La mujer del indiano

Este relato es al estilo de aquellos folletines que, por entregas, se publicaban en los periódicos a finales del siglo XIX y principios del XX. Espero que disfrutéis de su lectura.

I

—Afirmo que, esa mujer, es un autentico demonio, lo he visto con mis propios ojos. ¡Ay, Padre Norberto! Yo no soy miedosa y me sé de muchos cuentos que le pondrían  los pelos de punta al más valiente, pero le aseguro que lo que vi me provocó un escalofrío que me subió desde las uñas de los pies hasta los dientes ¡Dios sabe que no miento! Le juro por lo más sagrado que le digo la verdad.

— ¡Cálmese, Doña  Ofelia, cálmese!—. Dijo el cura y, agitando una campanilla, llamó a la criada que apareció al momento, como si hubiera estado apostada detrás de la puerta.

—Prepare una tila para Doña Ofelia y traiga un jerez para mí. Y ahora…— dijo,  volviéndose hacía su visitante—. Tranquilícese y empiece a contármelo todo desde el principio.

«Como usted sabrá, Padre, soy el ama de llaves de la casa de los Rius. Entré a trabajar  cuando el señor volvió de las Américas y se casó con la señorita Eulalia. ¡Qué boda, Padre, en  el pueblo no se recuerda nada igual Todo el mundo asistió al fastuoso banquete que se ofreció en los exóticos jardines  de la casa y como regalo de bodas, el señor Rius, trajo al pueblo la luz eléctrica y financió la construcción de la nueva escuela. Le cuento todo esto porque hace poco que se ha hecho usted cargo de la parroquia y es posible que no esté todavía al tanto de la historia de nuestra comunidad. Mis señores se marcharon de luna de miel a Paris, primera escala del viaje que les llevaría a recorrer toda Europa durante dos meses. Eran felices, sí señor, muy felices. Era difícil encontar a una pareja de enamorados como ellos. Se dejaban ver en el teatro o en los bailes de las fiestas del pueblo siempre juntos y radiantes. El señor Rius acudía todas las tardes al casino, donde tomaba café y participaba de forma activa en la tertulias  mientras fumaba uno de sus olorosos tabacos cubanos.

El anuncio del embarazo, tan deseado por mis señores, no hizo más que agrandar esa dicha. El señor Rius llevaba a la señora como oro en paño, se desvivía por darle todos los caprichos y por satisfacer todos sus deseos.  Pero,.. ¡Ay, Padre! Aquella felicidad estaba condenada a no durar.  En el quinto mes de gestación mi señora sufrió grandes hemorragias y finalmente perdió el hijo que esperaba. ¡Qué drama, Don Norberto, qué desgracia! El doctor dijo que era un milagro que la malograda madre hubiera logrado sobrevivir  y desaconsejó un nuevo embarazo a riesgo de poner en serio peligro su vida.

La perdida de la criatura que tanto ansiaba su corazón, la certeza de que no podría tener más hijos, sumieron a mi señora en una profunda melancolía. Ella, una mujer elegante y hermosa, tan adorable y frágil como una pieza de porcelana china se encerró en su alcoba afligida por el dolor y sin querer ver a nadie. Pasaba los días postrada en cama. Dejó de hablar, apenas probaba alimento y a través de la puerta yo la escuchaba lamentarse. — ¡Dios mío, Llévame también a mí! ¡Ay, Señor, no puedo soportarlo más, no puedo vivir con esta pérdida! Y acababa aquellas súplicas con un llanto callado,  desesperado. Su piel perdió el color y la tersura y adquirió el tono más pálido que he visto en mi vida. Sus ojos se quedaron sin brillo. Estaba tan débil que apenas le llegaban las fuerzas para sujetar la taza de consomé que la obligaba a beber. Ni tan siquiera el señor, que como ya le he dicho, se desvivía por ella, era capaz de sacarla de aquel trance. La casa se llenó de tristeza y todos estábamos compungidos y cada día más preocupados.

El señor Rius acudió a los mejores neurólogos, a curanderos de gran fama, a médiums espiritistas. Incluso recurrió al hipnotismo. Pero ninguno logró dar con el remedio para curar a mi adorable señora. Nadie fue capaz de aliviar el tormento por el que estaba pasando.

