Oda a la inmortalidad

— Margaret…— Gritó Edward desde el piso de arriba.

—Cariño, tengo que colgar—dijo Margaret en un susurro—Cuídate mucho, mi amor. Sabes que mamá te quiere.

 Apuró el café,  que se le había quedado frio en la taza y subió, con paso cansino, las escaleras.

Edward estaba terminando de vestirse. Margaret observó la torpeza con que intentaba hacerse el nudo de la corbata.

 — ¡Anda, deja que te ayude! 

— ¿Con quién hablabas?— le preguntó Edward.

—Con Amy… —dijo, la vista fija en el nudo y en sus manos, que empezaron a temblar ligeramente.

—No quiero que hables con ella. Dile que no vuelva a llamar— Margaret observó como la nuez prominente de Edward subía y bajaba. — ¿No te habrá pedido dinero?

—Pero, qué dices, Edward. Amy solo quería hablar. Para ella no es fácil está situación.

—Pues es la que se ha buscado. Nadie dijo que la vida lo fuera.

—Amy es nuestra hija, debería preocuparte lo que le ocurre.

— Amy ya no es mi hija, Margaret. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo¡ Dejó de serlo el día que salió por esa puerta — apartó a Margaret con un movimiento brusco y se puso la chaqueta de pana marrón—Amy ha sido para mí una  gran decepción, una  detrás de otra y para rematar sale con esa porquería, esa perversión. ¿Qué esperas que haga, que me ponga a dar saltos de contento?

— Espero que intentes comprenderla. Que te pongas en su lugar—dijo Margaret—. El mundo ha cambiado. Cosas que hace veinte años  nos parecían escandalosas hoy son normales. Por favor Edward no te cierres en banda. ¡ Hazlo por mí!

— ¿Qué quieres que haga, qué quieres que comprenda?  Soy demasiado mayor para cambiar. Me gustaba cómo eran las cosas antes, cuando todo estaba en su sitio… Lo que hace tu hija es anti natura y por favor, no quiero hablar más de esto. Conseguirás que te deteste.

—Ese es el problema— A Margaret le falló la voz pero logró sobreponerse y acabar lo que tenía que decir. — A quien en realidad detestas es a ti mismo y eso hace que detestes a todo el mundo.

Edward salió dando un portazo y la dejó sola. Margaret se quedó allí, indignada frente a la puerta abierta del armario. El espejo de cuerpo entero le devolvió la imagen de una mujer mayor, arrugada y curtida por la vida del campo. El pelo empezaba a volverse canoso; la espalda se encorvaba bajo la bata de franela de cuadros y sus piernas desnudas estaban sombreadas de venas azuladas.

Cuando escuchó el coche alejarse por el camino de tierra, Margaret entró en la habitación de su hija y la recorrió con nostalgia. Al principio, cuando se marchó, solía subir y se sentarse en la cama y exhalaba el  aroma que impregnaba las ropas y las cosas que Amy había dejado atrás. Un aroma que se iba atenuando poco a poco hasta que acabaría extinguiéndose por completo.

En el salón, reparó en que la foto de Amy estaba tumbada boca abajo en la repisa, junto a la de David.  La colocó bien y paseó la mirada por los muebles viejos y anticuados, por  el tapizado desvaído y sucio del sofá. Fuera, la ropa tendida se secaba al sol. Las moscas revoloteaban en el aire que transportaba un ligero olor a estiércol  y a tierra mojada. Se calzó las botas de goma, se puso una chaquetilla,  cogió el cubo y  se dirigió al establo  donde Nelly la recibió con un mugido alegre. Margaret acercó un taburete de madera  al trasero de  la vaca y se frotó las manos para calentarlas antes de comenzar a ordeñar.

