Widingo

Este relato fue publicado en el blog en Marzo 2019. Os invito a redescubrirlo

La Bahía de Hudson

Mi nombre es Kokyangwuti pero antes fui Winona, hija de Canowicakte, cazador de los bosques y de Antionette, más allá del precio. De mi padre, conservo el sabor vivificante de su carne y su energía fluyendo por mi torrente sanguíneo. De  mi madre el olor  ahumado de la tira de cuero que entrelazaba en su pelo, y el aroma a sal. Hace ya mucho que no están pero sus corazones laten, al unisonó, con el mío.

Todos los años, en el mes de la luna de la rana, cuando la pesca está  en su máximo esplendor, bajo en mi canoa hasta  la desembocadura del rio Albany  a vender las pieles a los hombres blancos de la Compañía de la Bahía de Hudson, allí donde levantaron su campamento hace ya muchas lunas.

Al principio se reían de mí, una mujer que vivía sola, en el bosque, cazando  animales cuando todos los de su tribu se habían ido a las reservas. Pero ahora ya no. Han pasado muchos años. Ahora soy una anciana amarillenta y famélica con un pelo blanco y crespo, que no dejo que nadie toque. Estación tras estación mis pieles siguen siendo las más tupidas y abundantes.

A los Cree que traemos pieles nos tratan muy bien. Antiguamente nos daban harina y azúcar y también ron con el que aflojaban nuestras lenguas. Algunos empezaron a hablar. El ron es un arma furtiva y poderosa… Nuestras historias calaron como una maldición en la mente del hombre blanco. Se contaron las historias sobre personas que comían carne humana, que se convertían en bestias salvajes  que median más de 6 metros y cuya hambre solo podía ser satisfecha con más carne humana lo que acrecentaba, aún más, su avidez. Librarte de una maldición, una vez que se ha apoderado de ti, es como intentar sacudirse una gorda sanguijuela de la mano.

En esta rigurosa tierra  del norte es mejor pasar desapercibida, no llamar la atención. Dejo mi canoa oculta en un recodo del rio. Vendo mis pieles y me aprovisiono de todo lo necesario para el invierno y luego me esfumo, desaparezco. Entonces puedo moverme a hurtadillas, deslizarme entre las sombras y escudriñar los callejones solitarios, observar la vida a través de las ventanas. Hasta mi llega el hedor de las espinas y las cabezas de pescado pudriéndose en las calles; el olor de la comida china mezclado con el de incienso quemado. La  música y las risas que se escapan del interior de los salones.

El espíritu se despierta, no puedo reprimirlo. Olfateo el aire buscando un rastro. Tengo que dejar que salga, que satisfaga  su voracidad…

Todo empezó así

Vivíamos en la ruta de las trampas.

Aquel año el  otoño había sido prometedor. Habíamos capturado muchos patos y gansos, atrapado con lazo cuatro familias de castores, también urogallos y esturiones, pero no conseguimos ningún alce y las ancianas, rápidamente, comenzaron a parlotear que ningún alce, al empezar el invierno, significaba hambre para más tarde.

El tiempo de la luna creciente, cayó. La nieve estaba tan profundamente  asentada que el invierno formaba parte de nosotros.

 Los cazadores empezaron a volver con las manos vacías, congelados y asombrados de la ausencia de animales e incluso de huellas. A los niños nos asustaban sus miradas perdidas. Andábamos todo el tiempo rapiñando comida. Las mujeres pelaban cortezas de alerce para hacer té o escarbaban en la nieve profunda con la esperanza de encontrar algún helecho seco

Siempre  habíamos conseguido sobrevivir en grupos más pequeños, pero esta vez no tuvimos opción.  Algunos hombres se quejaban de que éramos demasiados para que el bosque pudiera sustentarnos. Algunos deberían partir con la familia con la esperanza de sobrevivir. Al final, solamente el testarudo de mi padre, mi madre y yo nos adentramos solos en el bosque,

Caminamos sin tregua. Había muchas huellas que cruzaban la zona: huellas de zorro, marta, lobo, lince y liebre. Las huellas se acababan cerca del acantilado, en el rio donde desemboca el arroyo Wakina. Esa noche, junto al fuego, susurrábamos oraciones que ascendían al cielo con el humo apestoso. Los días siguientes no hubo caza. El bosque era un cementerio helado, silencioso. Mi padre pasó largo tiempo intentando pescar con una cuerda de tendones y un azuelo de hueso. Al anochecer, mi madre le pidió que lo dejara, pero no hizo caso. Bajo la piel de alce, la aurora boreal brillaba con tanta intensidad que me despertaba. El bosque sonaba con extraños aullidos y chillidos, parecía que los arboles estaban reventando de frio, que los lobos aullaban hambrientos.

Por la mañana encontramos a mi padre sentado en la nieve. El fuego se había extinguido hacia horas. Una horrible mueca se dibujaba en su cara. Mi madre lloro la muerte de mi padre con lágrimas que helaban sus mejillas. Yo lo miraba fijamente, en un estado lánguido.

 Esa noche le susurre tenuemente al bosque, para que pudiera oírme, que si resistíamos nos alimentaríamos bien al amanecer.

Los días siguientes salió el sol, y seguíamos vivas pero no hubo comida. Al tercer día cumplí la promesa que  hice de alimentarnos. Con nuestras últimas fuerzas recogimos leña, saqué un cuchillo y lo acerqué a mi padre.

Comimos hasta que nuestros estomago se tensaran como tambores, gotas de sudor resbalaban por nuestra frentes y nuestra mejillas se pusieron coloradas.

Cargamos con la carne que quedaba en un fardo y decidimos volver por el camino helado. Fue durante aquel trayecto que una sombra ominosa me cubrió y sentí que algo me atrapaba. Una sacudida lacerante que me desgarró la carne y se expandió por la espina dorsal quemándome hasta las últimas puntas del pelo, hasta las uñas de los pies. Cuando aquel ramalazo punzante, como afilados cristales de hielo, hormigueó por mis venas sentí una energía renovada, una fuerza  imparable, una lucidez tan poderosa que me estremeció de terror.

Mi madre fue testigo de aquella transformación. Lo supo y durante todo el camino no dejó de escudriñarme, pensativa, aunque de su boca no salió ni un ligero sonido

Avanzamos seguras y con fuerza sobre nuestra raqueta de nieve. La luz del sol nos iluminaba por detrás y los hombres nos miraron con extrañeza cuando nos vieron llegar. Debían preguntarse dónde estaba padre. Los niños nos rodearon nerviosos, famélicos pidiendo comida, Estaban consumidos por la tos y la enfermedad amarilla. Aquel año no habíamos logrado suficientes estómagos de liebre para protegernos, con sus hierbas amargas, de la enfermedad.

Mi madre les contó que padre había muerto. Les hablo de huellas,  huellas que parecían humanas, pero que eran más grandes, con hoyos que parecían clavados en la nieve por garras en lugar de dedos. Huellas de Widingo. Tan solo intentaba salvarse. Supe que ellos lo sabían, pero no me miraron a mí, miraban a mi madre. Ella no era de fiar, a los ojos de los hombres se había convertido en otra cosa. Nos arrebataron el fardo y colgaron el contenido en un árbol, a gran altura, para que los Manitus lo divisaran.

Cuando volvieron a buscarnos, mi madre me escondió. Lo observe todo bajo el manto de alce, silenciosa  como un lince hambriento. Esparcieron cedro triturado por el suelo mientras mascullaban oraciones. Mi madre los observaba con los ojos brillantes y el cuerpo tembloroso. Luego la ataron. Sus sollozos se convirtieron en furiosos gruñidos mientras empezaba a temblar y a retorcerse con tanta fuerza que parecía que iba a romper las cuerdas y a atacarlos. Le pusieron una sabana sobre la cabeza  y apretaron con fuerza su cuello. Sus pies se estremecieron y luego quedaron inmóviles

Fue entonces cuando tuve mi primera visión. Tenía que salir, escapar. Tenía que sobrevivir. Las imágenes del camino se me revelaron nítidas ante los ojos. No había que pensar, tan solo seguir las huellas profundas marcadas en la nieve, las huellas que se dirigían hacia el precipicio que caía sobre el rio. Corrí, volé con los hombres pisándome los talones .El aire me abrasaba los pulmones. Mi respiración era el jadeo sibilante de un animal acorralado.

Al llegar al precipicio salté. Fui lince, fui águila planeando en la corriente de aire. Fui esturión cuando me recibió  el colchón plateado y turbulento del agua. Me fundí con la corriente helada en un solo cuerpo. Millones de gotas en la misma dirección. Cuando al final me retuvo un remanso ya no sabía lo que era. ¿Humano, animal, espíritu, demonio? ¿Tierra, agua, aire, fuego? Lo era todo,  luz y  oscuridad, humo… Tenía que encontrar mi sitio. Sobrevivir a cualquier precio y alimentar a la fiera cuando se manifestase. Ese era mi destino.

Me había convertido en un Widingo. Un espíritu maléfico que devora humanos. Era eso.

Durante

Durante años, las historias fueron lo único que tenía para mantenerme viva.

Mi vida fue esconderme. Cazar, pescar, poner trampas, observar el cielo en las noches claras hasta tarde, prepararme lo mejor que podía durante el corto verano para la llegada del invierno. Días de amarga felicidad. Mis cambios de ánimo me arrastraban como tormentas de verano. Estaba horrorizada y fascinada por aquello en lo que me estaba convirtiendo.

Descubrí que raíces podían curar y cuales mataban.  Aprendí a coser las pieles con el pelaje para dentro para vestirme con ellas. Cuando los mosquitos búfalo amenazaban con enloquecerme, quemaba las ramas verdes de los abetos. Aprendí los lugares del río donde se escondían los peces cuando apretaba el calor y a capturar abundantes castores sin espantarlos para siempre. Aprendí los mejores lugares para colocar las trampas. Me convertí en una cazadora implacable.

Tenía la capacidad de ver pequeños fragmentos del futuro, tanto próximos como lejanos.

A veces, el aire transportaba el aroma que despertaba a la bestia. Alguien se había desviado de su ruta. El  widingo  aparecía exigiendo su tributo y me impregnaba de su  voracidad insaciable. No podía negarme a esa naturaleza y obedecía al instinto. Salía a su búsqueda, de caza.

