte enseguida a la vida universitaria. Me gustaba todo: las clases, la cafetería, las fiestas y hasta los exámenes. Y me gustaba Dave, el hermano de mi compañera de cuarto Amy Williams. Me gustaba muchísimo Dave Williams. Quizás eso hizo que descuidara durante un tiempo a Julie. Cuando volví a casa, pasado ya  Acción de Gracias y un poco antes de Navidad, la encontré realmente cambiada, una transformación increíble. Su cara era otra. Los músculos faciales estaban tensos y había desaparecido la flaccidez. También el rictus de amargura de la boca, y el ceño preocupado de la frente. Estaba guapa. Incluso su pelo se había vuelto  sedoso y brillante. Su cuerpo parecía tonificado y elástico, como si se hubiera estado machacando en el gimnasio.

     Había empezado a estudiar programación y diseño de páginas web. Julie era de lejos la mejor en Informática de la clase. Ir a una nueva escuela, le había abierto la mente y hecho tomar consciencia de ella misma. Los miedos, me dijo, solo estaban en su cabeza. Ha sido como ir superando un reto día a día. Estoy tan feliz, Rose. No me acabo de creer que esto este pasándome.a mí. Existo y el mundo no deja de mandarme señales para recordarmelo. Están en los libros, en la música que escucho, en las películas… Es una sensación tan increíble… Me gusto, Rose, por primera vez en mi vida me gusto, Me reconozco cuando me miro al espejo y me gusta lo que veo. A veces pienso que me voy a despertar y voy a descubrir que ha sido solo un sueño. Y no podría soportarlo, Rose, no podría.

     Su mente era lúcida y perceptiva. Era Julie, pero era otra Julie. La música, cierta música la sumía en un estado casi de trance, sentía como sus chacras se abrían, vivía una  espiritualidad que nada tenía que ver con la religión sino con la consciencia de ser, con su propia armonía. Julie estaba dentro de una burbuja de pura efervescencia que la había hecho  olvidarse de todas sus heridas. La pregunta era si aquella burbuja sería lo suficiente consistente para resistir.

     Estábamos en mi jardín. Habíamos bebido un poco y la noche era clara y fría. Una luna creciente, casi plena, coronaba nuestras cabezas.  Sonaba un disco de Santana y Julie miraba el cielo arrebujada en su chaqueta de lana.

—Has visto la luna. ¡Fíjate, tiene mi cara!

Yo me reí. —Has bebido demasiado Julie. Estás flipando…

Pero cuando la miré, me di cuenta que lo decía convencida. Lo creía, lo creía de verdad. Veía su rostro dibujado en la orografía de sombras y cráteres de la luna.

     Un escalofrío y la noche se convirtió de repente en un lastre que ahora sé que cargaré sobre mis hombros durante toda mi vida. Sentí miedo, un miedo que en aquel momento no pude identificar.

     —Oh, Julie, —acerté a decir— ten mucho cuidado. El mundo es cruel, la gente es cruel. No permitas que nadie te haga daño.

     —He conocido a alguien, – me dijo ella— pero aún es pronto para que pueda hablar de eso.

     Más tarde, me di cuenta que en ningún momento, durante aquellos días, Julie había mencionado a sus padres ni yo le había preguntado por ellos. Tendría que haberme dado cuenta de que algo no iba bien. En aquel momento no lo supe ver.  

     El día 19 de marzo recibí una carta de Julie.

Querida Rose

      Sé que te va a resultar extraña esta carta y todo  lo que viene a continuación. He decidido contártelo por escrito porque no tengo la fortaleza necesaria para hacerlo cara a cara, pero sobre todo, porque quizás ya no me quede tiempo.

     Una vez leí un libro sobre la vida de Siddhārtha Gautama  Según la tradición sakia, la reina Maya debía dar a luz en el reino de su padre, así que cuando se acercaba el día de la concepción dejó Kapilavastu. Sin embargo estaba dicho que su hijo nacería en un jardín en el camino entre Kapilavastu y Lumbini, bajo un árbol sala, en el plenilunio del mes de mayo. Yo también nací en el mes de mayo, durante el plenilunio en Tauro; nací bajo un magnolio en el jardín de mi casa, Empecé a fantasear con la idea de que, en realidad, yo era la reencarnación de Buda. Pensarás que estoy loca, pero veía  señales, era algo premonitorio. En realidad, lo creía pero no lo creía. Eso me hizo pensar mucho, preguntarme muchas cosas  para las que no tenía respuesta. Pensé que, quizás, nuestro cuerpo era solo una carcasa, una especie de recipiente donde habita nuestra alma en evolución hacia un nivel superior y cuando lo alcanzas, ese cuerpo, esa carcasa ya no es útil y entonces mueres, pero en realidad no mueres, sino que te conviertes en otra cosa, cambias de ciclo hasta que, finalmente, consigues que tu alma se encuentre con su cuerpo definitivo y  entonces eres libre.  Toda mi vida me he sentido mal, Rose Toda mi vida he vivido bajo el yugo de una doctrina en la que no creía, sin saber quién era. Nunca he podido elegir. He estado ciega, Rose. Miraba sin ver, siempre hacía el lugar equivocado. Cuando te marchaste me levantaba con ganas de vomitar por el solo hecho de estar viva. Me sentí tan sola, tan vacía…

     Sentía que me ahogaba. No había espacio en mi para vivir, para soportar el dolor. Necesitaba escapar, abrir una grieta y desprenderme de mi emvoltorio, como lo haría una oruga  cuando se convierte en mariposa Tú ya no estabas, Rose. Te habías ido, había perdido todo lo que me importaba  y no dejaba de doler y no había bálsamo para ese dolor hasta que encontré a Do. Do supo romper mis resistencias y tocar mi yo, Cuando entró en mi vida fue como  abrir una cortina y todo lo que había de mi dejó de tener importancia, gran parte de ese dolor desapareció. Si un ojo te molesta, me dijo Do, sácatelo. Do me enseñó  a ver. Tiene la respuesta para todas mis preguntas. Do me habla y todo lo roto, lo vulnerable y doloroso que hay en mí, se esfuma y desaparece.

     Yo no soy de este mundo, Rose. Pertenezco a otro lugar y es hora de que abandone mí cuerpo- prisión y suba hacía la luz. Somos parte de un experimento fallido. La Tierra, que tenía que ser un paraíso, se ha convertido en  un jardín lleno de maleza que necesita ser reciclado o rectificado Do está ahí,  estamos unidos por una cuerda invisible. Me  liberó de todos mis miedos Está ahí, me observa, me sostiene y me guía. Es real. No una idea o una creencia. El está ahí y somos lo mismo, él me ha hecho ver lo que soy  y eso lo cambia todo,

     He alcanzado la fe para hacer posible mi transformación. Me he despojado de todo lo mundano y ahora, me toca lo más doloroso. Tenemos que despedirnos Rose. Tú has sido la única persona que se ha interesado por mí, por eso no quiero que llores, Rose, ni que te sientas culpable. Dejo mi cuerpo para reemplazarlo por un alma nueva .Soy un rayo de luz, vuelvo a casa. A mi autentica casa. Cuando mires el cielo piensa en mí. Observa el paso del cometa Haley y dime adiós pero no me olvides.

     Llamé a casa de Julie. Se puso su padre al teléfono y me gritó, me dijo que no quería saber nada de mí, que Julie ya no era su hija, que no volviera a llamar. Yo, que nunca había rezado, aquel día, me arrodille y lo hice. Se me ocurrió que si conseguía formular la oración adecuada, tal vez  podría cambiar los acontecimientos que se avecinaban. Pero no fue así.

The San Diego Unión-Tribune  27 de Marzo de 1997

INMOLACIÓN EN CALIFORNIA

Los 39 suicidas de la secta daban culto a Internet y a los  extraterrestres

By Ruth L. McKinnie redactora.

 Eran milenaristas,les apasionaba viajar con sus ordenadores a través del ciberespacio,  y estaban obsesionados por la higiene. Vivían en uno de los rincones más lujosos del planeta: la urbanización Rancho Santa Fe, al norte de San Diego. Eran los adoradores de la Más Alta Fuente, y 39 de ellos fueron hallados muertos en lo que constituye el mayor suicidio colectivo de la historia reciente de EE UU.

Agentes del sheriff de San Diego efectuaron el macabro hallazgo en la tarde  del miércoles.  Una llamada anónima alertó de que se había producido un suicidio masivo.

Parecía que dormían: sus cuerpos estaban apaciblemente acostados en camas plegables y literas y no presentaban la menor señal externa de violencia. Vestían de modo semejante: pantalones, camisas sin cuello y zapatillas de deporte Nike, todo de color negro. Llevaban los rostros y pechos cubiertos con sudarios triangulares de color púrpura. No había sangre, no había marcas en los cadáveres, no había notas explicativas; ni tan siquiera, parafernalia religiosa, a no ser que se considere como tal los equipos informáticos que ocupaban varias habitaciones

 «Ninguno tenía heridas de bala o de cuchillo». Alan Fulmer, sheriff del condado de San Diego ha explicado que el fuerte olor que encontraron sus agentes les hizo pensar en un primer momento que algún gas había provocado las muertes, pero que pronto descubrieron que se trataba de la descomposición de los cadáveres. El forense encargado del caso, el doctor Brian Blackbourne, ha  revelado que la muerte pudo producirse por la ingesta de alcohol mezclado con grandes dosis de  fenobarbital  Según Blackbourne, el suicidio podría haberse cometido en tres etapas: mientras algunos de ellos llevaban muertos tres días, otros presentaban signos de fallecimiento de 24 horas.

 Poco se sabe acerca del grupo y sus componentes. Habían alquilado la casa el pasado octubre por entre 10.000 y 20.000 dólares al mes a Sam Koutchesfahani, un hombre de negocios que, en un caso que no parece tener relación con este suceso, se declaró culpable en 1996 de fraude y evasión de impuestos. Es una residencia de estilo mediterráneo español, con los muros pintados de colores cremosos, techos con tejas rojas y palmeras alrededor. Tiene nueve dormitorios, siete cuartos de baño, una piscina, una pista de tenis y un jardín.

La casa era la base de WWW Higher Source (la Más Alta Fuente del World Wide Web, el principal componente de Internet). En apariencia, Higher Source era un negocio dedicado a diseñar páginas (web sites) para empresas californianas que deseaban estar presentes en Internet. Sus componentes eran programadores de ordenadores.

 Varios clientes de Higher Source han descrito a los ocupantes de la casa como jóvenes con aspecto de pertenecer a una secta, pero buenos negociantes y eficaces profesionalmente. Tom Goodspeed ha contado que WWW Higher Source diseñó un web site para el club de polo de San Diego que él preside. Goodspeed visitó la casa y encontró que sus habitantes eran «gente silenciosa, con cortes de pelo a cepillo y casi uniformados con ropas negras. Tenían un aspecto algo extraño, pero también todo el aire de sentarse delante de un ordenador y saber lo que estaban haciendo. Hicieron un trabajo estupendo para nuestro club».

 Según Goodspeed y otros clientes, los jóvenes parecían obedecer a un hombre de más edad al que se dirigían como padre John o simplemente Do. Un tal hermano Logan parecía el segundo de a bordo. Todos eran muy limpios y austeros. Decían no fumar, no beber alcohol, practicar el celibato y dormir en literas.

 Bill Grivas, un vecino, ha contado que, hace unas semanas, se acercó a la casa para ver si estaba en venta y que escuchó cómo sus ocupantes se calificaban de «monjes». «Me pareció entender», ha dicho Grivas, «que se consideraban ángeles de la informática».

Un hombre de negocios de Beverly Hills ha informado, hace apenas unas horas, que uno de sus empleados, antiguo compañero de los fallecidos, había recibido dos vídeos en los que éstos se despedían y le explicaban sus razones. Unas razones muy inquietantes: el grupo creía llegado el momento de «despojarse» de sus «contenedores» (sus cuerpos) para acudir a una cita con una nave extraterrestre que, aseguraba, está viajando tras la cola del cometa Hale-Bopp.

La página en Internet Heaven`s Gate, la Puerta del Cielo ,bloqueada a ratos por el exceso de gente que se quiere conectar, será sin duda utilizada como «prueba» de que Internet es perjudicial, pero los expertos advierten que esa deducción es injusta. Como declara Karen Coyle, de la organización Usuarios de Ordenador por la Responsabilidad Social, «no se puede culpar a Internet, igual que no se puede culpar al cometa».

Un año ya, que Candela me dejó

     Hay momentos en la vida en los que tiene lugar un hecho que lo cambia todo, que marca un antes y un después y del que pocas veces somos conscientes cuando se produce. Tengo que remontarme a los acontecimientos del día de mi cuarenta cumpleaños para situar con exactitud el momento en que todo esto se desencadenó.

     Reconozco que no estuvo bien. Candela  no quería. Le dolía la cabeza, como siempre que yo tenía ganas. —Candela es una egoísta que solo piensa en ella. No se da cuenta de que  un hombre necesita desahogarse. El matrimonio es lo que tiene, ¿no?  Te da tus derechos. Los hombres tenemos nuestras necesidades, nos pasamos el día jodidos en el curro, y cuando volvemos a casa, lo único que pedimos es un poco de tranquilidad, un poco de comprensión y de complacencia. Lo último que esperamos es que  tu mujer te mire con cara de perro y te eche una bronca, como si hubieras matado al mismísimo  Jesucristo, solo porque llegas tarde y te huele un poco el aliento a alcohol—. Que era mi cumpleaños joder, que solo me había liado un poco con los colegas, que uno también tiene su corazoncito. No sabéis de que manera me toco los cojones. Y luego, cuando los niños se fueron a la cama y yo me puse un poco cariñoso intentado limar asperezas, me salió con lo de siempre: que no tengo cuerpo, que me duele la cabeza. «Pues si te duele la cabeza tómate una aspirina. Soy tu marido y es tu obligación, le dije, estoy harto de que me ningunees. Es domingo y toca». Me puse en plan grosero, lo reconozco, no estuvo bien, pero ella tenía que entender que estaba pasando una mala racha y poner un poquito de su parte..

     Esa noche, Candela se fue a dormir al sofá y apenas se hizo de día, metió su ropa y la de los niños en una maleta y me dijo que se iba a casa de sus padres. «Que te jodan, cabrón». Me escupió a la cara antes de salir dando un portazo.

     Me tumbé en el sofá y me dije: «Vete a joderla a casa de tus viejos, toca pelotas. Ya volverás. Solo tengo que sentarme y esperar». Me pasé el domingo ganduleando, bebiendo  cerveza y viendo porno en el ordenador sin que nadie viniera a hincharme las narices. La nevera estaba a rebosar de comida. Alitas de pollo barbacoa, ensalada de patatas, tiramisú… Tengo que reconocerlo, Candela en la cocina se lo monta de diez. Me hice un par de pajas. De repente era como cuando estaba soltero: nadie que me contara las cervezas que me bebía, nadie que me dijera que recogiera los calzoncillos  de encima de la cama. «Que te jodan a ti, Candela, que te jodan, que te jodan…».

     Creía que tan solo sería un arrebato. Un forma de chantaje para hacerme pasar por el aro. Eso es lo que suelen hacer las tías, ¿no? En estos tiempos ya no puedes ni llamar “histérica” a tu mujer cuando se enfada, porque se supone que es sexista. «Pues lo siento, Candela, eres una histérica y una amargada y como sigas así vas a acabar convirtiéndote en una maruja depresiva».

     Pero pasaban los días y no llamaba. «Mejor para mí, me decía». Al salir de la oficina no tenía prisa por volver a casa. Nada me impedía quedar con los colegas, irme de copas y acostarme tarde. Cuando acabé con todas las  existencias de la nevera empecé a alimentarme de pizzas y comida preparada. Hidratos de carbono y grasas saturadas. Me dije que tenía que organizarme, tampoco era tan difícil. Hice una lista y me propuse pasar por el Mercadona a la salida del curro. Pero por una cosa o la otra lo dejaba pasar. —No es lo mismo pensar en abstracto que hacerlo con intenciones prácticas—. Llamé un par de veces a Candela y hable con los niños. Ella no quería saber nada de mí.

     Luego, un fin de semana me llamó mi suegra. Si quería ver a los niños, podía recogerlos el sábado y dejarlos el lunes por la mañana en el colegio.  Cuando pasé a buscarlos, en sus caras se notaba  que el plan no les hacía puta gracia. Antes de volver a casa, pasamos por el Condís a comprar algo de comida: pizzas y salchichas, quesitos BabybelDoritos, galletas Oreo y leche, pero no  se ponían de acuerdo con los cereales y empecé a atacarme de los nervios. Me dieron ganas de darle una patada en el culo a la ecuatoriana con  shorts cortitos, que se lo reventaban,  que casi me atropelló con el carro en el pasillo de los congelados. Ni se molestó en disculparse. Para qué.  Vi que un negrata se metía un paquete de jamón ibérico envasado al vacío debajo de la camiseta. El tío se dio cuenta y ni se inmutó. Pensé decírselo a la cajera. Todo lo que roba esta gentuza al final acabamos pagándolo entre todos pero resultó que la cajera era una de esas moras con pañuelo. «Si digo algo, pensé, igual se vuelve en mi contra y acaban tachándome de racista, que entre ellos se protegen». Esta gente nos está invadiendo, acabarán haciéndose los dueños de todo.

      Los niños querían ir a McDonals  y luego se pasaron la tarde en el sofá mirando el móvil. Si les preguntaba cómo lo llevaban me respondían con monosílabos. Apenas me dirigieron la palabra durante el fin de semana. Se lo pasaron enganchados  jugando a Zap Zap,  actualizando sus páginas de Instagram,  mandando mensajes a sus amigos por WhatsApp , cualquier cosa menos dedicarle un momento a su padre. Sin Candela éramos como  extraños.

