El polvo y la ceniza

                            “El me derribó en el lodo, Y soy semejante al polvo y la ceniza”.(Job.30:19)

Cuando era pequeño creía literalmente que Dios era tan poderoso, que podía sostener la tierra en la palma de su mano y que la oscuridad de la noche, llegaba cuando se cansaba y se guardaba el mundo en el bolsillo del pantalón.

Mi madre solía contar que, cuando me llevaba en su vientre, una voz le había dicho que yo tendría vocación, que sería sacerdote. Desde que tengo uso de razón me recuerdo leyendo la biblia  y aprendiendo de memoria los versículos que luego mamá me hacía recitar, como si fueran canciones,  delante del Padre M., su consejero espiritual y rector del seminario donde ingresaría al cumplir los doce años y del grupo de beatas que la visitaban todos los jueves por la tarde. «Este niño es un santo»,  decían ellas mientras el Padre M. me revolvía el flequillo con aprobación. Y mi madre siempre respondía lo mismo: Natán será mí ofrenda a Dios.

A mi madre solo le faltó envolverme para regalo el día que me puso bajo la tutela del Padre M. e ingresé en el seminario menor. Dijo que el Padre M. velaría por mi fe y mi vocación y la verdad es que no me importó dejar mi casa. Tan solo lo sentí por mi hermano Benjamín que se quedó solo, sin el referente que era yo en su vida.

No recuerdo como empezó todo, cuando los paseos entre árboles y piedra venerable, los momentos de recogimiento y lectura de la biblia, las  charlas fraternas derivaron en tocamientos y sexo oral. Un día la mano del Padre M., la misma con la que me acariciaba el pelo y me daba palmaditas en la espalda; la misma con la que, en el sacramento de la comunión, me ofrecía el cuerpo de Cristo, se había posado sobre mi muslo y había ido avanzado, de forma casi natural, hasta mis genitales. Cuando eso ocurrió  fue como si de repente todo se quedara congelado. Contuve la respiración y no me atreví ni a mirar. Recuerdo que el estomago se me contrajo y se me secaron los labios pero no dije nada, no opuse resistencia y, mientras su mano se movía,  empecé a sentir  un cálido cosquilleo dentro del cuerpo y noté que «eso» se despertaba. Dejé que el Padre M. me  lo hiciera  con la mano y luego con la boca, y más tarde, yo hice lo mismo cuando él me lo pidió. Y lo hice porque sabía que no podía negarme, porque le quería y  confiaba en él y lo único que deseaba era su amor y su complacencia y también, debo reconocerlo, porque me gustó. 

Ese día empezó mi aprendizaje, la formación de mi carácter para llegar a ser un buen sacerdote. El Padre M. se convirtió en mi pastor y yo en su perro fiel. Decía que lo que hacíamos no era sexo, que era solo una expresión del amor incondicional que nos ataba el uno al otro; una especie de comunión que enriquecía nuestro conocimiento mutuo y nuestra intimidad. «Al amor le sucede lo que al fuego, cuanto más se comparte más se tiene.» Y nuestro amor, se fue convirtiendo con el tiempo en un fuego que quemaba. Un  día hizo que me diera la vuelta y le mostrase mis nalgas desnudas. Las flageló con un látigo corto, de cuerda trenzada, hasta que me ardieron y luego se  puso detrás de mí y empezó a presionar. Aquello me dolía y quise que parara, pero no me hizo caso y siguió empujando y las lágrimas se me saltaron y grité de dolor cuando con una acometida violenta, venció la resistencia de mi esfínter y me penetró. Ese día avanzamos a un nivel superior. Ese día me colocó un cilicio; lo ató alrededor de mi muslo y apretó hasta que los pinchos me mordieron y mi carne comenzó a llorar sangre. «El dolor limpia y purifica. Es el camino para alcanzar un estado de éxtasis, de comunión con Dios. Este dolor voluntario te une a Jesucristo y al sufrimiento que él aceptó para redimirnos del pecado».

Durante los años siguientes, fueron dos las cosas que tuve claras sobre mí mismo: Que yo le pertenecía al Padre M. y que el Padre M. me pertenecía a mí.

