Un vecino silencioso

¿Donde están los buenos alemanes? Estan en las cárceles, caminando cabizbajos por las calles, los buenos alemanes nos escondemos en nuestras casas injustamente victimizados por la culpa. Vivimos con miedo.

I

Una luz amarillenta envuelve a las mujeres que venden su cuerpo en la acera de la Jubiläumsstraße. Ella está apostada a la entrada de un portal, apoyada contra la pared con un vestido de flores amarillas. Es flaca, terriblemente flaca y plana como un chico. Cuando paso a su lado, la luz de un farol incide sobre sus manos pálidas. Veo las venas de sus muñecas y la marca de una cicatriz, una quemadura profunda y rugosa, donde debería estar una serie de números marcados con tinta indeleble. Hay oscuridad en su interior; en sus ojos oscuros e inmóviles, adormecidos por la droga.

     Va a ser ella.

     Con un gesto, sin mediar palabra, me indica que la siga al interior de la portería que huele a humedad y ligeramente a orines. La escalera es oscura y estrecha y en algunos tramos aún se dejan ver viejas heridas de la guerra. Subimos hasta el último piso, hasta un cuarto abuhardillado  junto a la azotea.

     En una mesilla pegada a la cama, una lamparilla encendida tiñe de luz rojiza la habitación. Hay una silla, un armario pequeño y un pie de madera con una palangana y una jarra. Ella me pide el dinero por adelantado. No me mira, no sonríe. Se comporta como una autómata que sigue un protocolo mil veces repetido.

     Despacio, se quita el vestido y las bragas. Las costillas se le trasparentan y también los huesos salientes de las caderas. Se tumba en la cama y se queda quieta: un cuerpo inerte. Su piel es palidísima, tan fina que las venas parecen recorrerla como ríos. Tiene marcas de pinchazos en los brazos, manchas de viejos moratones que se han vuelto de un amarillo verdoso en las piernas y el cuello.

     Me quito los pantalones, estoy terriblemente excitado y  erecto. No le pido que me la chupe. La agarro de los pies y tiro de ella hacia mí. Le doy la vuelta, la pongo de rodillas sobre  la cama y le separo las piernas como si fuera una muñeca. Su sexo se me ofrece descarnado y reseco. La agarro por las caderas y la penetro con  fuerza. Entro y salgo de ella con rabia, con  embestidas violentas y profundas. Ni un ligero sonido sale de su boca. Le doy la vuelta y la vuelvo a penetrar. Quiero que me mire, quiero ver el abismo que hay en sus ojos, pero ella gira la cara. Le tiro del pelo. « ¡Mírame, zorra!». La abofeteo y entonces lo hace. Hay un brillo desafiante en sus ojos. Ha entendido lo que quiero. Vuelvo a pegarle, pongo mis manos en su cuello y aprieto y entonces, ella suelta un gemido y yo me corro.

     Se levanta y echa agua en la palangana. Retira el semen y lava sus partes íntimas con un paño húmedo.

     — ¿Quiero volver a verte?

     —Te costará más caro—me dice.

     No es que sea un sádico pero sé que puedo ser violento. Tan solo las drogas, y el sexo consiguen mantenerme cuerdo durante un tiempo.

II

     Acompaño a la Sra. Gücksmann hasta la puerta cuando veo a Damian sentado en la sala de espera de la consulta. Tiene el sombrero en la mano y golpea el suelo con el pie con un movimiento nervioso. Algo no va bien

     —Lo siento doctor Bauman—Me dice Therese, mi enfermera, señalándole—No tiene cita, pero ha insistido mucho en verle.

     —No te preocupes—le digo— Ya me encargo.

     Le hago pasar al despacho y cuando cierro la puerta me vuelvo hacia el furioso. Estoy enfadado.

     — ¿Qué coño haces aquí, Damian? Sabes que no debes venir. No es prudente…

     —Algo no anda bien, Ernst —me dice jugueteando nervioso con el sombrero—. Me vigilan, creo que me siguen. Te juro que no estoy loco. Anoche había alguien apostado frente a mi casa.

