Lo que ha sido de Elsa

Foto Ouka Leele

Está lloviendo cuando salimos del cine.

Marta mira hacia la calle mojada y luego me señala con un gesto de fastidio sus preciosos zapatos de ante Jimmy Choo de quinientos euros.

—No te preocupes— le digo—. Espera aquí, voy a buscar el coche y te recojo.

 La dejo a cubierto bajo la marquesina del cine. Me subo el cuello del chaquetón y enfilo la Gran Vía en dirección al parking.

La acera está plagada de mendigos empapados, pero yo no los miro. Paso por su lado como si no existieran, como si no fueran personas de este mundo. Al llegar a la esquina de Callao, cuando me dispongo a cruzar, algo atrae mi atención. Es algo magnético, una especie de vibración perturbadora lo que me recorre el cuerpo de arriba abajo, cuando mi mirada se cruza con la de la mujer que se refugia de la lluvia bajo un soportal, junto a la puerta de la cafetería Manila. Una yonqui, me digo, otra sin techo. Esta calada hasta los huesos, y noto el temblor y la fragilidad de su cuerpo bajo la ropa empapada. El pelo se le pega a la cara y enmarca un rostro demacrado y exhausto desde el que me mira con ojos vacios; unos ojos arrasados y carentes de cualquier emoción; unos ojos que reconozco y que me trastornan.

No me detengo. Atravieso la calzada sin esperar a que el semáforo cambie a verde y corro, sin importarme ya la lluvia, en dirección a la Plaza de la Luna. Mis zapatos se hunden en los charcos y rompen los reflejos que la luz de las farolas proyectan en ellos.

Estoy temblando. Mi corazón es un latido grave y profundo; mi pulso, un potente  redoble  en la sien. ¡Dios mío, es Elsa! No puede ser, me digo, es imposible. Pero sé que es ella. Lo he sentido en la sangre, en el rubor que me quema la cara como una vaharada caliente de vergüenza y de culpa ¿Cuántas veces me habré preguntado que habría sido de ella? Algo me atenaza por dentro,  la mordedura de un dolor antiguo.

Y de repente, los recuerdos están ahí, acuden a mi mente como en cascada: Malasaña, la Sala el Sol, el Penta… El amargor de la raya de coca que me acabo de meter en el lavabo. Su cuerpo largo y esbelto, casi sin formas, como  de chico. Los pantalones ajustados dibujando los contornos de unos muslos y un culo perfectos. La camiseta rosa desteñida y la gargantilla con tachuelas que le ciñe  el cuello. El pelo que le azota la cara cuando mueve la cabeza al ritmo de la música. La boca grande,  los labios pintados de un color oscuro, creo que morado y el maquillaje medio corrido de niña mala.  Todo eso me viene a la cabeza: la primera vez que la veo. Su aliento huele a chicle de fresa y a ginebra, dulce y ligeramente agrio. Esa noche la acompaño a su casa, una buhardilla  pequeña y recalentada por la zona de Alonso Martínez. Recorremos el espacio que lleva de la puerta hasta su cama comiéndonos la boca e intentando desembarazarnos de la  ropa de forma torpe y apresurada. Hacemos el amor con una intensidad, con una urgencia hasta entonces desconocidas. Más tarde salimos, a través de una ventana,  al tejado del edificio  y nos quedamos allí, desnudos en la tibieza de la noche, escuchando a China Crisis apenas sin hablar y,  con los primeros acordes de Black Man Ray, ella entra y  vuelve a salir con una cajita de la que saca papel de plata y un mechero y nos  fumamos un chino muy juntos y nos quedamos colgados del reloj de la telefónica que despunta con su dígitos azules por sobre los tejados, y no nos damos cuenta de que nos hemos dormido hasta que nos despierta la luz del sol y el graznido de los pájaros.

Somos tan jóvenes, tan afortunados… Tenemos todo por ganar, apenas nada que perder. Giramos  en una órbita propia  donde todo está permitido. ¿De qué tenemos que preocuparnos? Ponerse hasta el culo es normal.  Puedo permitirme jugar con las drogas, me digo. Asomarme al abismo porque sé que si no me gustan las consecuencias puedo dar marcha atrás y volver al punto de partida, a la casa de mis padres en  Puerta de Hierro, a la seguridad de mi vida de niño bien. Es solo un juego, un juego temerario pero controlado, pienso y lo creo. Anfetaminas y coca para subir. Heroína y Rohypnol  para bajar. Equilibrio perfecto.