El último doctor que la visitó, un afamado frenópata venido expresamente de Barcelona, la sometió a un extenso reconocimiento. Le examinó los esputos  con resultados negativos.        —Cabe descartar la tisis—, le oí decir—.  Tampoco hay ningún tipo de infección. He examinado sus muelas y sus amígdalas, he tomado muestras de sangre pero no encuentro ni un leve indicio alarmante. Su temperatura es normal. Estoy completamente convencido de que la señora no sufre ninguna disfunción orgánica. Sin embargo hay una evidente pérdida de peso asociada a su ausencia de apetito y una palidez progresiva, dolor de cabeza y cansancio extremo. Pero lo que más me preocupa es el estado de ansiedad,  la tensión a la que están sometidos sus nervios. Tal vez sería conveniente que la señora ingresara en un sanatorio. Un lugar de reposo donde se den las condiciones más favorables para la recuperación natural de su enfermedad, donde su  vida cotidiana se enriquezca con diversas terapias y actividades de ocio que tal vez ayuden a sacarla de este pozo profundo donde está hundida.

— ¡No pienso ingresar a mi esposa en ningún manicomio!— Oí gritar a mi señor exaltado.

—No obstante, debe barajar esa posibilidad— dijo el galeno sin amilanarse—.Mientras tanto, le recetaré un excelente compuesto hecho de diferentes drogas que templarán sus nervios y la ayudarán a dormir. Son unas gotas con buen sabor—dijo— y mucho más eficaces que el Cloral.

Bajo los efectos sedantes de las gotas, mi señora empezó a pasar las noches tranquila, sumida en un sueño narcótico. Su aspecto mejoró, incluso parecía de mejor ánimo, pero poco duraron aquellos efectos beneficiosos de la droga. Volvió a  sufrir una nueva recaída que la sumió aún más  en aquella  angustia nerviosa.

Entonces. Padre, empezaron a llegar de Cuba todo tipo de noticias inquietantes. Las revueltas eran cada vez más frecuentes y violentas y los rumores de una posible guerra se empezaban a escuchar en el horizonte. Al señor Rius, no le quedó más remedió que viajar a la isla para liquidar todos sus negocios y propiedades e intentar poner a salvo su dinero.

 Y fue a su regreso, Padre, cuando realmente todo empezó a agravarse. Volvió en compañía de una muchacha. Una mulata, Padre, del color del café con leche.Una hechicera que con su belleza y su descaro está volviendo locos a todos los hombres de la casa. Es la hija de la mujer que con más fidelidad  sirvió a mi señor allá en la isla y a la que en su lecho de muerte juró que se haría cargo de ella y ya ve usted… La señora Eulalia la acogió como a una hija. Incluso, debo reconocerlo, a su lado mejoró su ánimo y empezó a pasear por el jardín, o a bajar a la playa. Por las tardes solían sentarse a la sombra del porche a bordar y yo las oía desde la cocina hablar  de pájaros exóticos y de flores. Y esa muchacha le contaba historias de Cuba, de sus extrañas costumbres y le cantaba canciones de negros. Incluso fueron en compañía del señor a tomar las aguas en el famoso balneario de Vichy.

 Pero mi señora no acababa de recuperar la salud. A veces entraba en un estado de euforia que no me atrevería a calificar de bueno. Días en los que se levantaba muy temprano y hacía airear la casa y a lo largo de la jornada desarrollaba una actividad frenética. En esas ocasiones, su ánimo se volvía irritable, tenía frecuentes ataques de ira y se enfadaba con el servicio con mucha facilidad. Luego, aquella energía, tal como había venido, la abandonaba y volvía a sumirse en el más absoluto abatimiento. Y esa muchacha, Estrella, no se si ya he mencionado su nombre, siempre a su lado, que no la dejaba sola ni a sol ni a sombra. Yo nunca me he fiado de ella y ahora, puedo decirle a ciencia cierta, que ha sido ella la culpable del lento empeoramiento de mi señora. Yo creo, Padre, que esa mujer es víctima de la oscura pasión de la carne, que está dominada por un amor imposible hacia el señor y que ha invocado al demonio para que le preste amparo, para que le ayude a conseguir su objetivo al precio que sea necesario.

