Widingo

Este relato fue publicado en el blog en Marzo 2019. Os invito a redescubrirlo

La Bahía de Hudson

Mi nombre es Kokyangwuti pero antes fui Winona, hija de Canowicakte, cazador de los bosques y de Antionette, más allá del precio. De mi padre, conservo el sabor vivificante de su carne y su energía fluyendo por mi torrente sanguíneo. De  mi madre el olor  ahumado de la tira de cuero que entrelazaba en su pelo, y el aroma a sal. Hace ya mucho que no están pero sus corazones laten, al unisonó, con el mío.

Todos los años, en el mes de la luna de la rana, cuando la pesca está  en su máximo esplendor, bajo en mi canoa hasta  la desembocadura del rio Albany  a vender las pieles a los hombres blancos de la Compañía de la Bahía de Hudson, allí donde levantaron su campamento hace ya muchas lunas.

Al principio se reían de mí, una mujer que vivía sola, en el bosque, cazando  animales cuando todos los de su tribu se habían ido a las reservas. Pero ahora ya no. Han pasado muchos años. Ahora soy una anciana amarillenta y famélica con un pelo blanco y crespo, que no dejo que nadie toque. Estación tras estación mis pieles siguen siendo las más tupidas y abundantes.

A los Cree que traemos pieles nos tratan muy bien. Antiguamente nos daban harina y azúcar y también ron con el que aflojaban nuestras lenguas. Algunos empezaron a hablar. El ron es un arma furtiva y poderosa… Nuestras historias calaron como una maldición en la mente del hombre blanco. Se contaron las historias sobre personas que comían carne humana, que se convertían en bestias salvajes  que median más de 6 metros y cuya hambre solo podía ser satisfecha con más carne humana lo que acrecentaba, aún más, su avidez. Librarte de una maldición, una vez que se ha apoderado de ti, es como intentar sacudirse una gorda sanguijuela de la mano.

En esta rigurosa tierra  del norte es mejor pasar desapercibida, no llamar la atención. Dejo mi canoa oculta en un recodo del rio. Vendo mis pieles y me aprovisiono de todo lo necesario para el invierno y luego me esfumo, desaparezco. Entonces puedo moverme a hurtadillas, deslizarme entre las sombras y escudriñar los callejones solitarios, observar la vida a través de las ventanas. Hasta mi llega el hedor de las espinas y las cabezas de pescado pudriéndose en las calles; el olor de la comida china mezclado con el de incienso quemado. La  música y las risas que se escapan del interior de los salones.

El espíritu se despierta, no puedo reprimirlo. Olfateo el aire buscando un rastro. Tengo que dejar que salga, que satisfaga  su voracidad…

Todo empezó así

Vivíamos en la ruta de las trampas.

Aquel año el  otoño había sido prometedor. Habíamos capturado muchos patos y gansos, atrapado con lazo cuatro familias de castores, también urogallos y esturiones, pero no conseguimos ningún alce y las ancianas, rápidamente, comenzaron a parlotear que ningún alce, al empezar el invierno, significaba hambre para más tarde.

El tiempo de la luna creciente, cayó. La nieve estaba tan profundamente  asentada que el invierno formaba parte de nosotros.

 Los cazadores empezaron a volver con las manos vacías, congelados y asombrados de la ausencia de animales e incluso de huellas. A los niños nos asustaban sus miradas perdidas. Andábamos todo el tiempo rapiñando comida. Las mujeres pelaban cortezas de alerce para hacer té o escarbaban en la nieve profunda con la esperanza de encontrar algún helecho seco

Siempre  habíamos conseguido sobrevivir en grupos más pequeños, pero esta vez no tuvimos opción.  Algunos hombres se quejaban de que éramos demasiados para que el bosque pudiera sustentarnos. Algunos deberían partir con la familia con la esperanza de sobrevivir. Al final, solamente el testarudo de mi padre, mi madre y yo nos adentramos solos en el bosque,