Y de repente, estoy liado en una maraña de hilos que me atan a ella, inmerso en la vorágine que es su vida sin que ni siquiera haya tenido que moverme. Elsa es la luz, es el aire, es el pulso constante de la ciudad por la que nos movemos como si fuéramos los protagonistas  de cada exposición, de cada concierto, de cada inauguración  a la que asistimos. Nos metemos de todo, alargamos las noches hasta que no dan más de sí y terminamos, invariablemente, con un polvo y con un chino para poder, al fin, dormir.

Elsa es tan hermosa, tan especial… Elsa pinta y hace collages que expone en alguna que otra galería; Elsa desfila con Manuel Piña y Francis Montesinos; Elsa posa para fotógrafos como Javier Vallhonrat o Alberto García Alix;  Elsa hace estampados en telas que sus amigos diseñadores convierten en vestidos, piezas únicas que venden a precios estrambóticos… Elsa conoce a todo el mundo, y todo el mundo cree conocer a Elsa.

Cada  noche, cuando se queda dormida, yo le retiro el cigarrillo de entre los dedos y escucho su respiración sosegada mientras recorro con la yema de los mios  sus tatuajes, tan extraños en esta época, donde no está de moda dibujarse el cuerpo. Son algo misterioso, excitante… Me parece percibir,  bajo la tinta oscura, todos los secretos que guardan. Fragmentos de una vida desconocida, de otra Elsa que se me oculta a mi conocimiento. 

Otra Elsa, que el nuevo día me devuelve taciturna y apática. Una Elsa ausente, infeliz, que solo después del aguijonazo de la primera raya, se libera de todos sus demonios, sean los que sean. Son las drogas las que me la devuelven, las que la colocan en un lugar donde volvemos a conectar  para luego, devolverla otra vez a ese otro sitio donde solo ella puede ir.

Esa otra Elsa oculta, bajo el lio de brazaletes y pulsera que adornan su muñecas, dos pálidas cicatrices de las que no quiere hablar.« Es mejor no abrir esa botella y arriesgarse a que el genio se escape», me dice cuando le pregunto. Estamos muy juntos en ese momento, mi cara casi pegada a la suya. Yo respiro su aliento y ella respira el mío. Entonces le cojo las manos,  beso los suaves surcos rosados y siento su pulso en mis labios y ella me acaricia la cara, me acaricia y me besa el pelo y cuando levanto la cabeza sus ojos, frente a los míos, están tan cerca que siento el cosquilleo de sus pestañas y sé que, en este momento, nos entendemos de una manera que no necesitamos expresarla con palabras.

Así son nuestros días.

Ahora veo a Elsa hecha un ovillo en el sofá. Fuma con el rostro oculto entre los brazos. El lienzo en el que ha estado trabajando está rajado, sobre el caballete, como un sacrificio, una ofrenda a la luz que entra por la claraboya del techo. El silencio es profundo, insoportable… Yo la miro, me siento a su lado y la acaricio, pero no digo nada. «No puedo evitarlo», dice finalmente rompiendo el silencio a la vez que se incorpora y apaga el cigarrillo. «No puedo hacer nada, no tengo elección. A veces siento dentro de mí un vacio tan negro, que ni siquiera las drogas consiguen que deje de doler y entonces siento el deseo incontrolable de acabar, de destruirlo todo, de destruirme….».

