Nubes de azufre

       Al principio me gustaba subir a lo alto de la colina. Desde allí, la ciudad se extendía a mis pies como si fuera una  maqueta: casas y calles,  árboles y  grúas. Coches diminutos  circulando sin apenas hacer ruido. Puntos de color se desplazaban  de un lado para otro como hormigas. Hasta donde yo estaba no llegaba el sonido de la ciudad, nada de sirenas ni de cláxones, ningún ruido, tan solo un runrún sordo, como de enjambre. Si levantaba un pie, Yonge Street desaparecía detrás de mi zapatilla y pensaba que podría aplastar las casas si quisiera, como si fuera un gigante, como el monstruo de una de esas viejas películas de terror. Pasaba tanto rato sentado sobre la hierba que la humedad  traspasaba la tela del pantalón y me mojaba el culo y las palmas de las manos se me quedaban frías y manchadas de tierra verdosa.

      A veces el cielo se cubría de amarillentas nubes de azufre que presagiaban tormenta. La luz del atardecer se esfumaba entonces a toda velocidad y la sustituía la oscuridad y el resplandor lejano de las luces de la ciudad. Sentía que también había nubes de azufre en mi cabeza. Me levantaba y me sacudía la culera del pantalón y me quedaba un rato de pie, con las manos en los bolsillos, mientras las sombras emborronaban el contorno de los árboles. No esperaba nada y nadie me esperaba. Siempre era así. Cuando bajaba de la colina me daba cuenta de que todo seguía existiendo. Era yo el que estaba fuera de todo.

      El señor Collingwood nunca me llama por mi nombre. El señor Collingwood  me dice: ¡Eh, tú!  Me dice: ¡Mueve el culo!  Me dice: ¡Eh, tarado! ¡No vales ni uno solo de los peniques que te pago! Si estoy muy cerca, huelo su aliento que apesta como si tuviera un ratón muerto dentro de la boca. El señor Collingwood me dice que me quede en el almacén, que no quiere ver mi sucio culo por la tienda. «Bastante tengo con ver tu cara de mono todos los días, me dice, como para que encima me asustes a los clientes». En la tienda apenas hay clientes, solo gente de paso que compra una vez y ya no vuelve. Nadie compra en un sitio tan deprimente como este. El señor Collingwood dice: ¿Es que no tienes otra ropa? Pareces un puto sin techo. Yo siempre llevo mi camiseta archilavada, mi sudadera con capucha, los mismos tejanos gastados y mis zapatillas negras Converse. No soporto el contacto de la ropa nueva en mi piel. Usó la misma durante años hasta que no queda más remedio que cambiarla.

      No me importa quedarme en el almacén, a pesar de que es un lugar asfixiante y oscuro que  apesta a rancio. No se escucha más sonido que el chasquido de las trampas  para ratones cuando alguno queda atrapado en el cepo y el crujir de las tablas del suelo bajos mis pies. Paso el tiempo barriendo y limpiando el polvo de las estanterías apolilladas, donde se amontonan latas, botellas y cajas polvorientas desde hace años. Por mucho que pase el trapo, por mucho que barra, todo sigue sucio. Prefiero tragar polvo en el almacén a tener que escuchar al señor Collingwood llamarme mono, porque que me llamen mono es algo que odio. Un día se lo dije y se rió en mi cara. « ¡Si hablas como un mono, te mueves como un mono y tienes cara de mono, eres un mono, chaval. Acéptalo! »  Cuando vivía en el centro un chico, uno de los mayores, me llamó mono en el comedor. Todos los de la mesa se empezaron a reír y a hacer ruiditos llevándose las manos a los sobacos.  Cogí el cuchillo de la carne  y de no ser por el profesor Haydn no se que abría ocurrido. Intento controlar los ataques de ira. Antes, cualquier cosa podía desatar una crisis. Bastaba con que un niño me quitara un lápiz, que me pusieran una zancadilla, que se mofaran de mí. A la más mínima podía tirar pupitres y romper armarios hasta que los profesores acababan desalojándome de clase. Luego no  recordaba nada. Ahora he consigo controlarme pero, cuando me enfado mucho, como aquella vez, la vista se me nubla y me quedo ciego. Es literal. Todo se vuelve negro y no veo y dejo de pensar. Entonces soy capaz de cualquier cosa. En el centro, una vez a la semana acudía al despacho de la doctora Colantoni, a terapia. La doctora Colantoni era amable, pero yo sabía que todo lo que dijera  iría a engrosar mi expediente y que tenía que andarme con cuidado para no perjudicarme. Sentada ante su mesa, atestada de carpetas y papeles,  la doctora Colantoni me hacía preguntas complicadas. El ventanal, a su espalda, hacía que el contraluz no me dejara distinguir bien los rasgos de su cara. A veces, la doctora Colantoni me intimidaba, el contacto directo  me asusta. Las personas me intimidan, las chicas me dan miedo. Nunca he estado con una chica, nunca he besado a ninguna ni he estado desnudo con nadie.  La doctora Colantoni, decía que no tenía que sentirme culpable por ser como soy. Decía que mi madre había bebido demasiado durante el embarazo,  y que eso me afectó. Por eso mi aspecto es diferente al de los otros chicos (1).Estuve a punto de decirle que ya sabía que no era culpa mía, pero que a todo el mundo parece importarle una mierda eso, pero me callé.