Las cosas empezaron a tomar un cariz que ya no era de este mundo. Un día que entré al dormitorio, como todas las mañanas con el desayuno, la señora se aferró a mi mano con tal fuerza, que casi estuvo a punto de hacerme volcar la bandeja. — ¿Ofelia, eres tú?—Estaba crispada y totalmente ida—. Escucha mi corazón, ¿Acaso puedes oírlo? No late, me he quedado sin sangre. No notas ese olor putrefacto, es mi carne en descomposición. ¡Toca, Ofelia, toca! Sientes  los gusanos deslizándose por debajo de mi piel. ¡Estoy muerta, Ofelia! ¿Es que no lo ves? Y tú también estás muerta. Solo somos almas en pena…

¡Ay, Don Norberto! Se me ponen los pelos de punta solo de acordarme. No sabíamos qué hacer. De repente entraba en una especie de letargo,  perdía la orientación y no reconocía a nadie. No reconocía al señor, ni su propia alcoba y todo le parecía extraño y desconocido. Empezó a decir que la vida la había abandonado; que su cuerpo era un cuerpo sin vida, un cuerpo frio y tumefacto, un cuerpo muerto. Algo se había roto dentro de mi señora y estaba empezando a perder el juicio.

En apenas unas semanas, envejeció diez años. Cuando no estaba postrada en la cama, daba vueltas por sus aposentos con los hombros caídos, con la cabeza baja y arrastrando los pies. La tristeza le hundía los ojos y su aspecto era de absoluta desesperación. ¡Ay Padre! Es una mujer desquiciada que piensa que está muerta. Yo pensaba que había perdido la cordura, peo ahora sé que hay algo mucho más terrible, algo maléfico en la enfermedad de mi señora.

El señor, desesperado, partió hace unos dias a Paris en busca de un famoso doctor al que conoció durante su viaje de bodas. Es su única esperanza, la última opción que le queda antes de decidir el ingreso de su esposa en un Manicomio.

Así, padre, nos hemos quedado solas al cuidado de la señora Eulalia y ha sido  entonces, en ausencia del señor, cuando en su alcoba, una habitación encantadora, confortable y bien ventilada  empezó a dejarse sentir un olor penetrante  como a agua de coco. Me di cuenta de que estaban comenzando a suceder cosas extrañas en la casa. Noté que faltaban objetos personales del tocador de la señota. Luego fueron los cuencos y porcelanas de la vajilla que desaparecieron de mi cocina. Y para rematar, el gallo. ¡El gallo más hermoso del corral! Y esa mujer, Padre, deslizándose  por la casa como una sombra. ¡Dios sabe que cosas debían estar pasando por su cabeza!

Decidí vigilarla. Su comportamiento era sospechoso al igual que las visitas frecuentes al invernadero que hay en la otra punta del jardín y que, desde que la señora cayó enferma y abandonó el cuidado de sus flores, ha quedado abandonado y solo se utiliza para guardar trastos y herramientas.

Y en el invernadeo es donde descubrí algo demoniaco. Un altar digno del mismísimo Lucifer. En el centro, padre, había un vaso con lo que parecía agua y un crucifijo dentro. A un lado una especie de hatillo de ramas leñosas cortadas de algún arbusto del jardín y al otro plantas frescas y olorosas como manzanilla o menta. Allí estaban las  soperas y otras piezas sustraídas de la cocina, que ese demonio había llenado con piedras de la playa. Había también un hacha de cortar leña, una muñeca y todas las pertenencias de mi señora esparcidas al rededor de una imagen, Padre.Una imagen de Santa Bárbara,¡Dios me libre!, portando una espada afilada y cubierta con un vestido tan rojo como la sangre que derramó cuando le cortaron de un tajo su cristiana cabeza y velas, Padre, velas por todas partes y cuencos de frutas. Me persigné e imploré la protección de todos los santos porque sentí la presencia del demonio rondándome y me dije que no iba a consentir lo que estaba pasando. Ya le he dicho, Padre, que no soy mujer miedosa y no me dejo amedrentar fácilmente. Me propuse averiguar que estaba ocurriendo y cuáles eran los verdaderos propósitos de esa desalmada. De ese demonio encarnado en un cuerpo de mujer.