En el fondo de un cajón hay cajas y cajas de  Haloperidol (Haldol®). Haloperidol,  leo en el prospecto, posee un claro efecto antipsicótico con una marcada acción sobre los síntomas de la psicosis, sobre todo, delirios y alucinaciones… Debe administrarse en pacientes con Esquizofrenia crónica que no respondan a la medicación antipsicótica normal… Cierro el cajón. No quiero ver lo que he visto. No he visto nada, no sé qué hacer. ¿Cómo  puedo decirle a  Elsa que lo sé, que sé que está enferma? ¿Cómo puedo decirle que sé que depende de neurolépticos y antidepresivos? Que sé que es una loca certificada, una demente …

Y de repente estoy de nuevo forzando la puerta del baño, el maldito día que la encuentro en la bañera y llamo a los servicios de urgencias. «Diez minutos más, me dice el médico del Samur y no habría podido contarlo». Ese día, mientras espero en la sala del hospital  a que le cosan y le venden las muñecas, comprendo  que todo está perdido. Le han puesto sangre, toda la que ha perdido y cuando puedo verla, aparto los tubos y me tiendo a su lado. «Duele, dice, no sabes cuanto duele» y yo  empiezo a temblar e intento acallar los sollozos sofocados que me atenazan la garganta, a pesar de la necesidad que tengo de expulsar el dolor a través del llanto largo. Y luego, en el transcurrir de los días, en la tensa normalidad que sigue me doy cuenta de que algo ha cambiado, de que he empezado a guardar la distancia, a alejarme poco a poco de ella por temor a que su autoinmolación pueda, de algún modo, contaminarme.

Yo estaba enamorado de Elsa, de la imagen luminosa de Elsa, pero cuando se me fue revelando tal como era, cuando necesitó  de verdad mi ayuda y mi comprensión, fui incapaz de dársela, me comporte como un cabrón, como un cobarde

De repente me descubro en el parking, intentando abrir la puerta del coche con  manos torpes y temblorosas. No sé cómo he llegado hasta aquí. Siento que soy un farsante, un puto mentiroso que se ha pasado la vida fingiendo ser lo que no soy. Con Elsa fingía; fingía cuando esnifaba una raya; cuando me ponía hasta el culo y me daba por llorar. Incluso cuando pensaba que no estaba fingiendo, fingía. Yo no era como Elsa, no era como toda aquella gente  perdida que  nunca pudo volver a ser lo que habían sido, a tener una vida normal. Yo conseguí sobrevivir aunque ese no es un pensamiento que me consuele.

No puedo dejar que la niebla me atrape, me digo. Así que,  arranco el coche y mientras me dirijo a recoger a Marta pienso que  ¿Quién sabe? ¿A lo mejor algún día la vuelvo a ver, a lo mejor  algún día me la encuentro y puede que hablemos? aunque lo dudo… Puede que vuelva a verla pero ella ya no es Elsa. Elsa no existe. Lo que he visto es solo una forma humana, una vieja carcasa sin esencia… Y pienso que no me gusta el caos en que se convierte Madrid cuando llueve, que no me gusta la lluvia, que no me gusta la tristeza que trae consigo.

Heroína

Heroina-3

Esperanza se secó la cara y se miro en el espejo del baño. Estaba agotada, desencajada. Los ojos, marcados por unas ojeras violáceas, reflejaban una tristeza estática y profunda.

Había pasado la noche en vela, agarrando la mano de su hijo, tranquilizándolo cuando despertaba del duermevela inquieto en que le sumía la medicación. Despuntaba ya el día cuando al fin había logrado sosegarse y caer vencido por el sueño

Daniel, su sangre, su vida… Yacía en la cama consumido. Todo piel y hueso, apergaminado, reseco. El tratamiento con AZT no funcionaba. La abstinencia le hacía gritar y retorcerse de dolor. Cuestión de semanas, unos meses tal vez, habían dicho los médicos.

Daniel aguardaba el final sumergido en una pesadilla narcótica. Esperanza no podía soportarlo, se le rompía el alma. «Te lo debo, Daniel−susurro−No voy a permitirlo.

Abrió la ventana. El reloj de la telefónica marcaba en rojo las diez sobre los tejados de Madrid. La mañana era fría, vivificante. Esperanza se recolocó el pelo, cogió el abrigo y el bolso y se asomó a la habitación intentando no hacer ruido. Daniel dormía. Parecía tranquilo a pesar de la respiración sibilante y entrecortada.

La premura no le permitió esperar el ascensor. Bajó las escaleras de dos en dos y al pasar por el chiscón de la portería golpeó con los nudillos el cristal.