      Cuando los servicios sociales me llevaron al centro no había cumplido los siete años. Los recuerdos que tengo de aquella época son pocos, pero claros y precisos. Apenas me aguantaba de pie, me arrastraba por el suelo como los bebés con el pañal sucio XXL que mamá  nunca se acordaba de cambiar. No controlaba el pis, tenía el culo escocido  y con heridas en carne viva. Los oídos me supuraban por la otitis y uno de los  tímpanos estaba perforado. Recuerdo el hambre, siempre tenía hambre, y el frio. Lloraba sin parar por el dolor mientras mi madre se pasaba el día en el sofá, rodeada de latas de cerveza vacías y ceniceros colmados de colillas,  viendo Jeopardy!  Bebía hasta que el alcohol acababa por tumbarla. La moqueta del suelo estaba llena de manchas mohosas de cerveza y quemaduras de cigarrillo; las persianas siempre cerradas y las cortinas corridas, las lámparas y las luces apagadas. Era como si viviéramos en una caja. No  existía la luz, tan solo el pálido resplandor del televisor. La basura se acumulaba en nuestra puerta y los vecinos acabaron llamando a la policía. Mamá lo hacía con hombres en su cama. Se quedaba dormida  con el cigarrillo encendido  entre los dedos, con la bata abierta dejando a las vista «su cosa». Era algo monstruoso, una especie de  animal peludo  que  guardaba allí,  entre sus piernas. Por eso las mujeres me intimidan, por eso las chicas me dan miedo.

      Días antes de cumplir los dieciocho años, la doctora Colantoni  me llamó a su despacho. Me dijo que me sentara y me pasó una caja de caramelos por encima de la mesa. Cogí uno y me lo llevé despacio a la boca y lo chupé. Era de fresa acida, recubierto de azúcar. La doctora Colantoni me dijo que afuera me iba a ir bien. «Tengo muchas esperanzas puestas en ti », me dijo. Si hubiera podido elegir, habría preferido quedarme. El centro era mi casa. Pero no se lo dije. Mire la estantería llena de libros del despacho y le pregunte si los había leído todos.

      —Algunos—me dijo

      —Yo no puedo leer durante mucho tiempo—. Dije,  sin mirarla —.No puedo concentrarme. Es como cuando remueves las fichas del dominó. Las letras se mezclan y comienzan a bailar  delante de mis ojos y entonces me mareo.