Y de repente, un día, el Padre M.  empezó a comportarse de forma extraña, a mostrarse frio y distante conmigo y nuestros encuentros comenzaron a espaciarse de forma repentina. Yo no hacía más que  preguntarme el porqué de esa actitud, qué había hecho yo mal, en que le podía haber fallado, hasta que le descubrí mirando a un chico nuevo y vi como el fuego ardía en su mirada y supe que deseaba a aquel niño. Supe que había encontrado un nuevo cachorro.

Pasé horas apostado en un hueco de la escalera vigilando  la puerta de las habitaciones privadas  del Padre M. hasta, que por fin, les vi salir. La actitud reservada y taciturna del chico y las miradas que intercambiaron en  el pasillo confirmaron todas mis sospechas. Comprendí  que el Padre M me estaba traicionado; que estaba ensuciando todo lo hermoso que existía entre nosotros y eso no estaba bien. Y me sentí mal, terriblemente mal y celoso como una jovencita despechada. Recuerdo que mi cabeza empezó a bullir y me embargó tal sensación de vértigo que  tuve que agarrarme al pasamano de la escalera para no caer mientras  las paredes empezaban a girar a mí alrededor como un tiovivo. Cuando  finalmente conseguí calmarme, corrí al lavabo y me mojé la cara con agua fría y entonces, la puerta de uno de los  excusados se abrió y el nuevo cachorro del padre M. salió  y vi que estaba temblando y que había llorado.

El Padre M. me había rechazado, me había abandonado y elegido a otro. « No voy a lamerme las heridas, me dije. Puedo atacar,  puedo morder…».

Aquella misma noche, me levanté sin hacer ruido y fui  a la habitación común donde dormía mi rival. Eran los celos y el deseo de venganza los que me llevaban hasta allí, pero cuando me acerqué  y aparté las sábanas y me incliné sobre él; cuando me miró con aquellos ojos anegados en sueño, me pareció que era a mi hermano Benjamín a quién veía y tuve un fogonazo de cuando estábamos juntos, de todo lo que nos había unido. Vi en sus ojos el miedo y la debilidad de Benjamín de pequeño, y tuve la misma sensación física de cuando yo había sido su protector, su guardián.

Sentí pena, pena y compasión por aquel niño, porque solo era eso, un pobre niño indefenso; una víctima  inocente del padre M. ¿Y si él era una víctima?  recuerdo que me pregunté, entonces… ¿En qué me convertía eso a mí? ¿Qué era yo en todo eso?

Y resonaron en mi cabeza los versículos de  Corintios 6:9: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones”. Y también Romanos 1:26-27: “Los hombres, por su parte, en vez de tener relaciones sexuales normales con la mujer, ardieron en pasiones unos con otros. Los hombres hicieron cosas vergonzosas con otros hombres y como consecuencia de ese pecado sufrieron dentro de sí el castigo que merecían”.

Mis nervios se tensaron como cuerdas y un escalofrió de pánico me recorrió; era como si los demonios vinieran a buscarme.

Corrí por los pasillos desiertos hasta la capilla, y allí, a la tenue luz de las velas, me arrodillé frente al altar e imploré al Cristo crucificado. Estaba perdiendo pie y no quería caer. Pensaba que si conseguía formular la oración adecuada, lograría encontrar la manera de controlar el caos, porque todo estaba perdiendo su sentido y sentía que mi  vida se desmoronaba. Recuerdo que aspiré el  aire saturado de la capilla. Un olor de incienso y cera quemada, el olor algo corrompido de las flores mustias. Cerré los ojos y recé con toda mi alma esperando una señal, una prueba,  algo que me salvara. Pero no ocurrió nada. Cuando los abrí  seguía todo igual y estaba solo, solo como nunca me había sentido y de repente, como si se me cayera una venda de los ojo, tuve la certeza de que la imagen del Cristo sangrante clavado en la cruz,  no era más que  un trozo de madera tallada, una ilusión. No había nada divino, nada sagrado en aquella representación, más bien burda, del martirio del hijo de Dios. Si su sufrimiento y su muerte tenían que servir para librarnos de nuestros pecados  entonces había sido en vano, una muerte inútil. Pensé en la  lucha eterna entre el bien el mal, entre el cielo y el infierno, y el cielo se me representó como una imagen abstracta, mientras que la forma del mal se tornaba real. Satán era real, lo sentía merodear a mí alrededor,  seduciendo, tentando, corrompiendo las almas de los inocentes.