     — ¡Cálmate, Damian! ¿Te ha visto alguien entrar aquí?  ¡Usa la cabeza, joder! No puedes ponernos en peligro a todos. ¡Escúchame! Si es cierto lo que dices, tienes que desaparecer inmediatamente. Aléjate durante un tiempo e Intenta mantener la cabeza fría, ahora más que nunca.  ¿No guardas nada en casa, no? Nada que nos comprometa…

     —No, Ernst.

     — ¿Estás seguro?

     —Seguro.

     —Entonces es mejor que no nos veamos. Vete a la montaña, quítate de en medio Sé cuidadoso. No des ni un paso en falso.

     —Está bien, Ernst. Lo haré.

     —Si tienes que  contactar conmigo, hazlo por el conducto habitual…

     Me preocupa Damian. Se está mostrando como alguien débil y eso puede ser peligroso.

     Hay momentos en que se hace muy dura esta soledad. Es complicado vivir sin vínculos,  aislados  en este nuevo tiempo que se cierra a nuestro alrededor como una jaula. Jamás pude imaginar una vida tan miserable. Siempre con el temor a que te descubran; a que alguien reconozca tu cara en el mercado o en el tranvía. Es insalubre pasar tanto tiempo solo rumiando el pasado con miedo. Aislarnos es la mejor manera de protegernos pero, la falta de contacto puede hacer que enfermes. Al final es inevitable que busques a alguien para no volverte loco.

III

     Durante los días siguientes extremo la precaución. No hay nada extraño, no veo nada que altere mi rutina. Damian debe haberme hecho caso. No he vuelto a saber nada de él.         

     Conforme transcurren los días siento como la ansiedad me corroe. Creo que me he obsesionado con esa sucia judía de la Jubiläumsstraße, con esa pequeña alma que sustenta un cadáver. No puedo quitármela de la cabeza, me levanto y acuesto viendo su cara.

     Está en el portal fumando un cigarrillo. Lleva el mismo vestido amarillo y es como si no se hubiera movido de ahí en todo este tiempo.     

     — ¡Has vuelto! —dice con una voz carente de emoción.

     La  sigo por las mismas escaleras. El mismo cuarto mal ventilado.

     —Te he traído un regalo—Le digo y saco dos ampollas de morfina del bolsillo interior de mi chaqueta— Tendrás que poner tú la jeringa.

     Ella mira con codicia el líquido transparente. Se levanta y de la parte superior del armario saca una caja metálica donde hay todo lo que necesitamos. Lo preparo  Nunca me  pincho en los brazos, busco venas que no estén expuestas a la vista pero hoy me subo la manga de la camisa y me hago un torniquete en el antebrazo con la corbata. Noto como mis venas se hinchan. Introduzco la  aguja y, conforme la morfina se mezcla con mi sangre, un grato calor se expande desde el estomago por todo mi cuerpo. Ella espera impaciente con el brazo extendido. Sus venas son cordones endurecidos. Me cuesta encontrar una que sirva pero cuando lo hago, apuro en ella lo que queda en la jeringuilla.

     — ¡Túmbate!—le digo y la empujo  sobre la cama. Le subo el vestido, le arranco las bragas y un ligero efluvio a amoniaco me sube hasta la nariz. Le abro las piernas y hurgo dentro de ella con los dedos. Primero uno, dos… La penetro con la mano y empujo hasta que todo mi puño entra dentro de su vagina. Ella se retuerce pero no intenta zafarse. Tan solo me mira, esta vez sí, y  en sus ojos puedo ver los estragos de sus pesadillas.  Sabe lo que es el dolor, sé que  está preparada para esto.  Esta vez me corro sin necesidad de tocarme.

     Mientras me limpio,  ella se queda sentada en la cama, con la cabeza gacha, dentro del círculo de luz de la lamparilla. El pelo le cae sobre la cara y veo que tiene arañazos en la espalda. Es como si ese resplandor rojizo le traspasara la piel y la iluminara por dentro.

     —Se que eres uno de ellos—. Me dice.

     — ¿Uno de cuáles?

     —Uno de ellos.

     —Y… ¿Qué pasa si soy uno de ellos?

     —Nada, no pasa nada.