El fin

Contaban los ancianos que el ser humano continúa residiendo en el interior del Wendigo, más concretamente donde debe estar su corazón.  Yo doy fe de ello. Estoy  atrapada, dentro del  Wedingo en perpetua lucha con él. Me siento vieja y cansada, mis huesos gimen pidiendo una tregua. La única forma de matar a un Wendigo es matando también al humano que hay en su interior. Sé que el momento no tardará en llegar. Lo he visto en mis sueños.

Monster Study

«Thelma dice—: No te pares, no mires atrás.
Yo quiero volverme y mirar al edificio oscuro, pero ella tira con fuerza de mi brazo y seguimos andando de prisa…

«Thelma dice—: No te pares, no mires atrás.

Yo quiero volverme y mirar al edificio  oscuro, pero ella tira con fuerza de mi brazo y seguimos andando de prisa, a través del campo, bajo un cielo oscuro cubierto de nubes.

No sé  qué hora es, quizás muy tarde. No sé a dónde vamos, ni lo que va a pasa. Solo sé que huimos y que tengo miedo.

Antes de llegar al pueblo, Thelma se detiene. Siento su aliento en mi rostro y, por encima de su hombro, veo las farolas que brillan y la estación del tren que parece dormir. Levanta la mano y, por un momento, creo  que va a pegarme pero sólo roza mi mejilla con sus dedos.

—Ahora no llores —dice.

—N-n-no tengo g-ganas de llorar.

—Deja de tartamudear. Tú no eres así, eso es lo que ellos quieren que creas.

Entramos en el andén y nos sentamos en un banco.

—Esta vez—dice Thelma—volvemos a casa.

Yo no tengo casa, no sé lo que es una casa y la sola palabra hace que se me encoja el corazón.

Estamos tan nerviosas que no podemos dejar de volver la cabeza cada vez que vemos que algo se mueve, pero son sólo destellos de luz de las lámparas de la estación que se balancean o la sombra de las hojas arrastradas por el viento.

Intento entretenerme echando vaho por la boca. Tengo los pies fríos y mojados. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando, con el aire helado que corre por el andén, nos llegan murmullos y ruido de pisadas. Miro  hacia un extremo y los veo. El doctor Wendell viene hacia nosotras acompañado de la Srta. Tudor, que se ha echado un abrigo sobre su uniforme blanco de enfermera.

Una bocina suena a lo lejos, el traqueteo de un tren que se acerca. Thelma se levanta y se asoma a las vías desafiante mientras yo me quedo paralizada en el banco, temblando de miedo.

—No pienso volver a ese sitio—grita Thelma mirándolos con desprecio

El tren se aproxima. Ahora puedo ver las luces de la locomotora. El doctor Wendell me inmoviliza con sus brazos, aunque yo no haya hecho  nada por intentar huir. La Srta. Tudor agarra a Thelma, tiene una expresión furiosa en la cara y le da un bofetón, y luego otro y otro más  mientras que  el tren, un tren de mercancías, pasa ante nuestros ojos sin detenerse. Grito, intento zafarme del doctor Wendell. Siento que las piernas me flaquean, me tiemblan y finalmente me fallan y caigo de rodillas, llorando, y me protejo la cabeza con las manos.»

Abro los ojos angustiada. La luz del día se cuela por las varillas entreabiertas de la ventana y dibuja líneas rectas en el suelo. Estoy arrinconada en el filo de la cama, mientras  Albert duerme a pierna suelta y resopla. Los dígitos fosforescentes marcan las 7.40 en el reloj despertador que hay en la mesita de noche del lado de Albert, junto al vaso de agua con su prótesis dental. Es hora de levantarse.

Preparo café  y empiezo a batir los huevos para el revuelto.  Albert entra en la cocina, va en pijama, con sus cuatro pelos enmarañados y la cara de sueño.

—B-b-buenos días—le digo—Has d-d-ormido b-bien.

—Estupendamente, querida. Como un bendito.

Habla tan alto que se que no se ha puesto el aparato.

Albert recoge el periódico del escalón de la entrada donde, cada día, lo deja el chico que reparte con la bicicleta.. Le gusta leer tranquilamente el New York Times y comentar las noticias del día mientras desayuna.

—Helen, tienes que ver esto.  Hablan del orfanato de veteranos de guerra de Davenport, de lo que te hicieron. Ven, mira lo que pone aquí.

Me asomo por encima de su hombro y lo primero que veo es la foto del doctor Wendell junto a  la de Mary Tudor y debajo el titular: «El estudio del monstruo del doctor de la tartamudez». Me empiezan a temblar las piernas como en el sueño. No quiero seguir leyendo, no quiero saber más. Noto que pierdo el control de mi vejiga y como la orina caliente  resbala por mi pierna hasta formar un charco sobre el linóleo.

—T-tengo que ir al s-s-servicio…

Albert me mira.

—Oh, Dios, Helen, estás blanca como la leche —Entonces se da cuenta de que me lo he hecho encima— Vamos, ven conmigo, querida, no pasa nada.

Me acompaña del brazo hasta el lavabo. Cierro la puerta y me dejo caer en la taza del váter. Es como si de nuevo el doctor Wendell estuviera a mi lado, con su bata blanca, mirándome y también esa horrible mujer, que me grita y yo solo puedo ver su boca abierta y sentir su furia y su saliva salpicandome la cara. Me siento tan pequeña que es como si se me hubiera encogido el alma, tan pequeña como Alicia cuando mordió la seta mágica. Ellos destrozaron mi vida, todas mis ilusiones. Me  convirtieron en una niña pusilánime, una tartamuda  patética de la que los niños se burlaban constantemente; en una mujer tonta y estéril; en una anciana  tímida y miedosa, que camina con la vista clavada en el suelo y esquiva a la gente porque se avergüenza de sí misma. Toda la vida he arrastrado este dolor, incluso en los momentos felices lo he sentido ahí debajo, mordiendo, sin tregua.

— ¿Estás bien?

—S-si ya p-p… Ahora s-salgo.

La ducha caliente me reconforta. El agua arrastra toda la suciedad y me tranquiliza. Me siento mejor cuando salgo y veo que Albert ha limpiado la orina y el suelo de la cocina brilla, aún húmedo.

—Vamos a demandarlos, Helen. Vamos a hacer que paguen por todo lo que te hicieron.

—N-no quiero d-dinero, No quiero v-v-volver a…

Pero entonces pienso que se lo debo a Thelma, a todos los niños que sufrieron lo mismo que yo y que ya no están, y sé que debo hacerlo por mí y por ellos, para que algo tan horrible no quede impune, para que nunca más vuelva a ocurrir.

—Oh, Albert. Abrázame, p-p-por favor, abrázame.

«Monster Study» o como inducir la tartamudez en niños sanos.

Un día de Enero de 1931 empezó uno de los estudios más duros de la psicología moderna. Apodado por otros psicólogos como «el estudio del monstruo», se pretendía inducir la tartamudez en niños sanos que no la presentaban.

Dirigido por Wendell Johnson, un especialista en trastornos del lenguaje de la Universidad de Iowa , un patólogo sin ética ni remordimientos, contó con la ayuda de su mejor alumna, la joven Mary Tudor, quien no puso objeción alguna en ser «mano inductora y ejecutora» del estudio.

Se eligieron a 22 niños de entre 5 y 15 años de un orfanato de Davenport. Niños sin familia y sin ningún amparo legal que les protegiera frente a lo que les iba a suceder. De hecho nadie preguntó tampoco en qué iba a consistir aquel estudio. Y. ¿cuál era el su propósito final? Demostrar que si una persona era tartamuda era, precisamente, porque su educación así lo había inducido. Por culpa de unos progenitores que ponían claras barreras a que el habla del niño se desarrollara con normalidad.

Para dar pruebas de ello Wendell Johnson y Mary Tudor dividieron a los niños en dos grupos. El primero, a lo largo de 5 meses, recibió  feedbacks positivos cada vez que hablaban, apoyando su buena expresión y fluidez. Los otros 11 niños, aquellos que tuvieron la mala suerte de pertenecer al grupo experimental  «sancionador» sufrieron en cambio severos castigos, críticas y maltratos psicológicos cada vez que hablaban, durante los 5 meses que duro el estudio.

El resultado no pudo ser más infructuoso. Los niños del grupo experimental «sancionador»  quedaron marcados de por vida por graves trastornos de personalidad, por ansiedad, pánico, por comportamientos retraídos y, evidentemente, muchos dejaron de hablar o desarrollaron tartamudez.

El experimento nunca se llegó a publicar para salvaguardar la reputación de Wendell Johnson. Años más tarde, en el año 2001, la Universidad de Iowa se vio obligada a pedir perdón y a pagar una indemnización económica a los afectados.

El estudio se calificó de monstruoso. Apela a un elemento  desgraciadamente  cotidiano como es el poder de la crítica destructiva y los efectos devastadores  en el ser humano, especialmente en la más tierna infancia.

Tormenta de Verano

Tormenta de verano.

Tan solo una carretera separa la casa de las  dunas de hierba, de la arena y del mar. Un pequeño jardín con cancela y luego la fachada estucada en blanco con ventanas altas con parteluz y postigos verdes que mi madre cierra al mediodía para impedir que entre el calor. El fragor de las olas rompe la calma en la hora de la siesta. Estoy tumbado en la cama. Imagino las tetas de Sally Waller mientras me la meneo. Últimamente, mi  polla ha empezado a tener vida propia. Me levanto ya con el palo en alto  y durante el día, sin motivo aparente, noto como empieza a presionar contra los vaqueros y tengo que encerrarme con urgencia en el lavabo. Por las noches aprieto el miembro entumecido contra el colchón y me muevo con un ritmo lento hasta que toda la tensión, esa hinchazón, explota en una oleada de placer.

En eso ando cuando empiezan de nuevo los gritos en la planta de abajo.

Me pongo un pantalón corto, una camiseta y mis viejas John Smith y salgo a la calle para no escucharlos. Todos el mundo parece resguardarse del calor de agosto a estas horas, ni un pájaro, ni un insecto, nada se mueve en la calle. Me quedo de pie, impotente, bajo la sombra de un árbol mientras las voces logran atravesar las paredes y me rompen los oídos. Otra pelea, otra más, ya he perdido la cuenta. Está claro que no se soportan, que la palabra divorcio va a dejar de ser una amenaza para convertirse en una realidad.