     El lunes, los dejé a las nueve en la puerta del colegio. Era increíble la mezcla que se formaba a la entrada. Aluciné. Las moras iban en pandilla con sus pañuelos y sus túnicas negras o color marrón caca de perro. Esas tías  se tenían que freír en esos trajes largos, que huelen que apestan, mientras sus maridos se paseaban con chanclas y pantalones cortos por las calles sin dar palo al agua. A las niñitas les colocan el pañuelo con diez años. Los hijos se saltan las clases,  se juntan en los parques a dar rienda suelta a su agresividad y, encima que son ellas las que cargan con el peso de todo, las obligan a llevar pañuelo como muestra de sumisión. Hay que joderse. ¡Son una raza de mierda, no me extraña que no los quieran! Mientras las personas de orden nos la pasamos currando como cabrones, todos esos moros están por ahí, llamándose a gritos y sin doblar el lomo, disfrutando de nuestras becas comedor y acaparando todas las ayudas sociales.

     —Quiero el divorcio—Me soltó Candela  a bocajarro el día que por fin se decidió a llamar. —Lo nuestro se acabó. Los dos sabemos que esto hace mucho tiempo que no funciona. No pienso seguir viviendo contigo, no pienso dormir contigo nunca más. Ya no quiero esa vida de mierda. Te lo pido por los niños, es mejor que cada uno sigamos nuestro camino.

     —Pero… Candela— le dije. — Piénsalo—. Las cosas estaban más jodidas de lo yo pensaba. Esto era más serio que una puta pelea, a Candela se le había ido la pinza— Está bien que últimamente he ido un poco a mi bola, he estado bebiendo demasiado y he tomado unas cuantas decisiones erróneas. Reconozco mi culpa, sé que no he sabido estar a la altura…

     — ¿Unas cuantas decisiones erróneas? Así justificas tú tus resacas…

     —Muy bien, si es eso lo que quieres, hazlo. Mándame los papeles que los firmo. Quédate en casa de tus padres, o dónde quieras, me importa una mierda pero piénsatelo bien, no creas que me voy a quedar aquí, de brazos cruzados esperándote.

     Cuando colgué estaba tan cabreado que echaba humo por las orejas. Si la hubiera tenido delante le habría dado una buena hostia. Un poco de mano dura para que entrara en razón. A las mujeres hay que darles y quitarles para conseguir manejarlas aunque, hoy en día, te tienes que andar con mucha mano izquierda.  Las tías están a la que saltan, a la mínima te ponen una denuncia por malos tratos y te joden la vida.

     «Joder, pensé, me he pasado media vida trabajando como un cabrón para que Candela y los niños tengan de todo con solo  abrir la boca, y ahora resulta que lo nuestro hace años que no funciona, que nuestra vida es una mierda.  «Pues…para mí como si te pudres, que te den…» Estaba harto de trabajar como una mula y que me lo agradecieran a patadas. «Muy bien, voy a demostrarte que no te necesito».

     Me tiré a la calle para que se me aireara el coco. —Es imposible andar por la acera sin tener que cruzarte con  tanta gentuza. Están en todas partes con sus mantas llenas de bolsos Gucci y Carolina Herrera falsificados. Le roban los beneficios  a los comerciantes de bien que pagan sus impuestos. Están en la puerta de las tiendas y a la entrada del metro con sus letreritos, que huelen de lejos a mafia rumana, pidiendo  limosna. Y el Mediterráneo,  vomitando pateras sin parar ahora que ha llegado el buen tiempo. Pero que se piensan, que esto es Jauja. Aquí ya nadie respeta las normas.  Yo soy un tío que cree en el orden y la estabilidad y que sabe que si desaparecen las reglas, todo sucumbe al caos. A veces me dan ganas de agarrar la escopeta de caza de mi viejo y liarme a tiros, como hacen los americanos. Irme a un centro comercial, dispararle a todos y mirar cómo se desangran, como corren a esconderse en los bares y en las tiendas con los pantalones meados. Toda esa gentuza de mierda, allí reunida, creyéndose que son como nosotros, quejándose de que no cobran ni el salario mínimo, pero es que no se dan cuenta que les pagan más de lo que se merecen. Y ahí están,  disfrutando de lo que nosotros hemos conseguido a base de esfuerzo… Me gustaría cargármelos a todos.

     Ya que estaba jodido, ¿porqué no disfrutar? La mejor forma que encontré de poder soportarlo, fue tomándome una copa y luego otra. En lugar de sentirme mal, acabé sintiéndome mal y borracho. Al final me lié y terminé la noche echando la pota en la casa de una calentorra que ni siquiera me ponía.

     Y así un día tras otro. Era mucho más fácil ponerme hasta el culo, apalancarme en una barra con los colegas que volver a mi casa, donde nadie me esperaba, donde los platos se iban amontonando en el fregadero y empezaba a oler a calcetines sucios. Era más fácil  huir hacia adelante que enfrentarme a la realidad estancada en que se estaba  convirtiendo mi vida.

     Empecé a meterme coca. Primero medio gramo, luego uno.  La coca me ayudaba a soportar toda esta mierda sin desmoronarme. Mis colegas empezaron a pasar de mí. « Vas muy heavy, tío, me dijo Paco, mi mejor amigo de la infancia. Búscate a otro. Yo no puedo seguir ese ritmo todas las noches. No quiero tenerlas con Paula» Ahora que había dejado de pertenecer al círculo de los casados, no me cogían el teléfono. También ellos me dejaban. «Iros todos a cargar, que sois unos rancios».

     Me di cuenta de que no me soportaba, que no soportaba casi nada. Fumaba demasiado, comía mal. Mi humor empezaba a dejar  mucho que desear y encima estaba echando barriga. —Eso de que la coca adelgaza es una mentira como una casa—. No me daba cuenta de que en realidad no disfrutaba. El mercado de los cuarentones estaba petado. Todas las tías follables estaban pilladas y bien pilladas, y las disponibles… ¡Puaj! a estas alturas estaba convencido de que las que no habían pillado a los cuarenta era porque venían todas con defecto de fábrica. Iba camino de  convertirme en un tío  deprimente yo también…

     Las cosas se agravaron cuando firmamos el divorcio y tuve que dejarle el piso a Candela y pasarle 600 euros de pensión por los niños. El problema es que me tuve que ir a vivir al apartamento de la playa. Me tenía que levantar dos horas antes para ir al curro y por las noches tenía que conducir dos horas mamado para echarme un rato en la cama. Empecé a meterme una raya para poder levantarme, unas cuantas a lo largo del día para aguantar a mi jefe y a los clientes y por las noches, bueno…por las noches, apenas me tomaba el primer whisky, ya ni las contaba. «Cuando quiera lo dejo, me decía, es solo hasta que supere lo de Candela». Mi cuenta corriente empezó a adelgazar en la misma medida en que yo me engordaba. El problema era que cuando llegaba a casa hecho mierda, en vez de dormir me ponía a llorar y me castigaba mirando su página de Faceebook. Candela estaba preciosa con esos vestiditos veraniegos que nunca le había visto. Su transformación había  sido tan rápida que no encontraba  la palabra que pudiera definirla. Se había cambiado el peinado y teñido el pelo de un rubio luminoso, nada de los tres centímetros de raíz que solía llevar antes. Con lo que le costaba sonreír, ahora era toda dientes blancos en la pantalla del ordenador. Su Faceboock echaba humo. Había fotos con Lorena. —Como odio a esa tía. Es la típica guarra que con la escusa de que es una mujer liberada, mete mierda en todas las parejas—. Candela la odiaba, pero ahora parecía que se habían hecho íntimas. ¿Y quién era un capullo que se parecía a Gerard Butler? Un guaperas sin talento, seguro, uno de esos tíos alérgicos a cualquier tipo de esfuerzo que se aprovecha de las tías.

     Me dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes.

     ¿Qué pensaría ella si me viera en esta situación? A estas alturas el pensamiento de Candela estaría a miles de kilómetros de mi persona. No había más que verla. Pero si me dedicara tan solo un segundo, diría que soy un inmaduro, el mismo niñato que cuando nos conocimos. Que todo lo que me ha estado diciendo estos años se ha cumplido. Era su marido, joder. Las cosas no se hacen de forma unilateral. Tenemos dos hijos en común. ¿Dos hijos…?  Descubrí que habían pasado el fin de semana con el guaperas ese en PortAventura. La cuestión era cómo lograr que los niños se interesaran por mí a estas alturas. Últimamente no los había visto mucho…

     Mientras Candela vendía en Facebook la imagen de una triunfadora, ¡hija de puta!, la mía, en el espejo, se iba deteriorando un poco más cada día. Estaba gordo, la ropa apenas me cabía. Había engordado más de diez kilos en los últimos meses. Tenía la cara abotagada, ojeras por la falta de sueño, la piel de un tono entre amarillento y verdoso y para colmo, no iba a tardar mucho en quedarme calvo. —Me las había pasado fantaseado  con hacerme un trasplante en Turquía cuando llegara el momento, pero ahora no me alcanzaba ni para comprarme un peluquín—. El esófago me ardía. Una ulcera fulminante me estaba destrozando el estómago. Me dije que tenía que cortar de raíz todo pensamiento que empezara por: si hubiera, si estuviera… No quería caer en la complacencia de compadecerme.

     Un día, me desperté tan hecho polvo que me quedé toda la mañana en la cama. El problema es que empecé  a faltar a mis citas y a dejar colgados a mis clientes. El problema dejó de ser un problema y se convirtió en un problemón cuando mi jefe me llamó a su despacho y me dijo que mi volumen de ventas había caído en picado en los últimos meses; que los clientes no dejaban de quejarse de mi falta de seriedad y que, en esas circunstancias, la empresa se veía obligada a prescindir de mis servicios. Estaba despedido y en la puta calle. El problema es que yo trabajaba para ellos como autónomo y ahora no tenía derecho a paro ni a ningún tipo de compensación.

     Pero  lo peor de todo fue que no me importó. Estaba hasta los huevos de vender cartuchos de tinta.

     No tenía trabajo, no tenía dinero, no tenía familia, pero tenía dos piernas y siempre había pisado fuerte. Esto es solo una crisis, pensé. —Los chinos creen que crisis equivale a oportunidad y los chinos son muy listos. No hay más que verlos. Pronto empezaría la celebración el año nuevo chino, el año de la rata, que significa abundancia. Y yo era rata.

     Me abrí un perfil en Linkedin, y esperé convencido de que me lloverían las ofertas, que como mucho, a principios de año tendría trabajo, pero pasaron las navidades y luego los reyes  y no pasaba nada. Para compensar, me metía unas rayas y me tomaba unas cervezas. A estas alturas ya sabía  que meterme y beber no ayudaba, pero sí que ayudaba. Meterme y beber era lo que hacía mientras decidía que hacer. Sabía que me estaba engañando,  así no iba a ningún sitio. Así acabaría chocándome de bruces contra una pared. Mañana lo dejo, mañana…. Era como si el mundo fuera como una planta atrapamoscas, era como si yo fuera una pobre mosca. Cuanto más forcejea, contra más me resistía, más me ahogaba.

     Nunca pensé que Candela me pudiera dejar tan solo al marcharse. Nunca dejes que se ponga el sol sobre una pelea, me decía mi madre, y no le hice caso. Los hombres no estamos hechos para vivir solos.

     Y entonces, lo que tenía que pasar, pasó. Una noche me quedé dormido al volante, me salí de la carretera y empotré el coche contra un pino. Siniestro total. Acabé con un chichón en la cabeza del tamaño de una pelota de tenis y una pierna rota, pero podría haber sido mucho peor. Sin coche, y lesionado, no me quedó otra que recurrir a mi madre. No sabéis la cara que puso cuando le dije si podía quedarme durante una temporada en su casa, solo hasta que vendiera la de la playa y encontrara un curro. La idea no le hizo ni puta gracia pero no le quedó más remedio. Suerte que se iba al pueblo a pasar los meses de verano. Esperaba que a su vuelta, en septiembre, ya tendría arreglados todos mis asuntos.

     Ahora tenía que andar con muleta. Ahora me temblaban las manos y la ulcera me estaba matando.

     El monitor no deja de parpadear: B049.  Mesa 16; L204, Mesa 7. Me está poniendo de los nervios.

     La L204 es la gorda rubia que está sentada a mi lado. Una gorda rubia con unas mayas apretadas y unos muslos repugnantes que va vestida como si fuera una tía buena cuando está hecha una vaca y que al pasar por mi lado me da, con toda la mala leche, en la pierna mala. Elefanta, hija de puta. Veo las estrellas. ¿Cuando me van a llamar estos cabrones? Parece que a los españoles nos dejan para los últimos. Miro a un lado y a otro de la sala de espera de la oficina de Empleo. En los bancos no hay más que  moros con zapatos sucios y sudacas que hablan por el móvil a voz en grito, como si estuvieran ellos solos. «Mantén la calma, me digo, respira hondo» ¿Qué cojones estoy haciendo aquí?

     Cuando por fin me toca, el tío de la mesa me dice que es necesario que actualice mi curriculum. «Hablas inglés, catalán…».  No, joder,  no tengo idiomas pero llevo currando desde los dieciocho ¿Importa? «Es un plus, me dice el muy cabrón removiendo su culo gordo en la silla. El mercado laboral se ha vuelto muy competitivo. Sería bueno que por lo menos tuvieras el nivel C de catalán». ¿El nivel C de catalán? Vete a tomar por el culo, gilipollas, sopla gaitas. Pero quién te has creído que eres. Estás ahí porque cobras de mis impuestos. Capullo. Yo soy quien te paga.

     Salgo de la oficina de empleo con un carnet que debo sellar por internet cada tres meses, un plan de búsqueda activa de empleo y un cabreo de la hostia.  Me cambio de acera para no cruzarme con dos chinos que vienen de frente cargados de paquetes. Lo único que me falta es pillar el coronavirus ese de los cojones.

     En la casa de mi madre me bebo la última cerveza que hay en la nevera. No me queda coca y no localizo a mi camello. Estoy que me subo por las paredes. Y encima es mi cumpleaños. «Un año ya, desde que Candela me dejó».

     A las tres me pongo las noticias de la tele. Ver lo que ocurre en el mundo me consuela. Pasan imágenes de las manifestaciones del 8M por todo el país.  Joder, esas tías son unas feminazis y una panda de bolleras que asustan. Joder, esa tía se parece a Candela. Joder, esa tía que agarra la pancarta y que se parece a Candela, es Candela.  Joder… «Ojalá te contagies, ojalá pilles el coronavirus». No la odio, en el fondo no la odio. La odio en el fondo y en la superficie.

     Ya no puedo caer más bajo, me digo. He tocado fondo, ahora solo me queda que remontar…

      No tengo ni puta idea de lo equivocado que estoy.

El día que la Coccinelle volvió a la Argentina

La Pendón pasa por mi departamento. Son casi las siete de la tarde del sábado.

     —¿Sabés qué?—me dice, dejando caer el bolso Louis Vuitton sobre la mesa— la Coccinelle volvió a la Argentina. Recién me enteré en lo de la Úrsula—. La Úrsula pincha silicona a toda la que sea lo suficientemente atrevida para dejarse,  en la trasera de una peluquería de la calle Escudillers. Me fijo entonces en sus pómulos, están tan hinchados que le achinan los ojos. —Contrató como figura exclusiva  con el Canal 7 Buenos Aires. ¿Podés creerlo? ¿Cómo me ves?—me dice,  cambiando de tema y acerca su cara a dos centímetros de mis ojos.

     —Tenés que andáte con cuidado con la silicona. Es adictiva.

     — Y qué no lo es. ¿No creés que me da un toque exótico? ¿Bajás más tarde para la Rambla?

     —Esta noche no, andá vos. Quiero ver el partido Barça-Madrid.

     —Como sos, Ivonne ¡No he visto a un maricón, que le guste más el futbol que a vos! ¡Chau, querida!— La Pendón agarra su bolso y el repiquteo de sus tacones, en como si un caballo se alejara  por el pasillo.  

     Mirna la vieja siempre me decía: « ¡No he visto a un puto mas fanático del futbol que vos!».

     La Coccinelle, Mirna la vieja… De repente deseo escuchar el sonido enlatado de su voz al otro lado del Atlántico, a miles de kilómetros. De repente tengo ganas de llorar, de repente me agarró la nostalgia…

     «Tené cuidado con la Pendón,  ¿Ok? —. Me dijo, Mirna la vieja, en el Aeropuerto de Buenos Aires. —Siempre pensé que es capaz de hacer cosas buenas, pero, si querés que te diga la verdad, nunca me dio pruebas de ello.

     Y aquí estoy, tres años despues, viviendo puerta con puerta con la Pendón en los Apartamentos Lucarno, junto a la Bonanova, en la parte alta  de Barcelona.

     El día que escuché hablar por primera vez de la Coccinelle, yo estaba en el Telo de la Mirna viendo la retrasmisión, en blanco y negro, de la ceremonia de inauguración del “Mundial de la paz” como lo llamó en su discurso de apertura el General Videla.

     El Telo de la Mirna…Ella prefería «Pensión Carroussell”, el nombre que le puso en recuerdo del tiempo que vivió en París pero, cuando alguien se levantaba un cliente, siempre iba a ocuparse al Telo de la Mirna. La Mirna no permitía escándalos en su casa. Manejaba el negocio como un sargento,  pero también era generosa y se preocupaba por todos. La gente de su cuadra la adoraba, a nadie se le hubiera ocurrido botonear a la policía lo que allí pasaba. Mirna la vieja había vivido lo suyo. «La edad es un grado —solía decir —más nos valdría haber nacido viejos antes que niños». Durante una temporada larga vivió en Europa. Había actuado en el Chez Nous de Berlín, el templo del transformismo en Alemania. Trabajó en el alterne en los cabarets de Lugano. «Los suizos manejan mucha plata». Hizo la carrera en el Bois, en París, en Milán, y también en las Ramblas de Barcelona. La Mirna decía que se cansó de chupar pingas y de dar vueltas por el mundo y  volvió  a Buenos Aire porque la nostalgia la estaba matando. «Pero la cagué. No sabés vos cuanto la cagué».