IV

     Durante la noche se sienten sirenas y el viento arrastra un penetrante olor a humo desde el otro lado del rio. El incendio debe ser por la zona donde está la casa de Damian.  Los vecinos salen a la calle y observan el resplandor rojizo que asoma detrás de los arboles, Cierro las ventanas  y corro las cortinas. Soy un vecino silencioso y discreto. Por la noche sueño que hay cazas volando rasos por sobre los tejados y en el humo del incendio se mezcla el olor a gasolina y a cenizas de las bombas. De madrugada me despierta un trueno, al que sigue el golpeteo de la lluvia en la ventana. Aún huele a humo.

     A última hora de la tarde estoy solo en el despacho. Therese hace apenas cinco minutos que se ha marchado cuando suena el timbre de la puerta. Creo que es ella, que ha olvidado algo, pero cuando abro no hay nadie en el rellano, tan solo un sobre en el suelo. Dentro hay una nota garabateada, una nota escueta que dice: Ni olvido ni perdón”.

     ¿Qué es esto? Corro a la ventana y me asomo a la calle y alcanzo a ver a una mujer con gabardina ceñida y un pañuelo en la cabeza que dobla la esquina y desaparece. ¿Qué está pasando?  Una alarma se dispara en mi cabeza.  

     Salgo de la consulta por la puerta de atrás. No hay nadie en el callejón, tan solo un perro flaco  merodea por los contenedores de basura. El eco de mis pasos me acompaña por las calles adoquinadas  hasta la esquina de Strausberger Platz donde hay una cabina telefónica. Llamo a Bernhardt pero nadie me responde. Lo intento con Kaspar y el teléfono suena y suena y aguanto la llamada hasta que me desespero. Algo está pasando, algo no va bien. Ahora cada sombra se convierte en una  amenaza. Miro hacia atrás constantemente, pero no veo a nadie y aún así, tengo la sensación de que me vigilan. Me siento como el cazador que se ha convertido en presa. Al final de mi calle hay un coche negro con las ventanillas tintadas y un aspecto inquietante.

     Cierro la casa a cal y canto. Abro una botella de vino. Un vino tinto con mucho cuerpo, un vino amaderado,  del color rojo oscuro de la sangre. Sintonizo la radio, algo de música que llene este silencio y bebo. El alcohol siempre me aclara las ideas y tengo que pensar. La música se interrumpe con el parte de las ocho.

     «Esta mañana ha sido encontrado el cadáver de un hombre en las inmediaciones de rio Elde.  Una pareja que paseaba por la zona con su perro fue quien  dio la voz de alarma y alertó a la policía. El cuerpo se encontraba  maniatado a un árbol, amordazado y con un tiro en la cabeza..La policía también ha encontrado una nota junto al cadáver con el mensaje “Ni olvido ni perdón”. y el dibujo de una esvástica pintada con su propia sangre. Aunque son muchas las hipótesis que se barajan, de momento no ha transcendido ningún detalle de la investigación, aunque algunas fuentes indican que este  suceso puede tener relación con el incendio de una casa, ayer por la noche, en un barrio de las inmediaciones…

     — ¡Dios mío! Es Damian. Que le han hecho a Damian

     Me recorre un calambrazo de miedo. No debo perder el control, no puedo sucumbir al caos.

     — Si han dado con Damian, si Damian  está muerto, no hay esperanza para mí…

     ¿Cuántas copas llevo bebidas? La botella está casi vacía. El vino no consigue diluir el miedo pero es mayor el resentimiento, el odio que llevo acumulando durante este tiempo. Los fantasmas, los demonios que nacieron con la  derrota siempre han estado ahí fuera, esperando su momento y creo que hoy ha llegado su hora. La suya y la mía..

     Tan solo las noches de nostalgia subo al desván. El tejado tiene goteras y huele a humedad y a meado de rata. Es aquí donde  guardo el traje que encontré a mi vuelta de  Sachsenhausen, el traje negro de Oberleutnant  SS de antes de la guerra. Fui incapaz de desprenderme de él. Está dentro de una funda impermeable, oculto en un sitio donde a nadie se le ocurriría mirar. Los peldaños crujen mientras bajo las escaleras con titubeantes pasos de  borracho. Lo saco de su funda  y lo extiendo con cuidado, sobre la cama. El color negro sombrío y autoritario, en la chapa de la guerrera brilla la Totenkop, la calavera de la SS. Recuerdo el miedo y el respeto que provocábamos en la gente. Solo verlo me envuelve la nostalgia y la emoción me humedece los ojos. Me quito la ropa y comienzo a vestirme ceremoniosamente.