− ¿Custodia?

La portera se asomó con un fajo de cartas en las manos.

−Tengo que salir. Podrías subir dentro de un rato a echarle un vistazo a Daniel. Ahora está dormido pero ha pasado una noche muy inquieta…

−Reparto el correo y subo. Vete tranquila. Hija mía, no sé de donde sacas las fuerzas…

Esperanza echó a andar con paso rápido en dirección a la Gran Vía. Sabía perfectamente dónde tenía que buscar. A la entrada de la calle Hortaleza encontró el edificio y apretó el botón del timbre donde se podía leer: «Pensión Paraíso». Cuando una voz gritona contestó, preguntó por el Caracas.

− ¿El Caracas? Vete a tomar por el culo…

El chasquido metálico del telefonillo la dejó perpleja, descolocada.

−Si busca al Caracas, olvídalo, encanto.− le dijo una mujer saliendo del portal− Lo pillaron en Barajas bien cargado. Sospecho que se pasará una temporada a la sombra.

Tenía una cara hombruna, los huesos marcados bajo una gruesa capa de maquillaje, la melena rubia reseca y quebradiza de los tintes.

Esperanza la miró angustiada−Necesito heroína−dijo temblando, sintiendo que se ahogaba.

−Y yo, cielo, y yo. Aquí donde me ves, aún no me he acostado. Te aseguro que si no me fumo un chino, ya puedo olvidarme de dormir. Pero no llores.

− ¿Qué podemos hacer?− La sorprendió el uso del plural mientras miraba el tatuaje de un dragón que trepaba por el cuello y se perdía en la nuca de aquella mujer extraña.

−Podemos compartir un taxi, acercarnos hasta la Cañada. Es lo único que se me ocurre…

Esperanza calibró la posibilidad. Recordó la frase de una película que había visto hacía tiempo: « Sea usted quien sea, siempre he confiado en la bondad de los desconocidos.»

−De acuerdo.

−Me llamo Desiré−dijo la mujer cogiéndola del brazo− puedes fiarte de mí. Soy legal.

Pararon un taxi. A través del retrovisor, Esperanza observó la mirada intranquila del taxista.

−A la Cañada Real, encanto, al Sector 6 y no te preocupes− le dijo Desiré hurgando en su bolso− no hay motivo. Somos dos señoras…Una más que la otra− susurro guiñándole un ojo cómplice a Esperanza. Saco una polvera y se retocó el maquillaje.

−La luz natural no me favorece. Particularmente prefiero los sitios donde puedo controlarla. El día es para los jóvenes. Aunque no lo parezca, yo era una muñeca. Los hombres enloquecían conmigo, pero la calle quema mucho, querida. No te la recomiendo… ¿Y tú? Cálmate cielo ¿por qué quieres pillar esta mierda? No eres yonqui, no necesitas adelgazar…

Esperanza titubeo. No sabía que decir.

−No pasa nada, querida. No tienes porqué contármelo…

El taxi enfiló por la M-45 y se detuvo a la entrada de una calle de tierra franqueada por chabolas. El aire estaba cargado del humo que despedían algunas hogueras improvisadas en bidones de lata.

−Será mejor que esperes en el coche. Este no es lugar para alguien como tú. Yo traigo lo que necesites.

− Heroína, la más pura − Dijo Esperanza entregándole un puñado de billetes.

Desiré la miro sorprendida− ¡Oh, cielo! Tienes más vicio del que pensaba. ¿No serás dealer?

Esperanza negó con la cabeza.− ¿No tienes miedo?

−Yo estoy curtida, encanto. En peores garitas he hecho guardia. Además, voy preparada−dijo sacándose del bolsillo un espray de gas mostaza.

Bajó del taxi y se alejó por la calle trastabillando con los tacones entre el barro reseco. Esperanza observó a unos niños persiguiéndose entre los escombros. Vio perros escuálidos escarbando en la basura y gatos gordos amodorrados, ajenos al trasiego y al ruido. Dos cerdos vietnamitas se apareaban bajo un letrero que rezaba: Bocadillos, peritos, ahmburguesas, elados, pizza y pan. En frente, sobre una puerta se podía leer: Iglesia evangélica de filadelfia     « el poder». El ir y venir de gente era constante. «No son personas−pensó−parecen muertos vivientes».