      Todas las tardes, al acabar la jornada en el almacén, solía apostarme en la esquina de King street, a esperar la salida de las chicas del taller de costura que hay junto a la ferretería Levine. Algunos chicos también esperaban frente a la puerta de salida del personal. Me gustaba el alegre revuelo que se formaba. Imaginaba que era a mí al que sonreían y besaban. Que era conmigo con quien se alejaban cogidas del brazo por la acera. Luego echaba a andar sin rumbo. La capucha de la sudadera me ocultaba la cara y me tapaba los ojos. Con ella en la cabeza me sentía seguro. En el semáforo de Columbus había siempre flores frescas que alguien fijaba con cinta adhesiva y una vela con un protector rojo encendida. Sabía  que tenía que tener cuidado con los coches. No podía pasar la calle sin más. La gente pasaba por mi lado apresurada, siempre con prisa por llegar a casa, por llegar a donde fuera, siempre con prisa. Caminábamos por las mismas aceras, pisábamos las huellas que habían dejado otros. Respirábamos el mismo aire contaminado y veíamos los mismos escaparates, pero, era angustiante  constatar que yo era un extraño, que me quedaba fuera de todo.

      Cuando volvía a casa, al encender la luz,  veía las cucarachas escabullirse corriendo entre las grietas del zócalo. Una mosca solitaria se arrastraba por la pared de la cocina donde  el reloj se había parado en las cinco cuarenta hacía mucho tiempo. Los platos sucios se amontonaban en el fregadero con manchas pardas de comida reseca. Intentaba no pensar en mamá. No tenía fotos, ningún  cuadrado de cartulina que me recordara su cara, nada que diera testimonio de su existencia, de que había sido real. Antes de dormirme comprobaba que todas las ventanas estuvieran bien cerradas y el gas de los fogones cortado. El miedo estaba ahí cuando tomaba un valium y me metía en la cama con la cabeza bajo la manta. A veces me despertaba ardiendo y con el pulso acelerado. Mis sueños eran intensos, reiterativos, obsesivos. Algunos los recordaba, otros no. Tenía miedo de que todo pudiera desmoronarse, de no ser lo suficiente fuerte para soportarlo. Vivir no es fácil.

      El tiempo  fuera del Centro corre muy deprisa. Marzo dio paso a un abril lluvioso y luego a los días cálidos y luminosos de mayo. Los pájaros comenzaron a chillar como locos en los árboles, las mariposas volaban en zigzag entre los parterres llenos de florecillas amarillas y blancas, la hierba era de un verde jugoso y radiante. La naturaleza seguía su ritmo. Tan solo yo permanecía estancado.

      Comencé  a ir al mediodía al parque Stanley. Me sentaba en un banco a comer mi  emparedado del almuerzo mientras observaba a las hormigas recoger las migas que caían al suelo. Ella empezó a venir hace  ya algunas semanas. Pasó por mi lado con un vaso de Starbucks y se sentó dos bancos más allá dejando tras ella  la  suave estela de su perfume. El sol brillaba en su pelo .La observé sacar un sándwich del bolso,  arrancar la corteza dura de los bordes y  tirarla a las palomas que rápidamente se arremolinaron a su alrededor. Todos los días  repetía el mismo ritual sin apenas variaciones. Aparecía con su vaso de Starbucks, compartía su comida con las palomas y luego se marchaba dejándome solo con su olor. Empecé  a esperar cada día el momento del almuerzo con impaciencia. El viernes no vino y me sentí triste y contrariado y también alarmado por si hubiera podido pasarle algo. Me  he pasado el fin de semana pensando en ella, echándola de menos. Desde que apareció en el parque Stanley solo la he mirado a ella en el mundo, y el mundo es ahora ese banco del parque.  Hoy es  lunes, estoy sentado en el banco esperando, nervioso, a que aparezca.  Cuando la veo  acercarse por el sendero, siento que me aflojo. Al pasar a mi lado, levanto  la vista y resulta que me está mirando con lo que parece una sonrisa. « ¿Nunca pasas calor con esa sudadera? » me dice. Y de repente es como si mis pies  se agarraran a la tierra, como si la gravedad tirara de mí también.

(1).La doctora Colantoni hace referencia a los rasgos faciales característicos  de las personas nacidas con SAF. Síndrome alcohólico fetal.

Ausencia

Está deshecho tras un  día de trabajo demoledor, pero la sola idea de volver a casa le hace estremecer. No soporta el silencio, no soporta su ausencia que lo emponzoña todo como un veneno: Nadia…

Acodado en la barra, el primer whisky  le resulta suave, analgésico. Los siguientes hacen que todo empalidezca por momentos. El líquido le recorre el cuerpo, lo impregna de una especie de fuerza quebradiza. Poco a poco nota el temblor y los azotes de la embriaguez hirviendo como dióxido de carbono en la sangre.