Así que permanecí despierta, apostada detrás de la puerta de mi cuarto hasta que sentí como el reloj del vestíbulo daba las doce de la noche. Entonces oí un chasquido sordo y el chirrido de una puerta al cerrarse y al asomarme la vi bajando la escalera alumbrándose con un candil de aceite. Iba descalza y completamente vestida de blanco, que parecía un fantasma o un espectro del otro mundo. Bajé con cautela la escalera y la  seguí a través del jardín, intentando que el ruido de mis pisadas no me delatara, hasta el invernadero. A través de una ventana la vi arrodillarse con los brazos abiertos frente a aquel altar construido al mismísimo diablo. Empezó a canturrear algo, una especie de oración. La suciedad del cristal apenas me permitía distinguir lo que estaba sucediendo en aquella penumbra a la luz de las velas. La vi agarrar el gallo…¡ Ay, Don Norberto, ese gallo, el más hermoso de mi corral! Le rebanó la cabeza de un tajo, vertió luego su sangre en algunos cuencos y también la esparció por el suelo junto con la cabeza y las plumas del  pobre animal. Las velas comenzaron a chisporrotear y  una de mis soperas estalló y saltó por los aires hecha añicos. Cerré los ojos. No podía soportar tanta crueldad.

Cuando los volví a abrir, contemplé  una escena más impresionante aún que las sugeridas por Dante en su visión del mundo subterráneo. Las cosas que sucedieron no se pueden calificar de otra cosa que de  maléficas. Algo pasó junto a mí casi rozándome. Se me puso la piel de gallina y me temblaron de espanto las piernas y los brazos. Algo que no me atrevo a llamar invisible, algo que cortó el aire y atravesó la pared del invernadero y se introdujo  en  el cuerpo de aquella mujer. Algo monstruoso, créame, el mismísimo diablo con las alas  desplegadas y los ojos rojos incandescentes. Las velas comenzaron a humear. Un humo denso y negro lo transformó todo en niebla y yo salí de allí despavorida, incapaz de soportar por más tiempo semejante pesadilla. Al día siguiente, Padre, le aseguro que la piel de esa muchacha brillaba como si se hubiera impregnado de alguna substancia oleaginosa, como si se hubiera prendido con la fogosa substancia del fuego del infierno»

Cuando la señora Ofelia calló, el Padre Norberto se quedó pensativo. Una arruga de preocupación surcaba su frente mientras se  rascaba la barbilla con un dedo.

 — ¿Es usted consciente de la gravedad de lo que me ha contando? Tenemos que actuar inmediatamente, antes que esa sacerdotisa de Satanás consiga su objetivo. Hay que combatir al diablo con sus mismas armas. Ahora váyase a casa y no hable con nadie. Cuide de su señora y no pierda de vista a esa sacrílega. Voy a consultar este asunto con el Obispo de Figueres. Él sabrá lo que nos conviene hacer.

II

El Doctor Clotard, observó que la enferma tenía la nariz afilada de los muertos, la palidez amarillenta y verdosa de los muertos, incluso el pelo y las uñas parecían estar muertos. Bajo la atenta mirada de Estrella, hizo un reconocimiento exhaustivo de la señora Eulalia. Primero le tocó los tobillos y las rodillas con sus dedos expertos y rápidos, después las muñecas y los brazos, y presionó con un pequeño objeto punzante algunas partes del cuerpo sin obtener reacción alguna. Anotó algo en su libreta con gesto concentrado y continuó la exploración por la frente y los párpados, procediendo luego a examinar sus pupilas y a mirarle la garganta, el cuello y el pecho, en busca de alguna alteración cardiaca. Cuando terminó, guardó su fonendoscopio, sonrió a la mulata  y apuntó algo  más con letra rápida en la libreta. Luego salió de la habitación dejando a Estrella sentada junto al lecho, haciendo compañía a la enferma.

El suave sol de la tarde iluminaba el elegante salón de la casa. Era una hermosa mañana de Mayo y una leve brisa mecía las ramas de los magnolios y de las buganvillas que trepaban por la fachada y se dejaban ver a través de las ventanas abiertas.  El señor Rius miró con gravedad al Doctor mientras le invitaba a  tomar asiento en un hermoso butacón de caoba chippendale. Era este un hombre flemático, de mediana edad, cuyos ojos, de un color marrón oscuro, poseían una mirada tan noble como penetrante…. El Doctor escogió meticulosamente un cigarro de la caja de plata que le ofreció Ramón Rius, y luego calibro la consistencia del mismo con los dedos cuidados de manicura. —Un tabaco excelente—exclamó mientras lo olía con delectación.

La señora Ofelia entró cabizbaja portando una bandeja de plata que contenía dos copas de cristal y una botella de excelente brandy. Temblaba ligeramente y estuvo a punto de volcarla al  depositarla en una mesilla de centro.