Caminamos sin tregua. Había muchas huellas que cruzaban la zona: huellas de zorro, marta, lobo, lince y liebre. Las huellas se acababan cerca del acantilado, en el rio donde desemboca el arroyo Wakina. Esa noche, junto al fuego, susurrábamos oraciones que ascendían al cielo con el humo apestoso. Los días siguientes no hubo caza. El bosque era un cementerio helado, silencioso. Mi padre pasó largo tiempo intentando pescar con una cuerda de tendones y un azuelo de hueso. Al anochecer, mi madre le pidió que lo dejara, pero no hizo caso. Bajo la piel de alce, la aurora boreal brillaba con tanta intensidad que me despertaba. El bosque sonaba con extraños aullidos y chillidos, parecía que los arboles estaban reventando de frio, que los lobos aullaban hambrientos.

Por la mañana encontramos a mi padre sentado en la nieve. El fuego se había extinguido hacia horas. Una horrible mueca se dibujaba en su cara. Mi madre lloro la muerte de mi padre con lágrimas que helaban sus mejillas. Yo lo miraba fijamente, en un estado lánguido.

 Esa noche le susurre tenuemente al bosque, para que pudiera oírme, que si resistíamos nos alimentaríamos bien al amanecer.

Los días siguientes salió el sol, y seguíamos vivas pero no hubo comida. Al tercer día cumplí la promesa que  hice de alimentarnos. Con nuestras últimas fuerzas recogimos leña, saqué un cuchillo y lo acerqué a mi padre.

Comimos hasta que nuestros estomago se tensaran como tambores, gotas de sudor resbalaban por nuestra frentes y nuestra mejillas se pusieron coloradas.

Cargamos con la carne que quedaba en un fardo y decidimos volver por el camino helado. Fue durante aquel trayecto que una sombra ominosa me cubrió y sentí que algo me atrapaba. Una sacudida lacerante que me desgarró la carne y se expandió por la espina dorsal quemándome hasta las últimas puntas del pelo, hasta las uñas de los pies. Cuando aquel ramalazo punzante, como afilados cristales de hielo, hormigueó por mis venas sentí una energía renovada, una fuerza  imparable, una lucidez tan poderosa que me estremeció de terror.

Mi madre fue testigo de aquella transformación. Lo supo y durante todo el camino no dejó de escudriñarme, pensativa, aunque de su boca no salió ni un ligero sonido

Avanzamos seguras y con fuerza sobre nuestra raqueta de nieve. La luz del sol nos iluminaba por detrás y los hombres nos miraron con extrañeza cuando nos vieron llegar. Debían preguntarse dónde estaba padre. Los niños nos rodearon nerviosos, famélicos pidiendo comida, Estaban consumidos por la tos y la enfermedad amarilla. Aquel año no habíamos logrado suficientes estómagos de liebre para protegernos, con sus hierbas amargas, de la enfermedad.

Mi madre les contó que padre había muerto. Les hablo de huellas,  huellas que parecían humanas, pero que eran más grandes, con hoyos que parecían clavados en la nieve por garras en lugar de dedos. Huellas de Widingo. Tan solo intentaba salvarse. Supe que ellos lo sabían, pero no me miraron a mí, miraban a mi madre. Ella no era de fiar, a los ojos de los hombres se había convertido en otra cosa. Nos arrebataron el fardo y colgaron el contenido en un árbol, a gran altura, para que los Manitus lo divisaran.

Cuando volvieron a buscarnos, mi madre me escondió. Lo observe todo bajo el manto de alce, silenciosa  como un lince hambriento. Esparcieron cedro triturado por el suelo mientras mascullaban oraciones. Mi madre los observaba con los ojos brillantes y el cuerpo tembloroso. Luego la ataron. Sus sollozos se convirtieron en furiosos gruñidos mientras empezaba a temblar y a retorcerse con tanta fuerza que parecía que iba a romper las cuerdas y a atacarlos. Le pusieron una sabana sobre la cabeza  y apretaron con fuerza su cuello. Sus pies se estremecieron y luego quedaron inmóviles

Fue entonces cuando tuve mi primera visión. Tenía que salir, escapar. Tenía que sobrevivir. Las imágenes del camino se me revelaron nítidas ante los ojos. No había que pensar, tan solo seguir las huellas profundas marcadas en la nieve, las huellas que se dirigían hacia el precipicio que caía sobre el rio. Corrí, volé con los hombres pisándome los talones .El aire me abrasaba los pulmones. Mi respiración era el jadeo sibilante de un animal acorralado.