     ¿Qué queda de todo esto? ¿Qué queda de la grandeza del Reich? Aquel mundo desapareció, ya no queda nada. La derrota ha relegado el sueño de nuestro pueblo, de nuestra raza al olvido.  «La banalidad del mal»  Los periódicos, el mundo entero  se llenan la boca con frases como esta. No entienden que el deber nos obligó a hacer cosas que hubiéramos preferido ahorrarnos; que todo fue por un bien común, por un objetivo grandioso que ahora,  la historia se ha encargado de manchar con mentiras. Y mientras el paro y la miseria, asolan esta nueva Alemania yo me pregunto: ¿Donde están los buenos alemanes?   Estan en las cárceles, caminando cabizbajos por las calles, los buenos alemanes nos escondemos  en nuestras casas injustamente victimizados por la culpa. Vivimos  con miedo.

     En el espejo veo la imagen autoritaria y determinante del hombre que un día miró y caminó con seguridad y firmeza hacia una victoria grandiosa.

     De un cajón saco una Walther P38 de nueve mm. Hay 8 cartuchos en el cargador. Siento el frio de las cachas de baquelita en la palma de la mano. No voy a huir. Voy a esperarlos, puedo hacerlo durante todo el tiempo que haga falta. Soy paciente. Abro otra botella de vino y bebo, y mientras espero, rio por dentro.

     De un cajón saco una Walther P38 de nueve mm. Hay 8 cartuchos en el cargador. Siento el frio de las cachas de baquelita en la palma de la mano. No voy a huir. Voy a esperarlos, puedo hacerlo durante todo el tiempo que haga falta. Soy paciente. Abro otra botella de vino y bebo, y mientras espero, rio por dentro.

El polvo y la ceniza

                            “El me derribó en el lodo, Y soy semejante al polvo y la ceniza”.(Job.30:19)

Cuando era pequeño creía literalmente que Dios era tan poderoso, que podía sostener la tierra en la palma de su mano y que la oscuridad de la noche, llegaba cuando se cansaba y se guardaba el mundo en el bolsillo del pantalón.

Mi madre solía contar que, cuando me llevaba en su vientre, una voz le había dicho que yo tendría vocación, que sería sacerdote. Desde que tengo uso de razón me recuerdo leyendo la biblia  y aprendiendo de memoria los versículos que luego mamá me hacía recitar, como si fueran canciones,  delante del Padre M., su consejero espiritual y rector del seminario donde ingresaría al cumplir los doce años y del grupo de beatas que la visitaban todos los jueves por la tarde. «Este niño es un santo»,  decían ellas mientras el Padre M. me revolvía el flequillo con aprobación. Y mi madre siempre respondía lo mismo: Natán será mí ofrenda a Dios.

A mi madre solo le faltó envolverme para regalo el día que me puso bajo la tutela del Padre M. e ingresé en el seminario menor. Dijo que el Padre M. velaría por mi fe y mi vocación y la verdad es que no me importó dejar mi casa. Tan solo lo sentí por mi hermano Benjamín que se quedó solo, sin el referente que era yo en su vida.

No recuerdo como empezó todo, cuando los paseos entre árboles y piedra venerable, los momentos de recogimiento y lectura de la biblia, las  charlas fraternas derivaron en tocamientos y sexo oral. Un día la mano del Padre M., la misma con la que me acariciaba el pelo y me daba palmaditas en la espalda; la misma con la que, en el sacramento de la comunión, me ofrecía el cuerpo de Cristo, se había posado sobre mi muslo y había ido avanzado, de forma casi natural, hasta mis genitales. Cuando eso ocurrió  fue como si de repente todo se quedara congelado. Contuve la respiración y no me atreví ni a mirar. Recuerdo que el estomago se me contrajo y se me secaron los labios pero no dije nada, no opuse resistencia y, mientras su mano se movía,  empecé a sentir  un cálido cosquilleo dentro del cuerpo y noté que «eso» se despertaba. Dejé que el Padre M. me  lo hiciera  con la mano y luego con la boca, y más tarde, yo hice lo mismo cuando él me lo pidió. Y lo hice porque sabía que no podía negarme, porque le quería y  confiaba en él y lo único que deseaba era su amor y su complacencia y también, debo reconocerlo, porque me gustó. 