Cuatro taburetes más allá, una mujer levanta el vaso y le sonríe. Casi puede escuchar el tintineo del hielo al chocar con el cristal. Siente hormiguear el deseo en su entrepierna y se acerca.  Ella lo mira con descaro. Es mayor de lo que parece, la delatan las sombras bajos sus ojos que el discreto maquillaje no puede remediar.

— ¿Tomas otra?

— Es tarde ya.

— Es tarde, pero creo que los dos estamos acostumbrados a las noches sin sueño…

*************

—Tengo que irme— dice ella.

Mientras se viste, él la observa en su frágil  desnudez:  El triangulo oscuro entre las piernas, la blancura translúcida de su piel en la que se transparentan venas azuladas, esa piel que ha perdido su tersura, que ha palpado con ansia  intentando descubrir en ella algo familiar. Ahora, saciado, le parece inimaginable haber deseado ese cuerpo sin historia, un cuerpo que no revela nada, que ni siquiera es vulgar, ni siquiera seductor.

No hay falsas promesas en la despedida. Ella desaparece tras el sonido de la puerta al cerrarse. Él  niega en silencio y entierra el rostro en la almohada. Lo único que desea es dormir, no pensar, abandonarse…                                                                                                 

La luz gris del amanecer lo encuentra tumbado en el sofá con la mirada perdida y una expresión estúpida. Tiene ganas de vomitar, la sensación de que todo se desmorona. En el espejo contempla su rostro abotagado, los grandes surcos violáceos bajo los ojos, los pequeños capilares rotos junto a la nariz. El agua de la ducha arrastra la peste del cuerpo, los rastros de sexo que rezuma su piel.

Una raya de coca, el aguijonazo necesario para ponerse en marcha.

Atrás queda el silencio, la ausencia. La ciudad, ahí fuera, es un torbellino saturado de anhelos. Definitivamente, su vida va camino de convertirse en una enfermedad terminal.

La guerra interior – Parte 2

Allí donde vayamos siempre nos perseguirá la guerra.

Gabriela 

Ahora dormíamos juntos. Unas noches en mi habitación, otras en la de Gabriela. Había montado un cuarto oscuro en el lavabo. Allí revelaba las fotos que guardaba, las que no enviaba a su agencia. Colgaban de una cuerda como si fueran ropa tendida. Fue la primera vez que vi lo que veían sus ojos. Imágenes de perros escuálidos aventurándose por un laberinto de cascotes y hierros retorcidos. Una mujer empujando un carrito de bebé, un niño agarrado a su falda, la mezquita al fondo, con los minaretes partidos, humeante y moribunda. Una anciana  acuclillada junto a una pared, un capazo con cebollas recubiertas de tierra reseca. En sus ojos el desconcierto, el miedo soterrado bajo la falsa apariencia de normalidad del mercado. Instantáneas cotidianas de la ciudad maldita.

Bebíamos, bebíamos sin parar. Saqué unos vasos, puse una botella de bourbon sobre la mesa. Gabriela se dejó caer en un sillón y yo me acomodé a su lado. Tras las cortinas echadas tan solo se escuchaba el suave golpeteo de la lluvia contra el cristal. Los snapieristi, los francotiradores serbios, esa noche  nos ofrecían  una tregua. Ella apoyó su cabeza en mi hombro, su dedo acariciaba los bordes del vaso. Le hablé de mí, de nosotros… Imaginé una vida juntos en otro lugar. Intenté sacarla de aquella incertidumbre de mujer cansada, de aquellas maneras suyas de perdedora. Quise que me hablara de ella.

—Dime quien eres. ¿De dónde vienes, Gabriela? ¿Qué te atormenta?… —El silencio fue su respuesta, la tristeza. —Se que estuviste casada ¿Sigues casada? Necesito saber…

Se inclinó hacia mí. Cierto desafío en su mirada, otro tono al hablar.