Al llegar al precipicio salté. Fui lince, fui águila planeando en la corriente de aire. Fui esturión cuando me recibió  el colchón plateado y turbulento del agua. Me fundí con la corriente helada en un solo cuerpo. Millones de gotas en la misma dirección. Cuando al final me retuvo un remanso ya no sabía lo que era. ¿Humano, animal, espíritu, demonio? ¿Tierra, agua, aire, fuego? Lo era todo,  luz y  oscuridad, humo… Tenía que encontrar mi sitio. Sobrevivir a cualquier precio y alimentar a la fiera cuando se manifestase. Ese era mi destino.

Me había convertido en un Widingo. Un espíritu maléfico que devora humanos. Era eso.

Durante

Durante años, las historias fueron lo único que tenía para mantenerme viva.

Mi vida fue esconderme. Cazar, pescar, poner trampas, observar el cielo en las noches claras hasta tarde, prepararme lo mejor que podía durante el corto verano para la llegada del invierno. Días de amarga felicidad. Mis cambios de ánimo me arrastraban como tormentas de verano. Estaba horrorizada y fascinada por aquello en lo que me estaba convirtiendo.

Descubrí que raíces podían curar y cuales mataban.  Aprendí a coser las pieles con el pelaje para dentro para vestirme con ellas. Cuando los mosquitos búfalo amenazaban con enloquecerme, quemaba las ramas verdes de los abetos. Aprendí los lugares del río donde se escondían los peces cuando apretaba el calor y a capturar abundantes castores sin espantarlos para siempre. Aprendí los mejores lugares para colocar las trampas. Me convertí en una cazadora implacable.

Tenía la capacidad de ver pequeños fragmentos del futuro, tanto próximos como lejanos.

A veces, el aire transportaba el aroma que despertaba a la bestia. Alguien se había desviado de su ruta. El  widingo  aparecía exigiendo su tributo y me impregnaba de su  voracidad insaciable. No podía negarme a esa naturaleza y obedecía al instinto. Salía a su búsqueda, de caza.

El fin

Contaban los ancianos que el ser humano continúa residiendo en el interior del Wendigo, más concretamente donde debe estar su corazón.  Yo doy fe de ello. Estoy  atrapada, dentro del  Wedingo en perpetua lucha con él. Me siento vieja y cansada, mis huesos gimen pidiendo una tregua. La única forma de matar a un Wendigo es matando también al humano que hay en su interior. Sé que el momento no tardará en llegar. Lo he visto en mis sueños.

Hambre

Moscú. Otoño de 1936.

 Masha terminó de perfilarse los labios y se miró en el espejo. La piel le brillaba como si fuera de porcelana bajo la luz azulada. El vestido rojo, escotado, le apretaba un poco en las caderas pero se ajustaba a su cuerpo como un guante. Se atusó  el espeso pelo rubio con los dedos, se había hecho un  recogido alto, refinado, que enmarcaba sus rasgos bellos y armoniosos. Tan solo sus ojos de un azul helado, determinante, parecían extrañamente fuera de lugar. Distorsionaban con su dureza aquella imagen tan cuidadosamente preparada.

La nostalgia de su familia la seguía corroyendo. Hacía que siguiera rascandose los brazos y la parte interna de los muslos hasta hacerse sangre, que se apretara las sienes con saña para exorcizar el dolor. Le secaba la boca, la ahogaba.