—Parece que tienen algún problema— dice un chaval que aparece de pronto, como un fantasma. No le he oído llegar. —Me alegro que esta vez no sean los míos los que se pelean.

— Me llamo Dylan—dice y me tiende la mano— Vivo un poco más arriba, en la casa con las ventanas azules. ¿Te apetece un helado?

Echamos a andar bajo el sol hacía el paseo marítimo donde a pesar de la hora, las terrazas de los pubs están llenas de gente. Huele a bronceador de coco y a pescado a la parrilla.

Dylan tiene catorce años, uno más que yo, aunque somos igual de altos. Tiene el pelo rubio, ensortijado, es flaco, pero fuerte a la vez. Me pregunta que de donde soy y le digo que vivo en Londres, que es la primera vez que paso las vacaciones en St. Yves y que creo que mis padres se van a divorciar.

Los suyos tienen un pequeño hotel junto al puerto. Durante el año estudia en un internado cerca de Truro, porque sus padres, entre el trabajo y las broncas, no tienen tiempo para ocuparse de él.

—Ya ves, —me dice— no eres el único que tiene problemas.

No le gusta el internado, pero prefiere no hablar de eso. Hablamos de películas, de «Stargate» de «Jumanji » y de «La lista de Schindler», de la música que nos gusta: Oasis, Prefab Sprout, Blur a Dylan le gustan los Smashing Pumpkins y Madonna y odia a  las Spice Girls. Dice que « El señor de las moscas» es uno de sus libros favoritos.  A mí no me gusta leer, los libro me aburren y me dan sueño.

Con los días se forja entre nosotros una alianza natural. Dylan siempre decide lo que vamos a hacer y yo me dejo llevar. Son los roles más sencillos para ambos.

Pasamos tanto tiempo juntos que es como si fuéramos amigos de toda la vida. Por las mañanas vamos la playa, hacemos  excursiones en bicicleta y Dylan me enseña los lugares más pintorescos  de St. Yves y también sus rincones secretos. Vamos al cine,  jugamos a la Nintendo  o bajamos a callejear por el pueblo, por las tiendas y los puestos de mercadillo que llenan el paseo marítimo al ponerse el sol. Nos hacemos inseparables, creo que nunca he tenido un amigo como Dylan.

— Mira a esos — dice Dylan y da un lengüetazo a su helado de chocolate. Estamos sentados en un murete de piedra, en el paseo y señala a dos negros que pasan por delante montados en monopatín — ¿Sabes que los negros tienen la polla el doble de grande que los blancos?

Le miro sorprendido,  no sé a dónde quiere ir a parar.

—Y tú ¿Cómo lo sabes?

—Yo sé muchas cosas—dice y recoge con la lengua las gotas de chocolate que resbalan por el cucurucho y su cara se ilumina con una sonrisa enigmática— quizás algún día, si te portas bien, te las cuente.

¡Ven!—dice cambiando de tema y echa a correr— vamos a bañarnos. Conozco un sitio donde tendremos la playa solo para ti y para mí.

El sol empieza a caer cuando cruzamos la vía del tren, atravesamos un bosquecillo de pinos y bajamos por las rocas a una cala pequeña y vacía. El agua golpea con desgana una vieja barca abandonada en la arena. Una barca de madera blanca y azul con la pintura desconchada y comida por la sal. Dylan empieza a quitarse la ropa y de pronto está desnudo. Mi mirada se desvía, de una manera involuntaria, hacia su entrepierna. Me pasa siempre: en los vestuarios del colegio, en los urinarios, ante cualquier oportunidad de comparar mi cuerpo con los demás, de ver quien la tiene más grande o más pequeña. Él me mira, hay algo de malicia en sus ojos.

— ¡Venga, no seas tímido!

Echa a correr, una carrerilla precipitada por la arena. Lo observo alejarse hasta que su cuerpo desnudo, un cuerpo fuerte, tenso, sólido, se  zambulle en el agua y lanza salpicaduras al aire. Pero no le sigo. Me quedo sentado en la arena, turbado ante la visión del calzoncillo blanco que corona el montón de ropa arrugada, en un estado emocional extraño y contradictorio. Cuando sale del agua goteando, con la piel de gallina de un color azulado, evito mirarlo. Hacemos el camino de regreso apenas sin hablar.

—Tienes comida suficiente en la nevera. No te vayas muy tarde a la cama y por favor, Jasper espero que no hagas nada de lo que después te tengas que arrepentir…

—Sube al coche, Emma. Es tarde—le grita mi padre ya al volante.

Mi madre lo mira con fastidio y me da un beso y me dice adiós con la mano mientras el coche se aleja. Saltó de alegría cuando desaparecen de mi vista. Regresan  a Londres, al funeral de un amigo íntimo de papa. He tenido que prometerles de todo para que me dejen quedarme solo en St. Yves.  Convenzo a Dylan para que se quede a dormir en mi casa.

Jugamos a la Nintendo, comemos pizza y patatas fritas y vemos la película «Clueless», que hemos alquilado en el video club. Fumamos y bebemos licor de una botella de reserva de mi padre hasta que acabamos medio borrachos y nos quedamos fritos en  el sofá.

Abro los ojos y estoy mareado y no sé qué hora es, pero debe ser tardísimo. Despierto a Dylan.

—Será mejor que nos vayamos al catre— le digo.

Nos acostamos en mi cama, todo me da vueltas y que me quedo dormido enseguida. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando abro los ojos y siento el cuerpo de Dylan moviéndose lentamente pegado a mi espalda, su respiración contenida, su polla dura apretándose contra mi culo. No reacciono, me quedo quieto sin mover un músculo, intento que no se de cuenta de que me he despertado. Estoy aturdido y mortificado porque quiero que «eso» pare pero, al mismo tiempo, siento  que no lo quiero.

Paso unos días abrumado, inseguro y lleno de dudas. Hasta ahora pensaba que no hay nada peor en el mundo que ser gay, un moña.  Me acuerdo de un  chico afeminado de mi colegio llamado Bruce. Cada vez que Bruce entra en las duchas, alguien dice algo del estilo: «Cuidado, que no se os caiga el jabón que Bruce está aquí.» Cosas así. Los chicos de mi clase  no dejamos de meternos con él, somos crueles con los más débiles y con los que son diferentes. Tenemos que demostrar ante los demás nuestra fortaleza y nuestra «normalidad» y lo hacemos burlándonos de chicos como Bruce por ser blandito y un cagueta, por ser un maricón y un moña.  

Los días siguientes es como si «eso» no hubiera ocurrido. Pero ha ocurrido aunque no se hable de ello. No puedo quitármelo de la cabeza. Tengo la sensación de que algo se me  escapa, algo esencial cuya revelación me inquieta.

Las sombras se alargan bajo la luz anaranjada de la tarde. En el horizonte se acumula una avalancha de nubes que anuncia una noche de lluvias y tormentas eléctricas. El viento empieza a soplar con fuerza entre los árboles…

Estamos solos en casa de Dylan. Jugamos a Doom en la Nintendo y conforme vamos pasando los niveles Dylan empieza a removerse nervioso, como si el asiento le estuviera quemando el culo.

— A la mierda — dice soltando el mando y repanchigándose en el sofá. Saca del bolsillo, como el mago que saca un conejo de la chistera, un cigarrillo arrugado.

— María — me dice y quema la punta con un mechero.

Una vez fumé María. Mi amigo Roony le robo un poco a su hermano y nos hicimos un canuto en la parte trasera de su jardín. Me mareé y me puse blanco como el papel de fumar y acabé potando en el lavabo mientras Roony me aguantaba la cabeza. Nunca la he vuelto a probar,  pero no digo nada. Dylan da unas caladas, aguanta un poco y expulsa el humo dulzón.  Me lo pasa y yo fumo y se lo paso y fumamos hasta que el cigarrillo nos quema la punta de los dedos y huele a cartón chamuscado. Dylan trae dos Coronitas y bebemos y parece que con la cerveza y la hierba la tensión se relaja  y empezamos a reírnos, una risa floja, una risa tonta.

Entonces, Dylan pone un disco de éxitos de los 90 y empezamos a bailar. Bailamos y es como si en vez de un canuto nos hubiéramos tomado un gramo de coca. Estoy sudando, tengo el corazón a cien cuando empieza a sonar «Nothing Compares 2 U»  esa canción lenta de Sinéad O’Connor y Dylan me coge del brazo, tira de mí y nuestros cuerpos se pegan y bailamos agarrados como a veces hacen las chicas en las fiestas de los pueblos y yo noto que me estoy excitando, puede que sea deseo, pero no quiero admitirlo.

— ¿Nunca has estado con una chica, verdad? — me pregunta de sopetón y nos separamos—Seguro que en tu colegio hay muchas que se dejan.

— ¿Y tú? —le pregunto.

—Yo he hecho muchas cosas—dice con esa sonrisa enigmática suya y me alborota el pelo como si fuera un niño—No necesito a ninguna chica.

Dylan sale al pasillo sin esperar respuesta. Al rato, siento correr el agua de la cisterna y luego silencio.

Le llamo pero no contesta. ¿Igual ha echado la pota en el wáter y ahora está tirado en la cama, mareado, como si se hubiera subido a algún barco? Eso es lo que me paso a mí aquella vez. Voy a buscarlo. En el lavabo no hay nadie así que sigo por el pasillo hasta su habitación y abro la puerta. El cuarto está en penumbra, apenas se filtra algo de luz a través de la cortina amarillenta. Vuelvo a llamar.

— ¿Dylan?…

Entonces lo veo, está ahí delante, desnudo. Lo miro sin poder apartar la vista de su cuerpo. Está ligeramente inclinado hacia delante con las rodillas juntas y las piernas algo dobladas. Se ha escondido la polla entre las piernas y en su lugar solo veo un triángulo de piel lisa, sombreado por una pelusilla suave. Lo miro a los ojos y luego otra vez al triángulo de piel entre las piernas y siento que algo en mí se tensa, una cuerda situada en algún lugar entre mis intestinos y la ingle.

— Ven, —dice Dylan acercándose— hagámoslo…

Pega su cara a la mía  y me susurra al oído.

 —Sólo tienes que dejarte llevar, imaginar que soy una chica…

Yo nunca he pensado… pero hay algo en Dylan, en su cuerpo… Me quedo inmóvil, como una estatua de sal, en un estado casi hipnótico y el empieza a desabrocharme el cinturón muy lentamente y luego me baja los pantalones y los calzoncillos y libera mi polla que se va hinchando por momentos.