—Hubo un hombre, mi marido. Fue hace mucho, en Argentina. Si empiezo a contarlo no acabaré nunca. Si empiezo a pensar en ello, me muero… No me hagas más preguntas. Nunca. — Su aliento me rozó la cara, la voz pastosa  — Esa es la única condición que impongo. Me gustas, yo te gusto, eso es todo.

Tuve la sensación de estar ocupando el lugar de otro, de otro que la había poseído, que la había estrechado entre sus brazos hasta romperla.

En la plaza del mercado, las hojas de los árboles  titilaban al calor de las llamas. El humo ascendía hacía el cielo gris cubierto de nubes. Copos de ceniza flotaban en al aire. Las balas silbaban por encima de nuestras cabezas, impactaban en las fachadas de los edificios, perforaban las paredes. La gente huía a la carrera por los callejones. Reinaba un caos absoluto. Decenas de heridos gemían entre los cascotes, cuerpos mutilados, cuerpos de ancianos, de mujeres, de niños que frecuentaban a aquella hora temprana el mercado. Charcos de sangre, frutas y hortalizas, ropa, zapatos, todo esparcido por el asfalto formando una imagen patética. Un coche de la cruz roja se paró junto al nuestro. Intenté hacerme una idea de la situación. Gabriela saltó del coche y corrió hacía donde había caído la bomba. Como poseída, empezó a fotografiarlo  todo. Allí,  expuesta al peligro, ajena a las balas que atravesaban la plaza, parecía desafiar a la muerte. Grité su nombre. No me oyó, o no quiso oírme. Me arrastré y tiré de sus piernas hasta hacerla caer.

— ¿Estás loca? ¿Acaso quieres que te maten?

Clavó su mirada en mí, una mirada que flotaba por encima de las cosas. Sus ojos trasparentaban  ausencia. Rompió a llorar. Aquel cuerpo se sometía a unas leyes que yo no entendía. Tuve la sensación de estar lejos de todo, la certeza de que Gabriela era una extraña.

—Nunca más vuelvas a hacer esto. Me oyes. Nunca más…

En las noches, las pesadillas habitaban sus sueños. Gabriela se revolvía inquieta en la cama. Susurraba palabras ininteligibles,  frases confusas,  inconexas. Se despertaba empapada en sudor. Yo la veía delirar, hundida en un mundo que solo ella podía ver. Algo la habitaba, algo que había ocurrido, algo desconocido de lo que huía. Sus ojos me asustaban, parecían los de alguien que había muerto muchas veces.

—Ya pasó— le decía—Descansa, descansa…Le agarraba la mano, la apretaba entre mis brazos, le acariciaba el pelo. Ella no respondía a mis caricias.  Sus labios se  movían lentamente.  —El dolor me mata, estoy rota por dentro… —La voz magnética. Luego parecía subir  a la superficie como un pez boqueando en busca de oxigeno. —No tengo, no  tenemos derecho a quejarnos, Nosotros no…

Paseamos por las callejuelas del antiguo zoco, en el barrio turco de Bascarsija. El panorama era desolador. La gran mezquita de Dzmija gemía malherida entre cascotes y agujeros de granada. Coches y maderos quemados, piedras y ladrillos. Los comercios permanecían cerrados, los escaparates ennegrecidos por la pólvora, destrozados por la metralla. Se oían algunos disparos espaciados en la lejanía. Nos sentamos frente al rio,  en un muro que a duras penas se mantenía en pie. La tarde comenzaba a caer y las aguas titilaban con las últimas luces del día. Dos niños rebuscaban  en la orilla, sus caras habían perdido el candor, la pureza de la infancia. Dos niños viejos.

—La primera víctima de la guerra es la inocencia— dije pasándole el brazo por el hombro.

—La guerra te hace madurar rápido. O devoras o te devoran…

Unas campanas tañendo a lo lejos. Noté como su cuerpo se estremecía.

—Odio el sonido de las campanas. Las campanas jamás olvidan. Tocan a muerte…

—Ya no tengo suficiente estómago para seguir aquí. —Dije — Vayámonos Gabriela. Busquemos  un lugar donde todavía haya  esperanza… —Le agarré la mano, ella apenas respondió a mis caricias.

— ¿Irnos, a dónde? — Barrió el aire con la mano — No hay otro lugar. Allí donde vayamos nos perseguirá la guerra.