Ese día empezó mi aprendizaje, la formación de mi carácter para llegar a ser un buen sacerdote. El Padre M. se convirtió en mi pastor y yo en su perro fiel. Decía que lo que hacíamos no era sexo, que era solo una expresión del amor incondicional que nos ataba el uno al otro; una especie de comunión que enriquecía nuestro conocimiento mutuo y nuestra intimidad. «Al amor le sucede lo que al fuego, cuanto más se comparte más se tiene.» Y nuestro amor, se fue convirtiendo con el tiempo en un fuego que quemaba. Un  día hizo que me diera la vuelta y le mostrase mis nalgas desnudas. Las flageló con un látigo corto, de cuerda trenzada, hasta que me ardieron y luego se  puso detrás de mí y empezó a presionar. Aquello me dolía y quise que parara, pero no me hizo caso y siguió empujando y las lágrimas se me saltaron y grité de dolor cuando con una acometida violenta, venció la resistencia de mi esfínter y me penetró. Ese día avanzamos a un nivel superior. Ese día me colocó un cilicio; lo ató alrededor de mi muslo y apretó hasta que los pinchos me mordieron y mi carne comenzó a llorar sangre. «El dolor limpia y purifica. Es el camino para alcanzar un estado de éxtasis, de comunión con Dios. Este dolor voluntario te une a Jesucristo y al sufrimiento que él aceptó para redimirnos del pecado».

Durante los años siguientes, fueron dos las cosas que tuve claras sobre mí mismo: Que yo le pertenecía al Padre M. y que el Padre M. me pertenecía a mí.

Y de repente, un día, el Padre M.  empezó a comportarse de forma extraña, a mostrarse frio y distante conmigo y nuestros encuentros comenzaron a espaciarse de forma repentina. Yo no hacía más que  preguntarme el porqué de esa actitud, qué había hecho yo mal, en que le podía haber fallado, hasta que le descubrí mirando a un chico nuevo y vi como el fuego ardía en su mirada y supe que deseaba a aquel niño. Supe que había encontrado un nuevo cachorro.

Pasé horas apostado en un hueco de la escalera vigilando  la puerta de las habitaciones privadas  del Padre M. hasta, que por fin, les vi salir. La actitud reservada y taciturna del chico y las miradas que intercambiaron en  el pasillo confirmaron todas mis sospechas. Comprendí  que el Padre M me estaba traicionado; que estaba ensuciando todo lo hermoso que existía entre nosotros y eso no estaba bien. Y me sentí mal, terriblemente mal y celoso como una jovencita despechada. Recuerdo que mi cabeza empezó a bullir y me embargó tal sensación de vértigo que  tuve que agarrarme al pasamano de la escalera para no caer mientras  las paredes empezaban a girar a mí alrededor como un tiovivo. Cuando  finalmente conseguí calmarme, corrí al lavabo y me mojé la cara con agua fría y entonces, la puerta de uno de los  excusados se abrió y el nuevo cachorro del padre M. salió  y vi que estaba temblando y que había llorado.

El Padre M. me había rechazado, me había abandonado y elegido a otro. « No voy a lamerme las heridas, me dije. Puedo atacar,  puedo morder…».

Aquella misma noche, me levanté sin hacer ruido y fui  a la habitación común donde dormía mi rival. Eran los celos y el deseo de venganza los que me llevaban hasta allí, pero cuando me acerqué  y aparté las sábanas y me incliné sobre él; cuando me miró con aquellos ojos anegados en sueño, me pareció que era a mi hermano Benjamín a quién veía y tuve un fogonazo de cuando estábamos juntos, de todo lo que nos había unido. Vi en sus ojos el miedo y la debilidad de Benjamín de pequeño, y tuve la misma sensación física de cuando yo había sido su protector, su guardián.

Sentí pena, pena y compasión por aquel niño, porque solo era eso, un pobre niño indefenso; una víctima  inocente del padre M. ¿Y si él era una víctima?  recuerdo que me pregunté, entonces… ¿En qué me convertía eso a mí? ¿Qué era yo en todo eso?