La verdad se me reveló cruda, casi palpable: solo existía lo tangible, lo que se oye, lo que se ve, lo que se huele y se saborea. Un hombre era solo su cuerpo, un amasijo de carne, huesos y piel en perpetua lucha con su propia naturaleza,  con sus deseos y sus debilidades. Yo no sabía nada de eso, no sabía nada de la maldad real, de la maldad del  padre M. que se me había pegado como si fuera miel y me había convertido en cómplice de mi propio pervertimiento.

Reinaba el caos Me sentía engañado y lleno de ira cuando al día siguiente irrumpí en el despacho del padre M y le vomité todo lo que estaba sintiendo a la cara. Me daba igual lo que pudiera pasar, sentía que tenía que salvar a aquel chico, que quizás salvándole a él me salvaría yo. No podía permitir que el padre M. hiciera con él lo que había hecho conmigo. «Si no le deja en paz, le dije, todo el mundo se va a enterar de lo que está pasando».

El padre M. me miró. Su rostro se  tornó pétreo, inexpresivo, como si lo hubieran  esculpido a cincel. Sus ojos sin embargo, eran de una frialdad que quemaba  y no pude aguantar su mirada. Pero lo que más me fue atemorizo fue el tono tranquilo de su voz, la falta de emoción, el desafecto  con que me dijo:

« ¡Oh, Natán, Natán! ¿Acaso  crees que un corderito puede convertirse en lobo? ¡No se te ocurra amenazarme! Podría aplastarte aquí, ahora mismo, como a una cucaracha. Ten mucho cuidado conmigo, Natán. En la iglesia, el hilo se corta por el lado más fino…»

Salí dando un portazo, el desprecio que sentía avivaba mi rabia y me juré que no volvería a mirarle a los ojos nunca más. No lloré, No me permití sentir pena ni compadecerme. Una idea tomó forma en mi cabeza. Me obligué confinar mis emociones en un lugar profundo para poder pensar con frialdad. No podía permitir que interfirieran en la tarea que me estaba encomendado porque sabía que eso me haría débil y vulnerable.

El padre M bajaba a la piscina todos los días a última hora, cuando el gimnasio estaba ya vacío. Le gustaba nadar pegado a la pared en la zona que hacía pie. La repetición y la costumbre no habían hecho que su estilo mejorara. Se deslizaba con brazadas torpes y pesadas y levantaba  la cabeza para coger aire mientras el agua a su alrededor se movía de tal manera que había momentos en los que rebosaba en el borde y salpicaba las baldosas del suelo. Mi cabeza era una caja de resonancia mientras le observaba sin que me viera. Las palabras que había pronunciado apenas hacía unas horas en su despacho rebotaban  contra las paredes de azulejos y me golpeaban una y otra vez como pelotas de frontón. Le oía resollar como un cerdo  mientras me acercaba con cuidado de no  hacer ruido y me preparaba para saltar por sorpresa sobre él. Confiaba en la ventaja que me suponía que el padre M fuera un pésimo nadador.

Cuando vi la oportunidad salté, le golpeé y empujé bajo el agua. Aproveché la sorpresa para arrastrarlo a la zona profunda. Me sentía fuerte y poderoso. Sentía que los papeles habían cambiado y que, ahora, todo el poder era mío.  Notaba su desconcierto, los movimientos torpes con los que intentaba zafarse pero le agarré con más fuerza y le golpeé con saña y empujé, empujé para que se quedara sin aire y así debilitarlo. El padre M empezó a sacudirse y a tragar agua, se revolvía contra mí intentando escapar pero conseguí colocar su cabeza entre mis rodillas y apretar mientras la aguantaba allí. Temblaba y noté sus espasmos y seguí aguantando hasta que fue perdiendo fuerza y la vida le fue abandonando. Solo cuando se quedó totalmente inmóvil, dejé que volviera flotando a la superficie. Fin y principio. Muerte y resurrección. Me vida adulta, me di cuenta, estaba empezando en ese preciso momento, esa noche.