     No era nada fácil la vida en la Argentina. Mientras Videla lanzaba su mensaje, muchas de las personas que colmaban las gradas del Estadio Monumental del River Plate ya eran víctimas del horror. En la plaza de Mayo, a no más de treinta cuadras del allí, las madres daban vueltas con sus pañuelos blancos pidiendo ayuda para encontrar a sus hijos desaparecidos. No sabían,  casi nadie lo sabía aún, que muchos de aquellos  chicos, estaban secuestrados a solo unos cientos de metros del Estadio en la Escuela de Mecánica de la Armada. Yo, que no era más que una beba, ya había tenido algún que otro encontronazo con las Brigadas callejeras. El novio de mi hermana Emilia, Santino, que militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios, llevaba desaparecido desde hacía 6 meses.

     Yo era una loca del Boca, una loca del futbol. Era una loca de la vida. Recién comenzaba a vestirme de mujer, recién comenzaba mi cambio. «También sos vos bien oportuna. Elegiste el peor momento para florecer». La Vieja Mirna me tomó cariño. ¡Era tan pitusa! Tenía las mejillas regordetas y los ojos ribeteados de pestañas largas y curvadas que me daban una expresión aún más infantil. «Sos una muñequita —me decía la Mirna— una poupée». Se convirtió en mi madrina y a mí me gustaba estar con ella y que me contara porque la vieja Mirna había vivido mucho y tenía muchas historias que contar.

     Aquel día, la Mirna abrió su álbum de fotos, con el que iba documentando todos sus cuentos, y me mostró  la mujer más divina que había visto en mi vida. Más divina que mi idolatrada Raquel Welch,  más que Úrsula Andress, más que Brigitte Bardott cuyas imágenes llenaban mis cuadernos de recortes. Mirna había visto una vez a la Coccinelle, en Paris, cuando actuaba con su espectáculo de variedades Cherchez la femme La había esperado a la salida de artistas del teatro y se consiguió una foto con su autógrafo. «Puro glamur, querida, puro misterio.  Sabés que se operó, le hicieron  una concha en Casablanca… Hace años estuvo acá en la Argentina, rodó una película con Graciela Borges, ¿Te imaginás?». Había una foto de Cocinelle posando al lado de  Marlene Dietrich y yo sentí que me faltaba el aire, que me moría. Quería ser como la Coccinelle.

     Fue Mirna la vieja quién me  enseñó a quitarme los pelos de las piernas con un hilo, una técnica que había aprendido de una travestí libanesa que conoció en Berlín. Me enseñó a cuidarme el pelo y a cardarlo para darle volumen. Mirna la vieja me regaló mis primeras pinzas de depilar. «Tenés que arrancar el vello de raíz para que no se encarne. Los pelos encarnados te joden  el cutis.» Me arregló las cejas, me dio trucos para maquillar los ojos y que parecieran más grandes y profundos. Mirna la vieja me enseñó una bocha de cosas que había aprendido a lo largo de su vida. « ¡Acordate Luisita, vos sos una mina autentica, no un maricón que queré parecerlo!».

     Las primeras hormonas me las consiguió Mirna la vieja y cuando me empezaron a brotar los pechitos me dijo: « Ahora, tenés que buscar un nombre de guerra, Luisita. ¿No creés?

     —Ya lo pensé, vieja. Me llamaré Ivonne, como Ivonne de Carlo.

     La Mirna y Horacio me salvaron.

     Fue al Telo de la Mirna donde llevé a Horacio el día que lo levante en los alrededores de la Plaza de la Constitución. Hacía calor aquel día, un calor pegajoso que te chorreaba todo. La gente salía del campo  eufórica  con la victoria del River. Llevaba ya un rato yirando por allí  cuando le vi. Un cruce de miradas y me paré frente a un escaparate  y le observé a través del cristal. Eché a andar a los lavabos de la Estación, pero él me hizo una seña para que me acercara. Tenía pinta de cana, había aprendido a verlos venir, los olía. Estuve a punto de salir rajando y él se dio cuenta.

     —No te preocupés,—me dijo— no tenés nada que temer de mi.— Y me ofreció un cigarrillo. —Tenés que andarte con cuidado. Según qué lugares no conviene, vos sabés que son peligrosos… Pensé que igual te gustaría vení a chupar algo conmigo.

      Horacio resultó ser un tipo copado. En la habitación de la pensión “Carroussell” había un ventilador que apenas conseguía remover aquel  caldo caliente. Yo siempre abría la ventana a pesar del calor. En mi departamento no había ventanas y me gustaba escuchar el ruido de los insectos al chocar contra la mosquitera y los sonidos que subían desde la calle.

     —Qué querés hacer.

     —Y, no sé… Sacáte la ropa.

     Nos tumbamos en la cama, el uno junto al otro sin hacer nada.

     —Estoy hecho percha —me dijo. Yo le agarré la pija, quería ganarme mi plata, pero él me detuvo la mano y me abrazó con fuerza.

     —Esperá… Quedémonos  así nomás.

     Horacio me tiró los galgos. Me cortejó. Yo nunca había tenido un cliente fijo, un protector. Nos veíamos en lo de la Mirna y siempre me traía un regalo. Una remera o un vestido. Un bote de perfume Fidji. «La Mujer es una Isla y  Fidji es su Perfume». Era funcionario del Ministerio de Bienestar social. Estaba casado, tenía hijos pero su mujer no hacía más que joderle la vida. Se sentía solo. «Pero ahora te encontré a vos, Luisita.  Fijáte que todo puede esconder un regalo». Yo era Luisita. Él nunca quiso saber nada de Ivonne.

     El Comando Cóndor incendió un teatro de la Calle Corrientes. Se habían propuesto acabar con todos los maricones travestidos de Argentina. Las cosas se  ponían más feas día a día. Un día me agarraron a las siete de la tarde caminando por la vereda en la peatonal. Dos tipos con lentes negros me  metieron en un carro. La calle estaba llena de gente pero nadie hizo nada. Me llevaron a un baldío  y me molieron a piñazos,  me cortaron el pelo a trasquilones y me dejaron con la cara hecha mierda atada a un árbol.

     Mirna la vieja dijo: «Te cagaron la vida Luisita estos hijos de la reputa, la concha de su putísima madre. Te dejaron que parecés una tiñosa. Sos igualita que la “Raulito”». La Mirna me regaló una de sus pelucas, una peluca platino y yo me veía tan imponente como la Coccinelle.

     Andar por la calle era peligroso, podías acabar preso por maricón. Dejé de tomar el colectivo, me movía en taxi allá donde fuera. Empecé a fantasear con la idea de ir a Europa, tenía que tomármelas lejos.

     —Es mejor para vos y para mí que no nos vean juntos, —le dije un día a Horacio y le conté todos los planes  que había pensado para mi futuro.

     — Cuando soñás, viajás de este mundo al otro que perseguís. En los sueños está lo que sos y lo que serás. No dejés de soñar, Luisita. Contá conmigo para alcanzar tus sueños.

     El 27 de julio de 1979 vi con Horacio el partido de vuelta del Boca contra el Olimpia. El empate a cero les otorgó la victoria a los  paraguayos.

     —Nos cagaron la ilusión de estar contentos un rato estos hijos de puta—dijo Horacio—. Lo único que quería era que ganara la Argentina para ponerme contento, pero ni eso la concha de su madre que mierda hicimos…

     Estaba triste Horacio. Al día siguiente yo tomaba un avión para España. Quizás no volviéramos a vernos nunca más.

     —No más lo que hacemos en presente puede salvarnos. — Horacio saco un fajo de dólares del interior del saco. — Luisita, vos sabés lo importante que sos para mí. Tomá, te vendrá bien mientras conseguís ubicarte. Prometéme que serás feliz.

     La Mirna acudió al Aeropuerto a despedirme. Me dio una tarjeta con las señas y el teléfono de la Pendón, y antes de irme me metió un sobre con plata en el bolso. Con lágrimas en los ojos me dijo: «Luisita, no pensés nunca que sos menos ni tampoco más que nadie.  Tendé la mano siempre que podás. Así te irá bien».

     El partido termina 2-0 a favor del Barça. Apenas me he enterado de lo que ha pasado en el campo. Mi cabeza está lejos, muy lejos. Mañana llamare a Mirna la vieja sin falta, me digo.

     Me doy una ducha rápida y me unto el cuerpo con crema hidratante  perfumada.  Me gusta recrearme en mis pechos, sopesarlos con las manos, me parece mentira que este par de “lolas” de copa 110 sean mías. Me maquillo a consciencia, desenredo los rulos del pelo y lo cepillo ligeramente para no cargarme el ondulado. Luego busco en el armario mi uniforme de guerra para esta noche. Los días que juega el Barça voy a trabajar a los aledaños del campo. Si gana me pongo unos short cortitos y una remera azul grana que he abierto por el delantero y que me ato con una lazada a la cintura. Me pongo las botas de mosquetera, que me matan los pies pero me hacen unos muslos divinos  y una gabardina ligera que me quito y guardo en el bolso cuando llego.

     Lo malo de los días de partido es el quilombo de carros que se monta. Entre tanto carro hay mucho boludo rompe bolas con ganas de joderla. Hay un coche con cuatro chetas dentro que no deja de dar vueltas. Lleva la ventanilla abierta y deja a su paso un olor a porro que marea. No me gustan. Al rato el coche se detiene. El de la ventanilla del copiloto me grita. « ¡Te gusta el futbol, guapa!» Sé que debería picármelas. Mi mano, dentro del bolso busca el spray gas pimienta. Todo sucede tan rápido, que sin darme cuenta ya los tengo encima. «Un travelo que le gusta el futbol, y además Culé!»Un piñazo en la cara, me agarran del pelo que me lo arrancan. «Te vamos a cortar la polla,¡ Maricón».

     El segundo piñazo me manda directamente al piso. Veo que uno agarra una cadena. Los golpes me caen de todos los lados. Cadenazos, patadas. Me hago un cuatro intentando protegerme la cara y  las lolas con los brazos, no quiero que me revienten una prótesis.  Siento el sabor herrumbroso de la sangre en la boca, el sonido de un silbato lejano. Oigo voces y ruido de tacones que se acercan a la carrera. Las puertas del coche se cierran y arranca quemando rueda. Antes de que se me cierren los ojos, antes de que todo se vuelva negro, pienso que la cagué, que otra vez me jodieron bien jodida, Mañana te llamo, Mirna. No sabés como me molieron el cuerpo, vieja, me reventaron la cara a piñazos. Mañana te pego un tubazo, Mirna. Mañana, sin falta te llamo. Mañana, cuando me levante, no más me levanto te llamo…

Un vecino silencioso

¿Donde están los buenos alemanes? Estan en las cárceles, caminando cabizbajos por las calles, los buenos alemanes nos escondemos en nuestras casas injustamente victimizados por la culpa. Vivimos con miedo.

I

Una luz amarillenta envuelve a las mujeres que venden su cuerpo en la acera de la Jubiläumsstraße. Ella está apostada a la entrada de un portal, apoyada contra la pared con un vestido de flores amarillas. Es flaca, terriblemente flaca y plana como un chico. Cuando paso a su lado, la luz de un farol incide sobre sus manos pálidas. Veo las venas de sus muñecas y la marca de una cicatriz, una quemadura profunda y rugosa, donde debería estar una serie de números marcados con tinta indeleble. Hay oscuridad en su interior; en sus ojos oscuros e inmóviles, adormecidos por la droga.

     Va a ser ella.

     Con un gesto, sin mediar palabra, me indica que la siga al interior de la portería que huele a humedad y ligeramente a orines. La escalera es oscura y estrecha y en algunos tramos aún se dejan ver viejas heridas de la guerra. Subimos hasta el último piso, hasta un cuarto abuhardillado  junto a la azotea.

     En una mesilla pegada a la cama, una lamparilla encendida tiñe de luz rojiza la habitación. Hay una silla, un armario pequeño y un pie de madera con una palangana y una jarra. Ella me pide el dinero por adelantado. No me mira, no sonríe. Se comporta como una autómata que sigue un protocolo mil veces repetido.

     Despacio, se quita el vestido y las bragas. Las costillas se le trasparentan y también los huesos salientes de las caderas. Se tumba en la cama y se queda quieta: un cuerpo inerte. Su piel es palidísima, tan fina que las venas parecen recorrerla como ríos. Tiene marcas de pinchazos en los brazos, manchas de viejos moratones que se han vuelto de un amarillo verdoso en las piernas y el cuello.

     Me quito los pantalones, estoy terriblemente excitado y  erecto. No le pido que me la chupe. La agarro de los pies y tiro de ella hacia mí. Le doy la vuelta, la pongo de rodillas sobre  la cama y le separo las piernas como si fuera una muñeca. Su sexo se me ofrece descarnado y reseco. La agarro por las caderas y la penetro con  fuerza. Entro y salgo de ella con rabia, con  embestidas violentas y profundas. Ni un ligero sonido sale de su boca. Le doy la vuelta y la vuelvo a penetrar. Quiero que me mire, quiero ver el abismo que hay en sus ojos, pero ella gira la cara. Le tiro del pelo. « ¡Mírame, zorra!». La abofeteo y entonces lo hace. Hay un brillo desafiante en sus ojos. Ha entendido lo que quiero. Vuelvo a pegarle, pongo mis manos en su cuello y aprieto y entonces, ella suelta un gemido y yo me corro.

     Se levanta y echa agua en la palangana. Retira el semen y lava sus partes íntimas con un paño húmedo.

     — ¿Quiero volver a verte?

     —Te costará más caro—me dice.

     No es que sea un sádico pero sé que puedo ser violento. Tan solo las drogas, y el sexo consiguen mantenerme cuerdo durante un tiempo.

II

     Acompaño a la Sra. Gücksmann hasta la puerta cuando veo a Damian sentado en la sala de espera de la consulta. Tiene el sombrero en la mano y golpea el suelo con el pie con un movimiento nervioso. Algo no va bien

     —Lo siento doctor Bauman—Me dice Therese, mi enfermera, señalándole—No tiene cita, pero ha insistido mucho en verle.

     —No te preocupes—le digo— Ya me encargo.

     Le hago pasar al despacho y cuando cierro la puerta me vuelvo hacia el furioso. Estoy enfadado.

     — ¿Qué coño haces aquí, Damian? Sabes que no debes venir. No es prudente…

     —Algo no anda bien, Ernst —me dice jugueteando nervioso con el sombrero—. Me vigilan, creo que me siguen. Te juro que no estoy loco. Anoche había alguien apostado frente a mi casa.

     — ¡Cálmate, Damian! ¿Te ha visto alguien entrar aquí?  ¡Usa la cabeza, joder! No puedes ponernos en peligro a todos. ¡Escúchame! Si es cierto lo que dices, tienes que desaparecer inmediatamente. Aléjate durante un tiempo e Intenta mantener la cabeza fría, ahora más que nunca.  ¿No guardas nada en casa, no? Nada que nos comprometa…

     —No, Ernst.

     — ¿Estás seguro?

     —Seguro.

     —Entonces es mejor que no nos veamos. Vete a la montaña, quítate de en medio Sé cuidadoso. No des ni un paso en falso.

     —Está bien, Ernst. Lo haré.

     —Si tienes que  contactar conmigo, hazlo por el conducto habitual…

     Me preocupa Damian. Se está mostrando como alguien débil y eso puede ser peligroso.

     Hay momentos en que se hace muy dura esta soledad. Es complicado vivir sin vínculos,  aislados  en este nuevo tiempo que se cierra a nuestro alrededor como una jaula. Jamás pude imaginar una vida tan miserable. Siempre con el temor a que te descubran; a que alguien reconozca tu cara en el mercado o en el tranvía. Es insalubre pasar tanto tiempo solo rumiando el pasado con miedo. Aislarnos es la mejor manera de protegernos pero, la falta de contacto puede hacer que enfermes. Al final es inevitable que busques a alguien para no volverte loco.

III

     Durante los días siguientes extremo la precaución. No hay nada extraño, no veo nada que altere mi rutina. Damian debe haberme hecho caso. No he vuelto a saber nada de él.         

     Conforme transcurren los días siento como la ansiedad me corroe. Creo que me he obsesionado con esa sucia judía de la Jubiläumsstraße, con esa pequeña alma que sustenta un cadáver. No puedo quitármela de la cabeza, me levanto y acuesto viendo su cara.

     Está en el portal fumando un cigarrillo. Lleva el mismo vestido amarillo y es como si no se hubiera movido de ahí en todo este tiempo.     

     — ¡Has vuelto! —dice con una voz carente de emoción.

     La  sigo por las mismas escaleras. El mismo cuarto mal ventilado.

     —Te he traído un regalo—Le digo y saco dos ampollas de morfina del bolsillo interior de mi chaqueta— Tendrás que poner tú la jeringa.

     Ella mira con codicia el líquido transparente. Se levanta y de la parte superior del armario saca una caja metálica donde hay todo lo que necesitamos. Lo preparo  Nunca me  pincho en los brazos, busco venas que no estén expuestas a la vista pero hoy me subo la manga de la camisa y me hago un torniquete en el antebrazo con la corbata. Noto como mis venas se hinchan. Introduzco la  aguja y, conforme la morfina se mezcla con mi sangre, un grato calor se expande desde el estomago por todo mi cuerpo. Ella espera impaciente con el brazo extendido. Sus venas son cordones endurecidos. Me cuesta encontrar una que sirva pero cuando lo hago, apuro en ella lo que queda en la jeringuilla.