—Haz como si fuera una mujer.

Dylan se da la vuelta y pega su cuerpo al mío. Siento su olor y su respiración agitada. Me coge las manos y las lleva hacia sus caderas. Luego agarra mi polla y la aprisiona ente sus piernas.

—Así…—dice con un gemido apagado.

Se pega todavía más y luego se aparta y repite el mismo movimiento con un ritmo lento. Puedo oler su pelo, sentír el roce de su piel con la mía.

— Muévete…

De repente pienso en mi madre, en lo que diría si llega a descubrir lo que estamos haciendo. En Bruce, en Roony  y en los chicos de mi clase y los veo gritándome maricón y moña y sarasa a gritos en el patio. Veo mi polla dura que no debería estarlo, siento un cúmulo de sensaciones que no debería sentir, estoy a punto de explotar.

Me separo de Dylan y lo aparto de un empujón violento que lo lanza al suelo.

—Eres un marica, un puto marica de mierda. — Me escucho decir.

El se queda allí tirado, no hace nada por levantarse, tan solo me mira con la cara desencajada, y veo miedo y vergüenza en sus ojos. Siento que le odio, que una furia ciega y al mismo tiempo provocada se apodera de mí, algo irracional y frenético que es como un medio para lograr alejarme de Dylan y de «eso».

Me subo los calzoncillos y los pantalones y le doy una patada en las costillas, y luego otra y salgo huyendo de la habitación.

—Yo no soy como tú ¿me oyes?— grito mientras bajo las escaleras— Yo no soy un marica. No quiero volver a verte. No quiero tener nada que ver con maricones como tú

Un trueno suena en la distancia: « maricón». Corro por la calle, siento que me ahogo, que el llanto me araña la garganta mientras oigo risas y voces en mi cabeza que gritan a todo pulmón: ¡Moña!, ¡bujarrón!, ¡sarasa!, ¡reinona!, ¡chupapollas!, ¡mariquita!, ¡mariposón!, ¡invertido!, ¡puto!, ¡desviado!, ¡julandrón!, ¡loca!, ¡sopla nucas!, ¡tragasables!, ¡mamón!…

La tormenta descarga con furia durante la noche. Una batalla de truenos, relámpagos, agua y viento se confunde con  mi propia batalla.

Acurrucado en una esquina de la habitación me rechinan los dientes y me tiembla todo, tanto que si no me abrazo con fuerza las rodillas creo que me voy a descuajaringar. Todo lo que oigo es el repiqueteo de la lluvia y el viento barriendo las ramas. Todo lo que veo son  los hombros y la espalda de Dylan en la penumbra, todo lo que escucho son sus palabras susurradas a mi oído: «Haz ver que soy ella, haz que sea verdad, en tu mente…»

Si cierro los ojos lo huelo…

Si cierro los ojos lo veo reír, con esa risa suya llena de enigmas…

Si cierro los ojos lo veo encogido en el suelo, mirándome asustado, con sus ojos tristes y vacios.

No he vuelto a ver a Dylan. He llamado a su puerta, he gritado su nombre a la ventana sin obtener  respuesta. Fui a buscarlo al hotel pero su madre no quiso decirme donde estaba, tan solo me dijo que me fuera, que era mejor que lo dejara en paz.

La casa desde entonces permanece cerrada y ahora que me marcho, que mi padre está terminando de cargar las maletas en el coche, me acerco y le llamo por última vez. No puedo soportar el pensamiento de que no voy a volverlo a ver, de que no voy a poder pedirle perdón y decirle que lo siento, que nunca le voy a olvidar. Por primera vez me doy cuenta de lo solo que estoy, de lo solo que está todo el mundo en realidad.

El coche arranca y al pasar junto a la casa de Dylan, miro hacia la ventana de su habitación y creo ver un ligero movimiento, un ligero temblor en la cortina amarilla y una sombra que se esfuma como una mancha de agua bajo el sol.

El tiempo sin tiempo

—Voy a sacar a Curro.

Nicolás se levantó del sofá y estiró las articulaciones entumecidas.

Candela no dijo nada. Siguió ensimismada mirando la tele con ojos de pez.

Nicolás bajó la escalera intentando que Curro no le derribase en su impaciencia por llegar a la calle. Las peleas de la pareja del piso de arriba se confundían con los berridos del bebé de la de abajo. Un viento mordaz le golpeó la cara cuando echó a andar por la acera solitaria. Hubo una época en que le había asustado caminar a esas horas por el barrio, pero ahora ya no. Ahora apenas había robos o peleas, los yonquis habían desaparecido y los delincuentes  parecían haber perdido el interés por aquellas calles mal iluminadas con sus edificios decrépitos, erosionados, que transpiraban la tristeza infinita e imponderable de la vida normal.

Tan solo se escucha el sonido de algún coche a lo lejos y los jadeos del perro tirando del collar. «Está viejo Curro, —pensó Nicolás— viejo como yo, viejo como el barrio, viejo como la vida». Se cruzaron de acera antes de llegar al solar donde había aparecido el cuerpo sin vida de Nico, aún con la jeringuilla enganchada a la vena.  Eso le hizo recordar que tenía que comprar los ramos y limpiar el nicho. Todos los Santos estaba a la vuelta de la esquina. A pesar del tiempo transcurrido, le  seguían asaltando  las mismas preguntas que entonces se hizo y cuando eso ocurría, intentaba pensar en otras cosas, cortar el flujo del pensamiento porque sabía que detrás de cada pregunta se escondía otra, y detrás otra y otra más hasta el infinito, hasta acabar volviéndose loco. Nunca podría perdonarse no haber sabido ver lo que era evidente, no haber luchado lo suficiente para salvar a su hijo.

Al llegar al parque, Nicolás se detuvo junto al campo de petanca y encendió un cigarrillo. Soltó a Curro y le pareció que el animal  le miraba con desaprobación  antes de alejarse olisqueando el terreno. Dejó caer sus huesos cansados en un banco y fumó con delectación. Los cigarrillos le proporcionaban una sensación de ligereza, como si al expulsar el humo se desprendiera también de algo muy pesado. Le gustaba el parque a esas horas, su acogedora penumbra, el recogimiento que le permitía encontrarse consigo mismo. Era el único momento del día que guardaba para él.

«Adenocarcinoma de páncreas en estadio IV. Inoperable— le había dicho el doctor Cruz con un tono neutro de voz. —Podemos intentar frenar el avance del tumor con sesiones de quimio, pero… » Se había negado a seguir escuchando, a someterse a tratamiento alguno. Nada de quimio, nada de radio, dejaría que el tiempo fuera haciendo  su trabajo. Y ahora, dos meses después,  empezaba a notar el deterioro, un bajón importante tanto físico como mental. Nunca se había sentido tan consumido y viejo. Tenía la sensación de que arrastraba su cuerpo por las calles para pasear a Curro, para  comprar el pan, para ir a la farmacia o sacar del banco el dinero de la pensión. Sentía como el tiempo se lo iba llevando todo con su ritmo lento e inexorable, como la vida se había convertido en una despedida continua. 

Se preguntó para qué le había servido pasar media vida encorvado sobre una máquina herrumbrosa, para qué tantos años de penurias y sacrificios ¿Para llegar al momento donde ahora estaba? ¿A esta vejez precaria y desesperanzada? La esperanza, había leído en algún sitio, era un gorro de bufón descolorido con una campanilla en la punta. ¿Quién seguía teniendo ánimos de ponérselo? ¿Quién tenía el valor de quitárselo y dejarlo tirado en la acera? Últimamente le había dado por leer, intentaba encontrar en los libros las respuestas  que la vida no le daba.

Tiro el cigarrillo al suelo y lo apagó con la punta del zapato. Cuando llegara a casa tendría que ir directo al lavabo y enjuagarse la boca con Oraldine para que Candela no notara el olor a tabaco. La imaginó sentada en el salón tal como la había dejado antes de salir, con su vieja bata, con las piernas desnudas calzadas en las zapatilla azules de fieltro, pérdida en la pantalla del televisor sin moverse, con la actitud de quien espera  en la consulta de un médico o en el banco de un aeropuerto la llamada de su vuelo.

No sabría decir en qué momento habían desaparecido el uno de la vida del otro, ¿Quien había dado el primer paso?, ¿Cómo había  ocurrido?  La muerte de Nico había dejado al descubierto la brecha insondable que los separaba. Cada cual había pasado el duelo por su cuenta sin compartir el dolor, expiando sus culpas convencidos de que sobres sus cabezas empezaba a flotar la amenaza de otras pérdidas inminentes.

Intentó recordar cuándo había tocado a Candela por última vez. Se preguntó por qué seguían juntos. Se había casado enamorado, con una muchacha sencilla, tranquila y trabajadora y ahora tenía una mujer amargada, vacía y vieja, llena de miedos que encima debía de curar y ya no sabía cómo, ya no podía. Estaba agotado de ser siempre él quien  recorriera el camino para llegar a ella y de encontrarse  tan solo con un rosario continúo de reproches y quejas. De no ser capaz de  sacar fuera todas esas palabras que permanecían pegadas a su lengua. Ya no soporta los silencios, el modo en que las horas se iban consumiendo, una tras  otra, con el sonido de fondo del televisor.

Nicolás llamó a Curro, le puso la correa y echaron a andar de vuelta a casa consciente de que vivía ya en un tiempo sin tiempo. Abrió la puerta del portal  y encontró, como todas las noches, a la hija de la Ramona pelando la pava con su novio en la oscuridad del rellano. Nicolás encendió la luz, dio las buenas noches y dejó que Curro corriera escaleras arriba mientras él las subía resoplando con la ayuda  del pasamano. Abrió la puerta con su llave y Curro entró como una exhalación, se subió de un salto al sofá y se quedó mirando a Candela, moviendo la cola.

—Me voy a la cama— dijo Nicolás asomando apenas la cabeza. Como todas las noches, antes de acostarse, abrió la puerta de la habitación de Nico y respiró hondo el aire estancado del cuarto. Nada quedaba allí de su hijo, tan solo su ausencia flotaba en aquel escenario vacío, congelado en un orden mudo y perfecto.