Estaba ahí, a dos pasos y constantemente lejos.

Me levanté,  a través de la ventana observé la noche. Gabriela dormía un sueño agitado,  enmarañada en las sábanas su cuerpo temblaba, sus piernas se movían inquietas, gemía, de repente manoteaba  en el aire y luego el brazo quedaba colgando fuera de la cama. Sus labios empezaron a moverse lentamente…

—Raúl, ¿estás ahí?…— Balbuceó apenas.

—Estoy aquí, Gabriela. No pasa nada.

—No te vayas. Quédate. Tengo miedo.

— ¿Miedo, de qué? Todo está tranquilo.

—Estoy muerta de miedo, pero no puedo hablar de ello.

Me acerqué. Un poso de sueño en sus ojos. La voz aguardentosa.

—Anda, si. Cuéntamelo.

—Sueños, Raúl. Siempre el mismo sueño.

—Y ¿qué sueñas?

Un repentino sollozo la estremeció. Comenzó a hablar,   lloraba al mismo tiempo.

— Cada noche sueño con las campanas, quiero que paren. Tengo tanta sed… Todo está oscuro pero siento  ruido de botas, el jadeo de un perro. Algo me tapa la boca, no puedo respirar, el calor, el calor terrible que me quema el interior de los muslos, los genitales…— Sus uñas se clavaron en mi espalda — No puedo soportarlo, creo que voy a reventar… Quieren que les diga dónde está Armando y yo no quiero pero ellos me llevan de los pelos a rastras, me golpean, me dan patadas. El aliento de un perro en mi cara, quiero gritar, pero de mi cuerpo solo sale una especie de aullido, un gruñido que no es humano… — Deliraba, casi podía ver en sus pupilas las imágenes que la atormentaban— luego más golpes, me vuelven a tapar la boca.  Otra vez el calor, me arde el vientre, me desgarran y entonces hablo, les digo lo que quieren saber. Puertas que se abren y se cierran, cesa el zumbido de la electricidad, cesan los ruidos. Queda tan solo el silencio roto por el tañido de las campanas a lo lejos.

Lloraba, su rostro era el de una mujer que había muerto muchas veces.

—Tranquila, Gabriela. Eso ya pasó, ya pasó… Ahora estamos juntos, los superaremos juntos.

—Pero no te das cuenta. Denuncié a Armando, los militares lo detuvieron y nunca más le volví a ver. Yo lo maté, Raúl, yo lo maté… Abrázame, abrázame fuerte… Estoy vacía, estoy rota,  la destrucción me persigue allá donde vaya. No me ames Raúl,  aléjate de mí. No soy buena.

Alzó la cabeza, me miró. La oscuridad  en sus pupilas, la ausencia. Estaba junto a Gabriela, pero ya no la sentía.

La mañana siguiente, Gabriela no quiso salir en el jeep. Dijo que necesitaba estar sola, que se quedaría trabajando  en su improvisado laboratorio. Necesitaba pensar, solo eso. Imágenes confusas me asaltaron durante todo el día. Ángulos, fragmentos, detalles que  reunía sin llegar a conformar la figura resultante. Sin embargo, eran tantas las señales, tantos los  matices, tendría que haberlo visto.

Me desperté en la penumbra gris del amanecer. Una pálida luz anuncio de un pálido día. Me frote los ojos y a tientas busqué a Gabriela entre las sábanas. No estaba. En la habitación no había rastro de su presencia. Me levante y a medio vestir corrí hasta su cuarto. La puerta estaba entornada, las fotografías habían desaparecido del lavabo, el armario vacío, ausencia… La sensación de no pisar tierra firme, una angustia indecible me atenazó el estomago. Me asomé a la ventana. Como una sombra la vi subir  en un vehículo de la ONU. Grité su nombre. El coche arrancó, sus faros despertaron del letargo y un cono de luz iluminó la larga avenida. Sabiendo ya que la había perdido, bajé como un loco las escaleras. Los pulmones me ardían cuando atravesé el hall del hotel y salí al exterior. Ni rastro, el coche había desaparecido en la calle desolada, engullido por aquella ciudad maldita.  Gabriela se convirtió en niebla, se  esfumó con el aire.