     — ¡Túmbate!—le digo y la empujo  sobre la cama. Le subo el vestido, le arranco las bragas y un ligero efluvio a amoniaco me sube hasta la nariz. Le abro las piernas y hurgo dentro de ella con los dedos. Primero uno, dos… La penetro con la mano y empujo hasta que todo mi puño entra dentro de su vagina. Ella se retuerce pero no intenta zafarse. Tan solo me mira, esta vez sí, y  en sus ojos puedo ver los estragos de sus pesadillas.  Sabe lo que es el dolor, sé que  está preparada para esto.  Esta vez me corro sin necesidad de tocarme.

     Mientras me limpio,  ella se queda sentada en la cama, con la cabeza gacha, dentro del círculo de luz de la lamparilla. El pelo le cae sobre la cara y veo que tiene arañazos en la espalda. Es como si ese resplandor rojizo le traspasara la piel y la iluminara por dentro.

     —Se que eres uno de ellos—. Me dice.

     — ¿Uno de cuáles?

     —Uno de ellos.

     —Y… ¿Qué pasa si soy uno de ellos?

     —Nada, no pasa nada.

IV

     Durante la noche se sienten sirenas y el viento arrastra un penetrante olor a humo desde el otro lado del rio. El incendio debe ser por la zona donde está la casa de Damian.  Los vecinos salen a la calle y observan el resplandor rojizo que asoma detrás de los arboles, Cierro las ventanas  y corro las cortinas. Soy un vecino silencioso y discreto. Por la noche sueño que hay cazas volando rasos por sobre los tejados y en el humo del incendio se mezcla el olor a gasolina y a cenizas de las bombas. De madrugada me despierta un trueno, al que sigue el golpeteo de la lluvia en la ventana. Aún huele a humo.

     A última hora de la tarde estoy solo en el despacho. Therese hace apenas cinco minutos que se ha marchado cuando suena el timbre de la puerta. Creo que es ella, que ha olvidado algo, pero cuando abro no hay nadie en el rellano, tan solo un sobre en el suelo. Dentro hay una nota garabateada, una nota escueta que dice: Ni olvido ni perdón”.

     ¿Qué es esto? Corro a la ventana y me asomo a la calle y alcanzo a ver a una mujer con gabardina ceñida y un pañuelo en la cabeza que dobla la esquina y desaparece. ¿Qué está pasando?  Una alarma se dispara en mi cabeza.  

     Salgo de la consulta por la puerta de atrás. No hay nadie en el callejón, tan solo un perro flaco  merodea por los contenedores de basura. El eco de mis pasos me acompaña por las calles adoquinadas  hasta la esquina de Strausberger Platz donde hay una cabina telefónica. Llamo a Bernhardt pero nadie me responde. Lo intento con Kaspar y el teléfono suena y suena y aguanto la llamada hasta que me desespero. Algo está pasando, algo no va bien. Ahora cada sombra se convierte en una  amenaza. Miro hacia atrás constantemente, pero no veo a nadie y aún así, tengo la sensación de que me vigilan. Me siento como el cazador que se ha convertido en presa. Al final de mi calle hay un coche negro con las ventanillas tintadas y un aspecto inquietante.

     Cierro la casa a cal y canto. Abro una botella de vino. Un vino tinto con mucho cuerpo, un vino amaderado,  del color rojo oscuro de la sangre. Sintonizo la radio, algo de música que llene este silencio y bebo. El alcohol siempre me aclara las ideas y tengo que pensar. La música se interrumpe con el parte de las ocho.

     «Esta mañana ha sido encontrado el cadáver de un hombre en las inmediaciones de rio Elde.  Una pareja que paseaba por la zona con su perro fue quien  dio la voz de alarma y alertó a la policía. El cuerpo se encontraba  maniatado a un árbol, amordazado y con un tiro en la cabeza..La policía también ha encontrado una nota junto al cadáver con el mensaje “Ni olvido ni perdón”. y el dibujo de una esvástica pintada con su propia sangre. Aunque son muchas las hipótesis que se barajan, de momento no ha transcendido ningún detalle de la investigación, aunque algunas fuentes indican que este  suceso puede tener relación con el incendio de una casa, ayer por la noche, en un barrio de las inmediaciones…

     — ¡Dios mío! Es Damian. Que le han hecho a Damian

     Me recorre un calambrazo de miedo. No debo perder el control, no puedo sucumbir al caos.

     — Si han dado con Damian, si Damian  está muerto, no hay esperanza para mí…

     ¿Cuántas copas llevo bebidas? La botella está casi vacía. El vino no consigue diluir el miedo pero es mayor el resentimiento, el odio que llevo acumulando durante este tiempo. Los fantasmas, los demonios que nacieron con la  derrota siempre han estado ahí fuera, esperando su momento y creo que hoy ha llegado su hora. La suya y la mía..

     Tan solo las noches de nostalgia subo al desván. El tejado tiene goteras y huele a humedad y a meado de rata. Es aquí donde  guardo el traje que encontré a mi vuelta de  Sachsenhausen, el traje negro de Oberleutnant  SS de antes de la guerra. Fui incapaz de desprenderme de él. Está dentro de una funda impermeable, oculto en un sitio donde a nadie se le ocurriría mirar. Los peldaños crujen mientras bajo las escaleras con titubeantes pasos de  borracho. Lo saco de su funda  y lo extiendo con cuidado, sobre la cama. El color negro sombrío y autoritario, en la chapa de la guerrera brilla la Totenkop, la calavera de la SS. Recuerdo el miedo y el respeto que provocábamos en la gente. Solo verlo me envuelve la nostalgia y la emoción me humedece los ojos. Me quito la ropa y comienzo a vestirme ceremoniosamente.

     ¿Qué queda de todo esto? ¿Qué queda de la grandeza del Reich? Aquel mundo desapareció, ya no queda nada. La derrota ha relegado el sueño de nuestro pueblo, de nuestra raza al olvido.  «La banalidad del mal»  Los periódicos, el mundo entero  se llenan la boca con frases como esta. No entienden que el deber nos obligó a hacer cosas que hubiéramos preferido ahorrarnos; que todo fue por un bien común, por un objetivo grandioso que ahora,  la historia se ha encargado de manchar con mentiras. Y mientras el paro y la miseria, asolan esta nueva Alemania yo me pregunto: ¿Donde están los buenos alemanes?   Estan en las cárceles, caminando cabizbajos por las calles, los buenos alemanes nos escondemos  en nuestras casas injustamente victimizados por la culpa. Vivimos  con miedo.

     En el espejo veo la imagen autoritaria y determinante del hombre que un día miró y caminó con seguridad y firmeza hacia una victoria grandiosa.

     De un cajón saco una Walther P38 de nueve mm. Hay 8 cartuchos en el cargador. Siento el frio de las cachas de baquelita en la palma de la mano. No voy a huir. Voy a esperarlos, puedo hacerlo durante todo el tiempo que haga falta. Soy paciente. Abro otra botella de vino y bebo, y mientras espero, rio por dentro.

     De un cajón saco una Walther P38 de nueve mm. Hay 8 cartuchos en el cargador. Siento el frio de las cachas de baquelita en la palma de la mano. No voy a huir. Voy a esperarlos, puedo hacerlo durante todo el tiempo que haga falta. Soy paciente. Abro otra botella de vino y bebo, y mientras espero, rio por dentro.

Nubes de azufre

       Al principio me gustaba subir a lo alto de la colina. Desde allí, la ciudad se extendía a mis pies como si fuera una  maqueta: casas y calles,  árboles y  grúas. Coches diminutos  circulando sin apenas hacer ruido. Puntos de color se desplazaban  de un lado para otro como hormigas. Hasta donde yo estaba no llegaba el sonido de la ciudad, nada de sirenas ni de cláxones, ningún ruido, tan solo un runrún sordo, como de enjambre. Si levantaba un pie, Yonge Street desaparecía detrás de mi zapatilla y pensaba que podría aplastar las casas si quisiera, como si fuera un gigante, como el monstruo de una de esas viejas películas de terror. Pasaba tanto rato sentado sobre la hierba que la humedad  traspasaba la tela del pantalón y me mojaba el culo y las palmas de las manos se me quedaban frías y manchadas de tierra verdosa.

      A veces el cielo se cubría de amarillentas nubes de azufre que presagiaban tormenta. La luz del atardecer se esfumaba entonces a toda velocidad y la sustituía la oscuridad y el resplandor lejano de las luces de la ciudad. Sentía que también había nubes de azufre en mi cabeza. Me levantaba y me sacudía la culera del pantalón y me quedaba un rato de pie, con las manos en los bolsillos, mientras las sombras emborronaban el contorno de los árboles. No esperaba nada y nadie me esperaba. Siempre era así. Cuando bajaba de la colina me daba cuenta de que todo seguía existiendo. Era yo el que estaba fuera de todo.

      El señor Collingwood nunca me llama por mi nombre. El señor Collingwood  me dice: ¡Eh, tú!  Me dice: ¡Mueve el culo!  Me dice: ¡Eh, tarado! ¡No vales ni uno solo de los peniques que te pago! Si estoy muy cerca, huelo su aliento que apesta como si tuviera un ratón muerto dentro de la boca. El señor Collingwood me dice que me quede en el almacén, que no quiere ver mi sucio culo por la tienda. «Bastante tengo con ver tu cara de mono todos los días, me dice, como para que encima me asustes a los clientes». En la tienda apenas hay clientes, solo gente de paso que compra una vez y ya no vuelve. Nadie compra en un sitio tan deprimente como este. El señor Collingwood dice: ¿Es que no tienes otra ropa? Pareces un puto sin techo. Yo siempre llevo mi camiseta archilavada, mi sudadera con capucha, los mismos tejanos gastados y mis zapatillas negras Converse. No soporto el contacto de la ropa nueva en mi piel. Usó la misma durante años hasta que no queda más remedio que cambiarla.

      No me importa quedarme en el almacén, a pesar de que es un lugar asfixiante y oscuro que  apesta a rancio. No se escucha más sonido que el chasquido de las trampas  para ratones cuando alguno queda atrapado en el cepo y el crujir de las tablas del suelo bajos mis pies. Paso el tiempo barriendo y limpiando el polvo de las estanterías apolilladas, donde se amontonan latas, botellas y cajas polvorientas desde hace años. Por mucho que pase el trapo, por mucho que barra, todo sigue sucio. Prefiero tragar polvo en el almacén a tener que escuchar al señor Collingwood llamarme mono, porque que me llamen mono es algo que odio. Un día se lo dije y se rió en mi cara. « ¡Si hablas como un mono, te mueves como un mono y tienes cara de mono, eres un mono, chaval. Acéptalo! »  Cuando vivía en el centro un chico, uno de los mayores, me llamó mono en el comedor. Todos los de la mesa se empezaron a reír y a hacer ruiditos llevándose las manos a los sobacos.  Cogí el cuchillo de la carne  y de no ser por el profesor Haydn no se que abría ocurrido. Intento controlar los ataques de ira. Antes, cualquier cosa podía desatar una crisis. Bastaba con que un niño me quitara un lápiz, que me pusieran una zancadilla, que se mofaran de mí. A la más mínima podía tirar pupitres y romper armarios hasta que los profesores acababan desalojándome de clase. Luego no  recordaba nada. Ahora he consigo controlarme pero, cuando me enfado mucho, como aquella vez, la vista se me nubla y me quedo ciego. Es literal. Todo se vuelve negro y no veo y dejo de pensar. Entonces soy capaz de cualquier cosa. En el centro, una vez a la semana acudía al despacho de la doctora Colantoni, a terapia. La doctora Colantoni era amable, pero yo sabía que todo lo que dijera  iría a engrosar mi expediente y que tenía que andarme con cuidado para no perjudicarme. Sentada ante su mesa, atestada de carpetas y papeles,  la doctora Colantoni me hacía preguntas complicadas. El ventanal, a su espalda, hacía que el contraluz no me dejara distinguir bien los rasgos de su cara. A veces, la doctora Colantoni me intimidaba, el contacto directo  me asusta. Las personas me intimidan, las chicas me dan miedo. Nunca he estado con una chica, nunca he besado a ninguna ni he estado desnudo con nadie.  La doctora Colantoni, decía que no tenía que sentirme culpable por ser como soy. Decía que mi madre había bebido demasiado durante el embarazo,  y que eso me afectó. Por eso mi aspecto es diferente al de los otros chicos (1).Estuve a punto de decirle que ya sabía que no era culpa mía, pero que a todo el mundo parece importarle una mierda eso, pero me callé.

      Cuando los servicios sociales me llevaron al centro no había cumplido los siete años. Los recuerdos que tengo de aquella época son pocos, pero claros y precisos. Apenas me aguantaba de pie, me arrastraba por el suelo como los bebés con el pañal sucio XXL que mamá  nunca se acordaba de cambiar. No controlaba el pis, tenía el culo escocido  y con heridas en carne viva. Los oídos me supuraban por la otitis y uno de los  tímpanos estaba perforado. Recuerdo el hambre, siempre tenía hambre, y el frio. Lloraba sin parar por el dolor mientras mi madre se pasaba el día en el sofá, rodeada de latas de cerveza vacías y ceniceros colmados de colillas,  viendo Jeopardy!  Bebía hasta que el alcohol acababa por tumbarla. La moqueta del suelo estaba llena de manchas mohosas de cerveza y quemaduras de cigarrillo; las persianas siempre cerradas y las cortinas corridas, las lámparas y las luces apagadas. Era como si viviéramos en una caja. No  existía la luz, tan solo el pálido resplandor del televisor. La basura se acumulaba en nuestra puerta y los vecinos acabaron llamando a la policía. Mamá lo hacía con hombres en su cama. Se quedaba dormida  con el cigarrillo encendido  entre los dedos, con la bata abierta dejando a las vista «su cosa». Era algo monstruoso, una especie de  animal peludo  que  guardaba allí,  entre sus piernas. Por eso las mujeres me intimidan, por eso las chicas me dan miedo.

      Días antes de cumplir los dieciocho años, la doctora Colantoni  me llamó a su despacho. Me dijo que me sentara y me pasó una caja de caramelos por encima de la mesa. Cogí uno y me lo llevé despacio a la boca y lo chupé. Era de fresa acida, recubierto de azúcar. La doctora Colantoni me dijo que afuera me iba a ir bien. «Tengo muchas esperanzas puestas en ti », me dijo. Si hubiera podido elegir, habría preferido quedarme. El centro era mi casa. Pero no se lo dije. Mire la estantería llena de libros del despacho y le pregunte si los había leído todos.

      —Algunos—me dijo

      —Yo no puedo leer durante mucho tiempo—. Dije,  sin mirarla —.No puedo concentrarme. Es como cuando remueves las fichas del dominó. Las letras se mezclan y comienzan a bailar  delante de mis ojos y entonces me mareo.

      Todas las tardes, al acabar la jornada en el almacén, solía apostarme en la esquina de King street, a esperar la salida de las chicas del taller de costura que hay junto a la ferretería Levine. Algunos chicos también esperaban frente a la puerta de salida del personal. Me gustaba el alegre revuelo que se formaba. Imaginaba que era a mí al que sonreían y besaban. Que era conmigo con quien se alejaban cogidas del brazo por la acera. Luego echaba a andar sin rumbo. La capucha de la sudadera me ocultaba la cara y me tapaba los ojos. Con ella en la cabeza me sentía seguro. En el semáforo de Columbus había siempre flores frescas que alguien fijaba con cinta adhesiva y una vela con un protector rojo encendida. Sabía  que tenía que tener cuidado con los coches. No podía pasar la calle sin más. La gente pasaba por mi lado apresurada, siempre con prisa por llegar a casa, por llegar a donde fuera, siempre con prisa. Caminábamos por las mismas aceras, pisábamos las huellas que habían dejado otros. Respirábamos el mismo aire contaminado y veíamos los mismos escaparates, pero, era angustiante  constatar que yo era un extraño, que me quedaba fuera de todo.

      Cuando volvía a casa, al encender la luz,  veía las cucarachas escabullirse corriendo entre las grietas del zócalo. Una mosca solitaria se arrastraba por la pared de la cocina donde  el reloj se había parado en las cinco cuarenta hacía mucho tiempo. Los platos sucios se amontonaban en el fregadero con manchas pardas de comida reseca. Intentaba no pensar en mamá. No tenía fotos, ningún  cuadrado de cartulina que me recordara su cara, nada que diera testimonio de su existencia, de que había sido real. Antes de dormirme comprobaba que todas las ventanas estuvieran bien cerradas y el gas de los fogones cortado. El miedo estaba ahí cuando tomaba un valium y me metía en la cama con la cabeza bajo la manta. A veces me despertaba ardiendo y con el pulso acelerado. Mis sueños eran intensos, reiterativos, obsesivos. Algunos los recordaba, otros no. Tenía miedo de que todo pudiera desmoronarse, de no ser lo suficiente fuerte para soportarlo. Vivir no es fácil.

      El tiempo  fuera del Centro corre muy deprisa. Marzo dio paso a un abril lluvioso y luego a los días cálidos y luminosos de mayo. Los pájaros comenzaron a chillar como locos en los árboles, las mariposas volaban en zigzag entre los parterres llenos de florecillas amarillas y blancas, la hierba era de un verde jugoso y radiante. La naturaleza seguía su ritmo. Tan solo yo permanecía estancado.