El día que llegó a sus manos el expediente y vio la foto, su gris existencia de funcionaria en el registro civil dio un vuelco radical. Desde ese momento su único propósito fue encontrarlo y cumplir con la promesa que se hizo en otra vida. Acercarse a él, seducirlo, resultó tan fácil que hasta parecía ridículo.

Había ido capeando los embistes del hombre como pudo hasta que la ocasión se  presentó cuando su superior, aquejado de una enfermedad reumática, fue a tomar las aguas termales a un elegante balneario en Sochi y le dejó las llaves de su apartamento. El piso, con cochera incluida,  era el único habitado en un edificio aún sin terminar. Eso le permitía moverse con cierta libertad. Sabía que en el lugar menos esperado podía haber alguien espiando, informando de todos sus movimientos. Incluso entre los pocos amigos que tenía podía haber gente delatora.

Miró el reloj, ya no tardaría. Echó un último vistazo a la cochera que, a través de una puerta, comunicaba directamente con la vivienda y comprobó que todo estuviera en su lugar. Luego cogió de la cocina la botella de vino, la agitó  y observó su contenido a contraluz. La dejó sobre la mesa, rectificó la posición de algún cubierto y observó  satisfecha el resultado. Entonces llamaron a la puerta. Ya no había vuelta atrás, estaba a punto de suceder.

En algún lugar del la Región del Volga. Invierno de 1921.

A principios de año el ejército rojo se había llevado detenidos a todos los Kulaks contrarios a la colectivización. Los soldados arrasaron la aldea, se incautaron las reservas de grano, los animales y toda la comida que encontraron.

Durante la primavera,  familias enteras fueron abandonando el pueblo con dirección incierta en busca de comida. Tan solo quedaron aquellos que habían logrado ocultar provisiones o los que, como el padre de Masha, creían que la ayuda prometida llagaría a tiempo para salvarlos antes de las nieves del invierno.

Pero tras un verano tórrido y reseco, las cosechas estaban ya perdidas cuando las primeras lluvias comenzaron a caer y octubre marcó el comienzo de un invierno temprano. No quedaban animales que sacrificar. Los perros y  los gatos, habían desaparecido hacía tiempo. Entonces empezaron a cazarse ratones y ratas. La gente  escarbaba  la tierra en busca de gusanos y raíces, masticaba la corteza de los árboles y se comía la hierba. Los más débiles, los ancianos y los niños,  enfermaron y comenzaron a morir. Luego llegó la helada, treinta grados bajo cero sin apenas madera para calentar los flacos huesos que asomaban por debajo de la piel agrietada. Con las primeras nieves pareció que el tiempo se detenía. Los niños ya no  jugaban en las calles. Los caminos quedaron enterrados por un manto blanco apenas transitado. La única señal de vida eran las espirales de humo que surgían de algunas chimeneas.

Los días se tornaron tan silenciosos  como las noches. La gente permanecía encerrada en sus casas. Apenas  hablaban, apenas se miraban los unos a los otros. Cuando alguien moría,  todos pensaban que  serian los próximos. Intentaban aguantar, guardar fuerzas, sobrevivir.

Entonces empezaron a escucharse historias sobre personas  que desenterraban los cadáveres congelados para comérselos. La desconfianza se alojo en la comunidad. Se recelaba de los que estaban sanos. ¿Por qué unos estaban sanos cuando los demás estaban famélicos y enfermos? Era como si seguir con vida fuera un crimen.

El delicioso olor de un borscht de patata que borboteaba en la lumbre hacia que el estómago de Masha rugiera. Intentaba matar la impaciencia y el hambre mirando, a través de la ventana, como la luz de la tarde agonizaba ya entre los árboles y cubría de sombras el camino. Su padre  tallaba una figurilla de madera junto a la chimenea; su madre consolaba a la pequeña Nadya a la que le estaban saliendo los dientes de leche. La inquietud de su estomago era una tortura. Decidió salir a buscar un poco de leña para avivar la lumbre.