Densos nubarrones cubrieron el cielo.

Jamás la volví a ver. 

*La novela “La noche detenida” de Javier Reverte me ha servido de mucha ayuda para ambientar la ciudad sitiada de Sarajevo. 

La guerra interior – Parte 1

Allí donde vayamos, siempre nos acompañará la guerra.

Sarajevo-1[1]

Raúl 

Por mucho que lo intento no consigo olvidar. De noche su recuerdo me asfixia. A veces, siento que el antiguo dolor se reaviva como una herida abierta. Han pasado mucho tiempo pero no puedo evitarlo. La vida me ha convertido en un viejo traje lleno de rotos…

El cerco de Sarajevo  cumplía ya su octavo mes. La guerra de Bosnia abría los informativos,  ocupaba las primeras páginas de los periódicos: Sangre y cadáveres, bombardeos,  gentes famélicas y desesperadas,  cementerios repletos de tumbas sobre las que llorar a los muertos. Cenizas y humo en la ciudad cercada. Me alojaba en el  Holliday Inn, el único hotel que aún permanecía abierto. Compartía el alquiler de un todoterreno blindado con un equipo de la Rai. Recorríamos las calles, filmábamos los bombardeos, la destrucción,  le mostrábamos al mundo el dolor y la muerte.

La luminosa sala del comedor principal del hotel,  reunía a toda suerte de  contrabandistas y especuladores,  croatas sobre todo, pero también musulmanes vestidos con trajes caros, vistosos relojes y anillos de oro. En el comedor trasero, con su aire de rancio cuartel, nos recogíamos, a la hora de la cena,  los corresponsales y los equipos de TV.  Charlábamos y bebíamos. Relajábamos la tensión, intentábamos  olvidar, por momentos, todo el horror que nos rodeaba.  Fue allí  donde vi por primera vez a Gabriela. Recién llegada, bajo la protección de un convoy de alimentos y medicinas de la ONU, aun llevaba puesto el chaleco antibalas; el casco y las cámaras descansaban sobre la mesa. Bebía sola a pesar de que parecía  conocer a todo el mundo. Aquella noche no pude apartar los ojos de ella. La observé con  mirada ebria. Su rostro era increíblemente hermoso. Enrico la invitó a sentarse a nuestra mesa. Le ofreció  una plaza en nuestro coche y ella aceptó. Me pareció directa y vivaz, consciente de que no pasaba desapercibida  y sin embargo, tuve la sensación de que actuaba como si fuera la sombra de otra mujer. Cada detalle, cada gesto parecía estar habitado por su contrario. Cuando  hablaba, con aquella boca hecha para los besos, yo sentía como si algo, un dolor lejano, le atenazara el corazón. Sus ojos parecían estar muy lejos bajo la capa de tristeza que los cubría.

En Sarajevo amanecía pronto. Con la primera taza de café, aguardábamos el crepitar del parte en la radio: Hay heridos en Marsala Tita, cerca del Palacio del Gobierno. Allí corríamos  apretujados entre cámaras, bolsas y  aparatos de sonido. El chaleco y el casco militar,  la adrenalina corriendo por las venas como el mercurio. Atravesábamos la «avenida de los francotiradores», la ancha calle  era como una enorme trinchera hecha de coches destruidos, cajas de camiones y esqueletos de vagones de tranvías. Un muro de hierro y chapas oxidadas cosidas a balazos. Decenas de peatones, un gentío entristecido, esperaba junto al muro protector, cargados de bolsas,  la  oportunidad para pasar rumbo a quién sabía dónde. Resonaban los disparos y las explosiones. Esa música que se había convertido en la banda sonora de la ciudad.

Durante esos días, Gabriela  demostró  su arrojo, su  temeridad a la hora de conseguir las mejores imágenes. El único vínculo que nos unió  aquella primera semana, fue el del riesgo compartido, la continuidad de los instantes, el momento a momento. Aún no sabía nada de ella. Nada salvo aquello que intuía. Las miradas que empezábamos a intercambiar y que decían más que las palabras; el impulso que nos hacía avanzar por las calles; su risa clara de quien no tiene nada que perder. Bebía bastante, tal vez demasiado, aunque no iba a ser yo quién se lo reprochase.