Se sobresaltó al escuchar el clic del cierre automático del coche.

−Así es más seguro−le dijo el taxista− Perdone señora, no es asunto mío, pero creo que lo mejor que podría hacer usted, es irse a casa…

Esperanza contempló a través del cristal la hilera de zombis en busca de su dosis. Pensó en su hijo. En el sufrimiento que lo consumía…

−Sé lo que hago− contestó sin mirarlo.

Diez minutos después, Desiré volvió trayendo la droga y un ligero aroma a lumbre.

−Arranca, encanto-Le dijo al taxista−aquí ya no hacemos nada. Luego le dio a Esperanza sus papelas.

El trayecto de vuelta lo hicieron en silencio. El taxi las dejó a la entrada en la Gran Vía. En la acera, Desiré la miró con semblante serio.

−No voy a preguntarte. No sé en qué andas metida pero sospecho que en nada bueno. Espero que estés segura de lo que haces.

Esperanza intentó controlar las lágrimas.

−Puedes contármelo. Se lo que es sufrir, puedo entender porqué se hacen las cosas.

Pensó en la posibilidad de hacerlo, si alguien podía entenderla creía que esa era ella, pero desecho el pensamiento. Era demasiado íntimo, demasiado horrible.

−No puedo− dijo. La beso y sintió como la mejilla rasposa de Desiré le arañaba la piel − Te estoy muy agradecida pero tengo que irme.

Con un profundo pesar Desiré la observó alejarse por la acera y desaparecer entre la gente.

Al pasar por la portería, Esperanza grito –¡Custodia, ya estoy de vuelta! Y sin esperar respuesta enfiló la escalera hacia su piso.

Abrió la puerta. La casa permanecía en un orden silencioso y perfecto; el tiempo detenido flotaba por las habitaciones. Se asomo al cuarto de Daniel. En la penumbra, su hijo dormía el mismo sueño agitado, la misma respiración sibilante y entrecortada. Sin hacer ruido, volvió al salón y se derrumbó en el sofá. Se masajeó los ojos y durante un instante permaneció con ellos cerrados. Necesitaba desconectar, ahuyentar las dudas y el miedo que le provocaban su decisión. Necesitaba mantener la mente fría, reprogramarse en alguien capaz de llevar a cabo aquello que se proponía.

Apretó el botón del mando y bajo el volumen cuando en la habitación empezaron a sonar los primeros acordes de “Space Oddity” de David Bowie, era la canción favorita de Daniel, la que escuchaba a todas horas de forma compulsiva.

Ground control to Major Tom…

−Dios mío, perdóname, perdóname, perdóname…

Commencing countdown, engines on…

Las lágrimas enturbiaban sus ojos cuando sacó las papelinas del bolso y las coloco, como si fueran sellos, sobre la mesa formando una fila perfecta. Trajo una cuchara y un botellín de agua mineral de la cocina y del botiquín del baño el algodón y la jeringuilla hipodérmica que necesitaba.

Ground Control to Major Tom                                                                                                              Your circuit’s dead, there’s somethings wrong…

Vacio dos papelinas en la cuchara y diluyó el polvo marrón con un poco de agua hasta conseguir una masa compacta. Calentó el metal con un mechero y cuando la mezcla empezó a borbotear, extrajo el líquido con la jeringuilla utilizando un trozo de algodón como filtro para eliminar los grumos y las impurezas.

Can you hear me, Major Tom?                                                                                                              Can you…

−Mamá, mamá…−escuchó la llamada angustiada de su hijo desde la habitación.

−Estoy aquí, Daniel, ya voy. Dame un segundo.

−Oh, Dios. No lo soporto. Por favor, mama…

Here am I floating round my tin can…

Esperanza agarró con determinación la jeringuilla, se secó los ojos con el dorso de la mano y abrió la puerta del cuarto de Daniel. Bajo la atmosfera cargada, en aquella penumbra, percibió el aroma tan conocido de su hijo.

Far above the world                                                                                                                               Planet Earth is blue

And there’s nothing I can do.

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