Impostura

Las olas rompen con fuerza contra las rocas. El cielo está gris, cubierto por un velo amarillento, la playa mojada y vacía. Emma observa el vuelo de las gaviotas sobre su cabeza; mira sus huellas en la arena, huele la sal.  El viento húmedo le alborota el pelo y siente frío. Respira hondo el aire marino como si fuera una clase de bálsamo, un analgésico.

«No hay nada que perdure, que no se marchite, no hay nada que no se escurra como arena entre los dedos.»

Sube los escalones tallados en la roca. La casa parece flotar, como un fantasma, en la luz mortecina de la tarde. Esa casa fue una vez su refugio, el lugar donde fue feliz junto a Mario, donde la palabra «amor» podría haber encajado si ella se lo hubiera podido permitir. Pero no podía.

El recuerdo de Mario es el dolor de una herida aún sin cicatrizar. Todo fue tan intenso, tan abrumador. Mucho más importante de lo que se atreve a admitir. Pero había ido demasiado rápido. Mario enseguida quiso que vivieran juntos, que hicieran planes para una vida en común. La acució para que conociera a sus padres, a su maravillosa y encantadora familia e  insistió en conocer a los suyos. «Nunca hablas de ellos —Le decía—. Presiento que hay algo que no me dices.» Mario se había dado cuenta de que ella , a menudo, explicaba anécdotas cambiantes y contradictorias e incluso le había corregido alguna que otra vez su forma de hablar, como aquella en que le dijo: « No es interperie, Emma, se dice intemperie» y ella se había puesto roja de la vergüenza.

De repente todo había encallado. No podía presentarle a su familia, no podía dejar que nadie traspasase esa puerta y vislumbrase lo que ocultaba detrás. No podía dejar que él descubriera su impostura porque entonces la miraría con ojos nuevos y todo lo que había construido se desmoronaría como un castillo de naipes.

Habría podido ser feliz con Mario, pero tuvo que renunciar a él muy a su pesar.

«Todas las historias dejan una huella, todas reclaman su precio.»

Emma se sabe una mujer privilegiada. Tiene una cuenta corriente saneada; una carrera profesional brillante, un círculo social amplio donde despierta interés y  envidias, a partes iguales,  a pesar de ese escudo protector suyo, de esa frialdad que la imposibilita para tener amigos.  Sin embargo, hace mucho que no se siente tan frágil, tan insatisfecha,  tan sola.

En la casa reina un silencio calmo, una especie de paz que intimida. Emma se sirve una copa de licor, pone un viejo vinilo de jazz y se sienta frente al ventanal a contemplar como el día se apaga. Deja que su mirada se funda con la línea del horizonte, allí  donde el mar se junta con el cielo.

Bebe, bebe hasta sentir que todo se emborrona, hasta perder la noción de sí misma y del tiempo, hasta que la música enmudece y entonces se arrastra como puede hasta la cama y llora. Llora, y las lágrimas humedecen  la almohada antes de que la alcance por fin el sueño.

De madrugada se despierta desorientada, con la boca pastosa  y un ligero dolor de cabeza. Cree  estar en el dormitorio de su infancia separado del de sus padres por un estrecho pasillo. Le parece escuchar a su padre subir la escalera. Su forma pesada de andar que hace resonar los peldaños con sus lentas pisadas; su respiración jadeante y el sonido grave de su voz enronquecida por el whisky trasegado durante la timba que organiza, todas las noches, al cerrar el local.  Le parece escuchar los lastimeros murmullos de su madre, preámbulo de la violenta acometida que vendrá. Angustiada, se tapa los oídos, cierra los ojos y  aprieta los dientes como lo hiciera entonces y tararea, en un susurro, la misma melodía que la anestesia como  si fuera un mantra.

Últimamente, sus fantasmas la esperan agazapados bajo la almohada. La niña gorda del Bar Danubio ha empezado a visitarla. Esa niña que pasaba las tardes en soledad sentada a una mesa, donde merendaba y hacía los deberes, impregnada por el olor rancio a vino y humo del local. Desde allí escuchaba conversaciones que tendrían que haber estado vetadas a sus oídos. Esa niña, que  andaba de puntillas por su propia casa evitando el contacto visual, que intentaba hacerse invisible ante su padre por temor despertar su ira y que perdiera el control y la humillara como hacía con su madre, que le gritara, que le pegara delante de todos. Esa niña  miraba de reojo hacia la barra para ver la arruga de preocupación que cruzaba la frente de su madre, su sumisión y su silencio cómplice y sabía que de ella no obtendría apoyo ni cobertura. Percibía, en aquella cara, su propio reflejo y eso hacía que la odiase tanto o más que a su padre, que no sintiera por su madre ni la menor compasión.  Esa niña, que se creía fea, tonta e impotente, había descubierto entre aquellas paredes la línea delgada que separaba la verdad de la mentira: la verdad, que era dura y paralizante, que no ofrecía respuestas claras sino tan solo odio y desprecio mientras que la mentira liberaba, te dejaba elegir. Había vislumbrado, más allá de aquellas calles, la existencia de otra realidad más amable y esperanzadora y se había dicho que un día partiría a su encuentro. Aprendería a escuchar y a  mentir. Se vestiría decentemente, hablaría, comería decentemente porque en definitiva, uno era lo que aparentaba, y estaba decidida a coserse un traje a su medida.

Una realidad detrás de la realidad, una mentira, una impostura, una farsa.

Un día esa niña bajó los escalones de su casa de tres en tres, en silencio y lo más rápido que pudo  se alejó sin mirar atrás. Borró de un plumazo esa parte de su vida, como quien elimina la peste del cuerpo con agua y jabón. El desagüe se tragó a sus padres, su casa y el barrio con su gente gris y miserable. Sepultó bajo capas y capas de brillante barniz a la niña gorda del bar Danubio, la misma que ahora siente que se revuelve, que la llama.  

« ¿Cómo pudo creer que podría vivir en una mentira? »

El día despierta lluvioso, húmedo, frio. La casa parece tan abandonada como su estado de ánimo. Todo está tan limpio y ordenado, tan muerto y tan triste. Palpa fracturas y grietas a su alrededor, nota la inestabilidad bajo el suelo que pisa.  Está estancada, no avanza, no sabe qué hacer con su vida. Es prisionera de aquel juego estúpido que empezó siendo una niña y que la obliga a seguir jugando, a actuar, a sonreír aunque no tenga ganas, a reprimir el deseo, cada vez más acuciante,  de echar a correr y desaparecer.

Se niega a ser la mujer madura y solitaria que, a veces, vislumbra paseando por la playa con la mirada ausente, que arrastra su impostura por la arena húmeda con los bolsillos llenos de años estériles, desperdiciados.

Se da cuenta de que, más que otra cosa, lo que realmente desea es reunir todo aquello que un día separó. Aunar  las piezas para que juntas conformen un todo y así, tal vez, pueda existir un futuro para ella. Ese pensamiento hace que algo se mueva, que algo  se transforme.  Es como si de pronto la casa hubiera comenzado a sudar, huele a algo saturado, algo vivo que la empuja hacia el teléfono, ese aparato que tanto la inquieta.

Le tiemblan las piernas, tiene la boca seca. Mientras marca, intenta concentrarse en los latidos de su corazón

—Diga…

Es ella, su madre. El sonido de su voz es como sumergirse en un baño caliente, algo parecido al consuelo, algo parecido a la clemencia.

—Mama…soy yo, Paquita.

Siente que se afloja, que se desborda y nota las lágrimas resbalar, sin hacer ruido, por sus mejillas. Ese nombre, su nombre, la transporta a un lugar primigenio, al principio de todo.  

El monstruo entre los monstruos.

El monstruo ha vuelto. Está ahí, en su cabeza. Apareció como una sensación, el recuerdo de algo dormido, un estímulo que encontró terreno fértil y ha crecido y crecido hasta convertirse en  una obsesión. Lo huele, rezuma a través de su piel su olor animal; lo siente en el sabor metálico de su lengua, en el ritmo agitado de su respiración, en cada músculo, en cada fibra de su cuerpo. Está en todas partes, llena su espacio, lo anula.

« ¡Hazlo! —Grita y nota su cólera. — ¡Hazlo otra vez! ¿Por qué no? ¿No lo deseas?» El instinto despierta, nota la adrenalina y con ella la acuciante necesidad de volver a cazar. «Una vez más, solo una vez.»  Por momentos le parece que está a punto de ceder, de dejarse arrastrar por ese deseo de romper el espíritu y someter el cuerpo, por esa sensación insuperable de poder. Imagina una portería, el hueco discreto detrás del ascensor; un callejón oscuro y solitario; la impunidad de un parque bajo el paraguas protector de los árboles. Sí, lo imagina, puede olerlo….

Pero sabe que si lo hacer será para quedarse en ese lugar para siempre, que tirará por la borda el esfuerzo dedicado a volver a ser persona: el tiempo invertido en recuperar ese tiempo que un día se le fue de las manos, en buscar caras nuevas con las que borrar las viejas.  Sabe que entonces la otra parte, su otro yo, ya no será capaz de vivir. Esta vez no podrá engañar a nadie, no podrá volver a mirar a nadie a los ojos. Su agente de la condicional lo notará por mucho intente disimularlo. Lo verá en su cuerpo tensionado, en sus balbuceos, en el temblor de sus manos y en sus ojos, que arden como si les hubieran prendido fuego.

Qué mentira haber creído que podría curarse, una mentira podrida, un espejismo. Lo lleva grabado en su ADN, en su naturaleza depredadora y voraz. « Nada desaparece,  todo espera su momento para volver.» Siente que apenas le quedan ya fuerzas, que su resistencia está a punto de ceder. Aguarda tan solo el resplandor del rayo y el consiguiente trueno que desate la tormenta.

Golpea las paredes, abre agujeros con los puños ensangrentados.

No, no, no…

Se echa una gabardina sobre el pijama apestoso que no se cambia desde no sabe cuándo. Baja las escaleras de dos en tres, de tres en cinco. Sale a la calle sin saber si huye o corre hacia algo. Choca, como una bola de pinball, contra la gente que llena las aceras: Vampiros, zombis, payasos diabólicos, un bullicio festivo de monstruos. Es  la noche de Halloween, ¡Que paradoja! Él es el mayor monstruo que hay en esas calles. El monstruo entre los monstruos, el único que no necesita disfraz. Siente ganas de reír. « ¿Truco o trato? » Debe elegir. Elige trato.