Últimamente, sus pensamientos volvían, una y otra vez, al tiempo que pasó en Dublín. La época dorada de su juventud.  El Padre O’Neill  le había conseguido trabajo en una residencia de ancianos  y una habitación compartida, con baño en el pasillo,  en una pensión para muchachas católicas. Margaret quería ganar el dinero para completar su ajuar antes de casarse con Edward.

Durante algún tiempo su compañera de cuarto había sido una chica escocesa llamada Adele.  Era tan nítida la imagen que conservaba de ella en su cabeza… Le parecía  ver sus ojos miopes de un color azul claro,  ojos francos e inteligentes, que miraban con intensidad a través de unas gafas de montura metálica; los dientes, blanquísimos, se los lavaba tres veces al día; el pelo espeso y ondulado de un hermoso tono rojizo. Intentó imaginar cómo sería ahora su vida  en Inverness, desde donde le había llegado su última carta, hacia ya muchos años. Se preguntó cómo sería su casa, si se  habría casado, si tendría hijos…

 Adele había sido su amiga, una amiga verdadera. Había mostrado un interés real por ella;  la había escuchado y proporcionado el apoyo y la protección que necesitaba en aquellos momentos. Era una muchacha divertida y alegre, aunque también algo reservada. A veces le parecía entrever una veladura de tristeza en sus ojos. Intuía  que había vivido mucho para su edad, que  sabía muy bien lo que era la vida. Los chicos, se dio cuenta enseguida,  suspiraban por Adela pero ella no parecía demostrar demasiado interés por los chicos.

Algunas noches se descubría mirándola  mientras se desvestía para acostarse. Examinaba, con una curiosidad casi clínica, cada parte  de su cuerpo a medida que las iba descubriendo: los dedos de los pies; los pies, blancos y delicados; los tobillos finos; los muslos y el estómago plano; la cintura estrecha que imaginaba podía abarcarla  con las dos manos; los pechos generosos coronados por unas aureolas rosa pálido. Adele era desinhibida. Tenía un cuerpo estilizado y hermoso, muy diferente  al de Margaret, de color cetrino, más curtido y voluminoso, un cuerpo que  encontraba vulgar y del que se avergonzaba.

Un día, Adele la había encontrado peleando con el lápiz y el papel, en un  intento de escribir una carta a Edward. Apenas sabía escribir y contaba lo justo. Su padre siempre había considerado la escuela como un desperdicio. Era mejor que trabajara y aprendiera a llevar una casa.

Adele se ofreció a ayudarla y a  partir de ese día, se encargó de escribirle. Al principio Margaret  se había sentido  turbada. Celosa como  era de su intimidad,  recordaba el pudor con el que le dictaba las primeras cartas, y la vergüenza que sintió cuando le enseñó la foto de Edward.

Un día estaban sentadas muy juntas, sus rostros serios y concentrados sobre el papel de escribir. Los cabellos rojos, colgaban en mechones ondulados sobre la frente de Adele. Una especie de vínculo las unía en aquella proximidad. Margaret podía oler el champú herbal de Adele, la calidez que desprendía  su cuerpo junto al suyo. Entonces, Adele había levantado la cabeza y la había mirado con una expresión que no había visto nunca en sus ojos. Antes de que Margaret pudiera decir nada, Adele había acercado su boca a la suya y la había besado. Ella no se movió. Sintió la lengua de Adele intentando abrirse camino en su boca y entonces extendió el brazo y la rechazó.

—No creo que…—Acertó a balbucear

— ¡Oh, perdóname Margaret! — El rostro de Adele se cubrió de rubor. No sabes cuánto lo siento. —Dijo,  avergonzada. —Esto no debería haber ocurrido nunca.

Aquella noche, Margaret había permanecido acostada escuchando la respiración de Adele y la suya propia en la oscuridad. Estaba desconcertada. Aún le parecía sentir el calor de los labios de Adele en los suyos y la tensión acumulada durante el día concentrada en el bajo vientre, Su mano se deslizó entre sus piernas y durante un instante, la aprisionó allí como si quisiera detenerla y luego empezó a moverla, y se acarició pensando en Adele y todo fue muy fácil, y terminó muy rápido.