— ¡Discúlpela!—. Dijo el señor Rius cuando el ama de llaves hubo abandonado el salón—Últimamente  está muy nerviosa, todos lo estamos en estas circunstancias. Desde mi regreso no hace más que persignarse y pasar las cuentas de un rosario que oculta en uno de sus bolsillos.

El doctor Clotard asintió con la cabeza y encendió el  cigarro.

C’est normal, mon chere ami—, dijo y expulsó el humo en forma de volutas— Debe usted contratar una enfermera. Esa encantadora y dulce mademoiselle no está capacitada para lidiar con la enfermedad de su esposa. Debe buscar una mujer de carácter discreto y probada profesionalidad. Es preciso que haga compañía a Madame en todo momento. He observado estos síntomas antes. Traté a una mujer que negaba la existencia de Dios, la del diablo y la suya propia. Desde entonces, algo he avanzado en la investigación de esta rara enfermedad y puedo asegurarle que, si no conseguimos curarla, por lo menos lograremos que mejore notablemente aunque, no quiero engañarle, ça ne sera pas facil. Tenemos un largo camino por delante. La chose importante maintenant, es intentar controlar los brotes. Para ello voy a recetar la administración subcutánea de un compuesto de morfina y escopolamina,  que alternado con el bromuro de potasio  nos ayudará a controlar la excitación y la agitación.Espero con esto obtener una mejoría. Espero poder despejar su mente para que pueda volver a pensar con claridad, conseguir una estabilidad que le permita vivir una vida casi normal.

La señora Ofelia apareció en el salón y anunció  la visita del Padre Norberto. Allí, parada en la puerta, el señor Rius percibió cierto nerviosismo en ella— ¿Ha ocurrido algo Doña Ofelia? Por favor, hágalo pasar.

El cura irrumpió en la habitación acompañado de un hombrecillo enjuto y seco como un palo cuyo rostro exhibía una palidez que parecía de otro mundo.

—Con su permiso, señor Rius y compañía. Le ruego disculpe esta intromisión. Me he permitido venir acompañado del Padre Benedicto, del Obispado de Figueres, porque es urgente y necesario poner orden en esta casa.

—Tranquilícese, Padre y cuénteme que es lo que ocurre. Le ruego que hable con claridad. El Doctor Clotard aquí presente es el médico de la familia y persona de absoluta confianza. Me temo que desconozco a que se refiere.

—Es usted demasiado bueno, señor, demasiado confiado y eso ha propiciado que el mal encuentre terreno fértil en esta casa. Esa muchacha que ha traído de allende los mares, a la que ha ofrecido hospitalidad y confianza, ha cruzado todas las líneas imaginables.  La naturaleza humana, señor Rius, nadie sabe de qué es capaz con tal de  conseguir sus objetivos, pero gracias a Dios, esa mujer a quedado al descubierto. Conocemos de sus sentimientos, de la obsesión enfermiza, de la pasión que la arrastra hacía usted. Esa muchacha, señor Rius ha invocado al maligno en un rito satánico y vendido su alma al diablo para acabar con su esposa y así conseguir sus oscuros deseos. La señora Ofelia, su fiel ama de llaves, ha sido testigo directo de todo lo que le estoy contando. Acudió a mi aterrada, temblando al recordar las imágenes espeluznantes que han visto sus ojos. Agradézcale a ella que hoy estemos aquí. Vamos a poner fin a esta monstruosidad. Vamos a desenmascarar a esa infeliz y a expulsar el mal de esta casa con la ayuda de nuestro señor.

—¡Por favor, Padre, déjese de tanta palabrería! Le ruego que tomen asiento y desembuche. Me está usted asustando.

Mientras el Padre Norberto iba desgranando su historia, el señor Rius comenzó a negar con la cabeza sin dejar de mirar al ama de llaves que estaba pálida como la cera. Observó que en sus  ojos había un gran temor, un velo de autentico pánico.