Todo eso pasó hace ya tanto tiempo que a veces se confunde en mi memoria como si fuera una de esas viejas películas en blanco y negro.

                                                       ********************

En los últimos minutos un gol de R. decanta el partido a nuestro favor. Hemos ganado Algunos padres bajan a felicitar a los chicos y pienso en la imagen lamentable que acaban de dar en las gradas, en los insultos y en toda esa agresividad y violencia contenida. No quiero pensar cómo serían ahora las cosas si hubiéramos perdido el partido.

— ¡Buen trabajo, Chicos!— En los vestuarios choco las palmas y revuelvo el flequillo de alguno de los muchachos  que se felicitan mutuamente y comentan las jugadas mientras se desprenden de los uniformes sudados. Desnudos, los observo ir hacía las duchas entre cantos y risas, totalmente desinhibidos. Algunos, como ese energúmeno de T. hacen ostentación del pene con una especie de narcisismo enfermizo. Los conozco bien a todos. Qué diferencia de los tiempos de mi infancia, me digo, cuando el cuerpo era algo sucio y pecaminoso.

La atmósfera del vestuario  está ahora húmeda y viciada. Aún resuenan las voces de los muchachos cantando bajo las duchas. Los  ecos de sus risas y pisadas se alejan  por el pasillo mientras paseo la mirada por la sala vacía; por las taquillas metálicas y los bancos de madera; por el suelo de cemento salpicado de huellas de agua. Hay un olor espeso. Olor  de jabón, de cuerpos sudados y calcetines sucios. Ese olor se mezcla con mi propia transpiración y hace que me sienta sucio… que mi mente se confunda.

Mi mano comienza a moverse dentro del pantalón de chándal mientras las imágenes de los chicos son flashes que se disparan en mi cerebro. La boca grande de S. que se ríe con el  pelo mojado y húmedo sobre la frente. P. secándose con la toalla. El pelo rubio, oscurecido por el agua, la piel rosada, las nalgas y los glúteos redondos y duros. Los muslos rotundos y fuertes de F., el pene orgulloso y desinhibido coronado por un vello suave y pajizo…

Es un movimiento rápido, el que imprimo a mi mano, un movimiento apresurado, mecánico.  Mi respiración, contenida, se rompe en un gemido y una mueca de dolor contrae mis ojos. Mi boca se abre y exhalo el aire, como si fuera un fuelle, cuando eyaculo dentro del calzoncillo de algodón.  No hay nada hermoso, nada placentero en  este semen derramado. Se trata tan solo de una tregua, de algo que hay que hacer para proteger a los inocentes.

Hambre

Moscú. Otoño de 1936.

 Masha terminó de perfilarse los labios y se miró en el espejo. La piel le brillaba como si fuera de porcelana bajo la luz azulada. El vestido rojo, escotado, le apretaba un poco en las caderas pero se ajustaba a su cuerpo como un guante. Se atusó  el espeso pelo rubio con los dedos, se había hecho un  recogido alto, refinado, que enmarcaba sus rasgos bellos y armoniosos. Tan solo sus ojos de un azul helado, determinante, parecían extrañamente fuera de lugar. Distorsionaban con su dureza aquella imagen tan cuidadosamente preparada.

La nostalgia de su familia la seguía corroyendo. Hacía que siguiera rascandose los brazos y la parte interna de los muslos hasta hacerse sangre, que se apretara las sienes con saña para exorcizar el dolor. Le secaba la boca, la ahogaba.

El día que llegó a sus manos el expediente y vio la foto, su gris existencia de funcionaria en el registro civil dio un vuelco radical. Desde ese momento su único propósito fue encontrarlo y cumplir con la promesa que se hizo en otra vida. Acercarse a él, seducirlo, resultó tan fácil que hasta parecía ridículo.

Había ido capeando los embistes del hombre como pudo hasta que la ocasión se  presentó cuando su superior, aquejado de una enfermedad reumática, fue a tomar las aguas termales a un elegante balneario en Sochi y le dejó las llaves de su apartamento. El piso, con cochera incluida,  era el único habitado en un edificio aún sin terminar. Eso le permitía moverse con cierta libertad. Sabía que en el lugar menos esperado podía haber alguien espiando, informando de todos sus movimientos. Incluso entre los pocos amigos que tenía podía haber gente delatora.