      Comencé  a ir al mediodía al parque Stanley. Me sentaba en un banco a comer mi  emparedado del almuerzo mientras observaba a las hormigas recoger las migas que caían al suelo. Ella empezó a venir hace  ya algunas semanas. Pasó por mi lado con un vaso de Starbucks y se sentó dos bancos más allá dejando tras ella  la  suave estela de su perfume. El sol brillaba en su pelo .La observé sacar un sándwich del bolso,  arrancar la corteza dura de los bordes y  tirarla a las palomas que rápidamente se arremolinaron a su alrededor. Todos los días  repetía el mismo ritual sin apenas variaciones. Aparecía con su vaso de Starbucks, compartía su comida con las palomas y luego se marchaba dejándome solo con su olor. Empecé  a esperar cada día el momento del almuerzo con impaciencia. El viernes no vino y me sentí triste y contrariado y también alarmado por si hubiera podido pasarle algo. Me  he pasado el fin de semana pensando en ella, echándola de menos. Desde que apareció en el parque Stanley solo la he mirado a ella en el mundo, y el mundo es ahora ese banco del parque.  Hoy es  lunes, estoy sentado en el banco esperando, nervioso, a que aparezca.  Cuando la veo  acercarse por el sendero, siento que me aflojo. Al pasar a mi lado, levanto  la vista y resulta que me está mirando con lo que parece una sonrisa. « ¿Nunca pasas calor con esa sudadera? » me dice. Y de repente es como si mis pies  se agarraran a la tierra, como si la gravedad tirara de mí también.

(1).La doctora Colantoni hace referencia a los rasgos faciales característicos  de las personas nacidas con SAF. Síndrome alcohólico fetal.

La mujer del indiano

Este relato es al estilo de aquellos folletines que, por entregas, se publicaban en los periódicos a finales del siglo XIX y principios del XX. Espero que disfrutéis de su lectura.

I

—Afirmo que, esa mujer, es un autentico demonio, lo he visto con mis propios ojos. ¡Ay, Padre Norberto! Yo no soy miedosa y me sé de muchos cuentos que le pondrían  los pelos de punta al más valiente, pero le aseguro que lo que vi me provocó un escalofrío que me subió desde las uñas de los pies hasta los dientes ¡Dios sabe que no miento! Le juro por lo más sagrado que le digo la verdad.

— ¡Cálmese, Doña  Ofelia, cálmese!—. Dijo el cura y, agitando una campanilla, llamó a la criada que apareció al momento, como si hubiera estado apostada detrás de la puerta.

—Prepare una tila para Doña Ofelia y traiga un jerez para mí. Y ahora…— dijo,  volviéndose hacía su visitante—. Tranquilícese y empiece a contármelo todo desde el principio.

«Como usted sabrá, Padre, soy el ama de llaves de la casa de los Rius. Entré a trabajar  cuando el señor volvió de las Américas y se casó con la señorita Eulalia. ¡Qué boda, Padre, en  el pueblo no se recuerda nada igual Todo el mundo asistió al fastuoso banquete que se ofreció en los exóticos jardines  de la casa y como regalo de bodas, el señor Rius, trajo al pueblo la luz eléctrica y financió la construcción de la nueva escuela. Le cuento todo esto porque hace poco que se ha hecho usted cargo de la parroquia y es posible que no esté todavía al tanto de la historia de nuestra comunidad. Mis señores se marcharon de luna de miel a Paris, primera escala del viaje que les llevaría a recorrer toda Europa durante dos meses. Eran felices, sí señor, muy felices. Era difícil encontar a una pareja de enamorados como ellos. Se dejaban ver en el teatro o en los bailes de las fiestas del pueblo siempre juntos y radiantes. El señor Rius acudía todas las tardes al casino, donde tomaba café y participaba de forma activa en la tertulias  mientras fumaba uno de sus olorosos tabacos cubanos.

El anuncio del embarazo, tan deseado por mis señores, no hizo más que agrandar esa dicha. El señor Rius llevaba a la señora como oro en paño, se desvivía por darle todos los caprichos y por satisfacer todos sus deseos.  Pero,.. ¡Ay, Padre! Aquella felicidad estaba condenada a no durar.  En el quinto mes de gestación mi señora sufrió grandes hemorragias y finalmente perdió el hijo que esperaba. ¡Qué drama, Don Norberto, qué desgracia! El doctor dijo que era un milagro que la malograda madre hubiera logrado sobrevivir  y desaconsejó un nuevo embarazo a riesgo de poner en serio peligro su vida.

La perdida de la criatura que tanto ansiaba su corazón, la certeza de que no podría tener más hijos, sumieron a mi señora en una profunda melancolía. Ella, una mujer elegante y hermosa, tan adorable y frágil como una pieza de porcelana china se encerró en su alcoba afligida por el dolor y sin querer ver a nadie. Pasaba los días postrada en cama. Dejó de hablar, apenas probaba alimento y a través de la puerta yo la escuchaba lamentarse. — ¡Dios mío, Llévame también a mí! ¡Ay, Señor, no puedo soportarlo más, no puedo vivir con esta pérdida! Y acababa aquellas súplicas con un llanto callado,  desesperado. Su piel perdió el color y la tersura y adquirió el tono más pálido que he visto en mi vida. Sus ojos se quedaron sin brillo. Estaba tan débil que apenas le llegaban las fuerzas para sujetar la taza de consomé que la obligaba a beber. Ni tan siquiera el señor, que como ya le he dicho, se desvivía por ella, era capaz de sacarla de aquel trance. La casa se llenó de tristeza y todos estábamos compungidos y cada día más preocupados.

El señor Rius acudió a los mejores neurólogos, a curanderos de gran fama, a médiums espiritistas. Incluso recurrió al hipnotismo. Pero ninguno logró dar con el remedio para curar a mi adorable señora. Nadie fue capaz de aliviar el tormento por el que estaba pasando.

El último doctor que la visitó, un afamado frenópata venido expresamente de Barcelona, la sometió a un extenso reconocimiento. Le examinó los esputos  con resultados negativos.        —Cabe descartar la tisis—, le oí decir—.  Tampoco hay ningún tipo de infección. He examinado sus muelas y sus amígdalas, he tomado muestras de sangre pero no encuentro ni un leve indicio alarmante. Su temperatura es normal. Estoy completamente convencido de que la señora no sufre ninguna disfunción orgánica. Sin embargo hay una evidente pérdida de peso asociada a su ausencia de apetito y una palidez progresiva, dolor de cabeza y cansancio extremo. Pero lo que más me preocupa es el estado de ansiedad,  la tensión a la que están sometidos sus nervios. Tal vez sería conveniente que la señora ingresara en un sanatorio. Un lugar de reposo donde se den las condiciones más favorables para la recuperación natural de su enfermedad, donde su  vida cotidiana se enriquezca con diversas terapias y actividades de ocio que tal vez ayuden a sacarla de este pozo profundo donde está hundida.

— ¡No pienso ingresar a mi esposa en ningún manicomio!— Oí gritar a mi señor exaltado.

—No obstante, debe barajar esa posibilidad— dijo el galeno sin amilanarse—.Mientras tanto, le recetaré un excelente compuesto hecho de diferentes drogas que templarán sus nervios y la ayudarán a dormir. Son unas gotas con buen sabor—dijo— y mucho más eficaces que el Cloral.

Bajo los efectos sedantes de las gotas, mi señora empezó a pasar las noches tranquila, sumida en un sueño narcótico. Su aspecto mejoró, incluso parecía de mejor ánimo, pero poco duraron aquellos efectos beneficiosos de la droga. Volvió a  sufrir una nueva recaída que la sumió aún más  en aquella  angustia nerviosa.

Entonces. Padre, empezaron a llegar de Cuba todo tipo de noticias inquietantes. Las revueltas eran cada vez más frecuentes y violentas y los rumores de una posible guerra se empezaban a escuchar en el horizonte. Al señor Rius, no le quedó más remedió que viajar a la isla para liquidar todos sus negocios y propiedades e intentar poner a salvo su dinero.

 Y fue a su regreso, Padre, cuando realmente todo empezó a agravarse. Volvió en compañía de una muchacha. Una mulata, Padre, del color del café con leche.Una hechicera que con su belleza y su descaro está volviendo locos a todos los hombres de la casa. Es la hija de la mujer que con más fidelidad  sirvió a mi señor allá en la isla y a la que en su lecho de muerte juró que se haría cargo de ella y ya ve usted… La señora Eulalia la acogió como a una hija. Incluso, debo reconocerlo, a su lado mejoró su ánimo y empezó a pasear por el jardín, o a bajar a la playa. Por las tardes solían sentarse a la sombra del porche a bordar y yo las oía desde la cocina hablar  de pájaros exóticos y de flores. Y esa muchacha le contaba historias de Cuba, de sus extrañas costumbres y le cantaba canciones de negros. Incluso fueron en compañía del señor a tomar las aguas en el famoso balneario de Vichy.

 Pero mi señora no acababa de recuperar la salud. A veces entraba en un estado de euforia que no me atrevería a calificar de bueno. Días en los que se levantaba muy temprano y hacía airear la casa y a lo largo de la jornada desarrollaba una actividad frenética. En esas ocasiones, su ánimo se volvía irritable, tenía frecuentes ataques de ira y se enfadaba con el servicio con mucha facilidad. Luego, aquella energía, tal como había venido, la abandonaba y volvía a sumirse en el más absoluto abatimiento. Y esa muchacha, Estrella, no se si ya he mencionado su nombre, siempre a su lado, que no la dejaba sola ni a sol ni a sombra. Yo nunca me he fiado de ella y ahora, puedo decirle a ciencia cierta, que ha sido ella la culpable del lento empeoramiento de mi señora. Yo creo, Padre, que esa mujer es víctima de la oscura pasión de la carne, que está dominada por un amor imposible hacia el señor y que ha invocado al demonio para que le preste amparo, para que le ayude a conseguir su objetivo al precio que sea necesario.

Las cosas empezaron a tomar un cariz que ya no era de este mundo. Un día que entré al dormitorio, como todas las mañanas con el desayuno, la señora se aferró a mi mano con tal fuerza, que casi estuvo a punto de hacerme volcar la bandeja. — ¿Ofelia, eres tú?—Estaba crispada y totalmente ida—. Escucha mi corazón, ¿Acaso puedes oírlo? No late, me he quedado sin sangre. No notas ese olor putrefacto, es mi carne en descomposición. ¡Toca, Ofelia, toca! Sientes  los gusanos deslizándose por debajo de mi piel. ¡Estoy muerta, Ofelia! ¿Es que no lo ves? Y tú también estás muerta. Solo somos almas en pena…

¡Ay, Don Norberto! Se me ponen los pelos de punta solo de acordarme. No sabíamos qué hacer. De repente entraba en una especie de letargo,  perdía la orientación y no reconocía a nadie. No reconocía al señor, ni su propia alcoba y todo le parecía extraño y desconocido. Empezó a decir que la vida la había abandonado; que su cuerpo era un cuerpo sin vida, un cuerpo frio y tumefacto, un cuerpo muerto. Algo se había roto dentro de mi señora y estaba empezando a perder el juicio.

En apenas unas semanas, envejeció diez años. Cuando no estaba postrada en la cama, daba vueltas por sus aposentos con los hombros caídos, con la cabeza baja y arrastrando los pies. La tristeza le hundía los ojos y su aspecto era de absoluta desesperación. ¡Ay Padre! Es una mujer desquiciada que piensa que está muerta. Yo pensaba que había perdido la cordura, peo ahora sé que hay algo mucho más terrible, algo maléfico en la enfermedad de mi señora.

El señor, desesperado, partió hace unos dias a Paris en busca de un famoso doctor al que conoció durante su viaje de bodas. Es su única esperanza, la última opción que le queda antes de decidir el ingreso de su esposa en un Manicomio.

Así, padre, nos hemos quedado solas al cuidado de la señora Eulalia y ha sido  entonces, en ausencia del señor, cuando en su alcoba, una habitación encantadora, confortable y bien ventilada  empezó a dejarse sentir un olor penetrante  como a agua de coco. Me di cuenta de que estaban comenzando a suceder cosas extrañas en la casa. Noté que faltaban objetos personales del tocador de la señota. Luego fueron los cuencos y porcelanas de la vajilla que desaparecieron de mi cocina. Y para rematar, el gallo. ¡El gallo más hermoso del corral! Y esa mujer, Padre, deslizándose  por la casa como una sombra. ¡Dios sabe que cosas debían estar pasando por su cabeza!

Decidí vigilarla. Su comportamiento era sospechoso al igual que las visitas frecuentes al invernadero que hay en la otra punta del jardín y que, desde que la señora cayó enferma y abandonó el cuidado de sus flores, ha quedado abandonado y solo se utiliza para guardar trastos y herramientas.

Y en el invernadeo es donde descubrí algo demoniaco. Un altar digno del mismísimo Lucifer. En el centro, padre, había un vaso con lo que parecía agua y un crucifijo dentro. A un lado una especie de hatillo de ramas leñosas cortadas de algún arbusto del jardín y al otro plantas frescas y olorosas como manzanilla o menta. Allí estaban las  soperas y otras piezas sustraídas de la cocina, que ese demonio había llenado con piedras de la playa. Había también un hacha de cortar leña, una muñeca y todas las pertenencias de mi señora esparcidas al rededor de una imagen, Padre.Una imagen de Santa Bárbara,¡Dios me libre!, portando una espada afilada y cubierta con un vestido tan rojo como la sangre que derramó cuando le cortaron de un tajo su cristiana cabeza y velas, Padre, velas por todas partes y cuencos de frutas. Me persigné e imploré la protección de todos los santos porque sentí la presencia del demonio rondándome y me dije que no iba a consentir lo que estaba pasando. Ya le he dicho, Padre, que no soy mujer miedosa y no me dejo amedrentar fácilmente. Me propuse averiguar que estaba ocurriendo y cuáles eran los verdaderos propósitos de esa desalmada. De ese demonio encarnado en un cuerpo de mujer.

Así que permanecí despierta, apostada detrás de la puerta de mi cuarto hasta que sentí como el reloj del vestíbulo daba las doce de la noche. Entonces oí un chasquido sordo y el chirrido de una puerta al cerrarse y al asomarme la vi bajando la escalera alumbrándose con un candil de aceite. Iba descalza y completamente vestida de blanco, que parecía un fantasma o un espectro del otro mundo. Bajé con cautela la escalera y la  seguí a través del jardín, intentando que el ruido de mis pisadas no me delatara, hasta el invernadero. A través de una ventana la vi arrodillarse con los brazos abiertos frente a aquel altar construido al mismísimo diablo. Empezó a canturrear algo, una especie de oración. La suciedad del cristal apenas me permitía distinguir lo que estaba sucediendo en aquella penumbra a la luz de las velas. La vi agarrar el gallo…¡ Ay, Don Norberto, ese gallo, el más hermoso de mi corral! Le rebanó la cabeza de un tajo, vertió luego su sangre en algunos cuencos y también la esparció por el suelo junto con la cabeza y las plumas del  pobre animal. Las velas comenzaron a chisporrotear y  una de mis soperas estalló y saltó por los aires hecha añicos. Cerré los ojos. No podía soportar tanta crueldad.

Cuando los volví a abrir, contemplé  una escena más impresionante aún que las sugeridas por Dante en su visión del mundo subterráneo. Las cosas que sucedieron no se pueden calificar de otra cosa que de  maléficas. Algo pasó junto a mí casi rozándome. Se me puso la piel de gallina y me temblaron de espanto las piernas y los brazos. Algo que no me atrevo a llamar invisible, algo que cortó el aire y atravesó la pared del invernadero y se introdujo  en  el cuerpo de aquella mujer. Algo monstruoso, créame, el mismísimo diablo con las alas  desplegadas y los ojos rojos incandescentes. Las velas comenzaron a humear. Un humo denso y negro lo transformó todo en niebla y yo salí de allí despavorida, incapaz de soportar por más tiempo semejante pesadilla. Al día siguiente, Padre, le aseguro que la piel de esa muchacha brillaba como si se hubiera impregnado de alguna substancia oleaginosa, como si se hubiera prendido con la fogosa substancia del fuego del infierno»

Cuando la señora Ofelia calló, el Padre Norberto se quedó pensativo. Una arruga de preocupación surcaba su frente mientras se  rascaba la barbilla con un dedo.

 — ¿Es usted consciente de la gravedad de lo que me ha contando? Tenemos que actuar inmediatamente, antes que esa sacerdotisa de Satanás consiga su objetivo. Hay que combatir al diablo con sus mismas armas. Ahora váyase a casa y no hable con nadie. Cuide de su señora y no pierda de vista a esa sacrílega. Voy a consultar este asunto con el Obispo de Figueres. Él sabrá lo que nos conviene hacer.

II

El Doctor Clotard, observó que la enferma tenía la nariz afilada de los muertos, la palidez amarillenta y verdosa de los muertos, incluso el pelo y las uñas parecían estar muertos. Bajo la atenta mirada de Estrella, hizo un reconocimiento exhaustivo de la señora Eulalia. Primero le tocó los tobillos y las rodillas con sus dedos expertos y rápidos, después las muñecas y los brazos, y presionó con un pequeño objeto punzante algunas partes del cuerpo sin obtener reacción alguna. Anotó algo en su libreta con gesto concentrado y continuó la exploración por la frente y los párpados, procediendo luego a examinar sus pupilas y a mirarle la garganta, el cuello y el pecho, en busca de alguna alteración cardiaca. Cuando terminó, guardó su fonendoscopio, sonrió a la mulata  y apuntó algo  más con letra rápida en la libreta. Luego salió de la habitación dejando a Estrella sentada junto al lecho, haciendo compañía a la enferma.

El suave sol de la tarde iluminaba el elegante salón de la casa. Era una hermosa mañana de Mayo y una leve brisa mecía las ramas de los magnolios y de las buganvillas que trepaban por la fachada y se dejaban ver a través de las ventanas abiertas.  El señor Rius miró con gravedad al Doctor mientras le invitaba a  tomar asiento en un hermoso butacón de caoba chippendale. Era este un hombre flemático, de mediana edad, cuyos ojos, de un color marrón oscuro, poseían una mirada tan noble como penetrante…. El Doctor escogió meticulosamente un cigarro de la caja de plata que le ofreció Ramón Rius, y luego calibro la consistencia del mismo con los dedos cuidados de manicura. —Un tabaco excelente—exclamó mientras lo olía con delectación.