Y resonaron en mi cabeza los versículos de  Corintios 6:9: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones”. Y también Romanos 1:26-27: “Los hombres, por su parte, en vez de tener relaciones sexuales normales con la mujer, ardieron en pasiones unos con otros. Los hombres hicieron cosas vergonzosas con otros hombres y como consecuencia de ese pecado sufrieron dentro de sí el castigo que merecían”.

Mis nervios se tensaron como cuerdas y un escalofrió de pánico me recorrió; era como si los demonios vinieran a buscarme.

Corrí por los pasillos desiertos hasta la capilla, y allí, a la tenue luz de las velas, me arrodillé frente al altar e imploré al Cristo crucificado. Estaba perdiendo pie y no quería caer. Pensaba que si conseguía formular la oración adecuada, lograría encontrar la manera de controlar el caos, porque todo estaba perdiendo su sentido y sentía que mi  vida se desmoronaba. Recuerdo que aspiré el  aire saturado de la capilla. Un olor de incienso y cera quemada, el olor algo corrompido de las flores mustias. Cerré los ojos y recé con toda mi alma esperando una señal, una prueba,  algo que me salvara. Pero no ocurrió nada. Cuando los abrí  seguía todo igual y estaba solo, solo como nunca me había sentido y de repente, como si se me cayera una venda de los ojo, tuve la certeza de que la imagen del Cristo sangrante clavado en la cruz,  no era más que  un trozo de madera tallada, una ilusión. No había nada divino, nada sagrado en aquella representación, más bien burda, del martirio del hijo de Dios. Si su sufrimiento y su muerte tenían que servir para librarnos de nuestros pecados  entonces había sido en vano, una muerte inútil. Pensé en la  lucha eterna entre el bien el mal, entre el cielo y el infierno, y el cielo se me representó como una imagen abstracta, mientras que la forma del mal se tornaba real. Satán era real, lo sentía merodear a mí alrededor,  seduciendo, tentando, corrompiendo las almas de los inocentes.

La verdad se me reveló cruda, casi palpable: solo existía lo tangible, lo que se oye, lo que se ve, lo que se huele y se saborea. Un hombre era solo su cuerpo, un amasijo de carne, huesos y piel en perpetua lucha con su propia naturaleza,  con sus deseos y sus debilidades. Yo no sabía nada de eso, no sabía nada de la maldad real, de la maldad del  padre M. que se me había pegado como si fuera miel y me había convertido en cómplice de mi propio pervertimiento.

Reinaba el caos Me sentía engañado y lleno de ira cuando al día siguiente irrumpí en el despacho del padre M y le vomité todo lo que estaba sintiendo a la cara. Me daba igual lo que pudiera pasar, sentía que tenía que salvar a aquel chico, que quizás salvándole a él me salvaría yo. No podía permitir que el padre M. hiciera con él lo que había hecho conmigo. «Si no le deja en paz, le dije, todo el mundo se va a enterar de lo que está pasando».

El padre M. me miró. Su rostro se  tornó pétreo, inexpresivo, como si lo hubieran  esculpido a cincel. Sus ojos sin embargo, eran de una frialdad que quemaba  y no pude aguantar su mirada. Pero lo que más me fue atemorizo fue el tono tranquilo de su voz, la falta de emoción, el desafecto  con que me dijo:

« ¡Oh, Natán, Natán! ¿Acaso  crees que un corderito puede convertirse en lobo? ¡No se te ocurra amenazarme! Podría aplastarte aquí, ahora mismo, como a una cucaracha. Ten mucho cuidado conmigo, Natán. En la iglesia, el hilo se corta por el lado más fino…»

Salí dando un portazo, el desprecio que sentía avivaba mi rabia y me juré que no volvería a mirarle a los ojos nunca más. No lloré, No me permití sentir pena ni compadecerme. Una idea tomó forma en mi cabeza. Me obligué confinar mis emociones en un lugar profundo para poder pensar con frialdad. No podía permitir que interfirieran en la tarea que me estaba encomendado porque sabía que eso me haría débil y vulnerable.