Una noche me despertó de un sueño agitado el tableteo bronco de una ametralladora. No pude volver a dormir. Inquieto, salí de la habitación buscando algo de sosiego y a oscuras bordeé la galería hasta el ala sur, la zona inhabilitada del Holliday expuesta a los francotiradores.  Recorrí  pasillos destrozados, salas vacías heridas por las balas y las granadas. Al fondo vi la silueta recortada de Gabriela. Observaba  el exterior a través de una ventana sin cristales abierta a la noche. El fulgor de la brasa de su cigarrillo,  el humo flotando en la penumbra,  el resplandor de las balas trazadoras cruzando el cielo junto al sonido espaciado de los disparos…

—Tú tampoco puedes dormir— No pareció sorprendida de verme. Sus ojos fatigados no rehuyeron  el contacto  con los míos. Tras el humo del cigarrillo, parecían encontrarse muy lejos.

— ¿Por qué dispararán durante la noche? —  le pregunté.  Encendí un cigarrillo y me acomodé a su lado.

—Por el día disparan contra las personas —dijo ella—, por la noche quieren mantener el miedo despierto, recordarnos que están ahí esperando,  que pronto entrarán a sangre y fuego.

Me sentía  observado a través de un misterio al que no tenía acceso.

— Qué razones te  impulsan a estar  aquí, en esta guerra, cuando…

—La de sobrevivir— Me contestó sin dejar que terminara la frase.

Tomó un sorbo de whisky directamente de una botella y luego me la ofreció. Sus labios brillaban, húmedos. Sí, bebía demasiado.

—En qué piensas…

— En nada, solo observo la noche. Me calma.

— ¿Qué hay detrás de esos ojos, qué ocultas ?— Ella me sonrió con tristeza.

—No hay nada, no oculto nada, solo aguardo…

— ¿Qué aguardas?

— No sé, aguardo el día de mañana, y el de pasado mañana…

Se acodó en la ventana ignorando las detonaciones que sonaban lejanas. Su perfil pálido destacaba sobre el fondo de la noche, la mirada perdida en el horizonte. El viento le agitaba el pelo y un mechón le rozó la cara. La deseé como hacía tiempo que no deseaba,  como se desea  algo perdido que regresa. Me acerqué. El azar nos había juntado en aquel instante. Abracé su cuerpo por detrás, olí su pelo, ella se volvió.

— Protégeme, Raúl, protégeme. —  Su fortaleza se había desvanecido. Tiritando se apretó contra mí. Una niña asustada

Le acaricié las mejillas. Nuestras bocas se encontraron.

Hicimos el amor. Fue algo cálido, pausado, sensual… luego se vistió y desapareció sin decir apenas nada. Sentí que el hechizo se desvanecía. La realidad se impuso con el lejano sonido de los disparos.

¿Qué sería de nosotros mañana?

Durante el día era como  si nada hubiera ocurrido.  Recorríamos las calles capturando el horror de la guerra. Por las noches nos encontrábamos en aquellos pasillos oscuros destrozados por las balas, en las salas llenas de muebles rotos y de escombros. Nos amábamos junto a aquella ventana abierta a la noche, a la oscuridad, al vacío…

Gabriela se estaba adueñando de mí. Me consumía  como un fuego, era como una fiebre.

Una tarde, Enrico apareció a última hora por mi habitación. Se sentó a esperar que terminara de escribir mi crónica. Me ofreció un cigarrillo, encendió otro para él. Aspiró el humo hasta el fondo,  luego lo expulsó y me miró con semblante serio.

—No es asunto mío— me dijo— pero ándate con cuidado. No dejes que Gabriela te destroce el corazón…

— ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes de ella?

—Aparte de lo evidente: que es Argentina y fotógrafa free lance, poca cosa más. Alguien me contó que estuvo casada y que aquello no salió bien. Rumores…No es mujer para ti, Raúl, hazme caso. No te enamores de ella, no te conviene.

Continuará…

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Una palabra tras otra palabra tras otra es poder M. Atwood

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