Miró el reloj, ya no tardaría. Echó un último vistazo a la cochera que, a través de una puerta, comunicaba directamente con la vivienda y comprobó que todo estuviera en su lugar. Luego cogió de la cocina la botella de vino, la agitó  y observó su contenido a contraluz. La dejó sobre la mesa, rectificó la posición de algún cubierto y observó  satisfecha el resultado. Entonces llamaron a la puerta. Ya no había vuelta atrás, estaba a punto de suceder.

En algún lugar del la Región del Volga. Invierno de 1921.

A principios de año el ejército rojo se había llevado detenidos a todos los Kulaks contrarios a la colectivización. Los soldados arrasaron la aldea, se incautaron las reservas de grano, los animales y toda la comida que encontraron.

Durante la primavera,  familias enteras fueron abandonando el pueblo con dirección incierta en busca de comida. Tan solo quedaron aquellos que habían logrado ocultar provisiones o los que, como el padre de Masha, creían que la ayuda prometida llagaría a tiempo para salvarlos antes de las nieves del invierno.

Pero tras un verano tórrido y reseco, las cosechas estaban ya perdidas cuando las primeras lluvias comenzaron a caer y octubre marcó el comienzo de un invierno temprano. No quedaban animales que sacrificar. Los perros y  los gatos, habían desaparecido hacía tiempo. Entonces empezaron a cazarse ratones y ratas. La gente  escarbaba  la tierra en busca de gusanos y raíces, masticaba la corteza de los árboles y se comía la hierba. Los más débiles, los ancianos y los niños,  enfermaron y comenzaron a morir. Luego llegó la helada, treinta grados bajo cero sin apenas madera para calentar los flacos huesos que asomaban por debajo de la piel agrietada. Con las primeras nieves pareció que el tiempo se detenía. Los niños ya no  jugaban en las calles. Los caminos quedaron enterrados por un manto blanco apenas transitado. La única señal de vida eran las espirales de humo que surgían de algunas chimeneas.

Los días se tornaron tan silenciosos  como las noches. La gente permanecía encerrada en sus casas. Apenas  hablaban, apenas se miraban los unos a los otros. Cuando alguien moría,  todos pensaban que  serian los próximos. Intentaban aguantar, guardar fuerzas, sobrevivir.

Entonces empezaron a escucharse historias sobre personas  que desenterraban los cadáveres congelados para comérselos. La desconfianza se alojo en la comunidad. Se recelaba de los que estaban sanos. ¿Por qué unos estaban sanos cuando los demás estaban famélicos y enfermos? Era como si seguir con vida fuera un crimen.

El delicioso olor de un borscht de patata que borboteaba en la lumbre hacia que el estómago de Masha rugiera. Intentaba matar la impaciencia y el hambre mirando, a través de la ventana, como la luz de la tarde agonizaba ya entre los árboles y cubría de sombras el camino. Su padre  tallaba una figurilla de madera junto a la chimenea; su madre consolaba a la pequeña Nadya a la que le estaban saliendo los dientes de leche. La inquietud de su estomago era una tortura. Decidió salir a buscar un poco de leña para avivar la lumbre.

Estaba en el cobertizo cuando una confusión de voces, de golpes y de gritos rompió la calma quebradiza de la tarde. El sonido de un disparo le heló la sangre. Asustada, corrió hacia la casa. La puerta estaba abierta. Vio a su madre tirada en el suelo con la espalda recostada contra la pared en una postura aberrante. Tenía los labios reventados, la sangre le corría por la mandíbula y le manchaba de rojo el vestido. Un hombre desconocido, un intruso, agarraba a Nadya por la nuca y la alzaba del suelo como si levantara por la piel del morrillo a un perro. Masha gritó. No pudo retener en la garganta aquel grito que parecía venir de muy lejos, de alguien que no era ella, con una voz que no era la suya. El hombre  la miro. El terror la  estremeció al sentir la negra tiniebla de aquellos ojos. Vio que le faltaba una oreja y que una fea cicatriz le cruzaba la cara desde la frente hasta la mejilla. Sus miradas apenas se encontraron durante un segundo, suficiente para que Masha no pudiera olvidar aquel rostro jamás. Echó a correr despavorida hacia la oscuridad helada y silenciosa. Corrió sin mirar atrás hasta que no pudo más y se desplomó sobre el suelo húmedo.