Una tarde de domingo, habían ido al cine a ver « Esplendor en la hierba». Margaret se había sentido especial comiendo palomitas y viviendo aquella historia de amor imposible como si fuera la suya propia. A veces, con los ojos húmedos, miraba de soslayo  a Adele y veía, reflejadas en su  rostro, las coloridas sombras de la pantalla. Adele que había notado su emoción, le había  cogido la mano y apretado con fuerza y así habían permanecido durante todo la proyección.

Nathalie Wood, estaba tan hermosa, tan elegante con aquel vestido blanco en la escena final. Parecía una novia  y Warren Beatty…  le dolió verlo convertido un sucio granjero lleno de grasa. Pero lo que realmente la dejó sin aliento, lo que la noqueó, fue la imagen de la esposa italiana asomada a la puerta con el vientre hinchado, una mujer vulgar con la que se identificó. Fue algo muy vivido,  un reflejo real  de la vida que le esperaba junto a Edward.

La noche era húmeda cuando salieron del cine. Margaret  se llenó los pulmones de aire y agarro a su amiga del brazo.

— ¿Sabes? Dijo Adele  mientras echaban a andar por la acera casi desierta— Esta era la película favorita de mi madre. Cuando era pequeña me llevo a verla. Recuerdo sentirla sollozar durante toda la proyección. Cuando se encendieron las luces, tenía los ojos irritados y vacuos. «No pasa nada —intentó tranquilizarme—. Soy una tonta, cariño, una tonta y una sentimental». Yo era demasiado pequeña para comprender, para  entender que aquellas lágrimas que disfrazaba de sensiblería eran lágrimas de dolor, de  un dolor que en aquellos momentos era mucho más fuerte que su esperanza. Sabes, mi padre nos abordonó siendo yo una niña. Apenas le recuerdo. Mi madre se negaba a hablarme de él,  me crio sola. No tuvimos una vida fácil…

Entonces había comenzado a recitar, con una voz cargada de emoción, los hermosos versos de la «Oda a la inmortalidad» de William Wordsworth,  los mismos  que Nathalie Wood recitaba para la clase, en un momento particularmente dramático y emotivo de la película.

«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo. (…)

.«El poeta habla del paraíso perdido— dijo mirándola con los ojos brillantes—de la nostalgia del pasado, de lo que pudo ser y no fue. Habla de aceptar que la vida es tomar las cosas como vienen, atesorar la felicidad y los momentos de dicha vividos, porque eso nunca nos podrá ser arrebatado.»

Qué fuerza,  què belleza encerraban aquellos versos, pensó Margaret. Una fuerza, una  belleza que sintió condenadas a desaparecer. Experimentó hacía Adele una especie de gratitud  infinita; el impulso de abrazarla,  de suplicarle  que la salvara. Porque sentía que Adele tenía el poder de transformarla y que sin ella, estaba condenada, como lo estaba aquella mujer de la película  a una vida  gris y descorazonadora.

Pero entonces había caído una gota y otra y luego otra y, en cuestión de segundos, el cielo se había nublado, y la lluvia  llegó con tanta fuerza que corrieron a  resguardarse bajo una marquesina y el momento pasó. Margaret recordaba el agua gotear, como lágrimas, por los cristales de las gafas de Adele  y en aquella confusión se había preguntado qué tipo de sentimiento era aquel, que nombre tenía lo que estaba sintiendo y a su cabeza había acudido la palabra «amor». Y eso la había desconcertado

El sonido de la leche, al salpicar en la paja, le trajo de nuevo a la realidad.

El cubo humeaba cuando salió al patio. El cielo se había cubierto de nubes y un vientecillo frio hacía ondear la ropa de las cuerdas.

