La señora Ramona y su hija Ramoneta

Barcelona-2

«…Este trabajo, es una revisión de la monografía titulada “Psicosis Menstrualis” publicada por el psiquiatra Krafft-Ebing a finales del siglo XIX. El Doctor Escobar y su equipo han llevado a cabo un estudio exhaustivo, más de 275 casos de psicosis cíclica relacionada con la menstruación, un trastorno que, aún hoy en día, la mayoría de los psiquiatras no están familiarizados con él…»

Si cierro los ojos vuelvo a ser aquel muchacho que llegó a Barcelona a comienzo de los años 70 con una beca a cuestas para estudiar medicina. Vuelvo a pasear por sus calles efervescentes en los días, templados y luminosos, del veranillo de San Miguel, cuando los árboles empezaban a alfombrar las aceras con tonalidades rojizas y naranjas. Que poco imaginaba que aquel otoño, suave y melancólico, derivaría en un invierno helado, el más amargo de mí vida.

Si cierro los ojos vuelvo a ver a la señora Ramona ensimismada con la melodía de un Aria de Puccini, a Ramoneta ojeando una revista mientras juguetea distraída con un mechón de su pelo. Me veo entrando y saliendo de la casa cargado de libros y apuntes, respirando la tristeza que impregnaba todos sus rincones. Recuerdo los apuros de las dos mujeres obligadas a alquilar una habitación a estudiantes para poder salir adelante. La señora Ramona y su hija, Ramoneta, una mujer de aspecto infantil y gordura amorfa, tan tímida que no levantaba la vista del suelo, que tartamudeaba y tardaba tanto en articular las palabras que era al final la madre quien rellenaba los silencios y acababa las frases. Dos mujeres laceradas por la soledad, por la precariedad en que las había sumido la muerte prematura del marido y la extraña enfermedad que padecía Ramoneta. El patrimonio familiar había ido menguando al tiempo que las amistades desaparecían dejándolas abandonadas a su suerte.

Me veo despertándome en la madrugada alertado por los gritos provenientes de la habitación donde dormían. Aullidos de animal, golpes sordos, el estropicio de cosas al romperse. L a primera vez, sin atreverme a intervenir, escuché a través de la puerta los sollozos de Ramoneta, los intentos de su madre por calmarla.

Esos episodios se repetirían de forma cíclica. Ramoneta había pasado temporadas ingresada en psiquiátricos con un diagnóstico, erróneo, ahora lo sé, de trastorno bipolar. Estaba medicada con ansiolíticos y anti-psicóticos que no impedían que todos los meses, coincidiendo con la menstruación, sufriera ataques de furia descontrolados, momentos de confusión, de ideación delirante que al remitir la sumían en un estado apático, en una forma de accionar lenta y desarticulada.

Fui el paño de lágrimas de la señora Ramona. La acompañé al Monte de Piedad a empeñar las pocas cosas de valor que les quedaban. Llamaba en su nombre a viejos conocidos a los que pedía ayuda y de los que solo obtenía escusas e indiferencia. «La pobreza les hace temblar» me decía cuando colgaba «Para ellos somos unas apestadas, nos ven como una afrenta…»

Recuerdo la noche que la encontré tiritando bajo la lluvia, buscando a su hija. La luz que proyectaban las farolas sobre el pavimento mojado, los árboles oscuros, empapados. El latir de la sangre en mis sienes era como el redoble de un tambor mientras corría por las calles solitarias.

Vislumbré a Ramoneta sentada en un banco. Los coches al pasar iluminaban, como un faro, su figura inmóvil. Estaba descalza, la bata abierta mostraba la morbidez de su carne desnuda. Lloraba. Apenas me vio echó a correr. La llamé, fui tras ella. Atravesábamos las calles sin mirar, el corazón se me salía por la boca, los pulmones me ardían. Cuando la alcancé, caímos enredados sobre los charcos de la acera. Se revolvió, empezó a golpearme, a chillar. Intenté inmovilizarla. Su llanto y sus gritos atrajeron a algunos transeúntes que se arremolinaron alrededor e intentaron separarnos. Creían que la estaba agrediendo. Les grité que intentaba ayudarla, que solo quería llevarla de vuelta a casa.

«El diablo está aquí» me repetía la señora Ramona como un mantra «siento que me ronda. Pero no le temo. Mi único miedo es lo que será de mi hija el día que yo falte. No podré morir tranquila»

Cuantas veces me reproché no haber sido capaz de calibrar la hondura de aquellas palabras. Me veo, antes del horror, llamando insistentemente al timbre. Dejé la maleta en el suelo, regresaba de pasar la Semana Santa con la familia y abrí con mi llave. Me recibió la oscuridad y un fuerte olor que se me agarró a la nariz.

Mi voz reverberó por el pasillo llamando a las mujeres. El gabinete estaba vacío, las cortinas corridas. Algo no iba bien.

— ¿No hay nadie en casa? Grité sabiendo que no obtendría respuesta.

Dejé la maleta a los pies de mi cama, abrí las persianas. Todo permanecía en su orden perfecto.

En la cocina los platos reposaban en el escurridor junto con las tazas y las cucharillas del desayuno. Orden y limpieza. Aquel olor, sin embargo, lo invadía todo.