La señora Ofelia entró cabizbaja portando una bandeja de plata que contenía dos copas de cristal y una botella de excelente brandy. Temblaba ligeramente y estuvo a punto de volcarla al  depositarla en una mesilla de centro.

— ¡Discúlpela!—. Dijo el señor Rius cuando el ama de llaves hubo abandonado el salón—Últimamente  está muy nerviosa, todos lo estamos en estas circunstancias. Desde mi regreso no hace más que persignarse y pasar las cuentas de un rosario que oculta en uno de sus bolsillos.

El doctor Clotard asintió con la cabeza y encendió el  cigarro.

C’est normal, mon chere ami—, dijo y expulsó el humo en forma de volutas— Debe usted contratar una enfermera. Esa encantadora y dulce mademoiselle no está capacitada para lidiar con la enfermedad de su esposa. Debe buscar una mujer de carácter discreto y probada profesionalidad. Es preciso que haga compañía a Madame en todo momento. He observado estos síntomas antes. Traté a una mujer que negaba la existencia de Dios, la del diablo y la suya propia. Desde entonces, algo he avanzado en la investigación de esta rara enfermedad y puedo asegurarle que, si no conseguimos curarla, por lo menos lograremos que mejore notablemente aunque, no quiero engañarle, ça ne sera pas facil. Tenemos un largo camino por delante. La chose importante maintenant, es intentar controlar los brotes. Para ello voy a recetar la administración subcutánea de un compuesto de morfina y escopolamina,  que alternado con el bromuro de potasio  nos ayudará a controlar la excitación y la agitación.Espero con esto obtener una mejoría. Espero poder despejar su mente para que pueda volver a pensar con claridad, conseguir una estabilidad que le permita vivir una vida casi normal.

La señora Ofelia apareció en el salón y anunció  la visita del Padre Norberto. Allí, parada en la puerta, el señor Rius percibió cierto nerviosismo en ella— ¿Ha ocurrido algo Doña Ofelia? Por favor, hágalo pasar.

El cura irrumpió en la habitación acompañado de un hombrecillo enjuto y seco como un palo cuyo rostro exhibía una palidez que parecía de otro mundo.

—Con su permiso, señor Rius y compañía. Le ruego disculpe esta intromisión. Me he permitido venir acompañado del Padre Benedicto, del Obispado de Figueres, porque es urgente y necesario poner orden en esta casa.

—Tranquilícese, Padre y cuénteme que es lo que ocurre. Le ruego que hable con claridad. El Doctor Clotard aquí presente es el médico de la familia y persona de absoluta confianza. Me temo que desconozco a que se refiere.

—Es usted demasiado bueno, señor, demasiado confiado y eso ha propiciado que el mal encuentre terreno fértil en esta casa. Esa muchacha que ha traído de allende los mares, a la que ha ofrecido hospitalidad y confianza, ha cruzado todas las líneas imaginables.  La naturaleza humana, señor Rius, nadie sabe de qué es capaz con tal de  conseguir sus objetivos, pero gracias a Dios, esa mujer a quedado al descubierto. Conocemos de sus sentimientos, de la obsesión enfermiza, de la pasión que la arrastra hacía usted. Esa muchacha, señor Rius ha invocado al maligno en un rito satánico y vendido su alma al diablo para acabar con su esposa y así conseguir sus oscuros deseos. La señora Ofelia, su fiel ama de llaves, ha sido testigo directo de todo lo que le estoy contando. Acudió a mi aterrada, temblando al recordar las imágenes espeluznantes que han visto sus ojos. Agradézcale a ella que hoy estemos aquí. Vamos a poner fin a esta monstruosidad. Vamos a desenmascarar a esa infeliz y a expulsar el mal de esta casa con la ayuda de nuestro señor.

—¡Por favor, Padre, déjese de tanta palabrería! Le ruego que tomen asiento y desembuche. Me está usted asustando.

Mientras el Padre Norberto iba desgranando su historia, el señor Rius comenzó a negar con la cabeza sin dejar de mirar al ama de llaves que estaba pálida como la cera. Observó que en sus  ojos había un gran temor, un velo de autentico pánico.

—Me temo, Padre que la señora Ofelia ha sido víctima de su imaginación y se ha dejado  llevar por supercherías  de las cuales ha hecho a usted participe. Estoy al corriente de todo lo acontecido en esta casa durante mi ausencia y le aseguro que la mano del diablo no tiene nada que ver en ello. Mi pupila, la señorita Estrella me lo ha contado personalmente. Ella, como todos los de esta casa, está terriblemente preocupada por la salud y la paz espiritual de mi esposa y no ha dudado en recurrir a los métodos usados por su gente allá en la isla, que no es otra cosa que la santería.  Todo lo que usted vio, doña Ofelia, fue un sacrificio a Chango. Un sacrificio con la única finalidad de recuperar el ritmo vital y anímico de  mi esposa a través de la sangre de un animal, pues se cree que la sangre es capaz de restaurarlo. Debería haber hablado conmigo antes de correr con sus chismes al Padre Norberto, pero aún así, puedo entender el equívoco y aunque no se me oculta la inquina que siente hacia mi inocente pupila, voy a pensar que se ha dejado llevar por la buena fe y  pensando únicamente en el bienestar de la Señora.

El ama de llaves, bajó la cabeza avergonzada, colorada como un tomate.

 —Ya ve Padre, no hay nada endemoniado en todo esto—.. Dijo el señor Rius —.El doctor Clotard ha  examinado a conciencia a la Señora y cree saber a ciencia cierta cuál es el mal que la aqueja. Una enfermedad rara, cuya sintomatología, tan extraña y peculiar, puede dar lugar a a pensar que la mano del demonio esté rondando por ahí. Se me hiela la sangre al pensar lo que podría hacer su iglesia  con estos enfermos en la Edad Media . Mi esposa cree que está muerta, niega la vida y su propia existencia, tiene ideas delirantes de persecución y de daño pero le aseguro que su origen tiene una explicación científica, nada que ver con exorcismos, posesiones o ritos infernales.  

Perdone-moi, Pere, disculpe la intromisión. Soy yo el que conoce los síntomas y ha hecho el diagnóstico. También poseo un amplio conocimiento  en religiones y ritos ancestrales y puedo afirmar que lo que dice el señor Rius es la verdad. Según la religión afrocubana, cada persona nace con un flujo preestablecido de vida y desarrollo, flujo que puede ser interrumpido por  algún trauma o enfermedad, o por alguna circunstancia adversa. En esos casos se puede intervenir para que la persona pueda sanar y logre recuperar su propio equilibrio.

 —Vuelva a su parroquia Padre, vaya con Dios y quédese tranquilo. Estrella, al igual que la señora Ofelia  y todos los de esta casa no deseamos otra cosa que la pronta recuperación de la Señora. El amor que me profesa esa hermosa niña, es el amor puro de una hija a su padre. Rece por mi esposa. Es lo único que usted puede hacer. Ya ve, esa muchacha, solo ha recurrido a sus creencias para intentar ayudar a mi esposa.

III

Nueve meses después, el señor Rius fumaba uno de sus cigarros en el saloncito donde su esposa y Estrella  pasaban las tardes. Las ramas de manzano crepitaban en la chimenea que desprendía un calor grato y reconfortante. En ese momento, las dos mujeres merendaban un chocolate caliente con picatostes.

Recuperada, aunque aún pálida y con ojeras, comenzaban a borrarse, del rostro de la enferma, las huellas del tormento y la miseria espiritual a la que había estado sometida. Los cuidados recibidos, una dieta adecuada y la administración de los remedios recetados por el Doctor Clotard, le habían devuelto el brillo a sus cabellos y cierta lozanía a su piel y habían ayudado a restituir su anterior belleza,su porte elegante y encantador. Sin embargo, tendría que pasar mucho tiempo para que pudiera considerarse completamente curada. Aún se producían pequeñas recaída aunque cada vez más débiles y distantes en el tiempo.

El señor Rius dio una calada al tabaco y contempló el jardín complacido. Los árboles empezaban a exhibir sus primeros brotes, la naturaleza despertaba del letargo invernal y los días se  alargaban, cada vez más luminosos y cálidos. Expulsó el humo esperanzado, sintiendo que también  sus vidas se renovaban, que la felicidad  se arraigaba de nuevo en la casa.

El Doctor Clotard, tras un tratamiento prolongado y con ayuda de los nuevos avances en el terreno de la psiquiatría,  consiguió finalmente controlar la enfermedad y estabilizar a la paciente, logrando que pudiera disfrutar de una vida casi, casi normal.

El Doctor Clotard dedico todos sus conocimientos a investigar sobre esta extraña y rara patología. La exhaustiva  documentación aportada sobre los diversos caos tratados  le llevaron a describirla con el nombre de «Déliré des Negations«. En nuestros días, sin embargo se la conoce como el  «Sindrome de Clotard».

Pero esa, queridos lectores, es ya otra historia.

Oda a la inmortalidad

— Margaret…— Gritó Edward desde el piso de arriba.

—Cariño, tengo que colgar—dijo Margaret en un susurro—Cuídate mucho, mi amor. Sabes que mamá te quiere.

 Apuró el café,  que se le había quedado frio en la taza y subió, con paso cansino, las escaleras.

Edward estaba terminando de vestirse. Margaret observó la torpeza con que intentaba hacerse el nudo de la corbata.

 — ¡Anda, deja que te ayude! 

— ¿Con quién hablabas?— le preguntó Edward.

—Con Amy… —dijo, la vista fija en el nudo y en sus manos, que empezaron a temblar ligeramente.

—No quiero que hables con ella. Dile que no vuelva a llamar— Margaret observó como la nuez prominente de Edward subía y bajaba. — ¿No te habrá pedido dinero?

—Pero, qué dices, Edward. Amy solo quería hablar. Para ella no es fácil está situación.

—Pues es la que se ha buscado. Nadie dijo que la vida lo fuera.

—Amy es nuestra hija, debería preocuparte lo que le ocurre.

— Amy ya no es mi hija, Margaret. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo¡ Dejó de serlo el día que salió por esa puerta — apartó a Margaret con un movimiento brusco y se puso la chaqueta de pana marrón—Amy ha sido para mí una  gran decepción, una  detrás de otra y para rematar sale con esa porquería, esa perversión. ¿Qué esperas que haga, que me ponga a dar saltos de contento?

— Espero que intentes comprenderla. Que te pongas en su lugar—dijo Margaret—. El mundo ha cambiado. Cosas que hace veinte años  nos parecían escandalosas hoy son normales. Por favor Edward no te cierres en banda. ¡ Hazlo por mí!

— ¿Qué quieres que haga, qué quieres que comprenda?  Soy demasiado mayor para cambiar. Me gustaba cómo eran las cosas antes, cuando todo estaba en su sitio… Lo que hace tu hija es anti natura y por favor, no quiero hablar más de esto. Conseguirás que te deteste.

—Ese es el problema— A Margaret le falló la voz pero logró sobreponerse y acabar lo que tenía que decir. — A quien en realidad detestas es a ti mismo y eso hace que detestes a todo el mundo.

Edward salió dando un portazo y la dejó sola. Margaret se quedó allí, indignada frente a la puerta abierta del armario. El espejo de cuerpo entero le devolvió la imagen de una mujer mayor, arrugada y curtida por la vida del campo. El pelo empezaba a volverse canoso; la espalda se encorvaba bajo la bata de franela de cuadros y sus piernas desnudas estaban sombreadas de venas azuladas.

Cuando escuchó el coche alejarse por el camino de tierra, Margaret entró en la habitación de su hija y la recorrió con nostalgia. Al principio, cuando se marchó, solía subir y se sentarse en la cama y exhalaba el  aroma que impregnaba las ropas y las cosas que Amy había dejado atrás. Un aroma que se iba atenuando poco a poco hasta que acabaría extinguiéndose por completo.

En el salón, reparó en que la foto de Amy estaba tumbada boca abajo en la repisa, junto a la de David.  La colocó bien y paseó la mirada por los muebles viejos y anticuados, por  el tapizado desvaído y sucio del sofá. Fuera, la ropa tendida se secaba al sol. Las moscas revoloteaban en el aire que transportaba un ligero olor a estiércol  y a tierra mojada. Se calzó las botas de goma, se puso una chaquetilla,  cogió el cubo y  se dirigió al establo  donde Nelly la recibió con un mugido alegre. Margaret acercó un taburete de madera  al trasero de  la vaca y se frotó las manos para calentarlas antes de comenzar a ordeñar.

Últimamente, sus pensamientos volvían, una y otra vez, al tiempo que pasó en Dublín. La época dorada de su juventud.  El Padre O’Neill  le había conseguido trabajo en una residencia de ancianos  y una habitación compartida, con baño en el pasillo,  en una pensión para muchachas católicas. Margaret quería ganar el dinero para completar su ajuar antes de casarse con Edward.

Durante algún tiempo su compañera de cuarto había sido una chica escocesa llamada Adele.  Era tan nítida la imagen que conservaba de ella en su cabeza… Le parecía  ver sus ojos miopes de un color azul claro,  ojos francos e inteligentes, que miraban con intensidad a través de unas gafas de montura metálica; los dientes, blanquísimos, se los lavaba tres veces al día; el pelo espeso y ondulado de un hermoso tono rojizo. Intentó imaginar cómo sería ahora su vida  en Inverness, desde donde le había llegado su última carta, hacia ya muchos años. Se preguntó cómo sería su casa, si se  habría casado, si tendría hijos…

 Adele había sido su amiga, una amiga verdadera. Había mostrado un interés real por ella;  la había escuchado y proporcionado el apoyo y la protección que necesitaba en aquellos momentos. Era una muchacha divertida y alegre, aunque también algo reservada. A veces le parecía entrever una veladura de tristeza en sus ojos. Intuía  que había vivido mucho para su edad, que  sabía muy bien lo que era la vida. Los chicos, se dio cuenta enseguida,  suspiraban por Adela pero ella no parecía demostrar demasiado interés por los chicos.

Algunas noches se descubría mirándola  mientras se desvestía para acostarse. Examinaba, con una curiosidad casi clínica, cada parte  de su cuerpo a medida que las iba descubriendo: los dedos de los pies; los pies, blancos y delicados; los tobillos finos; los muslos y el estómago plano; la cintura estrecha que imaginaba podía abarcarla  con las dos manos; los pechos generosos coronados por unas aureolas rosa pálido. Adele era desinhibida. Tenía un cuerpo estilizado y hermoso, muy diferente  al de Margaret, de color cetrino, más curtido y voluminoso, un cuerpo que  encontraba vulgar y del que se avergonzaba.

Un día, Adele la había encontrado peleando con el lápiz y el papel, en un  intento de escribir una carta a Edward. Apenas sabía escribir y contaba lo justo. Su padre siempre había considerado la escuela como un desperdicio. Era mejor que trabajara y aprendiera a llevar una casa.

Adele se ofreció a ayudarla y a  partir de ese día, se encargó de escribirle. Al principio Margaret  se había sentido  turbada. Celosa como  era de su intimidad,  recordaba el pudor con el que le dictaba las primeras cartas, y la vergüenza que sintió cuando le enseñó la foto de Edward.

Un día estaban sentadas muy juntas, sus rostros serios y concentrados sobre el papel de escribir. Los cabellos rojos, colgaban en mechones ondulados sobre la frente de Adele. Una especie de vínculo las unía en aquella proximidad. Margaret podía oler el champú herbal de Adele, la calidez que desprendía  su cuerpo junto al suyo. Entonces, Adele había levantado la cabeza y la había mirado con una expresión que no había visto nunca en sus ojos. Antes de que Margaret pudiera decir nada, Adele había acercado su boca a la suya y la había besado. Ella no se movió. Sintió la lengua de Adele intentando abrirse camino en su boca y entonces extendió el brazo y la rechazó.

—No creo que…—Acertó a balbucear

— ¡Oh, perdóname Margaret! — El rostro de Adele se cubrió de rubor. No sabes cuánto lo siento. —Dijo,  avergonzada. —Esto no debería haber ocurrido nunca.

Aquella noche, Margaret había permanecido acostada escuchando la respiración de Adele y la suya propia en la oscuridad. Estaba desconcertada. Aún le parecía sentir el calor de los labios de Adele en los suyos y la tensión acumulada durante el día concentrada en el bajo vientre, Su mano se deslizó entre sus piernas y durante un instante, la aprisionó allí como si quisiera detenerla y luego empezó a moverla, y se acarició pensando en Adele y todo fue muy fácil, y terminó muy rápido.

Una tarde de domingo, habían ido al cine a ver « Esplendor en la hierba». Margaret se había sentido especial comiendo palomitas y viviendo aquella historia de amor imposible como si fuera la suya propia. A veces, con los ojos húmedos, miraba de soslayo  a Adele y veía, reflejadas en su  rostro, las coloridas sombras de la pantalla. Adele que había notado su emoción, le había  cogido la mano y apretado con fuerza y así habían permanecido durante todo la proyección.

Nathalie Wood, estaba tan hermosa, tan elegante con aquel vestido blanco en la escena final. Parecía una novia  y Warren Beatty…  le dolió verlo convertido un sucio granjero lleno de grasa. Pero lo que realmente la dejó sin aliento, lo que la noqueó, fue la imagen de la esposa italiana asomada a la puerta con el vientre hinchado, una mujer vulgar con la que se identificó. Fue algo muy vivido,  un reflejo real  de la vida que le esperaba junto a Edward.

La noche era húmeda cuando salieron del cine. Margaret  se llenó los pulmones de aire y agarro a su amiga del brazo.