Oscurece ya cuando se adentra en la playa. La luna es apenas una mancha blanquecina tras las nubes de agua que cubren el cielo. El viento transporta el sonido de voces y risas lejanas.

Ya no queda nada por lo que le merezca la pena luchar. No va a volver a provocar dolor, a destrozar vidas, a llevar la infelicidad enganchada a su sombra.  No puede, no va a  volver a traicionarse a sí mismo.

Se desviste y hace un montón ordenado en la arena con su ropa, tal como le  enseñó su madre cuando era niño. Una opresión en el pecho le ahoga. Piensa en el dolor de su madre, en su hijo, al que no ve desde hace más de diecisiete años. Ambos pertenecen a otra vida, a su vida anterior al horror y la cárcel. Avanza decidido hacia el agua helada. Quiere irse desnudo, librar la batalla con las manos vacías. Las olas rompen contra su piel, y nota el frio y la sal cuando se sumerge y deja que el mar lo arrastre hacia adentro. A lo lejos, las luces del paseo marítimo son ya un diminuto punto de luz.

Imagina a su hijo nadando a su lado y  nota como el miedo se neutraliza. Las olas le arrastran de un lado para otro, lo lanzan hacia delante y hacia atrás. No deja de tragar agua. La oscuridad se ha vuelto absoluta y pierde la orientación. Ya no hay orilla, ni tierra, ni cielo. Tan solo la respiración agitada, la rabia del mar que le empuja hacia el fondo, que le arrastra a la nada.

«Sé que me odiáis, lo entiendo. Siento todo el horror, todo el daño que he causado. Entiendo vuestro desprecio, entiendo que no haya perdón para mí. Es justo, no puede ser de otra manera».

Sus pulmones se llenan de agua y por fin la opresión, esa horrible opresión, desaparece.

Hambre

Moscú. Otoño de 1936.

 Masha terminó de perfilarse los labios y se miró en el espejo. La piel le brillaba como si fuera de porcelana bajo la luz azulada. El vestido rojo, escotado, le apretaba un poco en las caderas pero se ajustaba a su cuerpo como un guante. Se atusó  el espeso pelo rubio con los dedos, se había hecho un  recogido alto, refinado, que enmarcaba sus rasgos bellos y armoniosos. Tan solo sus ojos de un azul helado, determinante, parecían extrañamente fuera de lugar. Distorsionaban con su dureza aquella imagen tan cuidadosamente preparada.

La nostalgia de su familia la seguía corroyendo. Hacía que siguiera rascandose los brazos y la parte interna de los muslos hasta hacerse sangre, que se apretara las sienes con saña para exorcizar el dolor. Le secaba la boca, la ahogaba.

El día que llegó a sus manos el expediente y vio la foto, su gris existencia de funcionaria en el registro civil dio un vuelco radical. Desde ese momento su único propósito fue encontrarlo y cumplir con la promesa que se hizo en otra vida. Acercarse a él, seducirlo, resultó tan fácil que hasta parecía ridículo.

Había ido capeando los embistes del hombre como pudo hasta que la ocasión se  presentó cuando su superior, aquejado de una enfermedad reumática, fue a tomar las aguas termales a un elegante balneario en Sochi y le dejó las llaves de su apartamento. El piso, con cochera incluida,  era el único habitado en un edificio aún sin terminar. Eso le permitía moverse con cierta libertad. Sabía que en el lugar menos esperado podía haber alguien espiando, informando de todos sus movimientos. Incluso entre los pocos amigos que tenía podía haber gente delatora.

Miró el reloj, ya no tardaría. Echó un último vistazo a la cochera que, a través de una puerta, comunicaba directamente con la vivienda y comprobó que todo estuviera en su lugar. Luego cogió de la cocina la botella de vino, la agitó  y observó su contenido a contraluz. La dejó sobre la mesa, rectificó la posición de algún cubierto y observó  satisfecha el resultado. Entonces llamaron a la puerta. Ya no había vuelta atrás, estaba a punto de suceder.

En algún lugar del la Región del Volga. Invierno de 1921.

A principios de año el ejército rojo se había llevado detenidos a todos los Kulaks contrarios a la colectivización. Los soldados arrasaron la aldea, se incautaron las reservas de grano, los animales y toda la comida que encontraron.

Durante la primavera,  familias enteras fueron abandonando el pueblo con dirección incierta en busca de comida. Tan solo quedaron aquellos que habían logrado ocultar provisiones o los que, como el padre de Masha, creían que la ayuda prometida llagaría a tiempo para salvarlos antes de las nieves del invierno.

Pero tras un verano tórrido y reseco, las cosechas estaban ya perdidas cuando las primeras lluvias comenzaron a caer y octubre marcó el comienzo de un invierno temprano. No quedaban animales que sacrificar. Los perros y  los gatos, habían desaparecido hacía tiempo. Entonces empezaron a cazarse ratones y ratas. La gente  escarbaba  la tierra en busca de gusanos y raíces, masticaba la corteza de los árboles y se comía la hierba. Los más débiles, los ancianos y los niños,  enfermaron y comenzaron a morir. Luego llegó la helada, treinta grados bajo cero sin apenas madera para calentar los flacos huesos que asomaban por debajo de la piel agrietada. Con las primeras nieves pareció que el tiempo se detenía. Los niños ya no  jugaban en las calles. Los caminos quedaron enterrados por un manto blanco apenas transitado. La única señal de vida eran las espirales de humo que surgían de algunas chimeneas.

Los días se tornaron tan silenciosos  como las noches. La gente permanecía encerrada en sus casas. Apenas  hablaban, apenas se miraban los unos a los otros. Cuando alguien moría,  todos pensaban que  serian los próximos. Intentaban aguantar, guardar fuerzas, sobrevivir.

Entonces empezaron a escucharse historias sobre personas  que desenterraban los cadáveres congelados para comérselos. La desconfianza se alojo en la comunidad. Se recelaba de los que estaban sanos. ¿Por qué unos estaban sanos cuando los demás estaban famélicos y enfermos? Era como si seguir con vida fuera un crimen.

El delicioso olor de un borscht de patata que borboteaba en la lumbre hacia que el estómago de Masha rugiera. Intentaba matar la impaciencia y el hambre mirando, a través de la ventana, como la luz de la tarde agonizaba ya entre los árboles y cubría de sombras el camino. Su padre  tallaba una figurilla de madera junto a la chimenea; su madre consolaba a la pequeña Nadya a la que le estaban saliendo los dientes de leche. La inquietud de su estomago era una tortura. Decidió salir a buscar un poco de leña para avivar la lumbre.

Estaba en el cobertizo cuando una confusión de voces, de golpes y de gritos rompió la calma quebradiza de la tarde. El sonido de un disparo le heló la sangre. Asustada, corrió hacia la casa. La puerta estaba abierta. Vio a su madre tirada en el suelo con la espalda recostada contra la pared en una postura aberrante. Tenía los labios reventados, la sangre le corría por la mandíbula y le manchaba de rojo el vestido. Un hombre desconocido, un intruso, agarraba a Nadya por la nuca y la alzaba del suelo como si levantara por la piel del morrillo a un perro. Masha gritó. No pudo retener en la garganta aquel grito que parecía venir de muy lejos, de alguien que no era ella, con una voz que no era la suya. El hombre  la miro. El terror la  estremeció al sentir la negra tiniebla de aquellos ojos. Vio que le faltaba una oreja y que una fea cicatriz le cruzaba la cara desde la frente hasta la mejilla. Sus miradas apenas se encontraron durante un segundo, suficiente para que Masha no pudiera olvidar aquel rostro jamás. Echó a correr despavorida hacia la oscuridad helada y silenciosa. Corrió sin mirar atrás hasta que no pudo más y se desplomó sobre el suelo húmedo.

Cuando volvió, su padre yacía muerto sobre un charco de sangre. Su madre sollozaba y gemía en un murmullo, apenas con un hilo de voz. La sopa abandonada y fría reposaba sobre los rescoldos apagados. No había rastro de Nadya.

Masah se dejó caer junto a su madre y la acunó en su regazo. Lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Lloró y rezó por su padre muerto, por el destino fatídico de Nadya, por su madre que no respondía a estímulos, que permanecía muda, con la mirada vacía atrapada en una pesadilla de la que no podía salir. Rezó sobre todo para que Nadya volviera a casa.

Pero sus plegarias no fueron atendidas. No supo de dónde sacó las fuerzas para arrastrar a su padre hasta la cama, para acostarlo y arroparlo como si estuviera dormido; para limpiar las heridas de su madre. Para seguir viviendo con aquel dolor insoportable.

En los días siguientes su cuerpo se llenó de pupas supurantes. Unas pupas que rascaba con saña hasta dejar la herida en carne viva. Sentía que algo poderoso se  iba concentrando en su interior. Una rabia que amenazaba con ahogarla. Volcó muebles, empezó a romperlo todo como una loca hasta que su cuerpo le falló, hasta que le falló el aliento.

Apenas quedaba comida. Unas cuantas patatas entallecidas, unas remolachas arrugadas y resecas. Su madre no había vuelto a hablar, se negaba a comer. La fiebre iba consumiendo lentamente  aquel cuerpo atrapado en el horror. Masha supo que si no hacía algo, ambas morirían.

Estaba en el bosque, escarbando en la nieve en busca de raíces cuando el hombre apareció entre  los árboles pelados. Un hombre harapiento, con el rostro demacrado, los ojos amarillos y  salvajes de una bestia. ¡Quiere comerme! pensó Masha. Reculó hacía atrás aterrada y aferró con fuerza el mango del hacha que siempre llevaba consigo. El hombre se abalanzó, intentó agarrarla. Masha descargó el hacha, con todas sus fuerzas, sobre la cabeza del desconocido.

El sonido la estremeció. La hoja penetró limpiamente en el cráneo, sin apenas resistencia, como si de una sandia madura se tratara. El hombre la miró atónito, incapaz de entender y luego se desplomó sobre la nieve. Masha se acercó con cautela. No respiraba, no se movía. Temblando, rasgó el pantalón hasta dejar su pierna flaca, de un blanco grisáceo desnuda. Apenas tenía consciencia de sí misma cuando empezó a amputarla con el hacha. Unos golpes certeros y la separó del cuerpo. La sangre manaba a borbotones. Sudando hundió un cuchillo en la piel y a través de los cortes, la grasa apareció consistente y del color del maíz amarillo. No olía a nada y siguió  cortando hasta llegar a la carne más profunda.