Margaret  volvió al pueblo convencida de que aquel era su sitio. Al fin y al cabo solo era una   sencilla chica de campo. Se casó con Edward porque era lo que tenía que hacer, lo que se esperaba de ella. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudiera decir que no. El si ya estaba ahí, esperándola a su regreso.

Le había costado adaptarse a la vida solitaria de la granja, apartada del pueblo, aunque cercana a una de las pocas carreteras que conducían a él. Allí,  Edward se había ido revelando como una persona socialmente hostil, siempre nervioso y propenso al enfado. Si las cosas no se hacían a su manera, si se le llevaba la contraria, enseguida se sentía ofendido. Con tal de evitar problemas, Margaret había acabado plegándose  a sus deseos y convertida en una mujer  obediente y solicita.

No eran un matrimonio feliz. Margaret, que  nunca había demostrado demasiado interés en el sexo, era lo suficientemente intuitiva  para adivinar que el juego amoroso debía consistir en algo más que los movimientos torpes e invasivos de Edward. Sus besos eran rudos y ásperos, cuan diferentes a los delicados labios de Adele. Si alguien le hubiera preguntado qué era un orgasmo, se habría puesto colorada y no habría sabido que contestar. Recordaba el cosquilleo, el placer que experimentó aquella noche que se había tocado con Adele durmiendo en la cama de al lado. Suponía que eso era lo más parecido a un orgasmo, porque con Edward nunca había sentido nada.

En aquel ambiente, solitario y a veces hostil,  habían nacido sus hijos, primero David y dos años más tarde Amy. Durante su infancia no habían conocido más distancia que la que se podía andar a pie. Sabía que para Amy no había sido sencillo todo aquello. Era una chica introvertida, siempre deambulando por ahí manteniendo, al igual que su padre,  las distancias con la gente. Siempre con una navaja en el bolsillo, un cuaderno de dibujo y sus ceras de colores. 

Al terminar la primaria David y Amy  empezaron  el instituto en Ballon.Les habían comprado unas bicicletas para cubrir los 8 km. que debían recorrer cada día. Amy adoró su bicicleta, iba a todas partes con ella, hiciera el tiempo que hiciera. David sin embargo, abandono rápidamente  la rutina de las clases y dejó los estudios, cosa que  no preocupó a Edward en absoluto. Encontró empleo en un taller de reparación de automóviles y se casó con la hija del propietario y ahora era dueño de su propio negocio. Amy en cambio se aferró al instituto como a una llama ardiendo. De repente se la veía feliz. Su aspecto cambió. Empezó a vestir con vaqueros y zapatillas  y un día los sorprendió a todos saliendo del baño con el pelo corto y su hermosa melena, convertida en una coleta de pelo muerto. Edward había montado en cólera. Dijo que parecía un marimacho; que el pelo de una mujer era su gloria y que le prohibía terminantemente  que volviera a cortárselo.

Quizás ese fue el comienzo de todo. Amy, que  se había criado a la sombra de una historia complicada, ahora se sentía parte de algo. Participaba activamente en las funciones de teatro y en la construcción de los decorados para las obras. Y allí encontró su lugar. Cuando acabo el instituto tenía claro que sería escenógrafa.

Ahora se había ido. Vivía en la ciudad con una mujer. Y Edward la culpaba  de todo, Incluso cuestionaba el hecho de que le hubiera dado el pecho durante demasiado tiempo en la infancia. Como si eso tuviera algo que ver con la inclinación sexual de Amy. Margaret se había pasado la vida  cubriendo las necesidades de su marido, pensando que de esa manera beneficiaba y protegía a sus hijos, sobre todo a Amy, pero ahora se daba cuenta de su error. Sentía que le había fallado a Amy, que no había estado a su lado lo suficiente y eso era algo que aún  le escocía y que había hecho  que se sintiera mal  consigo misma, aunque eso no importaba. Sentirse mal se había convertido en su estado natural.