— ¿Sabes? Dijo Adele  mientras echaban a andar por la acera casi desierta— Esta era la película favorita de mi madre. Cuando era pequeña me llevo a verla. Recuerdo sentirla sollozar durante toda la proyección. Cuando se encendieron las luces, tenía los ojos irritados y vacuos. «No pasa nada —intentó tranquilizarme—. Soy una tonta, cariño, una tonta y una sentimental». Yo era demasiado pequeña para comprender, para  entender que aquellas lágrimas que disfrazaba de sensiblería eran lágrimas de dolor, de  un dolor que en aquellos momentos era mucho más fuerte que su esperanza. Sabes, mi padre nos abordonó siendo yo una niña. Apenas le recuerdo. Mi madre se negaba a hablarme de él,  me crio sola. No tuvimos una vida fácil…

Entonces había comenzado a recitar, con una voz cargada de emoción, los hermosos versos de la «Oda a la inmortalidad» de William Wordsworth,  los mismos  que Nathalie Wood recitaba para la clase, en un momento particularmente dramático y emotivo de la película.

«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo. (…)

.«El poeta habla del paraíso perdido— dijo mirándola con los ojos brillantes—de la nostalgia del pasado, de lo que pudo ser y no fue. Habla de aceptar que la vida es tomar las cosas como vienen, atesorar la felicidad y los momentos de dicha vividos, porque eso nunca nos podrá ser arrebatado.»

Qué fuerza,  què belleza encerraban aquellos versos, pensó Margaret. Una fuerza, una  belleza que sintió condenadas a desaparecer. Experimentó hacía Adele una especie de gratitud  infinita; el impulso de abrazarla,  de suplicarle  que la salvara. Porque sentía que Adele tenía el poder de transformarla y que sin ella, estaba condenada, como lo estaba aquella mujer de la película  a una vida  gris y descorazonadora.

Pero entonces había caído una gota y otra y luego otra y, en cuestión de segundos, el cielo se había nublado, y la lluvia  llegó con tanta fuerza que corrieron a  resguardarse bajo una marquesina y el momento pasó. Margaret recordaba el agua gotear, como lágrimas, por los cristales de las gafas de Adele  y en aquella confusión se había preguntado qué tipo de sentimiento era aquel, que nombre tenía lo que estaba sintiendo y a su cabeza había acudido la palabra «amor». Y eso la había desconcertado

El sonido de la leche, al salpicar en la paja, le trajo de nuevo a la realidad.

El cubo humeaba cuando salió al patio. El cielo se había cubierto de nubes y un vientecillo frio hacía ondear la ropa de las cuerdas.

Margaret  volvió al pueblo convencida de que aquel era su sitio. Al fin y al cabo solo era una   sencilla chica de campo. Se casó con Edward porque era lo que tenía que hacer, lo que se esperaba de ella. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudiera decir que no. El si ya estaba ahí, esperándola a su regreso.

Le había costado adaptarse a la vida solitaria de la granja, apartada del pueblo, aunque cercana a una de las pocas carreteras que conducían a él. Allí,  Edward se había ido revelando como una persona socialmente hostil, siempre nervioso y propenso al enfado. Si las cosas no se hacían a su manera, si se le llevaba la contraria, enseguida se sentía ofendido. Con tal de evitar problemas, Margaret había acabado plegándose  a sus deseos y convertida en una mujer  obediente y solicita.

No eran un matrimonio feliz. Margaret, que  nunca había demostrado demasiado interés en el sexo, era lo suficientemente intuitiva  para adivinar que el juego amoroso debía consistir en algo más que los movimientos torpes e invasivos de Edward. Sus besos eran rudos y ásperos, cuan diferentes a los delicados labios de Adele. Si alguien le hubiera preguntado qué era un orgasmo, se habría puesto colorada y no habría sabido que contestar. Recordaba el cosquilleo, el placer que experimentó aquella noche que se había tocado con Adele durmiendo en la cama de al lado. Suponía que eso era lo más parecido a un orgasmo, porque con Edward nunca había sentido nada.

En aquel ambiente, solitario y a veces hostil,  habían nacido sus hijos, primero David y dos años más tarde Amy. Durante su infancia no habían conocido más distancia que la que se podía andar a pie. Sabía que para Amy no había sido sencillo todo aquello. Era una chica introvertida, siempre deambulando por ahí manteniendo, al igual que su padre,  las distancias con la gente. Siempre con una navaja en el bolsillo, un cuaderno de dibujo y sus ceras de colores. 

Al terminar la primaria David y Amy  empezaron  el instituto en Ballon.Les habían comprado unas bicicletas para cubrir los 8 km. que debían recorrer cada día. Amy adoró su bicicleta, iba a todas partes con ella, hiciera el tiempo que hiciera. David sin embargo, abandono rápidamente  la rutina de las clases y dejó los estudios, cosa que  no preocupó a Edward en absoluto. Encontró empleo en un taller de reparación de automóviles y se casó con la hija del propietario y ahora era dueño de su propio negocio. Amy en cambio se aferró al instituto como a una llama ardiendo. De repente se la veía feliz. Su aspecto cambió. Empezó a vestir con vaqueros y zapatillas  y un día los sorprendió a todos saliendo del baño con el pelo corto y su hermosa melena, convertida en una coleta de pelo muerto. Edward había montado en cólera. Dijo que parecía un marimacho; que el pelo de una mujer era su gloria y que le prohibía terminantemente  que volviera a cortárselo.

Quizás ese fue el comienzo de todo. Amy, que  se había criado a la sombra de una historia complicada, ahora se sentía parte de algo. Participaba activamente en las funciones de teatro y en la construcción de los decorados para las obras. Y allí encontró su lugar. Cuando acabo el instituto tenía claro que sería escenógrafa.

Ahora se había ido. Vivía en la ciudad con una mujer. Y Edward la culpaba  de todo, Incluso cuestionaba el hecho de que le hubiera dado el pecho durante demasiado tiempo en la infancia. Como si eso tuviera algo que ver con la inclinación sexual de Amy. Margaret se había pasado la vida  cubriendo las necesidades de su marido, pensando que de esa manera beneficiaba y protegía a sus hijos, sobre todo a Amy, pero ahora se daba cuenta de su error. Sentía que le había fallado a Amy, que no había estado a su lado lo suficiente y eso era algo que aún  le escocía y que había hecho  que se sintiera mal  consigo misma, aunque eso no importaba. Sentirse mal se había convertido en su estado natural.

Todo aquello, sin embargo,  había provocado en Margaret una especie de catarsis. Después del terremoto se había sentido fortalecida y extrañamente emocionada. Era  como si un aire purificador, antiséptico, lo hubiera arrasado todo. Ya no le importaba lo que pudiera pensar Edward ni la gente del pueblo con su mentalidad antigua. Allá ellos con sus rancios prejuicios, Ella había visto otro mundo, había vislumbrado otras vidas y se sentía feliz por Amy, feliz de que eso hubiera dejado de bloquearla, feliz  de que pudiera vivirlo con naturalidad, porque durante muchos años había estado muy sola, muy perdida. Margaret había visto en sus ojos un dolor, que allí no tenía salida, ningún resquicio por donde poder escapar y ahora, Amy era feliz. Sus ojos brillaban y su voz sonaba con una fuerza y determinación que antes no tenía.

Cuando Edward volvió del  pueblo, Margaret notó el alcohol en su aliento. Como cada tarde después de comer, se sentaron junto a la chimenea, donde empezaban a amontonarse las cenizas, a ver las noticias de la BBC. Habían comido en silencio, un silencio incomodo que Edward había roto, durante solo un momento, para espetarle a la cara: « Acuérdate de lo que te digo. Amy  fracasará, destrozará su vida, acabará cayéndose a pedazos y tú te quedarás con cara de boba». Ella no contestó, le miró y pensó que era patético, que ambos eran patéticos, dos personas deprimentes.

Margaret sacó la labor y empezó a coser un agujero en los gruesos calcetines de lana de Edward,mientras este dormitaba en el sofá. Eran los calctines que le había regalado Emma, la esposa de David en su último cumpleaños. Notó que Edward olía a sudor y que tenía una mancha reciente en la camisa y pensó en la cara de Emma si lo viera con ese aspecto descuidado y sucio.

Estaba en la parte trasera de la casa peleando con las sabanas y el viento. Recogía la ropa de las cuerdas cuando escucho el ruido del motor de un coche. Margaret entró en la cocina y se acercó a la ventana. Edward y David hablaban en el porche.  «Cada día se parecen más» pensó Margaret. David era una versión joven de su padre. Entre ellos siempre había existido una conexión especial, un círculo de entendimiento del que ella y Amy habían sido excluidas. Últimamente, Edward  representaba ante su hijo el papel de sufrida víctima y había conseguido ponerlo de su parte. Se apartó de la ventana. Imaginaba de qué podían estar hablando y estaba segura que si salía al exterior, ambos callarían y la mirarían como si fuera una intrusa. Pero eso que ya no le importaba.

Por la noche, cada uno se acostó en su lado de la cama. El colchón se venció  hacia el  de Edward cuando esta apagó la luz y le dio la espalda. Permanecieron quietos haciendo creer al otro que dormían mientras, en el exterior, el viento silbaba y agitaba las hojas de los árboles. Estaban tan juntos y a la vez tan lejos el uno del otro…

—No le cortes las alas a tu hija. Déjala vivir, déjala que se equivoque y que aprenda de sus errores.— Dijo Margaret con la mirada perdida en la oscuridad. — Eso es lo que la hará crecer y enriquecerse. No hagas que cargue con tu frustración y con tus prejuicios. Voy a ayudarle, Edward, quiero que lo sepas. Voy a hacer por mi hija todo lo que esté en mis manos. No importa lo que pueda ocurrir, voy a estar siempre ahí, para todo. Y cuando digo todo, es «todo».

Suspiró y cerró los ojos. «Adele…» musitó, embargada por una dulce melancolía. «Lo que pudo ser y no fue… La resignación en la renuncia. Aceptar que la vida es tomar las cosas como vienen, atesorar dentro de nosotros la felicidad y la dicha vivida…»  Como si fuera una plegaria, empezó a recitar mentalmente aquel poema. Ahora, por fin ahora, lo alcanzaba a comprender.

«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.»



El polvo y la ceniza

                            “El me derribó en el lodo, Y soy semejante al polvo y la ceniza”.(Job.30:19)

Cuando era pequeño creía literalmente que Dios era tan poderoso, que podía sostener la tierra en la palma de su mano y que la oscuridad de la noche, llegaba cuando se cansaba y se guardaba el mundo en el bolsillo del pantalón.

Mi madre solía contar que, cuando me llevaba en su vientre, una voz le había dicho que yo tendría vocación, que sería sacerdote. Desde que tengo uso de razón me recuerdo leyendo la biblia  y aprendiendo de memoria los versículos que luego mamá me hacía recitar, como si fueran canciones,  delante del Padre M., su consejero espiritual y rector del seminario donde ingresaría al cumplir los doce años y del grupo de beatas que la visitaban todos los jueves por la tarde. «Este niño es un santo»,  decían ellas mientras el Padre M. me revolvía el flequillo con aprobación. Y mi madre siempre respondía lo mismo: Natán será mí ofrenda a Dios.

A mi madre solo le faltó envolverme para regalo el día que me puso bajo la tutela del Padre M. e ingresé en el seminario menor. Dijo que el Padre M. velaría por mi fe y mi vocación y la verdad es que no me importó dejar mi casa. Tan solo lo sentí por mi hermano Benjamín que se quedó solo, sin el referente que era yo en su vida.

No recuerdo como empezó todo, cuando los paseos entre árboles y piedra venerable, los momentos de recogimiento y lectura de la biblia, las  charlas fraternas derivaron en tocamientos y sexo oral. Un día la mano del Padre M., la misma con la que me acariciaba el pelo y me daba palmaditas en la espalda; la misma con la que, en el sacramento de la comunión, me ofrecía el cuerpo de Cristo, se había posado sobre mi muslo y había ido avanzado, de forma casi natural, hasta mis genitales. Cuando eso ocurrió  fue como si de repente todo se quedara congelado. Contuve la respiración y no me atreví ni a mirar. Recuerdo que el estomago se me contrajo y se me secaron los labios pero no dije nada, no opuse resistencia y, mientras su mano se movía,  empecé a sentir  un cálido cosquilleo dentro del cuerpo y noté que «eso» se despertaba. Dejé que el Padre M. me  lo hiciera  con la mano y luego con la boca, y más tarde, yo hice lo mismo cuando él me lo pidió. Y lo hice porque sabía que no podía negarme, porque le quería y  confiaba en él y lo único que deseaba era su amor y su complacencia y también, debo reconocerlo, porque me gustó. 

Ese día empezó mi aprendizaje, la formación de mi carácter para llegar a ser un buen sacerdote. El Padre M. se convirtió en mi pastor y yo en su perro fiel. Decía que lo que hacíamos no era sexo, que era solo una expresión del amor incondicional que nos ataba el uno al otro; una especie de comunión que enriquecía nuestro conocimiento mutuo y nuestra intimidad. «Al amor le sucede lo que al fuego, cuanto más se comparte más se tiene.» Y nuestro amor, se fue convirtiendo con el tiempo en un fuego que quemaba. Un  día hizo que me diera la vuelta y le mostrase mis nalgas desnudas. Las flageló con un látigo corto, de cuerda trenzada, hasta que me ardieron y luego se  puso detrás de mí y empezó a presionar. Aquello me dolía y quise que parara, pero no me hizo caso y siguió empujando y las lágrimas se me saltaron y grité de dolor cuando con una acometida violenta, venció la resistencia de mi esfínter y me penetró. Ese día avanzamos a un nivel superior. Ese día me colocó un cilicio; lo ató alrededor de mi muslo y apretó hasta que los pinchos me mordieron y mi carne comenzó a llorar sangre. «El dolor limpia y purifica. Es el camino para alcanzar un estado de éxtasis, de comunión con Dios. Este dolor voluntario te une a Jesucristo y al sufrimiento que él aceptó para redimirnos del pecado».

Durante los años siguientes, fueron dos las cosas que tuve claras sobre mí mismo: Que yo le pertenecía al Padre M. y que el Padre M. me pertenecía a mí.

Y de repente, un día, el Padre M.  empezó a comportarse de forma extraña, a mostrarse frio y distante conmigo y nuestros encuentros comenzaron a espaciarse de forma repentina. Yo no hacía más que  preguntarme el porqué de esa actitud, qué había hecho yo mal, en que le podía haber fallado, hasta que le descubrí mirando a un chico nuevo y vi como el fuego ardía en su mirada y supe que deseaba a aquel niño. Supe que había encontrado un nuevo cachorro.

Pasé horas apostado en un hueco de la escalera vigilando  la puerta de las habitaciones privadas  del Padre M. hasta, que por fin, les vi salir. La actitud reservada y taciturna del chico y las miradas que intercambiaron en  el pasillo confirmaron todas mis sospechas. Comprendí  que el Padre M me estaba traicionado; que estaba ensuciando todo lo hermoso que existía entre nosotros y eso no estaba bien. Y me sentí mal, terriblemente mal y celoso como una jovencita despechada. Recuerdo que mi cabeza empezó a bullir y me embargó tal sensación de vértigo que  tuve que agarrarme al pasamano de la escalera para no caer mientras  las paredes empezaban a girar a mí alrededor como un tiovivo. Cuando  finalmente conseguí calmarme, corrí al lavabo y me mojé la cara con agua fría y entonces, la puerta de uno de los  excusados se abrió y el nuevo cachorro del padre M. salió  y vi que estaba temblando y que había llorado.

El Padre M. me había rechazado, me había abandonado y elegido a otro. « No voy a lamerme las heridas, me dije. Puedo atacar,  puedo morder…».

Aquella misma noche, me levanté sin hacer ruido y fui  a la habitación común donde dormía mi rival. Eran los celos y el deseo de venganza los que me llevaban hasta allí, pero cuando me acerqué  y aparté las sábanas y me incliné sobre él; cuando me miró con aquellos ojos anegados en sueño, me pareció que era a mi hermano Benjamín a quién veía y tuve un fogonazo de cuando estábamos juntos, de todo lo que nos había unido. Vi en sus ojos el miedo y la debilidad de Benjamín de pequeño, y tuve la misma sensación física de cuando yo había sido su protector, su guardián.

Sentí pena, pena y compasión por aquel niño, porque solo era eso, un pobre niño indefenso; una víctima  inocente del padre M. ¿Y si él era una víctima?  recuerdo que me pregunté, entonces… ¿En qué me convertía eso a mí? ¿Qué era yo en todo eso?

Y resonaron en mi cabeza los versículos de  Corintios 6:9: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones”. Y también Romanos 1:26-27: “Los hombres, por su parte, en vez de tener relaciones sexuales normales con la mujer, ardieron en pasiones unos con otros. Los hombres hicieron cosas vergonzosas con otros hombres y como consecuencia de ese pecado sufrieron dentro de sí el castigo que merecían”.

Mis nervios se tensaron como cuerdas y un escalofrió de pánico me recorrió; era como si los demonios vinieran a buscarme.