La grasa chisporroteaba en la lumbre y un olor, delicioso, se extendía por la casa. Masha sentía como sus papilas gustativas despertaban y a pesar de las contradicciones y la pesadumbre que la habitaban empezó a salivar. La carne sabía bien. Parecía cerdo, quizás algo más ácida y fuerte. Intentó una vez más, sin conseguirlo, que su madre comiera. Arropada junto al fuego, su madre estaba ya muy lejos de aquel cuerpo consumido por la fiebre, que era solo  piel, solo  huesos y unos ojos enormes espantados.

«Cuando todo esto haya pasado, da igual cuando y como, te encontraré seas quien seas, y te mataré.»

Su madre murió por la noche sin hacer ruido, Masha colocó el cuerpo en el catre donde yacía su padre y guiada por un sordo instinto de supervivencia, apiló a su alrededor los pocos muebles y madera que encontró. Prendió fuego a aquella pira fúnebre, cogió un hatillo con lo poco que poseía y salió al exterior a observar como las llamas devoraban la cabaña. Luego  echó a andar sin volver la vista atrás. Sin una lágrima, sin entendimiento, sin destino.

Moscú. Otoño de 1936.

El hombre despertó desorientado y desnudo en la oscuridad. La raya de luz que entraba por una puerta entornada apenas le permitía distinguir los contornos de la habitación. Yacía en una camilla atado por el torso y los muslos con cinchas de cuero. Le costaba respirar. La mordaza y la bola que tenia dentro de la boca le impedían articular sonido alguno. Asustado, aún aturdido, intento  liberarse de las correas, pero lo único que consiguió fue que se le clavaran más en la carne. Por encima de su cabeza, una bombilla desnuda se encendió y le deslumbró con una luz fría, casi blanca. Parpadeó, trató de apartar los ojos del estridente cono de luz.

Ella estaba de pie en la puerta. La miró sin poder apartar la mirada de su rostro a pesar de que le costaba trabajo girar la cabeza. Las correas le cortaban la carne en los muslos.

Sudaba cuando ella se acercó lentamente y percibió su olor, él olor familiar de aquella piel que tanto había codiciado. Eso le alarmó, como le alarmó la jeringuilla que vio en su mano. Intentó no dejarse llevar por el pánico.

Trató de decir algo, gimoteó,  presionó con todas sus fuerzas las correas, quiso incorporarse, pero todo esfuerzo resultó inútil. El miedo se adueñó de su cuerpo.

Ella cogió aire, sus labios se abrieron y cerraron como la boca de un pez fuera del agua.

—No sabes por qué estás aquí ¿Verdad? Eres un ciudadano tan honorable, tan leal al estado. Si supieras cuantas veces he soñado  este momento— Recorrió con delicadeza las rugosidades de su oreja amputada, su dedo se deslizó por el surco que le atravesaba la mejilla. — Jamás he podido olvidar tu rostro. Estaba en mis sueños, en mis pesadillas…Toda mi vida me ha conducido hasta aquí. 

Sintió su mano en torno al antebrazo, sus dedos lo palparon buscando una vena.

—Ahora voy a provocarte dolor, mucho dolor. Quiero que sientas lo mismo que sentí yo. Fue un grave error que me dejaras  con vida.

Algo frío e irrevocable  corrió por sus venas paralizándolo. Ella acercó un cuchillo a su pierna y sin titubear lo hundió en la carne hasta que chocó con el hueso. Un dolor lacerante le subió hasta el cerebro y lo sacudió como un rayo. Ella empezó a cortar con mano experta.

—Me gustaría ser capaz de comerte, que tú lo vieras… Pero no tengo estómago. No, ya no… Sospecho que hoy será un buen día para los perros,

El dolor se hizo insoportable. Los contornos de la habitación empezaron a difuminarse. Fue perdiendo la noción del tiempo, la noción de si mismo hasta que finalmente el horror lo engulló y dejó de sentir. Desapareció. 

Ausencia

Está deshecho tras un  día de trabajo demoledor, pero la sola idea de volver a casa le hace estremecer. No soporta el silencio, no soporta su ausencia que lo emponzoña todo como un veneno: Nadia…

Acodado en la barra, el primer whisky  le resulta suave, analgésico. Los siguientes hacen que todo empalidezca por momentos. El líquido le recorre el cuerpo, lo impregna de una especie de fuerza quebradiza. Poco a poco nota el temblor y los azotes de la embriaguez hirviendo como dióxido de carbono en la sangre.

Cuatro taburetes más allá, una mujer levanta el vaso y le sonríe. Casi puede escuchar el tintineo del hielo al chocar con el cristal. Siente hormiguear el deseo en su entrepierna y se acerca.  Ella lo mira con descaro. Es mayor de lo que parece, la delatan las sombras bajos sus ojos que el discreto maquillaje no puede remediar.

— ¿Tomas otra?

— Es tarde ya.

— Es tarde, pero creo que los dos estamos acostumbrados a las noches sin sueño…

*************

—Tengo que irme— dice ella.

Mientras se viste, él la observa en su frágil  desnudez:  El triangulo oscuro entre las piernas, la blancura translúcida de su piel en la que se transparentan venas azuladas, esa piel que ha perdido su tersura, que ha palpado con ansia  intentando descubrir en ella algo familiar. Ahora, saciado, le parece inimaginable haber deseado ese cuerpo sin historia, un cuerpo que no revela nada, que ni siquiera es vulgar, ni siquiera seductor.

No hay falsas promesas en la despedida. Ella desaparece tras el sonido de la puerta al cerrarse. Él  niega en silencio y entierra el rostro en la almohada. Lo único que desea es dormir, no pensar, abandonarse…                                                                                                 

La luz gris del amanecer lo encuentra tumbado en el sofá con la mirada perdida y una expresión estúpida. Tiene ganas de vomitar, la sensación de que todo se desmorona. En el espejo contempla su rostro abotagado, los grandes surcos violáceos bajo los ojos, los pequeños capilares rotos junto a la nariz. El agua de la ducha arrastra la peste del cuerpo, los rastros de sexo que rezuma su piel.

Una raya de coca, el aguijonazo necesario para ponerse en marcha.

Atrás queda el silencio, la ausencia. La ciudad, ahí fuera, es un torbellino saturado de anhelos. Definitivamente, su vida va camino de convertirse en una enfermedad terminal.

La caracola

Él salió dando un portazo y ella se dejó caer contra la pared con la sensación de no pisar tierra firme. Un miedo, paralizante, la atravesaba como una corriente continúa.

Su sola presencia la intimidaba. Su voz imperiosa. El cuerpo rotundo, provocador, con el pecho adelantado y los hombros rectos: su seguridad aplastante, su profunda satisfacción por sí mismo. Ella, en cambio, cada día se sentía más miserable y oprimida. Su mirada se había ido apagando, su voz se había vuelto tenue e insegura. Sus movimientos, antaño agiles, eran ahora pesados e imprecisos. Su aspecto ya no encajaba con su edad.

Que poco queda de aquellos que fuimos…

Se acercó a la ventana y contempló el exterior. A lo lejos, el tenue resplandor de la ciudad era como los rescoldos de un fuego apagado. Eso era ella, un triste rescoldo consumido y frio. Marco era el fuego y ella la leña. La incendiaba, la carcomía lentamente hasta  convertirla en ceniza.

Ya no puedo más…

Sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas y se echó a reír. Lo contrario de llorar es reír, le había dicho su abuela siendo ella una niña. Cuando tengas ganas de llorar ríe, verás como las lágrimas se neutralizarán. Solo hay que llorar por lo verdaderamente importante, por lo irreversible.

La recordó sentada en su vieja mecedora en un rincón del jardín fumando un cigarrillo sin filtro. El tabaco era la única debilidad que se permitía. El pelo blanco; los ojos azules, acuosos; los labios pintados de carmín rosado. Una vez le regaló una caracola marina con el caparazón grueso, de nácar brillante. Un objeto mágico, le dijo. Escucha su interior, escúchala cuando tengas miedo, cuando estés triste y te sientas perdida. Deja que el sonido del mar arrastre tu pesar. Busca entonces las respuestas en tu interior…

¿En qué me he convertido?

Buscó la caracola por toda la casa hasta encontrarla en un viejo baúl. Su tacto le produjo un ligero estremecimiento. Se tumbó en la cama y la apretó contra su oído dejando que aquel sonido marino, resacoso y profundo la envolviera.

«No dejes que Marco te intimide ni te haga sentir mal por ser como eres». La voz de su abuela venía de muy lejos, de un lugar remoto, inalcanzable. «No dejes que el miedo te paralice, recupera el control. El conoce tus miedos, puede hacer contigo lo que quiera, te tiene en su poder».

«Sufres por tu propia indecisión, por tus dudas, por el miedo a los sueños muertos y el miedo a una vida sin sueños. No dejes que ese amasijo de angustia y autocompasión que mantienes enterrado ahí abajo  te  ahogue. Déjalo salir. Las heridas cicatrizan mejor si las dejas al aire».

—Pero, ¿a dónde voy a ir? — Murmuró a la estancia vacía — Más allá de estas paredes solo hay  incertidumbre, un mundo desconocido donde tendría que entrar sola…

«Busca tu sitio. Huye de esta frágil realidad, de esta tristeza infinita en que se ha convertido tu vida. Escogiste un camino equivocado. Te perdiste  y no es fácil volver a empezar, pero debes ser fuerte e intentarlo. Desprenderte de todo y echar a andar. Lo contrario es  retrasar lo inevitable. No lo pienses, dale a reiniciar».

Abrió los ojos con una sensación extraña, sintiendo una determinación que antes no tenía. El efluvio de un olor conocido flotaba en el aire. Un olor entrañable a jazmín y cigarrillos. El aroma de su abuela.

Miró a su alrededor y se sorprendió de que todo siguiera exactamente igual que antes, que no hubiera señal alguna de que su mundo acababa de cambiar de forma fundamental, definitiva.

La guerra interior – Parte 2

Allí donde vayamos siempre nos perseguirá la guerra.