Cuando volvió, su padre yacía muerto sobre un charco de sangre. Su madre sollozaba y gemía en un murmullo, apenas con un hilo de voz. La sopa abandonada y fría reposaba sobre los rescoldos apagados. No había rastro de Nadya.

Masah se dejó caer junto a su madre y la acunó en su regazo. Lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Lloró y rezó por su padre muerto, por el destino fatídico de Nadya, por su madre que no respondía a estímulos, que permanecía muda, con la mirada vacía atrapada en una pesadilla de la que no podía salir. Rezó sobre todo para que Nadya volviera a casa.

Pero sus plegarias no fueron atendidas. No supo de dónde sacó las fuerzas para arrastrar a su padre hasta la cama, para acostarlo y arroparlo como si estuviera dormido; para limpiar las heridas de su madre. Para seguir viviendo con aquel dolor insoportable.

En los días siguientes su cuerpo se llenó de pupas supurantes. Unas pupas que rascaba con saña hasta dejar la herida en carne viva. Sentía que algo poderoso se  iba concentrando en su interior. Una rabia que amenazaba con ahogarla. Volcó muebles, empezó a romperlo todo como una loca hasta que su cuerpo le falló, hasta que le falló el aliento.

Apenas quedaba comida. Unas cuantas patatas entallecidas, unas remolachas arrugadas y resecas. Su madre no había vuelto a hablar, se negaba a comer. La fiebre iba consumiendo lentamente  aquel cuerpo atrapado en el horror. Masha supo que si no hacía algo, ambas morirían.

Estaba en el bosque, escarbando en la nieve en busca de raíces cuando el hombre apareció entre  los árboles pelados. Un hombre harapiento, con el rostro demacrado, los ojos amarillos y  salvajes de una bestia. ¡Quiere comerme! pensó Masha. Reculó hacía atrás aterrada y aferró con fuerza el mango del hacha que siempre llevaba consigo. El hombre se abalanzó, intentó agarrarla. Masha descargó el hacha, con todas sus fuerzas, sobre la cabeza del desconocido.

El sonido la estremeció. La hoja penetró limpiamente en el cráneo, sin apenas resistencia, como si de una sandia madura se tratara. El hombre la miró atónito, incapaz de entender y luego se desplomó sobre la nieve. Masha se acercó con cautela. No respiraba, no se movía. Temblando, rasgó el pantalón hasta dejar su pierna flaca, de un blanco grisáceo desnuda. Apenas tenía consciencia de sí misma cuando empezó a amputarla con el hacha. Unos golpes certeros y la separó del cuerpo. La sangre manaba a borbotones. Sudando hundió un cuchillo en la piel y a través de los cortes, la grasa apareció consistente y del color del maíz amarillo. No olía a nada y siguió  cortando hasta llegar a la carne más profunda.

La grasa chisporroteaba en la lumbre y un olor, delicioso, se extendía por la casa. Masha sentía como sus papilas gustativas despertaban y a pesar de las contradicciones y la pesadumbre que la habitaban empezó a salivar. La carne sabía bien. Parecía cerdo, quizás algo más ácida y fuerte. Intentó una vez más, sin conseguirlo, que su madre comiera. Arropada junto al fuego, su madre estaba ya muy lejos de aquel cuerpo consumido por la fiebre, que era solo  piel, solo  huesos y unos ojos enormes espantados.

«Cuando todo esto haya pasado, da igual cuando y como, te encontraré seas quien seas, y te mataré.»

Su madre murió por la noche sin hacer ruido, Masha colocó el cuerpo en el catre donde yacía su padre y guiada por un sordo instinto de supervivencia, apiló a su alrededor los pocos muebles y madera que encontró. Prendió fuego a aquella pira fúnebre, cogió un hatillo con lo poco que poseía y salió al exterior a observar como las llamas devoraban la cabaña. Luego  echó a andar sin volver la vista atrás. Sin una lágrima, sin entendimiento, sin destino.

Moscú. Otoño de 1936.