Estaba en el cobertizo cuando una confusión de voces, de golpes y de gritos rompió la calma quebradiza de la tarde. El sonido de un disparo le heló la sangre. Asustada, corrió hacia la casa. La puerta estaba abierta. Vio a su madre tirada en el suelo con la espalda recostada contra la pared en una postura aberrante. Tenía los labios reventados, la sangre le corría por la mandíbula y le manchaba de rojo el vestido. Un hombre desconocido, un intruso, agarraba a Nadya por la nuca y la alzaba del suelo como si levantara por la piel del morrillo a un perro. Masha gritó. No pudo retener en la garganta aquel grito que parecía venir de muy lejos, de alguien que no era ella, con una voz que no era la suya. El hombre  la miro. El terror la  estremeció al sentir la negra tiniebla de aquellos ojos. Vio que le faltaba una oreja y que una fea cicatriz le cruzaba la cara desde la frente hasta la mejilla. Sus miradas apenas se encontraron durante un segundo, suficiente para que Masha no pudiera olvidar aquel rostro jamás. Echó a correr despavorida hacia la oscuridad helada y silenciosa. Corrió sin mirar atrás hasta que no pudo más y se desplomó sobre el suelo húmedo.

Cuando volvió, su padre yacía muerto sobre un charco de sangre. Su madre sollozaba y gemía en un murmullo, apenas con un hilo de voz. La sopa abandonada y fría reposaba sobre los rescoldos apagados. No había rastro de Nadya.

Masah se dejó caer junto a su madre y la acunó en su regazo. Lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Lloró y rezó por su padre muerto, por el destino fatídico de Nadya, por su madre que no respondía a estímulos, que permanecía muda, con la mirada vacía atrapada en una pesadilla de la que no podía salir. Rezó sobre todo para que Nadya volviera a casa.

Pero sus plegarias no fueron atendidas. No supo de dónde sacó las fuerzas para arrastrar a su padre hasta la cama, para acostarlo y arroparlo como si estuviera dormido; para limpiar las heridas de su madre. Para seguir viviendo con aquel dolor insoportable.

En los días siguientes su cuerpo se llenó de pupas supurantes. Unas pupas que rascaba con saña hasta dejar la herida en carne viva. Sentía que algo poderoso se  iba concentrando en su interior. Una rabia que amenazaba con ahogarla. Volcó muebles, empezó a romperlo todo como una loca hasta que su cuerpo le falló, hasta que le falló el aliento.

Apenas quedaba comida. Unas cuantas patatas entallecidas, unas remolachas arrugadas y resecas. Su madre no había vuelto a hablar, se negaba a comer. La fiebre iba consumiendo lentamente  aquel cuerpo atrapado en el horror. Masha supo que si no hacía algo, ambas morirían.

Estaba en el bosque, escarbando en la nieve en busca de raíces cuando el hombre apareció entre  los árboles pelados. Un hombre harapiento, con el rostro demacrado, los ojos amarillos y  salvajes de una bestia. ¡Quiere comerme! pensó Masha. Reculó hacía atrás aterrada y aferró con fuerza el mango del hacha que siempre llevaba consigo. El hombre se abalanzó, intentó agarrarla. Masha descargó el hacha, con todas sus fuerzas, sobre la cabeza del desconocido.

El sonido la estremeció. La hoja penetró limpiamente en el cráneo, sin apenas resistencia, como si de una sandia madura se tratara. El hombre la miró atónito, incapaz de entender y luego se desplomó sobre la nieve. Masha se acercó con cautela. No respiraba, no se movía. Temblando, rasgó el pantalón hasta dejar su pierna flaca, de un blanco grisáceo desnuda. Apenas tenía consciencia de sí misma cuando empezó a amputarla con el hacha. Unos golpes certeros y la separó del cuerpo. La sangre manaba a borbotones. Sudando hundió un cuchillo en la piel y a través de los cortes, la grasa apareció consistente y del color del maíz amarillo. No olía a nada y siguió  cortando hasta llegar a la carne más profunda.