Gabriela 

Ahora dormíamos juntos. Unas noches en mi habitación, otras en la de Gabriela. Había montado un cuarto oscuro en el lavabo. Allí revelaba las fotos que guardaba, las que no enviaba a su agencia. Colgaban de una cuerda como si fueran ropa tendida. Fue la primera vez que vi lo que veían sus ojos. Imágenes de perros escuálidos aventurándose por un laberinto de cascotes y hierros retorcidos. Una mujer empujando un carrito de bebé, un niño agarrado a su falda, la mezquita al fondo, con los minaretes partidos, humeante y moribunda. Una anciana  acuclillada junto a una pared, un capazo con cebollas recubiertas de tierra reseca. En sus ojos el desconcierto, el miedo soterrado bajo la falsa apariencia de normalidad del mercado. Instantáneas cotidianas de la ciudad maldita.

Bebíamos, bebíamos sin parar. Saqué unos vasos, puse una botella de bourbon sobre la mesa. Gabriela se dejó caer en un sillón y yo me acomodé a su lado. Tras las cortinas echadas tan solo se escuchaba el suave golpeteo de la lluvia contra el cristal. Los snapieristi, los francotiradores serbios, esa noche  nos ofrecían  una tregua. Ella apoyó su cabeza en mi hombro, su dedo acariciaba los bordes del vaso. Le hablé de mí, de nosotros… Imaginé una vida juntos en otro lugar. Intenté sacarla de aquella incertidumbre de mujer cansada, de aquellas maneras suyas de perdedora. Quise que me hablara de ella.

—Dime quien eres. ¿De dónde vienes, Gabriela? ¿Qué te atormenta?… —El silencio fue su respuesta, la tristeza. —Se que estuviste casada ¿Sigues casada? Necesito saber…

Se inclinó hacia mí. Cierto desafío en su mirada, otro tono al hablar.

—Hubo un hombre, mi marido. Fue hace mucho, en Argentina. Si empiezo a contarlo no acabaré nunca. Si empiezo a pensar en ello, me muero… No me hagas más preguntas. Nunca. — Su aliento me rozó la cara, la voz pastosa  — Esa es la única condición que impongo. Me gustas, yo te gusto, eso es todo.

Tuve la sensación de estar ocupando el lugar de otro, de otro que la había poseído, que la había estrechado entre sus brazos hasta romperla.

En la plaza del mercado, las hojas de los árboles  titilaban al calor de las llamas. El humo ascendía hacía el cielo gris cubierto de nubes. Copos de ceniza flotaban en al aire. Las balas silbaban por encima de nuestras cabezas, impactaban en las fachadas de los edificios, perforaban las paredes. La gente huía a la carrera por los callejones. Reinaba un caos absoluto. Decenas de heridos gemían entre los cascotes, cuerpos mutilados, cuerpos de ancianos, de mujeres, de niños que frecuentaban a aquella hora temprana el mercado. Charcos de sangre, frutas y hortalizas, ropa, zapatos, todo esparcido por el asfalto formando una imagen patética. Un coche de la cruz roja se paró junto al nuestro. Intenté hacerme una idea de la situación. Gabriela saltó del coche y corrió hacía donde había caído la bomba. Como poseída, empezó a fotografiarlo  todo. Allí,  expuesta al peligro, ajena a las balas que atravesaban la plaza, parecía desafiar a la muerte. Grité su nombre. No me oyó, o no quiso oírme. Me arrastré y tiré de sus piernas hasta hacerla caer.

— ¿Estás loca? ¿Acaso quieres que te maten?

Clavó su mirada en mí, una mirada que flotaba por encima de las cosas. Sus ojos trasparentaban  ausencia. Rompió a llorar. Aquel cuerpo se sometía a unas leyes que yo no entendía. Tuve la sensación de estar lejos de todo, la certeza de que Gabriela era una extraña.

—Nunca más vuelvas a hacer esto. Me oyes. Nunca más…

En las noches, las pesadillas habitaban sus sueños. Gabriela se revolvía inquieta en la cama. Susurraba palabras ininteligibles,  frases confusas,  inconexas. Se despertaba empapada en sudor. Yo la veía delirar, hundida en un mundo que solo ella podía ver. Algo la habitaba, algo que había ocurrido, algo desconocido de lo que huía. Sus ojos me asustaban, parecían los de alguien que había muerto muchas veces.

—Ya pasó— le decía—Descansa, descansa…Le agarraba la mano, la apretaba entre mis brazos, le acariciaba el pelo. Ella no respondía a mis caricias.  Sus labios se  movían lentamente.  —El dolor me mata, estoy rota por dentro… —La voz magnética. Luego parecía subir  a la superficie como un pez boqueando en busca de oxigeno. —No tengo, no  tenemos derecho a quejarnos, Nosotros no…

Paseamos por las callejuelas del antiguo zoco, en el barrio turco de Bascarsija. El panorama era desolador. La gran mezquita de Dzmija gemía malherida entre cascotes y agujeros de granada. Coches y maderos quemados, piedras y ladrillos. Los comercios permanecían cerrados, los escaparates ennegrecidos por la pólvora, destrozados por la metralla. Se oían algunos disparos espaciados en la lejanía. Nos sentamos frente al rio,  en un muro que a duras penas se mantenía en pie. La tarde comenzaba a caer y las aguas titilaban con las últimas luces del día. Dos niños rebuscaban  en la orilla, sus caras habían perdido el candor, la pureza de la infancia. Dos niños viejos.

—La primera víctima de la guerra es la inocencia— dije pasándole el brazo por el hombro.

—La guerra te hace madurar rápido. O devoras o te devoran…

Unas campanas tañendo a lo lejos. Noté como su cuerpo se estremecía.

—Odio el sonido de las campanas. Las campanas jamás olvidan. Tocan a muerte…

—Ya no tengo suficiente estómago para seguir aquí. —Dije — Vayámonos Gabriela. Busquemos  un lugar donde todavía haya  esperanza… —Le agarré la mano, ella apenas respondió a mis caricias.

— ¿Irnos, a dónde? — Barrió el aire con la mano — No hay otro lugar. Allí donde vayamos nos perseguirá la guerra.

Estaba ahí, a dos pasos y constantemente lejos.

Me levanté,  a través de la ventana observé la noche. Gabriela dormía un sueño agitado,  enmarañada en las sábanas su cuerpo temblaba, sus piernas se movían inquietas, gemía, de repente manoteaba  en el aire y luego el brazo quedaba colgando fuera de la cama. Sus labios empezaron a moverse lentamente…

—Raúl, ¿estás ahí?…— Balbuceó apenas.

—Estoy aquí, Gabriela. No pasa nada.

—No te vayas. Quédate. Tengo miedo.

— ¿Miedo, de qué? Todo está tranquilo.

—Estoy muerta de miedo, pero no puedo hablar de ello.

Me acerqué. Un poso de sueño en sus ojos. La voz aguardentosa.

—Anda, si. Cuéntamelo.

—Sueños, Raúl. Siempre el mismo sueño.

—Y ¿qué sueñas?

Un repentino sollozo la estremeció. Comenzó a hablar,   lloraba al mismo tiempo.

— Cada noche sueño con las campanas, quiero que paren. Tengo tanta sed… Todo está oscuro pero siento  ruido de botas, el jadeo de un perro. Algo me tapa la boca, no puedo respirar, el calor, el calor terrible que me quema el interior de los muslos, los genitales…— Sus uñas se clavaron en mi espalda — No puedo soportarlo, creo que voy a reventar… Quieren que les diga dónde está Armando y yo no quiero pero ellos me llevan de los pelos a rastras, me golpean, me dan patadas. El aliento de un perro en mi cara, quiero gritar, pero de mi cuerpo solo sale una especie de aullido, un gruñido que no es humano… — Deliraba, casi podía ver en sus pupilas las imágenes que la atormentaban— luego más golpes, me vuelven a tapar la boca.  Otra vez el calor, me arde el vientre, me desgarran y entonces hablo, les digo lo que quieren saber. Puertas que se abren y se cierran, cesa el zumbido de la electricidad, cesan los ruidos. Queda tan solo el silencio roto por el tañido de las campanas a lo lejos.

Lloraba, su rostro era el de una mujer que había muerto muchas veces.

—Tranquila, Gabriela. Eso ya pasó, ya pasó… Ahora estamos juntos, los superaremos juntos.

—Pero no te das cuenta. Denuncié a Armando, los militares lo detuvieron y nunca más le volví a ver. Yo lo maté, Raúl, yo lo maté… Abrázame, abrázame fuerte… Estoy vacía, estoy rota,  la destrucción me persigue allá donde vaya. No me ames Raúl,  aléjate de mí. No soy buena.

Alzó la cabeza, me miró. La oscuridad  en sus pupilas, la ausencia. Estaba junto a Gabriela, pero ya no la sentía.

La mañana siguiente, Gabriela no quiso salir en el jeep. Dijo que necesitaba estar sola, que se quedaría trabajando  en su improvisado laboratorio. Necesitaba pensar, solo eso. Imágenes confusas me asaltaron durante todo el día. Ángulos, fragmentos, detalles que  reunía sin llegar a conformar la figura resultante. Sin embargo, eran tantas las señales, tantos los  matices, tendría que haberlo visto.

Me desperté en la penumbra gris del amanecer. Una pálida luz anuncio de un pálido día. Me frote los ojos y a tientas busqué a Gabriela entre las sábanas. No estaba. En la habitación no había rastro de su presencia. Me levante y a medio vestir corrí hasta su cuarto. La puerta estaba entornada, las fotografías habían desaparecido del lavabo, el armario vacío, ausencia… La sensación de no pisar tierra firme, una angustia indecible me atenazó el estomago. Me asomé a la ventana. Como una sombra la vi subir  en un vehículo de la ONU. Grité su nombre. El coche arrancó, sus faros despertaron del letargo y un cono de luz iluminó la larga avenida. Sabiendo ya que la había perdido, bajé como un loco las escaleras. Los pulmones me ardían cuando atravesé el hall del hotel y salí al exterior. Ni rastro, el coche había desaparecido en la calle desolada, engullido por aquella ciudad maldita.  Gabriela se convirtió en niebla, se  esfumó con el aire.

Densos nubarrones cubrieron el cielo.

Jamás la volví a ver. 

*La novela “La noche detenida” de Javier Reverte me ha servido de mucha ayuda para ambientar la ciudad sitiada de Sarajevo. 

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