« ¿Dónde andarán?…»

Fui a su habitación, golpeé los nudillos contra la madera oscura.

—Sra. Ramona ¿Está usted ahí? Voy a entrar…

Con el corazón en un puño, giré el pomo y empujé la puerta. Allí el olor se hacía irrespirable. Escudriñé en la oscuridad, encendí la luz y entonces las vi.

Ramoneta estaba en la cama, una muñeca dormida con su camisón azul. Supe que estaba muerta, amorosamente muerta. La señora Ramona yacía en el suelo junto a un charco de vómitos. Tenía la piel azulada y una mueca de horror en la cara. Sobre la mesilla frascos de fármacos vacios y una botella de salfumán volcada en la alfombra. El líquido derramado se había comido los colores y la vida de la anciana…

Los aplausos me traen de nuevo a esta sala de congresos. Es mi turno de palabra. Me pongo en pie con una sensación agridulce « Esto es por ti, Ramoneta» murmuro y de camino al estrado disfrazo la tristeza dibujando una sonrisa en mi cara.

 

Solos en multitud

solos-en-multitud[1]

Cuento de Silvia Soler. Traducción libre de Conrad Crad.

Nieves busca un vestido para su hija de diecisiete años que ha acabado la ESO. Se pasea por las tiendas, desganada, acariciando faldas de tul y corsés de satén. Se pregunta si a Verónica la favorecerá más un azul turquesa o un salmón. También se pregunta qué modelo se ajustará más a su cuerpo imposible, consumido hasta el extremo, casi inexistente. Después de horas de subir y bajar escaleras mecánicas, después de notar cómo crece la ampolla del talón derecho, después… se da por vencida. Verónica no querrá ponerse ningún vestido de fiesta. Verónica no querrá ir a la fiesta de graduación. Verónica no quiere vivir, lo ha dicho cientos de veces este último mes. Entonces ve en un escaparate un brazalete ancho, lleno de brillantitos, y lo compra. Le tapará las cicatrices de la muñeca.

Nieves sale de la tienda y comienza a caminar entre el gentío. Camina poco a poco, como si estuviera medio dormida. Un hombre gordo y sudado pasa por su lado y la hace tambalear. Unas adolescentes gritonas pasan deprisa, la empujan y ríen. Una señora mayor avanza por la derecha y, al pasar, le da un golpe en el tobillo con el bastón. Es un golpe de nada, pero le hace daño. Se agacha y se frota el hueso dolorido. Siente cómo una lágrima, que le resbala por la mejilla, queda suspendida en el aire y cae sobre su falda blanca. Piensa que no hay para tanto, pero llora, allí agachada, mientras continua frotándose el tobillo. La gente pasa por su lado y la esquiva. Arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda. Esteban, que hace pocos días que es el alcalde de su pueblo, no sabe cómo hará para gobernar en minoría. Sergio, que tiene el estomago lleno de mariposas porque esta noche estrena un monólogo en una sala pequeña del barrio de Gracia. Alberto, que acaba de ver a su mujer, de lejos, celebrando con grandes risas las bromas de un compañero de trabajo. Como quien no quiere la cosa, la ha cogido por el codo para atravesar la calle. Mirella, que se ha quedado a una décima de entrar en la facultad que quería. Joel, que hoy ha sabido que han escogido a su hermano gemelo, Quim, para la selección de básquet junior y a él no. Mariona, a quién la empresa le ha ofrecido marcharse a trabajar a Suecia para no quedarse en el paro. Ella sola. A Suecia. Qué frio. Ricardo, que pasea por el centro comercial porque le han dicho que el resultado del Tac no estará hasta aquí una hora. Juan, que quiere sentir voces, oler cuerpos, tocar pieles y mirar caras antes de llegar a casa, donde solo encontrará silencio y la mirada perdida de su madre que le preguntará quién es. Julia, que se ha encallado a media novela y no encuentra el camino para avanzar hacia el final que ya tiene decidido desde hace un año. Cecs, que añora a su hermano después de tantos años, hoy con más fuerza, sin motivo concreto. Añora llamarlo al despacho y quedar para tomar una cerveza antes de ir a casa. Lo añora, y eso que no lo han hecho nunca. Murió cuando todavía estudiaban. Samuel, que en este centro comercial no ve tiendas, ni una, pero se sabe de memoria los bares, los restaurantes y cafeterías, todos los establecimientos donde ahora mismo podría entra y pedir una cerveza, un vaso de vino o un cubata. Nuria, a quién han nombrado jefa de pediatría advirtiéndole que deberá despedir a diez personas el mes que viene. Josep, que tiene planteada la batalla más dura, contra el enemigo más intimo; ha de vencer a su yo antiguo y lleno de prejuicios. Sabe que no puede hacer otra cosa que ceder, dejarse ir y respirar si lo que quiere es volver a mirar a su hijo sin verlo desnudo, en la cama, con otro hombre. Es lo que su mujer espera de él, lo que todos esperan de él. Y Verónica, que mira más allá de la gente buscando el cabello rubio de su madre. Le ha de decir que Max la ha llamado para pedirle que vaya con él a la graduación, que le ha dicho que sí. Que necesita un vestido, quizás blanco, o salmón, o azul turquesa. Su madre la ayudará a escoger.

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