Corrí por los pasillos desiertos hasta la capilla, y allí, a la tenue luz de las velas, me arrodillé frente al altar e imploré al Cristo crucificado. Estaba perdiendo pie y no quería caer. Pensaba que si conseguía formular la oración adecuada, lograría encontrar la manera de controlar el caos, porque todo estaba perdiendo su sentido y sentía que mi  vida se desmoronaba. Recuerdo que aspiré el  aire saturado de la capilla. Un olor de incienso y cera quemada, el olor algo corrompido de las flores mustias. Cerré los ojos y recé con toda mi alma esperando una señal, una prueba,  algo que me salvara. Pero no ocurrió nada. Cuando los abrí  seguía todo igual y estaba solo, solo como nunca me había sentido y de repente, como si se me cayera una venda de los ojo, tuve la certeza de que la imagen del Cristo sangrante clavado en la cruz,  no era más que  un trozo de madera tallada, una ilusión. No había nada divino, nada sagrado en aquella representación, más bien burda, del martirio del hijo de Dios. Si su sufrimiento y su muerte tenían que servir para librarnos de nuestros pecados  entonces había sido en vano, una muerte inútil. Pensé en la  lucha eterna entre el bien el mal, entre el cielo y el infierno, y el cielo se me representó como una imagen abstracta, mientras que la forma del mal se tornaba real. Satán era real, lo sentía merodear a mí alrededor,  seduciendo, tentando, corrompiendo las almas de los inocentes.

La verdad se me reveló cruda, casi palpable: solo existía lo tangible, lo que se oye, lo que se ve, lo que se huele y se saborea. Un hombre era solo su cuerpo, un amasijo de carne, huesos y piel en perpetua lucha con su propia naturaleza,  con sus deseos y sus debilidades. Yo no sabía nada de eso, no sabía nada de la maldad real, de la maldad del  padre M. que se me había pegado como si fuera miel y me había convertido en cómplice de mi propio pervertimiento.

Reinaba el caos Me sentía engañado y lleno de ira cuando al día siguiente irrumpí en el despacho del padre M y le vomité todo lo que estaba sintiendo a la cara. Me daba igual lo que pudiera pasar, sentía que tenía que salvar a aquel chico, que quizás salvándole a él me salvaría yo. No podía permitir que el padre M. hiciera con él lo que había hecho conmigo. «Si no le deja en paz, le dije, todo el mundo se va a enterar de lo que está pasando».

El padre M. me miró. Su rostro se  tornó pétreo, inexpresivo, como si lo hubieran  esculpido a cincel. Sus ojos sin embargo, eran de una frialdad que quemaba  y no pude aguantar su mirada. Pero lo que más me fue atemorizo fue el tono tranquilo de su voz, la falta de emoción, el desafecto  con que me dijo:

« ¡Oh, Natán, Natán! ¿Acaso  crees que un corderito puede convertirse en lobo? ¡No se te ocurra amenazarme! Podría aplastarte aquí, ahora mismo, como a una cucaracha. Ten mucho cuidado conmigo, Natán. En la iglesia, el hilo se corta por el lado más fino…»

Salí dando un portazo, el desprecio que sentía avivaba mi rabia y me juré que no volvería a mirarle a los ojos nunca más. No lloré, No me permití sentir pena ni compadecerme. Una idea tomó forma en mi cabeza. Me obligué confinar mis emociones en un lugar profundo para poder pensar con frialdad. No podía permitir que interfirieran en la tarea que me estaba encomendado porque sabía que eso me haría débil y vulnerable.

El padre M bajaba a la piscina todos los días a última hora, cuando el gimnasio estaba ya vacío. Le gustaba nadar pegado a la pared en la zona que hacía pie. La repetición y la costumbre no habían hecho que su estilo mejorara. Se deslizaba con brazadas torpes y pesadas y levantaba  la cabeza para coger aire mientras el agua a su alrededor se movía de tal manera que había momentos en los que rebosaba en el borde y salpicaba las baldosas del suelo. Mi cabeza era una caja de resonancia mientras le observaba sin que me viera. Las palabras que había pronunciado apenas hacía unas horas en su despacho rebotaban  contra las paredes de azulejos y me golpeaban una y otra vez como pelotas de frontón. Le oía resollar como un cerdo  mientras me acercaba con cuidado de no  hacer ruido y me preparaba para saltar por sorpresa sobre él. Confiaba en la ventaja que me suponía que el padre M fuera un pésimo nadador.

Cuando vi la oportunidad salté, le golpeé y empujé bajo el agua. Aproveché la sorpresa para arrastrarlo a la zona profunda. Me sentía fuerte y poderoso. Sentía que los papeles habían cambiado y que, ahora, todo el poder era mío.  Notaba su desconcierto, los movimientos torpes con los que intentaba zafarse pero le agarré con más fuerza y le golpeé con saña y empujé, empujé para que se quedara sin aire y así debilitarlo. El padre M empezó a sacudirse y a tragar agua, se revolvía contra mí intentando escapar pero conseguí colocar su cabeza entre mis rodillas y apretar mientras la aguantaba allí. Temblaba y noté sus espasmos y seguí aguantando hasta que fue perdiendo fuerza y la vida le fue abandonando. Solo cuando se quedó totalmente inmóvil, dejé que volviera flotando a la superficie. Fin y principio. Muerte y resurrección. Me vida adulta, me di cuenta, estaba empezando en ese preciso momento, esa noche.

Todo eso pasó hace ya tanto tiempo que a veces se confunde en mi memoria como si fuera una de esas viejas películas en blanco y negro.

                                                       ********************

En los últimos minutos un gol de R. decanta el partido a nuestro favor. Hemos ganado Algunos padres bajan a felicitar a los chicos y pienso en la imagen lamentable que acaban de dar en las gradas, en los insultos y en toda esa agresividad y violencia contenida. No quiero pensar cómo serían ahora las cosas si hubiéramos perdido el partido.

— ¡Buen trabajo, Chicos!— En los vestuarios choco las palmas y revuelvo el flequillo de alguno de los muchachos  que se felicitan mutuamente y comentan las jugadas mientras se desprenden de los uniformes sudados. Desnudos, los observo ir hacía las duchas entre cantos y risas, totalmente desinhibidos. Algunos, como ese energúmeno de T. hacen ostentación del pene con una especie de narcisismo enfermizo. Los conozco bien a todos. Qué diferencia de los tiempos de mi infancia, me digo, cuando el cuerpo era algo sucio y pecaminoso.

La atmósfera del vestuario  está ahora húmeda y viciada. Aún resuenan las voces de los muchachos cantando bajo las duchas. Los  ecos de sus risas y pisadas se alejan  por el pasillo mientras paseo la mirada por la sala vacía; por las taquillas metálicas y los bancos de madera; por el suelo de cemento salpicado de huellas de agua. Hay un olor espeso. Olor  de jabón, de cuerpos sudados y calcetines sucios. Ese olor se mezcla con mi propia transpiración y hace que me sienta sucio… que mi mente se confunda.

Mi mano comienza a moverse dentro del pantalón de chándal mientras las imágenes de los chicos son flashes que se disparan en mi cerebro. La boca grande de S. que se ríe con el  pelo mojado y húmedo sobre la frente. P. secándose con la toalla. El pelo rubio, oscurecido por el agua, la piel rosada, las nalgas y los glúteos redondos y duros. Los muslos rotundos y fuertes de F., el pene orgulloso y desinhibido coronado por un vello suave y pajizo…

Es un movimiento rápido, el que imprimo a mi mano, un movimiento apresurado, mecánico.  Mi respiración, contenida, se rompe en un gemido y una mueca de dolor contrae mis ojos. Mi boca se abre y exhalo el aire, como si fuera un fuelle, cuando eyaculo dentro del calzoncillo de algodón.  No hay nada hermoso, nada placentero en  este semen derramado. Se trata tan solo de una tregua, de algo que hay que hacer para proteger a los inocentes.

Lo que ha sido de Elsa

Foto Ouka Leele

Está lloviendo cuando salimos del cine.

Marta mira hacia la calle mojada y luego me señala con un gesto de fastidio sus preciosos zapatos de ante Jimmy Choo de quinientos euros.

—No te preocupes— le digo—. Espera aquí, voy a buscar el coche y te recojo.

 La dejo a cubierto bajo la marquesina del cine. Me subo el cuello del chaquetón y enfilo la Gran Vía en dirección al parking.

La acera está plagada de mendigos empapados, pero yo no los miro. Paso por su lado como si no existieran, como si no fueran personas de este mundo. Al llegar a la esquina de Callao, cuando me dispongo a cruzar, algo atrae mi atención. Es algo magnético, una especie de vibración perturbadora lo que me recorre el cuerpo de arriba abajo, cuando mi mirada se cruza con la de la mujer que se refugia de la lluvia bajo un soportal, junto a la puerta de la cafetería Manila. Una yonqui, me digo, otra sin techo. Esta calada hasta los huesos, y noto el temblor y la fragilidad de su cuerpo bajo la ropa empapada. El pelo se le pega a la cara y enmarca un rostro demacrado y exhausto desde el que me mira con ojos vacios; unos ojos arrasados y carentes de cualquier emoción; unos ojos que reconozco y que me trastornan.

No me detengo. Atravieso la calzada sin esperar a que el semáforo cambie a verde y corro, sin importarme ya la lluvia, en dirección a la Plaza de la Luna. Mis zapatos se hunden en los charcos y rompen los reflejos que la luz de las farolas proyectan en ellos.

Estoy temblando. Mi corazón es un latido grave y profundo; mi pulso, un potente  redoble  en la sien. ¡Dios mío, es Elsa! No puede ser, me digo, es imposible. Pero sé que es ella. Lo he sentido en la sangre, en el rubor que me quema la cara como una vaharada caliente de vergüenza y de culpa ¿Cuántas veces me habré preguntado que habría sido de ella? Algo me atenaza por dentro,  la mordedura de un dolor antiguo.

Y de repente, los recuerdos están ahí, acuden a mi mente como en cascada: Malasaña, la Sala el Sol, el Penta… El amargor de la raya de coca que me acabo de meter en el lavabo. Su cuerpo largo y esbelto, casi sin formas, como  de chico. Los pantalones ajustados dibujando los contornos de unos muslos y un culo perfectos. La camiseta rosa desteñida y la gargantilla con tachuelas que le ciñe  el cuello. El pelo que le azota la cara cuando mueve la cabeza al ritmo de la música. La boca grande,  los labios pintados de un color oscuro, creo que morado y el maquillaje medio corrido de niña mala.  Todo eso me viene a la cabeza: la primera vez que la veo. Su aliento huele a chicle de fresa y a ginebra, dulce y ligeramente agrio. Esa noche la acompaño a su casa, una buhardilla  pequeña y recalentada por la zona de Alonso Martínez. Recorremos el espacio que lleva de la puerta hasta su cama comiéndonos la boca e intentando desembarazarnos de la  ropa de forma torpe y apresurada. Hacemos el amor con una intensidad, con una urgencia hasta entonces desconocidas. Más tarde salimos, a través de una ventana,  al tejado del edificio  y nos quedamos allí, desnudos en la tibieza de la noche, escuchando a China Crisis apenas sin hablar y,  con los primeros acordes de Black Man Ray, ella entra y  vuelve a salir con una cajita de la que saca papel de plata y un mechero y nos  fumamos un chino muy juntos y nos quedamos colgados del reloj de la telefónica que despunta con su dígitos azules por sobre los tejados, y no nos damos cuenta de que nos hemos dormido hasta que nos despierta la luz del sol y el graznido de los pájaros.

Somos tan jóvenes, tan afortunados… Tenemos todo por ganar, apenas nada que perder. Giramos  en una órbita propia  donde todo está permitido. ¿De qué tenemos que preocuparnos? Ponerse hasta el culo es normal.  Puedo permitirme jugar con las drogas, me digo. Asomarme al abismo porque sé que si no me gustan las consecuencias puedo dar marcha atrás y volver al punto de partida, a la casa de mis padres en  Puerta de Hierro, a la seguridad de mi vida de niño bien. Es solo un juego, un juego temerario pero controlado, pienso y lo creo. Anfetaminas y coca para subir. Heroína y Rohypnol  para bajar. Equilibrio perfecto.

Y de repente, estoy liado en una maraña de hilos que me atan a ella, inmerso en la vorágine que es su vida sin que ni siquiera haya tenido que moverme. Elsa es la luz, es el aire, es el pulso constante de la ciudad por la que nos movemos como si fuéramos los protagonistas  de cada exposición, de cada concierto, de cada inauguración  a la que asistimos. Nos metemos de todo, alargamos las noches hasta que no dan más de sí y terminamos, invariablemente, con un polvo y con un chino para poder, al fin, dormir.

Elsa es tan hermosa, tan especial… Elsa pinta y hace collages que expone en alguna que otra galería; Elsa desfila con Manuel Piña y Francis Montesinos; Elsa posa para fotógrafos como Javier Vallhonrat o Alberto García Alix;  Elsa hace estampados en telas que sus amigos diseñadores convierten en vestidos, piezas únicas que venden a precios estrambóticos… Elsa conoce a todo el mundo, y todo el mundo cree conocer a Elsa.

Cada  noche, cuando se queda dormida, yo le retiro el cigarrillo de entre los dedos y escucho su respiración sosegada mientras recorro con la yema de los mios  sus tatuajes, tan extraños en esta época, donde no está de moda dibujarse el cuerpo. Son algo misterioso, excitante… Me parece percibir,  bajo la tinta oscura, todos los secretos que guardan. Fragmentos de una vida desconocida, de otra Elsa que se me oculta a mi conocimiento. 

Otra Elsa, que el nuevo día me devuelve taciturna y apática. Una Elsa ausente, infeliz, que solo después del aguijonazo de la primera raya, se libera de todos sus demonios, sean los que sean. Son las drogas las que me la devuelven, las que la colocan en un lugar donde volvemos a conectar  para luego, devolverla otra vez a ese otro sitio donde solo ella puede ir.

Esa otra Elsa oculta, bajo el lio de brazaletes y pulsera que adornan su muñecas, dos pálidas cicatrices de las que no quiere hablar.« Es mejor no abrir esa botella y arriesgarse a que el genio se escape», me dice cuando le pregunto. Estamos muy juntos en ese momento, mi cara casi pegada a la suya. Yo respiro su aliento y ella respira el mío. Entonces le cojo las manos,  beso los suaves surcos rosados y siento su pulso en mis labios y ella me acaricia la cara, me acaricia y me besa el pelo y cuando levanto la cabeza sus ojos, frente a los míos, están tan cerca que siento el cosquilleo de sus pestañas y sé que, en este momento, nos entendemos de una manera que no necesitamos expresarla con palabras.

Así son nuestros días.

Ahora veo a Elsa hecha un ovillo en el sofá. Fuma con el rostro oculto entre los brazos. El lienzo en el que ha estado trabajando está rajado, sobre el caballete, como un sacrificio, una ofrenda a la luz que entra por la claraboya del techo. El silencio es profundo, insoportable… Yo la miro, me siento a su lado y la acaricio, pero no digo nada. «No puedo evitarlo», dice finalmente rompiendo el silencio a la vez que se incorpora y apaga el cigarrillo. «No puedo hacer nada, no tengo elección. A veces siento dentro de mí un vacio tan negro, que ni siquiera las drogas consiguen que deje de doler y entonces siento el deseo incontrolable de acabar, de destruirlo todo, de destruirme….».

En el fondo de un cajón hay cajas y cajas de  Haloperidol (Haldol®). Haloperidol,  leo en el prospecto, posee un claro efecto antipsicótico con una marcada acción sobre los síntomas de la psicosis, sobre todo, delirios y alucinaciones… Debe administrarse en pacientes con Esquizofrenia crónica que no respondan a la medicación antipsicótica normal… Cierro el cajón. No quiero ver lo que he visto. No he visto nada, no sé qué hacer. ¿Cómo  puedo decirle a  Elsa que lo sé, que sé que está enferma? ¿Cómo puedo decirle que sé que depende de neurolépticos y antidepresivos? Que sé que es una loca certificada, una demente …

Y de repente estoy de nuevo forzando la puerta del baño, el maldito día que la encuentro en la bañera y llamo a los servicios de urgencias. «Diez minutos más, me dice el médico del Samur y no habría podido contarlo». Ese día, mientras espero en la sala del hospital  a que le cosan y le venden las muñecas, comprendo  que todo está perdido. Le han puesto sangre, toda la que ha perdido y cuando puedo verla, aparto los tubos y me tiendo a su lado. «Duele, dice, no sabes cuanto duele» y yo  empiezo a temblar e intento acallar los sollozos sofocados que me atenazan la garganta, a pesar de la necesidad que tengo de expulsar el dolor a través del llanto largo. Y luego, en el transcurrir de los días, en la tensa normalidad que sigue me doy cuenta de que algo ha cambiado, de que he empezado a guardar la distancia, a alejarme poco a poco de ella por temor a que su autoinmolación pueda, de algún modo, contaminarme.

Yo estaba enamorado de Elsa, de la imagen luminosa de Elsa, pero cuando se me fue revelando tal como era, cuando necesitó  de verdad mi ayuda y mi comprensión, fui incapaz de dársela, me comporte como un cabrón, como un cobarde

De repente me descubro en el parking, intentando abrir la puerta del coche con  manos torpes y temblorosas. No sé cómo he llegado hasta aquí. Siento que soy un farsante, un puto mentiroso que se ha pasado la vida fingiendo ser lo que no soy. Con Elsa fingía; fingía cuando esnifaba una raya; cuando me ponía hasta el culo y me daba por llorar. Incluso cuando pensaba que no estaba fingiendo, fingía. Yo no era como Elsa, no era como toda aquella gente  perdida que  nunca pudo volver a ser lo que habían sido, a tener una vida normal. Yo conseguí sobrevivir aunque ese no es un pensamiento que me consuele.

No puedo dejar que la niebla me atrape, me digo. Así que,  arranco el coche y mientras me dirijo a recoger a Marta pienso que  ¿Quién sabe? ¿A lo mejor algún día la vuelvo a ver, a lo mejor  algún día me la encuentro y puede que hablemos? aunque lo dudo… Puede que vuelva a verla pero ella ya no es Elsa. Elsa no existe. Lo que he visto es solo una forma humana, una vieja carcasa sin esencia… Y pienso que no me gusta el caos en que se convierte Madrid cuando llueve, que no me gusta la lluvia, que no me gusta la tristeza que trae consigo.

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