El padre M bajaba a la piscina todos los días a última hora, cuando el gimnasio estaba ya vacío. Le gustaba nadar pegado a la pared en la zona que hacía pie. La repetición y la costumbre no habían hecho que su estilo mejorara. Se deslizaba con brazadas torpes y pesadas y levantaba  la cabeza para coger aire mientras el agua a su alrededor se movía de tal manera que había momentos en los que rebosaba en el borde y salpicaba las baldosas del suelo. Mi cabeza era una caja de resonancia mientras le observaba sin que me viera. Las palabras que había pronunciado apenas hacía unas horas en su despacho rebotaban  contra las paredes de azulejos y me golpeaban una y otra vez como pelotas de frontón. Le oía resollar como un cerdo  mientras me acercaba con cuidado de no  hacer ruido y me preparaba para saltar por sorpresa sobre él. Confiaba en la ventaja que me suponía que el padre M fuera un pésimo nadador.

Cuando vi la oportunidad salté, le golpeé y empujé bajo el agua. Aproveché la sorpresa para arrastrarlo a la zona profunda. Me sentía fuerte y poderoso. Sentía que los papeles habían cambiado y que, ahora, todo el poder era mío.  Notaba su desconcierto, los movimientos torpes con los que intentaba zafarse pero le agarré con más fuerza y le golpeé con saña y empujé, empujé para que se quedara sin aire y así debilitarlo. El padre M empezó a sacudirse y a tragar agua, se revolvía contra mí intentando escapar pero conseguí colocar su cabeza entre mis rodillas y apretar mientras la aguantaba allí. Temblaba y noté sus espasmos y seguí aguantando hasta que fue perdiendo fuerza y la vida le fue abandonando. Solo cuando se quedó totalmente inmóvil, dejé que volviera flotando a la superficie. Fin y principio. Muerte y resurrección. Me vida adulta, me di cuenta, estaba empezando en ese preciso momento, esa noche.

Todo eso pasó hace ya tanto tiempo que a veces se confunde en mi memoria como si fuera una de esas viejas películas en blanco y negro.

                                                       ********************

En los últimos minutos un gol de R. decanta el partido a nuestro favor. Hemos ganado Algunos padres bajan a felicitar a los chicos y pienso en la imagen lamentable que acaban de dar en las gradas, en los insultos y en toda esa agresividad y violencia contenida. No quiero pensar cómo serían ahora las cosas si hubiéramos perdido el partido.

— ¡Buen trabajo, Chicos!— En los vestuarios choco las palmas y revuelvo el flequillo de alguno de los muchachos  que se felicitan mutuamente y comentan las jugadas mientras se desprenden de los uniformes sudados. Desnudos, los observo ir hacía las duchas entre cantos y risas, totalmente desinhibidos. Algunos, como ese energúmeno de T. hacen ostentación del pene con una especie de narcisismo enfermizo. Los conozco bien a todos. Qué diferencia de los tiempos de mi infancia, me digo, cuando el cuerpo era algo sucio y pecaminoso.

La atmósfera del vestuario  está ahora húmeda y viciada. Aún resuenan las voces de los muchachos cantando bajo las duchas. Los  ecos de sus risas y pisadas se alejan  por el pasillo mientras paseo la mirada por la sala vacía; por las taquillas metálicas y los bancos de madera; por el suelo de cemento salpicado de huellas de agua. Hay un olor espeso. Olor  de jabón, de cuerpos sudados y calcetines sucios. Ese olor se mezcla con mi propia transpiración y hace que me sienta sucio… que mi mente se confunda.

Mi mano comienza a moverse dentro del pantalón de chándal mientras las imágenes de los chicos son flashes que se disparan en mi cerebro. La boca grande de S. que se ríe con el  pelo mojado y húmedo sobre la frente. P. secándose con la toalla. El pelo rubio, oscurecido por el agua, la piel rosada, las nalgas y los glúteos redondos y duros. Los muslos rotundos y fuertes de F., el pene orgulloso y desinhibido coronado por un vello suave y pajizo…

Es un movimiento rápido, el que imprimo a mi mano, un movimiento apresurado, mecánico.  Mi respiración, contenida, se rompe en un gemido y una mueca de dolor contrae mis ojos. Mi boca se abre y exhalo el aire, como si fuera un fuelle, cuando eyaculo dentro del calzoncillo de algodón.  No hay nada hermoso, nada placentero en  este semen derramado. Se trata tan solo de una tregua, de algo que hay que hacer para proteger a los inocentes.

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