—Me temo, Padre que la señora Ofelia ha sido víctima de su imaginación y se ha dejado  llevar por supercherías  de las cuales ha hecho a usted participe. Estoy al corriente de todo lo acontecido en esta casa durante mi ausencia y le aseguro que la mano del diablo no tiene nada que ver en ello. Mi pupila, la señorita Estrella me lo ha contado personalmente. Ella, como todos los de esta casa, está terriblemente preocupada por la salud y la paz espiritual de mi esposa y no ha dudado en recurrir a los métodos usados por su gente allá en la isla, que no es otra cosa que la santería.  Todo lo que usted vio, doña Ofelia, fue un sacrificio a Chango. Un sacrificio con la única finalidad de recuperar el ritmo vital y anímico de  mi esposa a través de la sangre de un animal, pues se cree que la sangre es capaz de restaurarlo. Debería haber hablado conmigo antes de correr con sus chismes al Padre Norberto, pero aún así, puedo entender el equívoco y aunque no se me oculta la inquina que siente hacia mi inocente pupila, voy a pensar que se ha dejado llevar por la buena fe y  pensando únicamente en el bienestar de la Señora.

El ama de llaves, bajó la cabeza avergonzada, colorada como un tomate.

 —Ya ve Padre, no hay nada endemoniado en todo esto—.. Dijo el señor Rius —.El doctor Clotard ha  examinado a conciencia a la Señora y cree saber a ciencia cierta cuál es el mal que la aqueja. Una enfermedad rara, cuya sintomatología, tan extraña y peculiar, puede dar lugar a a pensar que la mano del demonio esté rondando por ahí. Se me hiela la sangre al pensar lo que podría hacer su iglesia  con estos enfermos en la Edad Media . Mi esposa cree que está muerta, niega la vida y su propia existencia, tiene ideas delirantes de persecución y de daño pero le aseguro que su origen tiene una explicación científica, nada que ver con exorcismos, posesiones o ritos infernales.  

Perdone-moi, Pere, disculpe la intromisión. Soy yo el que conoce los síntomas y ha hecho el diagnóstico. También poseo un amplio conocimiento  en religiones y ritos ancestrales y puedo afirmar que lo que dice el señor Rius es la verdad. Según la religión afrocubana, cada persona nace con un flujo preestablecido de vida y desarrollo, flujo que puede ser interrumpido por  algún trauma o enfermedad, o por alguna circunstancia adversa. En esos casos se puede intervenir para que la persona pueda sanar y logre recuperar su propio equilibrio.

 —Vuelva a su parroquia Padre, vaya con Dios y quédese tranquilo. Estrella, al igual que la señora Ofelia  y todos los de esta casa no deseamos otra cosa que la pronta recuperación de la Señora. El amor que me profesa esa hermosa niña, es el amor puro de una hija a su padre. Rece por mi esposa. Es lo único que usted puede hacer. Ya ve, esa muchacha, solo ha recurrido a sus creencias para intentar ayudar a mi esposa.

III

Nueve meses después, el señor Rius fumaba uno de sus cigarros en el saloncito donde su esposa y Estrella  pasaban las tardes. Las ramas de manzano crepitaban en la chimenea que desprendía un calor grato y reconfortante. En ese momento, las dos mujeres merendaban un chocolate caliente con picatostes.

Recuperada, aunque aún pálida y con ojeras, comenzaban a borrarse, del rostro de la enferma, las huellas del tormento y la miseria espiritual a la que había estado sometida. Los cuidados recibidos, una dieta adecuada y la administración de los remedios recetados por el Doctor Clotard, le habían devuelto el brillo a sus cabellos y cierta lozanía a su piel y habían ayudado a restituir su anterior belleza,su porte elegante y encantador. Sin embargo, tendría que pasar mucho tiempo para que pudiera considerarse completamente curada. Aún se producían pequeñas recaída aunque cada vez más débiles y distantes en el tiempo.

El señor Rius dio una calada al tabaco y contempló el jardín complacido. Los árboles empezaban a exhibir sus primeros brotes, la naturaleza despertaba del letargo invernal y los días se  alargaban, cada vez más luminosos y cálidos. Expulsó el humo esperanzado, sintiendo que también  sus vidas se renovaban, que la felicidad  se arraigaba de nuevo en la casa.

El Doctor Clotard, tras un tratamiento prolongado y con ayuda de los nuevos avances en el terreno de la psiquiatría,  consiguió finalmente controlar la enfermedad y estabilizar a la paciente, logrando que pudiera disfrutar de una vida casi, casi normal.

El Doctor Clotard dedico todos sus conocimientos a investigar sobre esta extraña y rara patología. La exhaustiva  documentación aportada sobre los diversos caos tratados  le llevaron a describirla con el nombre de «Déliré des Negations«. En nuestros días, sin embargo se la conoce como el  «Sindrome de Clotard».

Pero esa, queridos lectores, es ya otra historia.

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