
—Voy a sacar a Curro.
Nicolás se levantó del sofá y estiró las articulaciones entumecidas.
Candela no dijo nada. Siguió ensimismada mirando la tele con ojos de pez.
Nicolás bajó la escalera intentando que Curro no le derribase en su impaciencia por llegar a la calle. Las peleas de la pareja del piso de arriba se confundían con los berridos del bebé de la de abajo. Un viento mordaz le golpeó la cara cuando echó a andar por la acera solitaria. Hubo una época en que le había asustado caminar a esas horas por el barrio, pero ahora ya no. Ahora apenas había robos o peleas, los yonquis habían desaparecido y los delincuentes parecían haber perdido el interés por aquellas calles mal iluminadas con sus edificios decrépitos, erosionados, que transpiraban la tristeza infinita e imponderable de la vida normal.
Tan solo se escucha el sonido de algún coche a lo lejos y los jadeos del perro tirando del collar. «Está viejo Curro, —pensó Nicolás— viejo como yo, viejo como el barrio, viejo como la vida». Se cruzaron de acera antes de llegar al solar donde había aparecido el cuerpo sin vida de Nico, aún con la jeringuilla enganchada a la vena. Eso le hizo recordar que tenía que comprar los ramos y limpiar el nicho. Todos los Santos estaba a la vuelta de la esquina. A pesar del tiempo transcurrido, le seguían asaltando las mismas preguntas que entonces se hizo y cuando eso ocurría, intentaba pensar en otras cosas, cortar el flujo del pensamiento porque sabía que detrás de cada pregunta se escondía otra, y detrás otra y otra más hasta el infinito, hasta acabar volviéndose loco. Nunca podría perdonarse no haber sabido ver lo que era evidente, no haber luchado lo suficiente para salvar a su hijo.
Al llegar al parque, Nicolás se detuvo junto al campo de petanca y encendió un cigarrillo. Soltó a Curro y le pareció que el animal le miraba con desaprobación antes de alejarse olisqueando el terreno. Dejó caer sus huesos cansados en un banco y fumó con delectación. Los cigarrillos le proporcionaban una sensación de ligereza, como si al expulsar el humo se desprendiera también de algo muy pesado. Le gustaba el parque a esas horas, su acogedora penumbra, el recogimiento que le permitía encontrarse consigo mismo. Era el único momento del día que guardaba para él.
«Adenocarcinoma de páncreas en estadio IV. Inoperable— le había dicho el doctor Cruz con un tono neutro de voz. —Podemos intentar frenar el avance del tumor con sesiones de quimio, pero… » Se había negado a seguir escuchando, a someterse a tratamiento alguno. Nada de quimio, nada de radio, dejaría que el tiempo fuera haciendo su trabajo. Y ahora, dos meses después, empezaba a notar el deterioro, un bajón importante tanto físico como mental. Nunca se había sentido tan consumido y viejo. Tenía la sensación de que arrastraba su cuerpo por las calles para pasear a Curro, para comprar el pan, para ir a la farmacia o sacar del banco el dinero de la pensión. Sentía como el tiempo se lo iba llevando todo con su ritmo lento e inexorable, como la vida se había convertido en una despedida continua.
Se preguntó para qué le había servido pasar media vida encorvado sobre una máquina herrumbrosa, para qué tantos años de penurias y sacrificios ¿Para llegar al momento donde ahora estaba? ¿A esta vejez precaria y desesperanzada? La esperanza, había leído en algún sitio, era un gorro de bufón descolorido con una campanilla en la punta. ¿Quién seguía teniendo ánimos de ponérselo? ¿Quién tenía el valor de quitárselo y dejarlo tirado en la acera? Últimamente le había dado por leer, intentaba encontrar en los libros las respuestas que la vida no le daba.
Tiro el cigarrillo al suelo y lo apagó con la punta del zapato. Cuando llegara a casa tendría que ir directo al lavabo y enjuagarse la boca con Oraldine para que Candela no notara el olor a tabaco. La imaginó sentada en el salón tal como la había dejado antes de salir, con su vieja bata, con las piernas desnudas calzadas en las zapatilla azules de fieltro, pérdida en la pantalla del televisor sin moverse, con la actitud de quien espera en la consulta de un médico o en el banco de un aeropuerto la llamada de su vuelo.
No sabría decir en qué momento habían desaparecido el uno de la vida del otro, ¿Quien había dado el primer paso?, ¿Cómo había ocurrido? La muerte de Nico había dejado al descubierto la brecha insondable que los separaba. Cada cual había pasado el duelo por su cuenta sin compartir el dolor, expiando sus culpas convencidos de que sobres sus cabezas empezaba a flotar la amenaza de otras pérdidas inminentes.
Intentó recordar cuándo había tocado a Candela por última vez. Se preguntó por qué seguían juntos. Se había casado enamorado, con una muchacha sencilla, tranquila y trabajadora y ahora tenía una mujer amargada, vacía y vieja, llena de miedos que encima debía de curar y ya no sabía cómo, ya no podía. Estaba agotado de ser siempre él quien recorriera el camino para llegar a ella y de encontrarse tan solo con un rosario continúo de reproches y quejas. De no ser capaz de sacar fuera todas esas palabras que permanecían pegadas a su lengua. Ya no soporta los silencios, el modo en que las horas se iban consumiendo, una tras otra, con el sonido de fondo del televisor.
Nicolás llamó a Curro, le puso la correa y echaron a andar de vuelta a casa consciente de que vivía ya en un tiempo sin tiempo. Abrió la puerta del portal y encontró, como todas las noches, a la hija de la Ramona pelando la pava con su novio en la oscuridad del rellano. Nicolás encendió la luz, dio las buenas noches y dejó que Curro corriera escaleras arriba mientras él las subía resoplando con la ayuda del pasamano. Abrió la puerta con su llave y Curro entró como una exhalación, se subió de un salto al sofá y se quedó mirando a Candela, moviendo la cola.
—Me voy a la cama— dijo Nicolás asomando apenas la cabeza. Como todas las noches, antes de acostarse, abrió la puerta de la habitación de Nico y respiró hondo el aire estancado del cuarto. Nada quedaba allí de su hijo, tan solo su ausencia flotaba en aquel escenario vacío, congelado en un orden mudo y perfecto.