La grasa chisporroteaba en la lumbre y un olor, delicioso, se extendía por la casa. Masha sentía como sus papilas gustativas despertaban y a pesar de las contradicciones y la pesadumbre que la habitaban empezó a salivar. La carne sabía bien. Parecía cerdo, quizás algo más ácida y fuerte. Intentó una vez más, sin conseguirlo, que su madre comiera. Arropada junto al fuego, su madre estaba ya muy lejos de aquel cuerpo consumido por la fiebre, que era solo  piel, solo  huesos y unos ojos enormes espantados.

«Cuando todo esto haya pasado, da igual cuando y como, te encontraré seas quien seas, y te mataré.»

Su madre murió por la noche sin hacer ruido, Masha colocó el cuerpo en el catre donde yacía su padre y guiada por un sordo instinto de supervivencia, apiló a su alrededor los pocos muebles y madera que encontró. Prendió fuego a aquella pira fúnebre, cogió un hatillo con lo poco que poseía y salió al exterior a observar como las llamas devoraban la cabaña. Luego  echó a andar sin volver la vista atrás. Sin una lágrima, sin entendimiento, sin destino.

Moscú. Otoño de 1936.

El hombre despertó desorientado y desnudo en la oscuridad. La raya de luz que entraba por una puerta entornada apenas le permitía distinguir los contornos de la habitación. Yacía en una camilla atado por el torso y los muslos con cinchas de cuero. Le costaba respirar. La mordaza y la bola que tenia dentro de la boca le impedían articular sonido alguno. Asustado, aún aturdido, intento  liberarse de las correas, pero lo único que consiguió fue que se le clavaran más en la carne. Por encima de su cabeza, una bombilla desnuda se encendió y le deslumbró con una luz fría, casi blanca. Parpadeó, trató de apartar los ojos del estridente cono de luz.

Ella estaba de pie en la puerta. La miró sin poder apartar la mirada de su rostro a pesar de que le costaba trabajo girar la cabeza. Las correas le cortaban la carne en los muslos.

Sudaba cuando ella se acercó lentamente y percibió su olor, él olor familiar de aquella piel que tanto había codiciado. Eso le alarmó, como le alarmó la jeringuilla que vio en su mano. Intentó no dejarse llevar por el pánico.

Trató de decir algo, gimoteó,  presionó con todas sus fuerzas las correas, quiso incorporarse, pero todo esfuerzo resultó inútil. El miedo se adueñó de su cuerpo.

Ella cogió aire, sus labios se abrieron y cerraron como la boca de un pez fuera del agua.

—No sabes por qué estás aquí ¿Verdad? Eres un ciudadano tan honorable, tan leal al estado. Si supieras cuantas veces he soñado  este momento— Recorrió con delicadeza las rugosidades de su oreja amputada, su dedo se deslizó por el surco que le atravesaba la mejilla. — Jamás he podido olvidar tu rostro. Estaba en mis sueños, en mis pesadillas…Toda mi vida me ha conducido hasta aquí. 

Sintió su mano en torno al antebrazo, sus dedos lo palparon buscando una vena.

—Ahora voy a provocarte dolor, mucho dolor. Quiero que sientas lo mismo que sentí yo. Fue un grave error que me dejaras  con vida.

Algo frío e irrevocable  corrió por sus venas paralizándolo. Ella acercó un cuchillo a su pierna y sin titubear lo hundió en la carne hasta que chocó con el hueso. Un dolor lacerante le subió hasta el cerebro y lo sacudió como un rayo. Ella empezó a cortar con mano experta.

—Me gustaría ser capaz de comerte, que tú lo vieras… Pero no tengo estómago. No, ya no… Sospecho que hoy será un buen día para los perros,

El dolor se hizo insoportable. Los contornos de la habitación empezaron a difuminarse. Fue perdiendo la noción del tiempo, la noción de si mismo hasta que finalmente el horror lo engulló y dejó de sentir. Desapareció. 

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