Todo aquello, sin embargo,  había provocado en Margaret una especie de catarsis. Después del terremoto se había sentido fortalecida y extrañamente emocionada. Era  como si un aire purificador, antiséptico, lo hubiera arrasado todo. Ya no le importaba lo que pudiera pensar Edward ni la gente del pueblo con su mentalidad antigua. Allá ellos con sus rancios prejuicios, Ella había visto otro mundo, había vislumbrado otras vidas y se sentía feliz por Amy, feliz de que eso hubiera dejado de bloquearla, feliz  de que pudiera vivirlo con naturalidad, porque durante muchos años había estado muy sola, muy perdida. Margaret había visto en sus ojos un dolor, que allí no tenía salida, ningún resquicio por donde poder escapar y ahora, Amy era feliz. Sus ojos brillaban y su voz sonaba con una fuerza y determinación que antes no tenía.

Cuando Edward volvió del  pueblo, Margaret notó el alcohol en su aliento. Como cada tarde después de comer, se sentaron junto a la chimenea, donde empezaban a amontonarse las cenizas, a ver las noticias de la BBC. Habían comido en silencio, un silencio incomodo que Edward había roto, durante solo un momento, para espetarle a la cara: « Acuérdate de lo que te digo. Amy  fracasará, destrozará su vida, acabará cayéndose a pedazos y tú te quedarás con cara de boba». Ella no contestó, le miró y pensó que era patético, que ambos eran patéticos, dos personas deprimentes.

Margaret sacó la labor y empezó a coser un agujero en los gruesos calcetines de lana de Edward,mientras este dormitaba en el sofá. Eran los calctines que le había regalado Emma, la esposa de David en su último cumpleaños. Notó que Edward olía a sudor y que tenía una mancha reciente en la camisa y pensó en la cara de Emma si lo viera con ese aspecto descuidado y sucio.

Estaba en la parte trasera de la casa peleando con las sabanas y el viento. Recogía la ropa de las cuerdas cuando escucho el ruido del motor de un coche. Margaret entró en la cocina y se acercó a la ventana. Edward y David hablaban en el porche.  «Cada día se parecen más» pensó Margaret. David era una versión joven de su padre. Entre ellos siempre había existido una conexión especial, un círculo de entendimiento del que ella y Amy habían sido excluidas. Últimamente, Edward  representaba ante su hijo el papel de sufrida víctima y había conseguido ponerlo de su parte. Se apartó de la ventana. Imaginaba de qué podían estar hablando y estaba segura que si salía al exterior, ambos callarían y la mirarían como si fuera una intrusa. Pero eso que ya no le importaba.

Por la noche, cada uno se acostó en su lado de la cama. El colchón se venció  hacia el  de Edward cuando esta apagó la luz y le dio la espalda. Permanecieron quietos haciendo creer al otro que dormían mientras, en el exterior, el viento silbaba y agitaba las hojas de los árboles. Estaban tan juntos y a la vez tan lejos el uno del otro…

—No le cortes las alas a tu hija. Déjala vivir, déjala que se equivoque y que aprenda de sus errores.— Dijo Margaret con la mirada perdida en la oscuridad. — Eso es lo que la hará crecer y enriquecerse. No hagas que cargue con tu frustración y con tus prejuicios. Voy a ayudarle, Edward, quiero que lo sepas. Voy a hacer por mi hija todo lo que esté en mis manos. No importa lo que pueda ocurrir, voy a estar siempre ahí, para todo. Y cuando digo todo, es «todo».

Suspiró y cerró los ojos. «Adele…» musitó, embargada por una dulce melancolía. «Lo que pudo ser y no fue… La resignación en la renuncia. Aceptar que la vida es tomar las cosas como vienen, atesorar dentro de nosotros la felicidad y la dicha vivida…»  Como si fuera una plegaria, empezó a recitar mentalmente aquel poema. Ahora, por fin ahora, lo alcanzaba a comprender.

«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.

En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.

Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.»



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