El hombre despertó desorientado y desnudo en la oscuridad. La raya de luz que entraba por una puerta entornada apenas le permitía distinguir los contornos de la habitación. Yacía en una camilla atado por el torso y los muslos con cinchas de cuero. Le costaba respirar. La mordaza y la bola que tenia dentro de la boca le impedían articular sonido alguno. Asustado, aún aturdido, intento  liberarse de las correas, pero lo único que consiguió fue que se le clavaran más en la carne. Por encima de su cabeza, una bombilla desnuda se encendió y le deslumbró con una luz fría, casi blanca. Parpadeó, trató de apartar los ojos del estridente cono de luz.

Ella estaba de pie en la puerta. La miró sin poder apartar la mirada de su rostro a pesar de que le costaba trabajo girar la cabeza. Las correas le cortaban la carne en los muslos.

Sudaba cuando ella se acercó lentamente y percibió su olor, él olor familiar de aquella piel que tanto había codiciado. Eso le alarmó, como le alarmó la jeringuilla que vio en su mano. Intentó no dejarse llevar por el pánico.

Trató de decir algo, gimoteó,  presionó con todas sus fuerzas las correas, quiso incorporarse, pero todo esfuerzo resultó inútil. El miedo se adueñó de su cuerpo.

Ella cogió aire, sus labios se abrieron y cerraron como la boca de un pez fuera del agua.

—No sabes por qué estás aquí ¿Verdad? Eres un ciudadano tan honorable, tan leal al estado. Si supieras cuantas veces he soñado  este momento— Recorrió con delicadeza las rugosidades de su oreja amputada, su dedo se deslizó por el surco que le atravesaba la mejilla. — Jamás he podido olvidar tu rostro. Estaba en mis sueños, en mis pesadillas…Toda mi vida me ha conducido hasta aquí. 

Sintió su mano en torno al antebrazo, sus dedos lo palparon buscando una vena.

—Ahora voy a provocarte dolor, mucho dolor. Quiero que sientas lo mismo que sentí yo. Fue un grave error que me dejaras  con vida.

Algo frío e irrevocable  corrió por sus venas paralizándolo. Ella acercó un cuchillo a su pierna y sin titubear lo hundió en la carne hasta que chocó con el hueso. Un dolor lacerante le subió hasta el cerebro y lo sacudió como un rayo. Ella empezó a cortar con mano experta.

—Me gustaría ser capaz de comerte, que tú lo vieras… Pero no tengo estómago. No, ya no… Sospecho que hoy será un buen día para los perros,

El dolor se hizo insoportable. Los contornos de la habitación empezaron a difuminarse. Fue perdiendo la noción del tiempo, la noción de si mismo hasta que finalmente el horror lo engulló y dejó de sentir. Desapareció. 

ENTRE LA SOLEDAD Y EL APLAUSO... ESCRIBO

Soy un reflejo de mis historias, si no escribiera sería una sombra de mi misma

El Peregrino de Casiopea

Relatos breves, lecturas rápidas.

Te miro, me miras... Nos miramos.

El blog de María G. Vicent

EL TINTERO DE ORO

Una palabra tras otra palabra tras otra es poder M. Atwood

Rafalé Guadalmedina

Relatos empolvados e infames bocachancladas en el filo entre la gloria y la vergüenza ajena.

Escribir sobre la punta de la i

Pequeños relatos para grandes historias

TEJIENDO LAS PALABRAS

CON LOS HILOS INVISIBLES DEL ALMA

A MI MANERA

EL BLOG DE MANUEL CERDÀ

El blog de Mae

Amando la literatura

profesor jonk

Cuando viajar no era delito. Revista de música, cine, libros y relatos de viajes sin destino

Alescritor

Relatos cortos y proyectos de escritor

Blog de un Hombre Superfluo

“Me encanta hablar de nada, es de lo único de lo que sé algo” Oscar Wilde.

Realismo Antimágico

Los propios dioses

Masticadores

Libres, digitales, inconformistas

Cuentos contigo

Historias, sueños y devaneos mentales para compartir

isladelosvientos

novelas cuentos y etcéteras

eltatuajedesallypersson

Una palabra tras otra palabra tras otra es poder M. Atwood

A %d blogueros les gusta esto: